jueves, 27 de octubre de 2011

DE SUEÑOS POR CONTAR, ÍNFULAS DE SENECTUD, MENDIGOS ROMÁNTICOS Y OTRAS ZARANDAJAS

De Gabriel Araceli, personaje de acción, la frase que más recuerdo es “el sitio y la hora eran más propios para la meditación que para la asonada”.

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Es una buena idea apuntar los sueños que tiene uno, incluso contarlos, darlos a conocer, por qué no, en su sitio como este. Lo que ya no sé si es tan buena idea es contar los que contengan claves o episodios de su vida íntima, como uno ha hecho alguna vez aquí, no sin una cuota de arrepentimiento. Está bien, incluso puede resultar interesante, contar por ejemplo que uno ha soñado con Cela, Umbral o Galdós, que ha hablado con ellos tomando café como si fueran amigos, ha visitado sus casas, han leído los insignificantes textos de uno y los han alabado o censurado con durísimas palabras. Todo eso como que cuadraría más en un diario con afanes literarios, y en cierto modo es un sueño comunitario, nacido para darse a conocer, en tanto esos escritores son conocidos e incluso famosos. Ahora bien, el decir que uno ha soñado con Fulanita, por mucha impresión que le haya hecho el sueño, por muy bien o muy mal que lo haya pasado, por muchas cosas sobre su subconsciente que el sueño parezca revelar, no sé si vale de algo y no será una manera de escribir por escribir, por mera impotencia para escribir sobre otras cosas.

Tenía pensado escribir sobre un sueño que tuve anoche con P., y estaba decidido a ello, cuando estos pensamientos me han asaltado de repente, truncando mi tentativa. De momento. Mañana o pasado puedo pensar lo contrario, que contar que uno ha soñado con Umbral es una solemne tontería y que dice mucho más de uno relatar con todo lujo de detalles el sueño con P. Sobre todo, porque quien lo lea es posible que le pregunte a uno, ¿quién es esa P.? ¿Qué relación tenéis? ¿Dónde y cómo os conocisteis?, etcétera, dándole a uno la oportunidad de, ahora sí, contar la historia real de P.

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Se me ha venido a la cabeza otra cosa para una novela, pero no es una idea ni un argumento, sino una intuición largamente masticada y, por lo tanto, con trazas para convertirse en algo serio, por lo que no lo escribiré aquí. Basta ya de tirar papeles a la basura.

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Entrevistaban al arquitecto de ochenta y tres años en la tele. Yo no le conocía, pero al parecer es un tipo muy famoso, muy reconocido por su trabajo. Un gigante de la arquitectura, vamos. Se le nota en la cara, que es redonda y ancha, en el saludable color de la tez, a pesar de su edad, en la sonrisilla de auto complacencia, un poco cándida y estúpida, en la manera como está sentado mientras responde a las preguntas del periodista, así como desfallecido en la butaca, con las piernas cruzadas, las manos suavemente entrelazadas, que se acaricia como si fuera la piel de su amor. Lo que pasa es que por lo que se ve su amor es él mismo. A una pregunta del periodista no se recata en asegurar que si tuviera quince o veinte años por delante para trabajar, cambiaría el país. El país aludido es Estados Unidos, ni más ni menos, o sea que según él sería capaz no sólo de cambiar una nación, sino el mundo entero, pues todos sabemos lo que significa y repercute lo yanqui en el resto del planeta. Y se queda tan ancho. Lo dice como quien le cuenta a un amigo que el fin de semana pasado conoció un garito nuevo en algún lugar, o que se tiró a una muchacha que era más bien fea y que por tanto le importa un pimiento. Y piensa uno, qué gusto debe de ser llegar a los ochenta y tres años y, con la comodidad que ello conlleva, soltar por la boca que de vivir ciento diez, si no tuviera la tan mala suerte de morir tan pronto, la Humanidad empezaría su edad de oro. Dice solamente “cambiaria”, lo cual puede significar, porque no se ha tomado la molestia de aclararlo, que lo cambiaría para mal, pero como hombres de buena fe hemos de suponer que se refiere a que sería para bien. Dicho esto, quizá este señor debería compartir su secreto con nosotros para que, dentro de nuestras estrechas posibilidades, intentáramos ponerlo en práctica, a ver si somos capaces de arreglar esto, cosa poco probable porque ello sólo está al alcance de un genio como él. Un genio perezoso, por otra parte, pues sesenta años de vida laboral, si uno tiene su talento y sabe lo que hay que hacer, dan para cambiar el mundo, y sobra tiempo para tomarse unas cañas tras el ajetreo. Claro, como sabe que como mucho vivirá dos, tres, cinco años más, nadie le va a pedir cuentas. Pero imaginemos qué pasaría si su salud resulta ser inquebrantable y vive los quince o veinte años que dice que necesita para completar su magna obra. Sería la vejez más gloriosa de la historia, o la más triste. Si ya es triste envejecer de una manera, digamos, académica, cómo debe de ser hacerlo con la mirada del mundo clavada sobre uno, esperando ese milagro, ese gesto o palabra genial, que cambie el estado de la cuestión global, y no tener fuerzas ni para decir: “me estaba quedando con vosotros, ilusos”. Muchas vidas -siete mil millones y las que vendrán- están en juego.

