miércoles, 26 de octubre de 2011

OTROS DÍAS VENDRÁN (y más vademécum)

Se tiene la idea o la vaga sensación de que a quien le gusta o prefiere el frío es algo así como un aguafiestas, un tímido, un pobrecillo, un dengue, no sé, un ser más próximo a la muerte que a la vida, mientras que los amantes del calor son tomados (y se toman ellos mismos) por alegres, vitalistas, dicharacheros, extrovertidos, cuando si lo pensamos un poco tiene más de vitalista amar el invierno, cuando todo en la naturaleza parece morir, y revelarse contra toda esa muerte pálida y azul que vemos alrededor, como si lo único que pudiera permanecer inmarcesible es nuestra propia vida, el propio hombre. El amor por el frío es el ansia de triunfo sobre la muerte, sobre todo lo que desfallece, y el gusto exclusivo por el calor podría parecer una rabieta de niño mimado que todo lo quiere a su gusto y si no, se enfada y no respira.

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“La vida se hace en borrador, y no nos es dado corregir sus páginas” (Ernesto Sábato).

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Esa frase del final habría servido por sí sola para salvar la película, si ésta hubiera sido mala. No es el caso, o al menos a uno no se lo parece. La había visto diez o doce años antes, y de ella recordaba no más que algunas escenas de la pareja en el viejo coche, zascandileando por las carreteras de Estados Unidos, huyendo de algo, o quizá simplemente intentando encontrar aquello de lo que huían. Seguramente la Lolita de Stanley Kubrick sea mejor, pero uno no tiene elementos para juzgarla, porque no la ha visto; tampoco ha leído la novela de Nabokov. En fin, uno no sabe si debería hacer estas confesiones en un sitio como este, donde se supone que uno, que escribe, debe tener alguna cultura a sus espaldas. Habría sido más fácil y cómodo decir que evidentemente la película de Kubrick, que era un genio, es muy superior a esta adaptación moderna, que Fulanito y Venganita están soberbios en su papel y que son ya unas figuras implantadas en el subconsciente colectivo, y que Jeremy Irons y Dominique Swain no les llegan a la suela de los zapatos, aunque su trabajo es sólido y honesto, y que el director acierta en muchos aspectos pero se queda corto para una historia de tal calibre, etcétera. En primer lugar, me habría ahorrado esto que acabo de escribir, y en segundo lugar habría quedado mucho mejor, eso es indudable.

No es el caso, así que habrá que centrarse en esta película moderna (de hace doce o catorce años) y obviar por desconocimiento las obras maestras de Nabokov y Kubrick. Decía que había visto esta adaptación diez o doce años antes, todavía no salido de la adolescencia, y recordaba que me había impresionado, hasta el punto de anotarlo en mi diario de entonces -uno que entonces sólo escribía sobre sí mismo y sobre sus amores platónicos más o menos fugaces. Así es que me puse a verla con esa referencia del pasado, que puede hacer que la película nos resulte ahora decepcionante o aún mejor de lo que recordábamos; no caben medias tintas, y por ello ver una película dos veces con muchos años de diferencia resulta siempre engañoso, como engañosos son siempre los recuerdos. No tenía en la cabeza ninguna escena en concreto, ni sabía exactamente qué era lo que me había impresionado tanto. Sólo recordaba eso: al señor maduro conduciendo un coche antiguo y a la preciosa adolescente a su lado, jugueteando. Y recordaba, sobre todo, que ese señor estaba enamorado hasta las trancas de ese diablo con bucles de oro. Por supuesto, no recordaba la frase de la que hablo, ni siquiera el desenlace, ni la inmensa mayoría de las escenas.

Tres años después de su romance nómada y fugitivo, y tras una agónica investigación, Jeremy Irons (Humbert en la película) encuentra a Lolita, ya casada y con un hijo en el vientre, viviendo en una casucha construida en medio de una de esas inmensas y polvorientas llanuras americanas. En ese reencuentro la muchacha (que parece una señora pero que sólo tiene diecisiete años) le confiesa que no está enamorada de su marido y que Claire Quilty, aquel ricachón gordo, vicioso y siniestro que los perseguía tres años atrás y que se la llevó con él, era “el único hombre que le había hecho vibrar de verdad”. Ahí es cuando Jeremy Irons se derrumba, y se derrumba uno con él, considerando el hecho de que la pasión del hombre maduro no había sido jamás correspondida por aquella adolescente perturbadora y voluble. Qué dolor y patetismo se ve en la cara de Irons cuando escucha eso de los labios de la mujer de la que aún está perdidamente enamorado. Y lo más duro de ello no es el que ese sentimiento no sea correspondido en el presente, sino que todo aquello que se vivió en el pasado había sido una mentira, y no debe de haber nada más duro que se nos caigan los mitos de nuestra propia existencia, y que todo aquello que en su momento creíamos haber ganado lleva tiempo en el saco de los fracasos y las derrotas, podrido y tumefacto, como un feto que naciera muerto.

