viernes, 21 de octubre de 2011

VADEMÉCUM

Ha salido el torero Padilla del hospital, tras la espeluznante cornada de la semana pasada que le atravesó la cara de lado a lado, dejándole sin el ojo izquierdo y sin sensibilidad en aquella zona, según han dicho los médicos. En la foto del periódico se le ve en el pasillo del hospital, en una silla de ruedas, conducido por una enfermera, con la mitad izquierda de la cara hinchada y deforme y el ojo que ya no tiene cerrado. La boca le cae por aquel lado y el ojo sano está no más que medio abierto, en una mueca de dolor. La noticia ha desencadenado esperadas reacciones en Facebook. Alguien ha colocado la imagen en su muro, se diría que festejando el deplorable aspecto con el que ha quedado y acompañándola con un comentario de indudable mal gusto. La foto y el comentario de esa persona vienen acompañados de un ramillete selecto de festejos, por un lado, y lamentaciones, por el otro, por el hecho desafortunado de que no hubiese muerto, como sin duda merecía. De todos, el más detestable es uno que dice, textualmente, “quedó muy guapo” (obvio las vergonzosas faltas de ortografía y la terrible amputación que sufrió una de las palabras de la gloriosa frase, tendría prisa el hombre), aunque lo de “hijo de la grandísima puta, que se joda”, menos sutil y mordaz, no se queda atrás. Qué lamentable es contemplar el espectáculo de unos hombres celebrando el sufrimiento de un semejante, se trate de Padilla, Hussein, Hitler o Stalin. Cree uno que el humanitarismo más elemental tiene como precepto primerísimo eso mismo, actuar ante la desgracia ajena con un poco de caridad espiritual o, al menos, y si el que sufre se trata de un monstruo, no mostrar más que una absoluta indiferencia, mirarlo, si se quiere, y retirarse. Retirarse, esa es la palabra. Eso sería lo elegante, claro que lo elegante ya no se lleva. Recuerda un poco a esa imagen de las masas de París enardecidas por la caída de las cabezas de la guillotina, como ahora cuando se va a la Cibeles a celebrar los triunfos del Real Madrid, o el carácter de espectáculo que tenían las hogueras de la Inquisición en la Plaza Mayor. No es que hayamos avanzado mucho.

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“Sobre todo, no olvidemos que la cultura es intensidad, concentración, labor heroica y callada, pudor, recogimiento antes, muy antes, que extensión y propaganda” (Antonio Machado).

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Ahí está. Es un señor mayor, de unos setenta años, seguramente ya jubilado. Gasta gafas finas de metal dorado, ya pasadas de moda, con esos cristales amarilleados que denotan, supone uno, el paso del tiempo, y que le hacen unos ojos pequeños y escrutadores, como de ratón. Tiene el pelo echado para atrás, sano y lustroso, sin asomo de calva. Morirá con todos los pelos de la cabeza en su sitio aunque, eso sí, del color de la nieve. Tiene la cara larga y tostada, se parece, fijándose bien, a Bahamontes. Pero no al Bahamontes joven que ganó el Tour hace cincuenta años, lógicamente, sino al de ahora. Frunce el ceño, es de esos señores mayores que llevan siempre la frente arrugada, no porque estén enfadados o a disgusto, sino simplemente porque muy probablemente todo lo que ven les parezca disparatado. O porque a lo mejor no ven bien, también puede ser. Parece desubicado, fuera de su lugar y su tiempo. Lleva un periódico en el sobaco, quizá para ubicarse en este tiempo y lugar, aunque uno duda si lo leerá. Lo hojeará, mirará alguna foto, hará correr la vista por algún titular, pero que lo lea es otra cosa. Calza zapatillas blancas de mercadillo, y lleva las manos metidas en los bolsillos de unos pantalones vaqueros gastados. Centra su atención en dos focos: el semáforo y la calle, por donde vienen los coches, que es el lado derecho. El semáforo está en rojo para los peatones. La calle es de un solo sentido y muy estrecha, en tres pasos de longitud normal se puede cruzar. A su izquierda y derecha, en la dirección que lleva y en la contraria, los peatones cruzan la calzada sin rebozo, sin mirar siquiera si viene un coche. No hay cuidado, no se ve ninguno más cerca de trescientos metros. No hay ningún tipo de peligro, nada les retiene en la acera, a excepción, claro, del muñequito rojo. Mas nadie sigue sus tajantes instrucciones, quietos, no cruzar. Es curioso, porque de vez en cuando el hombre mira a los peatones kamikazes, pero no con el ánimo de tomar ejemplo, de emprender una arriesgadísima acción. No. Los mira casi como a delincuentes, como a pandilleros que pintaran unas paredes. Parece decir, insensatos, ¿no sabéis lo que hacéis? ¡Os estáis jugando la vida! Así pasa luego lo que pasa… Los coches siguen brillando por su ausencia, se diría que de repente la ciudad ha paralizado su pulso vital automovilístico. Pero el señor no tiene la más mínima intención de cruzar hasta que el hombrecillo de verde no se lo indique. Entonces y sólo entonces. Sus padres le debieron de decir de pequeño que bajo ningún concepto debía cruzar la calle mientras el pelele rojo, que como se puede ver está claramente parado, no cambiase a un fotograma verde que simula caminar. Quizá en ese mismo instante un imprudente cruzara en el momento equivocado, fuera de la ley, y él preguntara que por qué ese hombre sí cruzaba, y los padres aprovecharan para ponerlo de ejemplo de lo que no se debe hacer, añadiendo algún leve insulto para que la enseñanza hiciera más efecto. Y ahí sigue, sesenta y cinco, setenta años después, haciendo de buen ciudadano, de hombre sensato, ordenado, ejemplar, que paga sus impuestos, compra su periódico (quizá fuera El país), ve sus partidos de fútbol, da su paseo matinal, juega su dominó, toma sus vinos, no hace ruido, no infringe normas, no da una voz más alta que la otra. Al fin, aparece el esperado muñeco verde. Durante los cuarenta o cuarenta y cinco segundos de reinado del rojo no ha pasado un solo coche. Ahora, sin embargo, viene uno a unos cincuenta metros, embalado. El señor lo ve, pero aun así va a cruzar. Se masca la tragedia. El hombre da un paso, mirando siempre al coche, que no parece partidario de frenar. Uno se asusta, y ya se ve socorriendo al anciano, dándole tortas en la cara para reanimarlo, llamando a una ambulancia, insultando al conductor. Pero nuestro hombre parece muy seguro, no creerá posible que un peatón sea atropellado cuando es su turno de cruzar. Eso, pensará, sólo les pasa a los que se la juegan. Yo he sido prudente, he esperado al momento adecuado, el que me dicta el muñeco, y no es verosímil que todos esos se salven y yo, en cambio, me rompa aquí la cadera, o peor aún, termine aquí mis días. En un mundo justo y ordenado como en el que vivimos no pasan esas cosas. Pero los hechos desmienten tal hipótesis, el choque es inminente. Los que estamos alrededor contenemos la respiración, y en esos segundos no nos da tiempo más que a que nos llame la atención la parsimonia del señor. El coche frena en seco, produciendo un chirrido parecido al de las uñas en un encerado. Nuestro hombre, sin inmutarse, con el ademán sereno, mira al conductor, y cuando parece que le va a dirigir una salva de insultos, señala al semáforo, como diciendo, ¿es que no lo has visto?, y sonríe. He ahí un hombre de leyes.

