miércoles, 5 de octubre de 2011

LA CANCIÓN MÁS TRISTE

LLEVÁBAMOS ya tres cuartos de hora esperando de pie en la fila de la puerta de embarque. El vuelo debería estar despegando ya, pero por causas desconocidas nos tenían ahí, soportando el calor de la terminal del aeropuerto de C. y los suspiros de impaciencia de la gente que, como nosotros, no hacía más que mirar al fondo, hacia la puerta de embarque, buscando un indicio de que todo se fuera a poner en movimiento de una vez por todas, igual que mientras esperamos al autobús escrutamos como bobos el fondo de la calle por donde debe venir el rojo vehículo salvador, como si así fuera a llegar antes, cuando lo único que conseguimos es exasperarnos más, cabrearnos con el culpable conductor hasta entrarnos ganas de partirle la cara cuando lo veamos y comunicar nuestro desasosiego a nuestros compañeros de espera, que, a su vez, se desasosiegan aún más y nos desasosiegan más a nosotros, en un terrible contagio de desasosiegos e impaciencias. Es falso eso de que la intranquilidad se lleva mejor compartida. Para colmo, detrás de nosotros se había juntado un grupo de españoles —asturianos me parece que eran— que no hacían más que echar leña al fuego diciendo pestes del país que dejaban, donde, según creían, se comía una mierda, era todo carísimo y, para colmo, los aviones se retrasaban, como si en España en todas partes le dieran a uno yantar de reyes por cuatro duros y la costumbre más notoria sea que los aviones salgan de Barajas a su hora. A uno, las dos veces que ha viajado al extranjero, le ha molestado el volver a juntarse con compatriotas, y quizá sea por la misma causa que llevara a Baroja a decir aquello de “entraron en la sala y todos se miraron con el odio con que se miran siempre los españoles”. Pero esa es otra historia.

Fueron momentos exasperantes, de esos que pueden echar a perder todo un día. Al final, sin embargo, lo único que cuenta es que el avión se ponga en marcha, y cuando esto ocurre, que es casi siempre, lo vemos casi como un regalo, y la espera queda así como algo cercano a lo heroico de lo que llegamos a sentirnos orgullosos. Pero la espera es tremendamente dura mientras se espera, de eso no cabe duda, y capaz de excitar los nervios del más templado. El tema de la espera daría para llenar un libro, y en ello, en esperas de mi vida, me puse a pensar sin abrir la boca mientras R., también silencioso, pensaría seguramente en las esperas de la suya y los mecanismos y supercherías mentales que le llevaron a sobrevivir a todas ellas, como hacía yo. Recordé una ocasión que en plena hora punta estuve esperando un autobús una hora para ir a la Facultad, otra espera que duró un verano entero y que me sirvió para escribir una novela y, entre alguna más, me instalé mentalmente en la que más analogías presentaba con aquella que estaba viviendo. Fue en París, en invierno, cuando fui con V. Ella tenía vuelo a Moscú a la una de la tarde, y el mío, a Madrid, salía a las nueve de la noche, por lo que me tocaban seis o siete horas de soledad en el aeropuerto. Era posible regresar al centro de París y dar una vuelta, con el objeto de que el tiempo pasara más rápido. Era posible, sí, pero también caro —el tren, sólo ida desde el aeropuerto, costaba ocho euros— e incómodo —la maleta lo complicaba todo y el trayecto no era precisamente corto—. Lo que tenía claro era que tenía que acompañar a V. desde el hotel de la calle Batignolles al aeropuerto. Ni lo hablamos ni lo pensé siquiera; tenía que acompañarla y punto. Mejor dicho, no tenía que acompañarla, sino que quería acompañarla. Ni me parecía correcto dejar que se fuera sola ni me apetecía despedirme de ella en la misma habitación del hotel, dejándome en la infinita soledad del lugar que habíamos compartido los últimos seis días, ni zascandilear por París por los lugares que habían sido testigo de nuestro brevísimo y cosmopolita romance. Quería y me veía en la obligación de despedirnos en el aeropuerto, como se han despedido tantas parejas del cine y la literatura, y con esa conciencia literaria y romántica hicimos las maletas a la vez y, juntos y en silencio, nos despedimos de nuestra habitación y fuimos, también en silencio, primero en metro y luego en tren, a la terminal 2 del aeropuerto Charles de Gaulle.