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Esta mañana, en la biblioteca, he cogido el libro de poemas de Luis Alberto de Cuenca titulado Su nombre era el de todas las mujeres y entre sus páginas he encontrado un papel que parecía un poema más y que decía lo siguiente:

Es increíble la cantidad de información que puede proporcionar un café con leche. Está todo anotado con una meticulosidad pasmosa. Es como si al café con leche lo hubieran puesto al microscopio y lo hubieran analizado molécula a molécula, átomo a átomo, para después ofrecernos su composición química exacta. Se nos informa de aspectos básicos, como el precio del producto, el nombre del establecimiento -más bien extraño, como de novela, y desde luego muy decimonónico-, la calle, el número y la ciudad, pero también de detalles, esos números larguísimos y extraños que dan al documento un aire científico y escrupuloso, cómo pagó el sujeto (esta vez con un probablemente ajado billete de diez euros), la fecha exacta y la hora, el número de mesa, el teléfono (dato algo absurdo porque nadie se lleva los tickets de los bares) y, lo que más llama la atención, el nombre del camarero. Si el ticket incluyera también el nombre del cliente (para ello podrían habilitar un recuadro en blanco para escribir el nombre a mano, como cuando se firma con la tarjeta de crédito) ya sería la repanocha. ¿Cómo será ese Adrián? ¿Qué biografía llevará a sus espaldas? ¿Será consciente de que su nombre ha terminado dentro de un libro de poemas de una biblioteca pública y que cualquiera -en este caso he sido yo- puede conocerlo, como si dijéramos, recordarlo, escribirlo en algún lugar, hacerle inmortal? ¿Dónde vivirá? ¿Cerca de la calle San Andrés? ¿En la calle San Andrés misma? ¿Qué edad tendrá? ¿Tendrá novia? ¿Cómo andará del estómago? Etcétera.

Y entonces uno, de la mano de tan insignificante papelajo, se pone a trazar el plan de una novela o un cuento que nunca escribirá. El cliente se trata de una mujer, sin duda, que al filo del mediodía se ha escapado del trabajo y ha bajado a la cafetería de la calle San Andrés a tomarse ese café con leche que le ha costado dos euros. Tiene uno además la suerte de conocer la calle San Andrés, en pleno Madrid galdosiano, muy cerca de la plaza del Dos de Mayo, por lo que no tiene que hacer excesivos esfuerzos para ubicarla en el entorno. Es una mujer joven, de no más de treinta años, y guapa, el pelo castaño, los ojos dulzones y las mejillas del color del sol de la tarde. Tiene un vago aire jipi, y trabaja en un estudio de decoración, diseño o interiorismo, de los que abundan por la zona. No tiene novio, y le gusta Adrián. Los que se llaman Adrián suelen gustar a las mujeres. En realidad la chica va a esa cafetería no solamente con la intención de desahogarse del trabajo, que también, sino sobre todo para ver a Adrián, que es alto, moreno, flaco, más bien amarillo de color, y de patilla gorda. Eso también les gusta mucho a las mujeres, sí. Lleva las patillas gordas, y andará por los treinta y cinco años, y trabaja con una camiseta negra ajustada y un mandil también negro, y lleva barba de tres días, y tiene ojeras. La chica también tiene ojeras porque duerme poco, suele acostarse tarde porque, viviendo como vive en un pisito bohemio del centro, a cinco minutos andando, cree estar obligada a no acostarse nunca antes de la una de la madrugada. Y luego pasa lo que pasa por las mañanas, que no se entera de nada y necesita, además del café bien cargado del desayuno, ese café con leche de dos euros, por lo que su diaria visita a la cafetería tiene un doble cometido, ver a Adrián y espabilarse un poco con el brebaje, que tarda en beber, pretextando que está caliente. Siempre pretexta que está caliente, para estar más rato. Pero si estamos ya casi en verano, dice Adrián. Es verdad, pero es que yo soy muy friolera, responde ella. Es verdad, es finales de mayo, y afuera el sol dora los tejados de ese Madrid galdosiano que ninguno de los dos saben que es galdosiano. El sol de mayo es el sol de Madrid, piensa ella, todo lo que pasa en Madrid pasa en mayo, y así más pensamientos por el estilo…

Ambos, Adrián y la chica, tienen una vida gris, un trabajo gris que no les agrada y un futuro no menos gris, pero en toda esa grisura siempre encuentran un momento de luz incomparable que ningún otro tipo de vida podría deparar. Se hace difícil imaginar a un rico o a un famoso disfrutando plenamente de un café con leche a las doce de la mañana en una tranquila calle de tintes literarios e históricos, mirar desde dentro del local y observar a los que pasan, detenerse en esa luz del sol, tan alto que llega a iluminar la calle encajonada entera. Tampoco es probable que un mendigo, o un niño pobre, o un habitante de Bangkok, Calcuta o La Paz pudieran disfrutar de algo así. Esos momentos están reservados para occidentales de clase media, para gentes como Ainhoa (su nombre era el de todas las mujeres) y quién sabe si Adrián, que desde su atalaya de camarero también novela la vida de Ainhoa, como está haciendo uno. Es posible incluso que le guste, y que ninguno de los dos sepa que gusta al otro, y que en ese malentendido lleven años y se les vaya pasando la vida y la juventud, hasta que venga otro amor que desbarate aquel que jamás llegó a comenzar.

