martes, 18 de octubre de 2011

GAVILLA DE ESCENAS GALANTES

ESTABA leyendo a Unamuno bajo la luz del flexo, con la perspectiva de que la tarde de lectura se alargara hasta la noche, cuando me llamó A. Me propuso que diéramos una vuelta por el barrio, a lo que asentí sin dudar. Después de la desconsideración por mi parte que fue negárselo dos semanas atrás, estando él tan nervioso y triste como estaba, lo menos que podía hacer, además de quedar con él, era no dudarlo lo más mínimo, evitar cualquier ehhh que pudiera hacerle pensar que lo hacía a disgusto o por lástima. Así es que le dije que sí, con el tono más rotundo de que fui capaz. No me costó mucho, la verdad, porque las ganas mostradas eran sinceras. Hacía más de tres años que no quedábamos a solas. Después apareció X, y se acabó. Ni a ella le parecía bien que A. quedase con nadie ni viceversa, por lo que nuestra amistad entró en punto muerto, nos fuimos alejando, viéndonos no más que en el gimnasio una vez al mes y saludándonos como colegas, no como los amigos que fuimos. Aquellos días de relativa golfería quedaron como un accidente del pasado, sin visos de volver a repetirse. Ahora regresa y pide calor y compañía, seguramente con el pretexto de buscar nuevas mujeres, y uno a veces siente la tentación de reprocharle cosas, siquiera interiormente, pero no, por qué, para qué. Ni tiene uno ganas ni motivos ni, si los tuviera, sería capaz de reprocharle nada. Al fin y al cabo, las relaciones amorosas son algo muy delicado y cada cual las lleva como mejor le conviene, e incluso uno puede llegar a entenderlo tratándose de la pareja que se trataba, dos pivones como la copa de un pino. Uno haría lo mismo, quizá. Demasiado guapos para andar sueltos.

Vino a buscarme al portal de mi casa en coche. Ahora que está de nuevo soltero se emplea a fondo en el gimnasio y, teniendo una genética tan agradecida, se le nota en seguida. Aun así, lo primero que me dijo fue que había perdido peso, que se encontraba débil después de un mes de nervios, pérdida de apetito, diarreas e insomnio. Fueron tres años y medio de relación muy estrecha, para él no existía más mujer que ella y uno supone que para ella no existía más hombre que él. Pero de repente todo estalla, porque lo más dramático del amor es que puede acabar así, de golpe, como si en un segundo se derrumbara una catedral levantada en décadas de esfuerzo humano. En fin, son cosas que pasan, la vida está llena de casos así, pero casos así son eternos, nunca desfallecen. ¿A quién no le han dejado alguna vez? ¿Quién no se ha visto rechazado en un amor? Las excepciones son tan escasas que podríamos decir como con el porcentaje de tal o cual ingrediente en las etiquetas de los productos: el porcentaje es despreciable.

Lo bueno de A. es que es capaz de entablar con uno una conversación de tú a tú. Se preocupa por uno, le pregunta cómo le va, con interés sincero. Pregunta después de haberse desahogado, dejándole a uno tiempo para explayarse, o no, según le apetezca. Pero eso es ya decisión de uno. Otros, en cambio, lo primero que hacen es preguntarle a uno cómo le va todo, con el objeto de quitarse de encima tan engorroso trámite, despacharlo en cinco minutos y poder dedicarse sin cortapisas al deleitoso ejercicio de la egolatría. No ha soltado uno ni tres palabras cuando sacan a relucir su primer “yo”. “Pues yo…, pues yo…” A. no es de esos. Dentro del coche me preguntó por mi verano, le respondí vagamente, fui a tales sitios, todo muy tranquilo, escribiendo bastante, muy bien todo, y fuera.

