jueves, 6 de octubre de 2011

AÑORANZA DE UNA ESCENA GALANTE

LO peor vino cuando, en mi largo zascandileo por la terminal 2 del Charles de Gaulle, me sorprendí a mí mismo andando el mismo camino que seguí seis días atrás, nada más poner los pies en París, y cuando buscaba con deliciosa ansia la terminal 1, donde me esperaba V. En aquel momento tenía ante mí casi una semana adobada de las mejores promesas que alguien, si no es demasiado ambicioso, puede desear, y por ello aquel paseo desde el avión por los pasillos y vestíbulos de la terminal fue especialmente luminoso. Estaba lógicamente excitado, comiéndome con los ojos cuanto veía, a pesar de la vulgaridad de todo aquello. En momentos así hasta un estercolero, o un centro comercial, o un lugar aún peor -si es que lo hubiere-, nos parece un lugar lleno de encanto. Eran mis primeros pasos en París, en ese París largamente soñado y vivido en la imaginación. Pero no era ello lo que más me excitaba, sino el inminente encuentro con V. Todo, las escaleras, el suelo de baldosas de mármol negro, los carteles en francés e inglés, el rumor de fondo del locutor anunciando los vuelos, el delicioso idioma francés que por primera vez en mi vida escuchaba en directo, las columnas sicodélicas, el gris opaco que llenaba toda la terminal, todo, decía, me parecía digno de ser observado y de figurar con letras de oro en la historia de mi vida. Me entraron ganas de anotar cada sensación, el aspecto de cada persona que me cruzaba, el acento del viento que se escurría por los huecos de la moderna estructura, la forma de las máquinas expendedoras de billetes y el color de los carteles de las cafeterías. Todo, con ser muy parecido a lo que un par de horas antes había visto, olido y oído en Madrid, me parecía de una novedad emocionante. Pero ni había tiempo de apuntar nada ni, seguramente, tenía verdaderas ganas. Solamente fue un pensamiento de pretenso escritor que, me parecía, concordaba con unos instantes que un poco pomposamente podríamos calificar como históricos. Con pensar en que a uno le apetecía -aunque no fuera cierto- detenerse, sacar la libreta y apuntar todo aquello, bastaba. Y seguí caminando.

Encontré a V. apoyada en una barandilla de la terminal 1, escuchando música con los cascos. Pero dejemos a V. para otra hipotética ocasión porque es el momento de regresar -o avanzar- en el tiempo a mi solitario paseo, seis días después, cuando V. había tomado ya el vuelo a Moscú y a mí aún me quedaban varias horas de estancia en París. En el aeropuerto de París, mejor dicho, ese Charles de Gaulle gris y gigantesco, medio vacío, que, en una tarde de invierno, parecía desmoronarse con todos sus hielos grises encima de mí. Fui de repente consciente de que ese trayecto lo había seguido seis días antes; las mismas escaleras, las mismas columnas sicodélicas, las mismas baldosas de mármol negro, las mismas máquinas expendedoras, el mismo locutor anunciando los vuelos, el mismo delicioso acento francés, los mismos carteles, el mismo gris opaco llenando la terminal, e incluso imaginé y me pareció cruzarme con las mismas personas que entonces. Fue entonces cuando me detuve, miré en derredor y pensé que ahora nadie me esperaba en la terminal 1, y que como mucho sí había alguien que me esperaba en Madrid, pero que lo de París había terminado sin vuelta de hoja, que V. -y no sólo ella- debía de andar ya sobrevolando las costas del mar Báltico y que en efecto la estaba echando de menos, cosa que jamás pensé que ocurriría antes de despedirla, quizá por la plena seguridad de que así sería. Se me hizo difícil pensar en la vuelta a Madrid, como se hace siempre difícil imaginar la vida en invierno cuando se está en verano. El regreso a Madrid, por tanto, no entraba dentro de mis planes, y en cambio sí lo estaba el intentar revivir pormenorizadamente las primeras horas en París deteniéndome, paradojalmente, en las últimas ultimísimas.

Y, con un sable atravesado en la garganta, seguí caminando exactamente por el mismo camino que seguí seis días antes. Y, al revés que entonces, lo hice lenta, parsimoniosamente. Si algo no tenía era prisa. Quedaban muchas horas para que mi avión saliera y había que llenar aquel molde de tiempo de cualquier manera. Sin embargo, no fue fácil ralentizar el paso, pues por un lado la razón me pedía apurarlo y terminar antes con la tortura, y por otro el corazón, o una secreta e íntima obligación de honrar al recuerdo igual que se honra a los muertos, me imponía un peso que hacía mi andar pastoso y casi exasperante. A cada paso rememoraba con increíble precisión el primer trayecto y, aún peor, rememoraba hasta hacerse carne viva la ilusión que entonces sentí. “Aquí me emocioné, y aquí también, y aquí, al ver este cartelito amarillo con letras negras, pensé en ella, y me ilusioné aún más. Y aquí, subiendo estas escaleritas pensé en que al fin mis pies hollaban París y volví a pensar en ella, y aquí, al pasar junto a este pilar, me imaginé cenando con ella en un restaurante bohemio, lánguido y oscuro en donde el camarero nos atendería en francés, como a los príncipes, y aquí, y aquí…”, me decía constantemente, confirmando lo asombrosamente precisa que puede llegar a ser la memoria, y, ampliando un poco, que la memoria trabaja exclusivamente con asociaciones que tienden a repetirse en el tiempo. Todo era lo mismo, y todo, a la vez, tan diferente. Y ello por la sutil diferencia de que habían pasado seis días y de que no había un conglomerado de átomos en forma de persona esperando allá, en la terminal 1, a este otro conglomerado de átomos que era -soy- yo. Sin saber cómo, sin desearlo, sin participación de la voluntad -porque no lo tenía pensado-, llegué a la terminal 1. Al cabo de unas escaleras mecánicas que subían vi la barandilla. No había nadie, donde en cambio algo me decía que debería haber alguien. Avancé hasta la barandilla y me apoyé en ella en la misma posición que estaba V. cuando la vi, y esperé. ¿A qué? No sabría decirlo. No era a V. ni a nadie ni a nada en concreto. Sólo sé que esperé, y que no me importaba que no hubiera objeto de espera porque todos sabemos que a veces se esperan cosas que nunca llegarán. Y lo sabemos, y aun así esperamos, con infinita paciencia. ¿Será verdad que nos pasamos la vida esperando? ¿No seremos como el perro aquel que, muerto su amo, se mantuvo durante días e incluso meses a la puerta del cementerio? Quizá no, porque los perros, al final, siempre abandonan su espera y se dedican a lo único que puede dedicarse un perro: a vivir.

Pasó un rato que no podría precisar, y, aunque todavía quedaba mucho tiempo para que saliera mi avión, me vi en la necesidad de deshacer lo antes posible el camino que acababa de recorrer y así terminar de hilar -o deshilar- el tapiz de mi estancia en París. ¿Deshilar o hilar? Para el caso, lo mismo da. Aquí doy entera libertad al lector para elegir el verbo que mejor le cuadre. Regresé a la terminal 2 y, ahora sí, emprendí el definitivo camino de vuelta, la despedida sin posibilidad de retorno. Me senté en un asiento del vestíbulo y me puse a leer Historia del tiempo, como si ese acto de evidente intención científica contradijera todas las angustias que uno, pobre sujeto teorizante y víctima del tiempo y de las supercherías que su cerebro hace con él, acababa de vivir. Y no volví a caminar el luminoso camino de la bienvenida, y, no menos luminosamente y sin haberla abandonado, me despedí de París.

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