Este 24 de mayo Ainhoa parece decidida, aprieta los puños, se dice un par de frases motivadoras para su coleto, coge carrerilla, mira al balón, a la portería, a su pie derecho, a todo menos al portero, y chuta… O quizá no. Quizá la mañana pase como otra cualquiera, apure el café con leche, se despida de Adrián y regrese a su trabajo, triste por un lado -hoy era el día, hoy era el día- y contenta, inmensamente contenta por otro porque sabe que otros días vendrán, y que de haber matado esa ilusión perenne nunca concretada su vida habría perdido buena parte de su sentido.

No sé, algo así. El argumento no es ni original ni bueno, ni siquiera es un argumento. En cualquier caso, ahí dejo el papel, por si alguien quisiera definir los perfiles de esas dos existencias anónimas pero publicitadas en cierta manera gracias a un libro de poemas y la mano inocente de un pretenso escritor, y dar forma definitiva a esa novela o cuento tempranamente truncado, otra vez como ese feto que naciera muerto.

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Como consecuencia de lo de ayer, y como parece que cosas así le hacen estar a uno algo más imaginativo de lo normal, hoy se me ha venido a la cabeza otro germen de novela o cuento que tampoco escribiré. Un chico coge un libro de la biblioteca y entre sus páginas encuentra una nota, con unos versos, por ejemplo, o una sentencia, o una cita, o una idea, o lo que sea. El chico, sin pretensión ninguna, nada más que por jugar, escribe otra cosa que tiene que ver con lo que estaba escrito. Al día siguiente regresa, coge el libro y ve que la persona ha escrito de nuevo algo que tiene que ver con lo que se iba diciendo. El chico escribe otra cosa, ya con la franca intención de llegar lo más lejos posible en ese juego. Al día siguiente regresa de nuevo, nervioso por conocer qué habrá respondido, y así están un tiempo. Con el paso de los días la “conversación” va poniéndose interesante porque cada uno va conociendo detalles del otro. El chico opta por no mentir nunca acerca de sí mismo, con la esperanza basada en una ingenua telepatía de que el otro (que él confía que sea otra) tampoco mienta. Un día se entera de que se trata de una chica. La correspondencia se convierte en el centro de la vida del muchacho, y cada mañana se levanta ansioso por ir a la biblioteca, leer la nueva frase y continuarla. Entonces pueden pasar varias cosas: que el juego vaya más allá y termine por conocer a su anónimo remitente, y enamorarse o decepcionarse terriblemente; que concierten una cita y allí no se presente nadie, o que quien se presenta sea una loca obsesiva y neurótica que después le haga la vida imposible o una pandilla de gamberros que llevan riéndose de él todo ese tiempo (cosa poco verosímil porque los gamberros ni van a las bibliotecas ni leen libros); que un día vaya a coger el libro y vea que lo han tomado prestado e inicie una labor de investigación para encontrar a ese sujeto; aquí también podría ocurrir que enloquezca, pille una depresión de caballo e incluso se suicide, pero en este caso habría que extenderse en los detalles de esa peculiar correspondencia y hacer de ella el cuerpo principal de la historia; o que, desesperado por ello, no le quede otra que montar guardia todo el día en la biblioteca con la esperanza de que su enamorada platónica aparezca buscando el libro, como él…

En fin, esto se está alambicando en exceso y como me descuide terminaré escribiendo ahora la novela o el cuento, echándolo a perder. Lo que uno se pregunta es por qué en lugar de consignarlo tan superficialmente no se pone a escribirlo en profundidad y con calma. Quizá algún día, quizá mañana.

2 comentarios:

  1. ...traigo
    sangre
    de
    la
    tarde
    herida
    en
    la
    mano
    y
    una
    vela
    de
    mi
    corazón
    para
    invitarte
    y
    darte
    este
    alma
    que
    viene
    para
    compartir
    contigo
    tu
    bello
    blog
    con
    un
    ramillete
    de
    oro
    y
    claveles
    dentro...


    desde mis
    HORAS ROTAS
    Y AULA DE PAZ


    COMPARTIENDO ILUSION
    SEBASTIAN

    CON saludos de la luna al
    reflejarse en el mar de la
    poesía...




    ESPERO SEAN DE VUESTRO AGRADO EL POST POETIZADO DE TIFÓN PULP FICTION, ESTALLIDO MAMMA MIA, TOQUE DE CANELA ,STAR WARS, CARROS DE FUEGO, MEMORIAS DE AFRICA , CHAPLIN MONOCULO NOMBRE DE LA ROSA, ALBATROS GLADIATOR, ACEBO CUMBRES BORRASCOSAS, ENEMIGO A LAS PUERTAS, CACHORRO, FANTASMA DE LA OPERA, BLADE RUUNER ,CHOCOLATE Y CREPUSCULO 1 Y2.

    José
    Ramón...

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  2. Muchas gracias José Ramón. He echado un vistazo a tu blog "Horas rotas" y que un poeta como tú me dedique este comentario me llena de orgullo, y casi diría que estupor. ¡Un abrazo!

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