Dejamos el coche en el aparcamiento subterráneo de La Vaguada y dimos una vuelta por el centro comercial, que, al ser víspera de fiesta, estaba de bote en bote. Era una estampa eléctrica, algo así como sonrosada, más que nada por la densidad adolescente de las conversaciones, los gritos y los olores. Bueno, por eso y por las hormonas revueltas, que llegaban a respirarse. Era además la hora punta de las compras, por lo que era difícil dar dos pasos sin tener que esquivar a alguien. Las terrazas de los bares estaban atiborradas, lanzando a los vientos su confuso y enloquecedor pregón, y en los restaurantes se hacía cola para cenar. Escucharse era difícil entre esa algazara, así es que A. y yo nos limitábamos a mirar lo que había de mirarse y hacer algún comentario valorativo al oído sobre tal o cual muchacha. Bueno, aquí hay un matiz, porque el que hacía tales comentarios era yo, y él se limitaba a mirar y ser mirado. Ni siquiera asentía a lo que le decía. Sólo miraba y era mirado.

Pasear con A. debe de ser lo más parecido a ir con un famoso. De cada grupo de niñas que nos cruzábamos al menos tres cuartas partes de los individuos se lo quedaban mirando. Él se daba cuenta, claro, y se fue poniendo nervioso progresivamente, no sabe uno si por timidez o por ver ante sí tanto pescado fresco disponible, quizá por las dos cosas. Al principio todo se quedó en miradas, risitas y codazos subterráneos, hasta que pasado un rato una valiente muchacha se decidió a interactuar, ofreciendo a A. de su bolsa de gusanitos. Éste asintió, metió la mano en la bolsa y sacó un puñado de los grasientos animalejos, mientras ambos se miraban a los ojos. La niña no debía de tener más de dieciséis años. Tenía el pelo de color de barniz, los ojos grandes y claros, como de muñeca, el cutis inusualmente liso para esas edades y el cuerpo en franca proyección para en poco tiempo ser ya definitivamente voluptuoso. Toda ella era algo así como un bizcocho. En estas situaciones uno se siente el amigo del famoso, que se aparta un poco y mira la conversación desde fuera, sin intervenir en ella, porque al fin y al cabo, piensa, aquello es una parte más de su trabajo y no tiene uno derecho a inmiscuirse en el trabajo de nadie. Cuando acabó esta primera escena galante de la noche, breve e intensa como las del Romancero viejo, se despidieron, y A. regresó a mi lado, rojo como un tomate, pero sonriendo. Me pareció que se había olvidado de X por unos segundos, lo cual me alegró.

Después dimos una vuelta por la feria del barrio, donde se repitieron algunas escenas parecidas, aunque más vulgares, limitadas a pellizcos en el trasero y tímidos saludos, hola, adiós, acompañados de risillas un poco ridículas, pero disculpables y comprensibles. Como A. se viera crecido, me propuso que saliéramos de fiesta esa misma noche. Vacilé, pero al punto comprendí que podía ser divertido. Además, y como yo era su única opción, me creí en la obligación de acceder, no podía estropearle aquel estado de gracia, que a buen seguro tendría continuación con una noche memorable. Me dejó en casa y quedamos en que vendría a recogerme en un par de horas.

