Y de repente un día uno se despierta y se da cuenta, con toda la fatalidad de la certeza, de que nada puede seguir como va y se pregunta cómo pudo vivir como había vivido hasta ese momento. Es como si toda su vida se le cayera en avalancha y lo sepultara, y no le quedara más remedio que intentar salir trabajosamente del montón de escombros y después limpiar y reconstruir todo aquello. Mira uno en rededor, se mira a sí mismo y se horroriza de no haber actuado antes, o de no haber dejado de actuar, de, en definitiva no haber hecho algo o dejado de hacer para que todo cambiara. Quizá con un pequeño gesto, o mejor dicho con una rutina de pequeños gestos, habría sido suficiente. Ese es el drama, que basta con pequeños gestos y no estamos preocupados más que de los grandes, de los pomposos, de poner cara muy seria y tener muchas cosas, cuando de lo que se trata precisamente es de aligerar el equipaje para andar más sueltos, más felices, más despreocupados, como un excursionista que en vez de esas mochilas gigantescas con mil bolsillos llevara no más que una riñonera y una cantimplora, o como los ciclistas, que a la hora de subir un puerto se desprenden hasta del agua que podría salvarlos de la pájara.
Así es que desayuné deprisa y ansioso, sin masticar, como las garzas, tracé mentalmente un mapa del lugar y un plan de actuación, me creí peón, capataz, jefe de obra, ingeniero, arquitecto e incluso rey de la casa de Austria o faraón (aquello tenía la envergadura de las obras de El Escorial o las Pirámides), me calé una de esas gorras que tenía por ahí criando polvo y me puse al tema. Se trataba de un asunto urgente que no admitía aplazamientos ni estados provisionales. Aquello debía ser hecho de un tirón, con febrilidad. Tantos años de inacción, de descuido, de desidia, de indiferencia absoluta para con aquello, para de repente tener la íntima obligación de hacerlo todo no más que en un día, costara lo que costara y se llevara por delante lo que se llevara, que sin duda iba a ser mucho.
La primera consideración fundamental a la hora de limpiar y ordenar la habitación propia es ser absolutamente inflexible y objetivo, como un juez, y dejar de lado sentimentalismos y nostalgias, porque esas debilidades del espíritu lo único que pueden hacer es echarlo todo a perder. Es como el caso que vemos en las series de televisión del padre que sabe que lo más apropiado para su hijo es mandarlo a tal o cual internado, y la criatura no hace más que implorarle que no lo deje marchar, y el padre, que tiene corazón, no tiene más remedio que ignorarlo para no caer en la trampa de ceder a sus ruegos. Me di cuenta de ello antes de empezar, cuando hice inventario rápido de lo que sobraba, que era casi todo, y de lo que bajo ningún concepto me podía deshacer, que era bien poca cosa, reduciendo la lista de cosas privilegiadas a los muebles, el ordenador, la cama, la ropa, algún objeto muy concreto y los libros. Pero antes de llegar a esa conclusión hay muchos objetos que desde su insignificancia nos ponen ojitos y parecen pedirnos compasión y recordarnos los buenos momentos que pasamos juntos, el lugar y el momento en que nos conocimos y lo mucho que significaron para uno. Y es entonces cuando, con el único objeto de salvarse del exilio de la bolsa de basura, los objetos parecen iniciar una competencia feroz por ver cuál significó más para uno, y uno tiene que ignorar esas discusiones y lamentos, disculparse con aquello de lo que se va a deshacer, cerrar los ojos y centrarse exclusivamente en la tarea que ya bajo ningún concepto puede dejar de llevar a cabo.
En momentos así uno se siente alguien importante, algo así como el Presidente del Gobierno que va a levantar un país de la ruina. “Dejadme, voy a hacer esto yo solo”, le dice uno a su madre, y ella le mira asombrada y casi asustada ante la tarea ciclópea que va a emprender, pero también íntimamente satisfecha, diciendo para su coleto: “va a limpiar y ordenar su habitación: se ha hecho un hombre”. Y es eso lo que le consolida a uno aún más en su propósito de limpiar y ordenar su habitación para, un poco secretamente, ordenar y limpiar su vida.