De la despedida no voy a dar detalles. Sólo diré que nos despedimos y punto, y que, aunque fue muy emocionante, quizá lo fue menos de lo que esperaba. La vi marchar por el pasillo que lleva desde la puerta de embarque hasta el avión, y ella no hacía más que darse la vuelta y agitar la mano. Me creí en la obligación de no moverme hasta que la perdiera de vista. Las despedidas están plagadas de obligaciones, pero de obligaciones que uno está encantado de cumplir, como un compromiso con la estética. Tenía por delante muchas horas de soledad parisina, las únicas que pasaría en aquella ciudad. Todas las demás fueron en compañía. Maleta en ristre, di un par de vueltas por la terminal, compré El país y una revista de baloncesto francesa —de la que me asombró entenderlo todo—, comí en un restaurante del aeropuerto de platos precocinados y pasé la tarde releyendo por tercera vez Historia del tiempo, de Stephen Hawking. Todo ello con intención de que no me asaltaran recuerdos demasiado tiernos, demasiado lacerantes, respectivos al vacío que la marcha de V., a quien seguramente no volvería a ver jamás, había dejado a mi lado. No lo conseguí, por supuesto. El aeropuerto, con ser de París, estaba vacío, y menudeaban los solitarios, como yo, cuya presencia no dejaba de confortarme en la cálida estancia dentro del recinto de mi soledad, de mis lágrimas apenas entrevistas, de mi dulce nostalgia. Muy cerca de mí había un señor mayor que, mientras descifraba un crucigrama, silbaba. Y lo hacía muy bien. Lo normal es que alguien que silba moleste, y más una situación como aquella. Pero el silbido de aquel hombre era sedante, suave como una memoria de la infancia. Silbaba una canción muy triste, la canción más triste, pensé, algo así como una romanza sentimental perfectamente reproducida por sus labios y lengua. Mientras, yo pensaba en V., intentaba apresar con la mente su última imagen despidiéndose por el pasillo de la puerta de embarque y recordaba con evidente masoquismo todas las escenas felices de seis días parisinos. Un español y una rusa en París, digno de una novela cursi e insustancial, de esas que de vez en cuando, para qué vamos a negarlo, gusta leer y, por qué no, le gustaría a uno escribir. Una novelita sin apenas argumento ni, muchos menos aún, metafísicas de ningún tipo; una novelita serena y sugestiva, densa de ambiente y ligera de diálogos, que no tuviera ni principio ni fin, o que no diera sensación de tenerlos; una novelita leve y de la que fuera fácil olvidarse y que pudiera dejarse tirada sin remordimientos en el banco de un parque público para que otro la lea. Lo que viene siendo literatura, vamos.

Fueron momentos muy tristes y, sin embargo —o quizá por ello—, muy bonitos. Una espera deliciosa, en la terminal gigantesca, fría, despersonalizada y vulgar de un aeropuerto internacional, con la temprana noche de invierno abalanzándose ansiosa sobre nosotros, sobre mí. Y en todo ello pensaba en la terminal del aeropuerto de C., de pie entre el calor y la impaciencia de la gente. Me acordé de V., con quien apenas tenía contacto ya, y sentí que aquellos días invernales habían sido como un sueño que acaso nunca ocurriera, como una película de la que yo no había sido protagonista. Sentí la necesidad de hablar sobre aquello, y, puesto que cuadraba con la coyuntura de estar esperando en un aeropuerto, se lo conté a R.

—¿Y por qué fuiste con ella? Yo la hubiera dejado irse sola al aeropuerto y habría dado una vuelta por París —me dijo.

—No, no hubieras hecho eso. Te lo aseguro.

—Sí que lo hubiera hecho.

Lo dijo muy convencido. No dije nada ni volvimos a tocar el tema, pero durante un buen rato reflexioné sobre ello. Estaba seguro de haber hecho bien. Me apetecía, como ha quedado dicho, acompañar a V., despedirla en el aeropuerto, y sí, esperar muchas horas en la terminal, solo, sin nada que hacer ni nada interesante que visitar. Una perspectiva no demasiado alentadora, era verdad, pero que para mí en aquel momento, justo antes de dejar a V., no tenía ninguna importancia. Imaginé a V. yendo sola al aeropuerto mientras yo me quedaba en la habitación relamiéndome en mi dichosa autosuficiencia masculina, gozándome en mi soltería e independencia recién adquirida. ¿Por qué? ¿Por qué iba a hacerlo? Por unos momentos me sentí blando, estúpido, y casi me arrepentí de haber acompañado a V. En la frase había algo de “eso que hiciste es de blandos, tienes que ser más independiente, tiene que soplártela todo". Sí, era eso lo que quería decir, con evidente involuntariedad por su parte, y no pude evitar que sobre mí cayera la duda, la tremenda duda sobre uno que siempre le acecha. La duda de que uno es como es y quizá no case perfectamente con todo lo que ve alrededor, pero, como dijo aquel escritor castizo con insuperable laconismo, razón y precisión, es lo que hay.

¿Hice bien en acompañar a V.? ¿Qué es lo que puede llegar a impulsarnos a decir cosas semejantes? Pensé que alguna vez yo mismo había soltado a un amigo algo parecido, o peor aún, sin pensarlo. Sin pensarlo, sin ponerme en su lugar. Pero uno lo dice, y se queda tan ancho, tan fuerte, tan poderoso. Tan ridículamente apisonador y seguro de sí mismo. Se ve uno a sí mismo diciendo esas cosas y ya le importa una mierda que lo llamen o lo crean blando, y sí, lo confiesa, por encima de orgullos y vanidades, sólo querría sentarse en un banco de uno de esos jardines viejos y ser suavemente mecido por el aria silbadora de la canción más triste, mientras lee la novela de un español y una rusa que se encuentran en París.

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