viernes, 14 de octubre de 2011

CASA TOMADA

No sé quién dijo, creo que fue Umbral, que las novelas nunca demuestran nada. Y es verdad, las novelas nos ofrecen un fragmento de vida, real o inventado, aunque suele suceder que cuanto más quiere uno ceñirse a la realidad en lo que narra menos real le queda, y viceversa. El escritor siempre tiende, o al menos debería tender, a inventar. Pretender que una novela demuestre algo sería acercarla peligrosamente al ámbito de la matemática, de la ciencia, de la razón y, por tanto, arrancarle de cuajo su porqué, su máxima -y única- aspiración como obra artística. Puede construirse una novela a base de silogismos y llegar a un final que satisfaga todo ese proceso. Pero, aún en ese caso, y como la conducta humana se basa en su mayor parte en parámetros irracionales, una novela, si de verdad quiere dar la verdadera hondura del hombre, nunca puede llegar a pretender establecer una norma, una fórmula, una receta siquiera. Y, sumidos como estamos en una época plenamente científica y adoradora de la razón y desconfiada de todo lo que no se adhiera a ella, la novela tiene cada vez más un papel de entretenimiento y no como instrumento, siquiera aproximado, para conocer al ser humano. Al ser humano se lo intenta conocer por otros caminos -fisiología, biología, psicología, neurociencia e incluso algunos sistemas filosóficos- que se creen más seguros, desde luego, que el terreno siempre movedizo, contradictorio y muchas veces deprimente de la literatura. Y dice uno deprimente porque la verdadera literatura no nos engaña ofreciendo una imagen de la vida plenamente satisfactoria. La literatura, es verdad, vive de engaños, se sustenta gracias a ellos y por el engaño lucha, pero no puede sostenerse jamás sobre el engaño mayúsculo, que es el edulcorarlo todo, como hacen las grandes obras de entretenimiento que colman nuestras librerías. Es por esta inercia que ha tomado el mundo por lo que es especialmente grato cruzarse con gentes que siguen dándole más valor a lo intuitivo que a lo puramente racional, suponiendo que en la mente humana lo puramente racional tenga cabida. Incluso en las matemáticas, esa maravillosa creación del hombre, hay problemas sin resolver.

Es cierto, la literatura es incapaz, por su misma esencia, de demostrar nada. Qué deprimente, piensa uno, pasarse la vida leyendo y escribiendo para no llegar a ninguna conclusión de ningún tipo y, es más, acabar seguramente más perdido que cuando empezó. Pero es que quizá uno con la literatura busca todo lo contrario que demostrarse nada, busca alambicarse progresivamente y llegar al extremo del alambicamiento, esto es, a la confusión absoluta. Ni un cuento, ni una novela, ni un poema, han demostrado jamás nada. Claro que no, estaría bueno. Es que si demostraran algo uno dejaría automáticamente de leer o escribir. Qué horror, piensa uno de pronto también, qué horror sería que Gabriel Araceli o Pierre Bezujov tuvieran en sus labios el enigma del Universo, la demostración de todo, en su boca y pensamiento, y lo hubieran propalado en los Episodios y en Guerra y paz. No, claro que no, lo que uno busca en ellos y en el escritor que los crea y los pone ante nuestros ojos, nuestros oídos e incluso nuestra piel no son ni certezas ni demostraciones, sino todo lo contrario, y cuanto más se acerque una novela a una demostración -sin llegar nunca a tocarla, pues eso es imposible- menos le gustará. Leer es cada vez más una problemática, una rebeldía.

Estos pensamientos se le vienen a uno a la mente cuando ve noticias como la que dieron el otro día en la televisión. Un hombre apuñaló y mató a un adolescente que, por una apuesta con un amigo, había entrado a robar en su casa. Pensé en aquel cuento de Cortázar, titulado Casa tomada, en el que los residentes, una pareja joven, se ven progresivamente desplazados cuando un grupo de personas -a los que sólo oyen- se instalan en su casa, hasta que finalmente, cuando los visitantes han invadido lentamente y sin violencias de ningún tipo todas las habitaciones menos una, tienen que marcharse, sin equipaje, sin nada, sin plantar cara, con una naturalidad y una resignación algo así como primitivas. Y pensé que si aquel hombre hubiera leído ese cuento el chaval, que seguramente no era muy consciente de lo que hacía y lo tomaba como un juego, habría salvado la vida, se habría aburrido de verse solo en una casa ajena y se habría ido a su casa con sus padres o con su amigo a cobrar el dinero de la apuesta, y el hombre habría vuelto un rato después a su casa, que no habría sufrido ningún daño -a lo más, el chaval habría robado la televisión o el ordenador, difícilmente las dos cosas-, y se habría librado de un proceso que enfangará su vida hasta muy probablemente arruinarla, y al día siguiente habría ido a El Corte Inglés a comprarse una televisión nueva, de esas de plasma más o menos baratas, y habría dicho, mira, no hay mal que por bien no venga, esto me ha servido de excusa para comprar una tele nueva, y qué bien voy a ver los partidos, y habría continuado con su vida, que sería lo que fuera, más o menos buena o mala, pero sin las manos manchadas de sangre. Sí, es verdad, la literatura no demuestra nada, y quizá sea como el cuento de Cortázar, que nos va invadiendo poco a poco, casi imperceptiblemente, a lo largo de los años, hasta obligarnos a huir de nosotros mismos para, paradójicamente, ayudar a encontrarnos en un punto no definido del tiempo.

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