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Han encendido la calefacción de la comunidad por primera vez este otoño. Son las cuatro de la tarde. Hoy, las temperaturas en Madrid según la AEMET son de 18 grados la máxima y 8 la mínima, por lo que a esta hora, dentro de casa y con las ventanas abiertas, la temperatura debe de superar los veinte grados. Y la calefacción, a tope. ¿Es de verdad necesario? Está uno harto de pasar calor durante todo el verano -y el primer mes de un otoño tórrido-, no le ha dado tiempo siquiera a pasar un poco de frío, a que los primeros vientos frescos le oreen la cara, a ponerse una sudadera fina que le conforte, y ya está otra vez en su casa sudando, en manga corta y con la ventana abierta de par en par. Esto le hace a uno reflexionar sobre algunas cosas, aparte del dispendio de energía, la ecología y todo eso. Lo queremos todo tan a nuestro gusto y lo tenemos tan fácil, la abundancia es algo tan rutinario, que se nos han olvidado cosas tan básicas como tener verdadero apetito o un poco de frío o calor, para después darse el inigualable placer de entibiarse arropados por una manta vieja y apolillada en la dulzura del hogar o de comer con primitiva y saludable avidez y delectación. Estoy seguro de que la comunidad enciende la calefacción no por creer que sea necesario. Esto, al fin y al cabo, sería consecuencia de un error en la vara de medir -igual el encargado de encenderla es un friolero o está enfermo y, por lo tanto, destemplado-, lo cual, aunque grave y difícilmente comprensible, sería hasta disculpable. Lo peor es que la encienden por si algún vecino tiquis miquis, comodón y caprichoso se queja, con esos modos tan lamentables y presuntuosos del aspirante a señorito, lo cual le indigna y deprime a uno más, porque ahí se ve de qué pasta estamos hechos. Nos dan, como a los niños mimados, nuestra ración de confort y calidad de vida para que nadie grite y siga en su magnífico castillo, conquistado a base de mucho esfuerzo, que nadie puede quitarle y que defenderá con uñas y dientes.

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Todo esto es muy presuntuoso. Escribe uno este diario cibernético con las iniciales de los nombres y ocultando astutamente algunas identidades, como si fueran a leerlo multitudes, cuando en realidad esta entrada, por ejemplo, será leída por, no sé, dos o tres personas a lo sumo. Es absurdo, no hay necesidad, y uno podría poner con total tranquilidad los nombres y apellidos de todos los que desfilan por aquí. Pero ello sería estúpido y, paradójicamente, falso, y tampoco se siente uno en el derecho. Tampoco le gusta la idea de utilizar nombres supuestos. Y tampoco, sobra decirlo, debería estar dando esta explicación, más presuntuosa que todo lo dicho hasta ahora. Pero hay que hacerse ilusiones de algún modo.

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“Las locuras son las únicas cosas que no lamentamos jamás” (Enrique Vila-Matas).

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¡Cuesta tanto no ser original!