Regresó en el mismo coche, pero con otro atuendo, más elegante. Fuimos al centro y aparcamos en la calle Alfonso XII, frente a una de las puertas del Retiro. Después bajamos andando por Alcalá hasta Cibeles, continuamos por la misma Alcalá hasta Sol, esta vez subiendo, y llegamos a Ópera por la calle Arenal. La discoteca adonde íbamos estaba junto a un antiguo cine, ya cerrado, que creo que también fue teatro, o quizá fuera sólo teatro y nunca cine, no sé. Siempre me pareció aquel edificio, grande y presidiendo una de las fachadas de una plaza importante, extrañamente clandestino. La puerta principal de la discoteca daba a una calleja estrecha y umbría, lo que le hacía sentirse a uno un poetastro bohemio de esos que salen en las novelitas de Carrere, teniendo en cuenta además el barrio donde estábamos, uno de los más viejos y poéticos de Madrid. A la discoteca hay que agradecerle que, si no se fija uno mucho, apenas se la ve. El cartel es pequeño y poco luminoso y la fachada, discreta, ajena a pretenciosidades, guardando un poco las apariencias en una zona histórica y con tanto encanto. Viéndola desde fuera, con ese aire de metales y dorados, le da a uno por pensar que allí van maduros a la deriva en busca de noches de antaño ya perdidas, o lo más granado del famoseo barato. Cualquier cosa menos gente joven más o menos normal, como encontramos. Era verdad que había algún personajucho extravagante, de esos que van con gafas de sol dentro de la discoteca y peinados con olas gigantescas, puestos hasta arriba de todo. Menudeaban las extranjeras, finlandesas, irlandesas, alemanas, porque al parecer se trataba de una fiesta de Erasmus, aunque el género patrio se dejaba notar. La música, eminentemente discotequera, estaba altísima, y era imposible escucharse. A. y yo pedimos unas copas (él una coca cola, porque conducía), nos las tomamos tranquilamente mientras observábamos atentamente a la concurrencia y, cuando las hubimos terminado, fuimos a la pista de baile, entre el gentío, deslizándonos como las culebras entre los cuerpos apretujados, calientes y oscilantes.

Cuando uno sale de fiesta suele pasar por varias fases. La primera es de relativa ilusión y expectación, colmada de doradas perspectivas personales; la segunda, pasada la inicial y engañosa sensación de comerse el mundo, tiene trazas de qué coño hago yo aquí; la tercera, si uno ha bebido un poco y está medianamente fresco físicamente, suele ser la mejor, pues las preguntas existenciales se diluyen entre los bailoteos, las risas con los amigos y los roces, casuales o no, con las mozas lozanas que uno se vaya encontrando; pasada ésta entramos en la penúltima, el inicio de la decadencia tras el culmen, en la que por otra parte se lo juega uno todo, de tener alguna oportunidad más o menos remota, porque luego ya es imposible remontar; y ya la última es la de la total debacle, la de la tristeza absoluta, esa que sólo puede atemperar un taxi oportuno o una vista nocturna y lírica de la ciudad, si uno tiene suerte de encontrar el lugar apropiado. Las más de las veces, sin embargo, estas noches terminan con conversaciones lánguidas y resignadas entre los amigos mientras esperan a que abran el metro o al último autobús nocturno o al primer diurno. Son conversaciones tristes, cuajadas de bostezos y miradas en rededor, como si buscáramos algo o a alguien que se nos ha perdido.

Pasada ya la primera fase, que según pasan los años va siendo cada vez más breve, me sumergí durante un rato no muy largo en la segunda, que conseguí superar tomándome otra copa. En poco tiempo llegó la tercera, la más interesante, el meollo del bollo, la fase decisiva. Uno sabía, o más bien intuía, que allí tenía poca cosa que hacer y que lo mejor era pegarse cuatro bailes absurdos, moverse un poco, pasarlo bien sin más pretensiones. Todo se cocía en A., que permanecía quieto, ceñudo, en postura como del Doríforo de Praxíteles, con la mirada perdida y casi diría ausente. Claro, pensé, cuando uno es asaeteado por la mirada de al menos el setenta por ciento de las mujeres presentes es fácil e incluso recomendable no mirar a nadie en concreto y hacer como que pierde la vista en la lejanía, con el ademán del capitán del barco que otea la raya del horizonte marino. Pero los acontecimientos se desataron en seguida, y en un momento que miré en derredor, cuando me volví hacia él para decirle algo, ya no estaba a mi lado, sino un poco más allá, confundido en el aterciopelado abrazo de una morena alta y bien garrida, saludable de carnes, con pinta de jugadora de balonmano, muy guapa, de piel oscura, ojos de miel y pelo muy liso. Se besuqueaban la boca igual que las ardillas comen los piñones de las piñas. No pude por menos que sonreírme y seguir a lo mío, que era más bien poca cosa.