Fueron once horas, con la única interrupción de la comida, lo que tardé en dejar mi habitación absolutamente irreconocible. Lo primero que hice fue abrir ese cajón de sastre en que metemos todo lo que cae en nuestras manos y de lo que, no sabemos por qué, no nos deshacemos en el instante. Quizá es que todos llevemos dentro un pequeño Diógenes y ese cajón sea la representación de nuestro pequeño mundo diogénico. Porque, sobre todo, allí dentro había mierda, mucha mierda. Encontré pilas, etiquetas de ropa, móviles viejos, cargadores, cascos para escuchar música amputados, lápices apurados, guías turísticas de ciudades visitadas en vacaciones pasadas, los impresos de matrícula de otros años, rotuladores muertos, un abrecartas (¡!), mil clips de mil colores y muchas, muchísimas chinchetas y monedas desde un céntimo hasta dos euros, aunque también había cosas de cierto valor sentimental, como cuadernos de extraños apuntes sobre videojuegos, agendas de los años de instituto y garabatos a carboncillo: un ojo, una boca, una nariz, un rostro femenino. Y todo ello sin el más mínimo orden, apelmazado y mezclado como en el carro de un chamarilero. Vacié el cajón entero y lo metí todo en la bolsa de basura. Pensé en Gómez de la Serna -no hice más que pensar en él en esas once horas- y me dije que él habría sido incapaz de dar aquel paso, que era el primero. Pero quedaban los más costosos: ni más ni menos que todos los demás.
Al tratarse de una acción en profundidad, no limitada a un mero lavado de imagen exterior, había no sólo que ordenar, sino también limpiar a conciencia. Una vez que me deshice de todos los objetos inservibles -balones de fútbol y baloncesto pinchados, pantalones impresentables, polvorientas carpetas de los años universitarios, zapatillas agujereadas, abrigos de la posguerra, sudaderas sin cremallera, una raqueta de tenis y algunos regalos lamentables de esos que nos hacen cuando insensatamente jugamos al “amigo invisible”, entre los que destacaba un horroroso porta cd´s que jamás llegó a abandonar el estrecho recinto de su embalaje- y los metí en las tres o cuatro enormes bolsas de basura -cada una abultaba y pesaba casi como uno mismo-, me centré, Don Limpio y mucho papel de cocina en mano, en limpiar, desinfectar y abrillantar cada rincón de cada uno de los muebles y el suelo, incluyendo sitios tan inaccesibles como el siempre siniestro hueco de debajo de la cama o la parte de atrás del radiador. Todo. Y mejor será no enumerar parte siquiera de lo que uno encontró mientras se afanaba en esta ingrata y aleccionadora tarea, porque, aunque escriba, uno tiene que mantener una cierta dignidad.
Los libros los dejé para el final. Me reservé esa tarea tan grata como un postre ligero después de una comida copiosa e indigesta que no nos ha gustado. Y fue un auténtico placer, y a la vez un acto de tremenda responsabilidad, el recolocar los libros según las afinidades de espíritu, que dijo Wiesenthal, en lo que fue un laborioso y sesudo tetris de compatibilidades, unas pocas atadas a razones más o menos intelectuales -un estilo, una concepción de la vida, un tema-, las más sugeridas por asociaciones, digamos, más subjetivas. Así, terminé haciendo que Baroja y Carrere fueran vecinos, junté a Tolstoi con Dostoievski, a Galdós con Balzac, a Dickens con Valle Inclán, a Zweig con Sánchez Dragó, a Nietzsche con Platón -a ver si hacían las paces-, a Cela con Umbral y a éste con Delibes, en estrecho y buen hermanamiento. César González-Ruano se me quedó un poco escorado, no por otra razón que el grosor de sus Memorias, pero creo que bien avenido, no sé por qué, con Liev Nikolaievich. A García Márquez, para que no pudiera verse, lo desterré al fondo de los libros prohibidos, detrás de los gruesos y deliciosos mamotretos de Wiesenthal, y Hesse quedó aparte, como rey indiscutible de una pequeña pero selecta estantería, con Machado, Benedetti y Stendhal, entre otros. Arriba, tan áureos ellos, los Lorca, Vila-Matas, Cortázar, Trapiello, Quevedo, Lope de Vega y José Hierro, y en un sitio aparte, como un recuerdo de los años de lector adolescente, permanecieron juntos Larra, Boccaccio, Homero, Kafka y Dante, quedando como joya fundamental de este ecléctico edificio esos lujosos volúmenes ilustrados de la editorial Hernando que guardan la mayor historia jamás contada, los Episodios Nacionales. Y dejando a sus libros contentos y convenientemente ordenados dentro de un desorden escrupuloso, quedó uno también contento y también con el alma un poco en desorden, y quizá por ello más dueña de sí, más equilibrada, como ocurre con la naturaleza, que sin atenerse jamás a ordenancismos de ningún tipo termina siendo puro equilibrio.
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