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“Tiene gracia. No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo” (J. D. Salinger en El guardián entre el centeno).

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En las últimas horas del día nunca deberían pasar tantas cosas.

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Se pasa uno la vida buscando y leyendo a los grandes nombres, las grandes novelas, las obras maestras oficiales, cuando muchas veces el gran momento literario está escondido en una novelita desconocida de hace cincuenta años, que hace cuarenta y nueve que no se reedita y que encontramos por casualidad en una librería de viejo. Así me ha pasado con Cita con el pasado, de César González-Ruano, que no tiene una estructura especialmente lograda (lo cual se agradece, sin duda), ni un argumento original (es un alivio), ni descripciones prolijas (pero sí eficaces), ni aguda penetración psicológica (qué cansancio), ni es un dechado de imaginación (ni falta que hace). Se observa en ella un acusado tono barojiano en los diálogos y la cadencia de los pasajes, digamos, de más acción (dicho sea con reservas, pues no se trata de una novela en la que pasen muchas cosas), algo normal conociendo la admiración del escritor hacia el novelista vasco. Pero en los fragmentos discursivos y líricos sale el César de verdad, el que uno conoce y admira de sus artículos, memorias y diarios. Ni siquiera él mismo se consideraba muy novelista -aunque escribió muchas novelas-, seguramente porque jamás fue capaz de desgajar su persona de lo que escribía. “Todo lo que no es autobiografía es plagio”, dijo. Cita con el pasado está escrita en primera persona, y no hay intención alguna de ocultar que el que narra, el protagonista si queremos, es el mismo autor. En la novela se cuenta una historia de amor de juventud, aunque aprovecha para narrar dos o tres historias más, también de juventud, con la flecha del tiempo lineal, pero siempre en dirección contraria, esto es, desde ahora hacia atrás y no desde atrás hacia ahora. La historias de amor son sencillas y ajenas a dramatismos, pero evocadoras, cuya base emotiva es la asociación de la memoria. Se diría casi que, al igual que Anna Karenina es la novela del adulterio o Rojo y negro la de los celos, Cita con el pasado es la novela de los amores fugaces, que también son de la vida. Comparecen París, los viejos barrios de Madrid, Tánger, es decir, lugares que el autor conoció bien. Es una novela limpia, grata de leer, sugestiva y serena, que uno ha leído con una sonrisa siempre en la boca. Esto le hace considerar a uno lo siguiente, que es que según qué escritores o personas nos da igual lo que nos cuenten, con tal de que nos cuenten algo.

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"Para leer muchos libros, comprar pocos" (J. R. J.)

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Sobre las descripciones físicas de las personas. Es peligroso como escritor detenerse en infinidad de detalles, pues si uno como lector se concentra en esos rasgos descritos (pómulos salientes, ojos grandes, nariz respingona, etc.), la imaginación tiende a exagerarlos, creando un monstruo deforme, suprimiendo cualquier pretensión de belleza. Quizá sea más eficaz decir: era rubia y delgada, y que cada lector se fabrique su rubia y delgada, o hacer como Galdós con Inés, de la que se abstuvo de ofrecer cualquier rasgo físico en las más de dos mil páginas de la primera serie de los Episodios, dándonos, con inmensa generosidad, la oportunidad de crear cada uno nuestra Inés personal e intransferible.

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