A los cinco minutos A. regresó. Le pregunté por qué no seguía con la chica, y se encogió de hombros. Bueno, dije, y seguí con el bailoteo epiléptico, y él compuso de nuevo su postura de escultura griega, y la música era cada vez más binaria y potente, más propensa a hacernos mover el esqueleto como si nos diera un ataque, o para ensayar el baile de San Vito, que decían nuestras madres. Llega un momento de la noche en que la música deja de importar y el baile, o mejor dicho el movimiento más o menos rítmico del cuerpo, jamás se modifica. No pasaron ni diez minutos desde que A. había regresado cuando se le acercó otra morena, más flaca y pequeña que la otra, pero igualmente preciosa, con los ojos grandes, oscurísimos y vivos. Le dijo a A. algo al oído, se cogieron de la cintura, sonrieron un poco y cuando uno quiso darse cuenta ya se estaban comiendo los morros. Esta vez no era como las ardillas, sino más bien como los gatos cuando engullen de su plato. A. ensayó algún movimiento con su nueva acompañante, que contoneó la cintura como una lagartija, y volvieron a besarse. Esta secuencia se repitió varias veces. Después A. fue presentado a las amigas de la susodicha, que cuando hubieron despachado los dos besos en la mejilla pertinentes comentaron algo entre ellas que sin duda tenía que ver con A.

No duró mucho más con esa chica. Le volví a preguntar, me dijo que ella se tenía que ir, y volvimos él a su estampa clásica y marmórea, uno a su grotesco baile. Qué, estás que te sales, le dije, a lo cual se encogió de hombros. Y, al poco rato, llegó la tercera, alta y rubia, de piel sonrosada como un atardecer de verano, poniéndonos cursis. Cogió a A. de la mano, le dijo algo, se lo llevó a donde estaban sus amigas, lo presentó como había hecho la otra, y al lío. Ahora… cómo diría, ahora eran como las boas constrictor, que engullen a su presa de un bocado, sin masticar. Formaban una bonita estampa, tan rubios los dos, tan altos, tan guapos, tan todo. En tales situaciones, lo mejor que puede hacer uno es seguir a lo suyo y procurar que no se note demasiado que está solo, y sonreír cándidamente. Me arrimé a una mozuela que había por allí y no me separé de ella en un buen rato. Habría que decir, en mi descargo, que ella tampoco se separó de mí, pero ni llegamos a mirarnos ni a establecer el más mínimo contacto físico. Era, continuando con los símiles zoológicos, como esa pareja de cabras montesas macho que pasan horas y horas tanteándose y jamás llegan a pelearse, sabiendo como saben que las peleas son peligrosas para ambos y dando como ganador tácito al que consideran el más fuerte de los dos. No era ni guapa ni fea, sino sólo una chica que bailaba, pero, ¿qué importaba ya? Lo único que se podía hacer era dejar que pasara el tiempo y no moverse de allí, no abandonar aquel remedo de compañía que era esa muchacha, hasta que A. apuntalara lo suyo, regresara y nos fuéramos a casa.