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Lo de ser mendigo es un oficio, qué duda cabe, y sólo se llega a su verdadero dominio si uno ha perseverado en el conocimiento de sus resortes básicos, ha estado atento y vigilante a cómo son y se desarrollan las cosas y ha aprendido de la experiencia. Está claro que nadie o casi nadie quiere ser mendigo y quien llega a serlo no es precisamente por su voluntad. Pero pasa algo parecido con la mayoría de los oficios o los trabajos. Uno llega a ser tonelero o herrero muy probablemente porque su padre y su abuelo lo fueron, y no imagino que nadie pueda tener la vocación de abrir cartillas en un banco. Sin embargo, uno llega a ser tonelero o herrero o a abrir cartillas en un banco así como a la buena de Dios, sin comerlo ni beberlo. Con lo de mendigo pasa igual, y los hay de muchos tipos, simpáticos, huraños, afables, bordes, cínicos, amargados, irónicos, tontos, inteligentes, torpes, habilidosos. Y los hay que, dentro de sus estrechas posibilidades, y siempre comparándolos con otros mendigos, se han sabido arreglar. Hay algunos que los conoce todo el mundo, como ese de la Puerta del Sol que no tiene brazos y que sujeta un vaso de plástico con la boca, donde la gente echa las monedas. Se pasa ocho o diez horas al día -o más- zarandeando el vaso, que suena como un cascabel, y soltando gruñidos ininteligibles que llaman mucho la atención y que se han convertido en algo así como la música de fondo de la plaza, centro de las Españas. Este hombre es, además de un auténtico profesional que vive por y para eso, una estrella de la mendicidad. Pero de estos, como en todos los oficios, hay muy pocos.

Luego hay otros que, sin llegar a tanto, conocen su oficio y van tirando, sin poner nunca mala cara. De esa clase debe de ser uno que me encontré el otro día en Bravo Murillo. Era bajito, más bien abundante de carnes, medio calvo, tenía pinta de fontanero o de haber sido fontanero, aunque si uno se fijaba bien veía que se parecía a Marianico “el Corto”, y le imaginaba perfectamente en la barra de un bar contando chistes malos, de los que sólo se reiría él. No sé por qué razón -habría visto algo- fijó su atención en mí, y a diez o veinte metros de él ya me estaba mirando, sonriendo. Un poco más adelante, y cuando aún no había llegado a su altura, me dijo:

-¡Que Dios te bendiga con una buena mujer!

Habría visto algo, ya digo. Dio en el clavo. Es por estas cosas por las que se reconoce a un auténtico profesional. Me cameló, como esos vendedores que van de casa en casa. Lo decía con verdadero sentimiento, como si rezara, o como esas señoras andaluzas que en Semana Santa se extasían ante la imagen de la Esperanza Macarena. Ante tales buenos deseos, propalados además con una voz cálida y, a lo que me pareció, estupendamente sincera, no pude por menos que echarle un par de monedas de las gordas. Me fijé en la lata que le servía de caja de caudales, y vi que estaba casi llena. El hombre ni miró los metales que deposité, se conoce que eso en los mendigos está mal visto y quita puntos, y me sonrió con cándidos ojos.

-¡Ojalá! -le dije.

-¡Y la vas a tener! ¡La vas a tener! -siguió diciendo, o más bien gritando, mientras me alejaba.

-¡Ojalá! ¡Ojalá!... -repetí, con todo el fervor de que fui capaz, y que me salió absolutamente sincero, como esas confesiones desgarradas que hacemos de madrugada a un desconocido en la barra de un bar, con dos o tres copas en el cuerpo.

Durante un rato estuve pensando en ese hombre a quien Dios sabe qué circunstancias le habrían llevado a esa acera de la calle Bravo Murillo. Pensé que igual debí habérselo preguntado. Uno siempre piensa en hacer cosas así, preguntarle a un mendigo por su vida pasada, por su novia -todos los mendigos han tenido novia-, por su trabajo, por su familia, por cómo llegó a ser mendigo, pero luego nunca lo hace. Se conoce que uno tiene prisa o cierto reparo por si el interpelado se cree motivo de burla y le da un arranque agresivo, cosa poco probable porque los mendigos son las personas menos agresivas del mundo.

Así es que seguí caminando, con la sonrisa en la boca, como si acabara de ser testigo de algo extraordinario y, sobre todo, con la sensación de haber sido bendecido y muy pronto, quizá a la vuelta de la esquina, me toparía de bruces con ese buen deseo del que inmerecidamente había sido depositario. Me imaginé dentro de una película, porque cosas así pasan en las películas, y, llevado por un mágico presentimiento, me metí en un fonducho que había por allí cerca, por si me atendía una camarera de buen ver y que, por qué no, podía ser esa buena mujer de la que hablaba mi amigo.

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