Sin embargo, esta vez A. se demoró, cosa comprensible y que entraba dentro de los cálculos. Me despedí de mi chica sin despedirme y me senté en un sofá que orillaba la pista de baile, junto a tres o cuatro cadáveres más, víctimas de la noche. Desde allí se veía bastante bien cuanto pasaba en ese magma de cuerpos revueltos, y podía uno dedicarse a observar con tranquilidad. Mi chica seguía bailando, en el mismo sitio, con los mismos movimientos, y A. devoraba y era devorado por la rubia, como si se tratara de uno de esos cuadros de geometrías imposibles. Parecía que, en aquella evidente antropofagia, ambos cuerpos se iban a colapsar y desaparecer en un destello, lo que sin duda es el más poético de los finales para una pareja de enamorados. Algún poeta tendría que escribirlo alguna vez. Pero pasaban, claro, muchas más cosas. En realidad había decenas de historias para contar. Centré mi atención en un chico moreno que hablaba nariz con nariz con una bonita sudamericana de ojos rasgados. La cosa parecía ir bastante bien, él la tenía embaucada, ella se dejaba embaucar, pero de repente la chica se apartó e hizo ademán de irse. Él la agarró por la muñeca, le dijo algo, ella pareció disgustarse, o simplemente -y como era más probable- haberse hartado de aquel pelma, y puso tierra de por medio. El otro la persiguió por la pista de baile, escurriéndose entre la gente como las anguilas, implorándola, diciéndole “por favor, por favor”, juntando las palmas de las manos a la altura de la nariz. Era bastante lamentable.

Miré el reloj. Era ya muy tarde. No quise estar más allí dentro, y salí a la calle. Afortunadamente, aún era de noche. El aire fresco me revitalizó. Avancé hacia el centro de la plaza y me senté en un banco. La estatua de Isabel II parecía mirarme y decirme, con modulación monárquica, “es lo que hay, muchacho, no te queda otra que esperar”. La plaza estaba bonita, sin un solo coche, sin un transeúnte, con ese piso nuevo y blanquísimo que ha puesto el Ayuntamiento y con las farolas amarilleando las fachadas de los edificios del diecinueve. A mi espalda tenía el Teatro Real, enfrente el monumento regio, a mi derecha la calle de la Escalinata dirigiéndose en serpentina hacia el corazón caliente del Madrid de los Austrias y a mi izquierda la cuesta de Santo Domingo. Era una noche tibia y serena, más propia para la meditación que para el discotequeo.

Permanecí un rato en aquel banco, cansado y soñoliento, bostezando cada diez segundos y dejando que el restante alcohol en sangre se evaporara a través de la cabeza. No tenía prisa, tan sólo quería llegar a casa antes de que amaneciera, y aún quedaba al menos una hora. Me apetecía esperar a A. y que me contara cómo había ido todo, si se habían dado el teléfono o el Facebook, si se iban a ver en otra ocasión, en fin, todas esas cosas que le dicen a quien ha ligado los que se han quedado a dos velas, quizá con la secreta intención de bajarle los humos, no es para tanto, no te flipes, no has hecho nada.

Al fin salió. Vámonos a casa, me dijo. Caminamos por Arenal y Alcalá hasta la plaza de la Independencia, y desde allí bajamos el tramo de la calle Alfonso XII hasta donde teníamos el coche. Ya de camino a casa, atravesando Madrid a por la Castellana, me contó algunos detalles que no vienen al caso y algo que me dejó un poco frío. Resulta que esta última chica, la rubia, es de la misma localidad que X, una ciudad dormitorio a las afueras de Madrid. Me dijo que si se la terminaba llevando al catre existía una alta probabilidad de que X se enterara y se picara. No supe qué responder, quizá debí decir que se olvidara de ella, que pasara página, que no valía la pena acumular bilis contra alguien a quien has querido y que te ha querido. Pero me limité a argumentar que esa ciudad era muy grande, que era difícil que se enterara, que no pensara en ello, que se limitara a disfrutar en esta nueva etapa, y que además acababa de comprobar que podía hacerlo. Mas él se mostraba convencido de su hipótesis, que a mí me pareció disparatada. Qué cosas, pensaba uno, has probado en una sola noche los labios de tres preciosidades y aún andas pensando en X. No dije nada, claro, ¿qué iba a decirle? Ni está uno para aconsejar ni quiere aconsejar ya a nadie, porque los consejos de uno, que cree muy buenos, pueden ser perfectamente absurdos.

Y así llegamos al barrio. A. se retiró a sus aposentos seguramente confortado, a pesar de la siniestra trama novelística que había ideado, y uno consiguió su objetivo: meterse en la cama cuando aún era de noche.

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