miércoles, 30 de noviembre de 2011

DE COSAS MUY BUENAS QUE CIERTAMENTE NO DEBERÍAN DEJAR DE LEERSE

Escribir es trágico, como todo. Se sabe que cuanto más se escribe, más abanicos se abren, más cosas van naciendo que podamos decir, que podamos escribir. Es un crecimiento continuo sólo estimulado por la práctica, por la propia escritura. Pero al mismo tiempo sabe uno que un día, cuando creíamos que seguiríamos creciendo, todo acabará, que de golpe nos veremos sin nada que decir. Y ahí moriremos.

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“El escritor debe pensar que todo le ha sido dado para su obra; cuando digo todo, pienso en la humillación, las enfermedades, el fracaso y la pobreza… todo es como una arcilla para la obra” (Borges).

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Es curioso, y a la vez tremendamente consolador y reconfortante. Ayer jugué con el equipo, como cada domingo, y completé un partido horroroso, en contraposición con los dos brillantes partidos anteriores. Metí sólo seis puntos, fallé los cinco o seis triples que intenté e incluso erré una bandeja sin oposición. Para colmo, en el último cuarto me torcí el tobillo y no volví a jugar. Ganamos, pero eso no quita que mi sensación al acabar fuera penosa. Se cansa uno de escuchar en la televisión y leer en los periódicos declaraciones de jugadores en que se prioriza el equipo, que es lo importante, sobre las individualidades. Me parece bien, porque se trata de deportes colectivos en los que cuentan exclusivamente los dígitos de todo un conjunto. Hasta ahí, uno está más o menos de acuerdo con el tópico. Pero lo que no puede uno aceptar es que un jugador acabe contento si su equipo gana y él ha estado horrible. Me parece casi un acto de irresponsabilidad. Lo primero para un jugador, aunque juegue colectivamente, debe ser centrarse en su propio trabajo, en el suyo y sólo en el suyo, y esto no quiere decir, por ejemplo, que, si de baloncesto tratamos, se las tire todas y no pase el balón. Sus competencias individuales también abarcan el pasar bien el balón a su compañero, hacer bloqueos correctos, defender a su contrincante y, por supuesto, meter el balón si tira a canasta. El decir si uno mete treinta puntos que está tremendamente cabreado o incluso tristísimo sobre toda ponderación porque su equipo ha perdido es faltar a la verdad. Siempre quedará un hálito de satisfacción por la tarea propia, y si no es así, cualquier fundamento colectivo se derrumba al instante. No puede haber un equipo si las responsabilidades individuales se diluyen en el colectivo. ¿Cazarían las hienas si cada una se desentendiera de su tarea y escatimara concentración y esfuerzos “porque el equipo es lo que cuenta”? ¿Pensaba realmente Michael Jordan, antes de empezar un partido, en sus compañeros o se centraba con todas sus fuerzas en jugar él lo mejor posible, en meter los tiros que siempre mete, en pasar correctamente el balón y en defender a su contrincante como si la vida le fuera en ello? Los mejores equipos los hacen los mejores individuos, y donde hay individuos mediocres, por mucho que entre ellos se digan que hay que jugar en equipo y apoyarse los unos en los otros, nunca podrá haber un colectivo fuerte. Volviendo a las hienas: estamos de acuerdo en que su poder radica en su número, pero, ¿es una sola hiena un ser débil? Al contrario, una hiena es fuerte, resistente, enormemente inteligente y desde luego -y utilizaremos un término humano sabiendo de la equivocación- despiadada, condición sine qua non, nos guste o no, si de sobrevivir es de lo que se trata. Y, ya que tampoco querría uno compararse con una hiena, podríamos decir lo mismo de los leones, que son más políticamente correctos.

Los dos partidos mencionados en que jugué bien me persiguieron los días posteriores. En mi cabeza se arremolinaban las escenas heroicas, metiendo un triple, robando un balón, haciendo un buen pase a un compañero y, esto es lo peor, escuchando una y otra vez las alabanzas. Era bastante incómodo y envanecedor. Hoy, por el contrario, el baloncesto y su equipo le dan a uno perfectamente igual, incluso el horrendo partido que jugó uno, y, al tener la placentera ocasión de desentenderse -porque sólo podemos desentendernos de las derrotas-, se siente mucho más sereno, que no envuelto entre las confundidoras nieblas de la vanidad.

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Enlazando con lo anterior, qué placer es que caiga la noche, tumbarse en la cama y ponerse a leer a la trémula luz de un flexo sin que le molesten a uno las ridículas glorias pasadas.

martes, 29 de noviembre de 2011

DONDE SE REFLEXIONA SOBRE ASUNTOS EN VERDAD MUY INTERESANTES

Los milagros del trabajo. Hacía diez minutos que había terminado el partido y me afanaba en tener la crónica preparada lo antes posible, sabiendo que las verdaderas dificultades iban a venir después, como siempre, a la hora de subirla a la web, por mor de esas inevitables pero no menos irritantes -por recurrentes- dificultades técnicas. La zona de prensa de la Caja Mágica está en el mismo fondo del túnel que da a los vestuarios, y para los periodistas es una gozada compartir los minutos posteriores al partido con los jugadores delante, ya duchados, saludando a novias, familiares y amigos y comentando las vicisitudes del partido recién terminado. Bien, ayer se dio una situación inédita y de la que casi me asombro de haber salido con vida y relativamente entero. Me afanaba, decía, en terminar la crónica, cuando sentí una presencia cercana, justo delante de mí. Alcé la vista; se trataba de H. L., la flamante novia de R. F. y ex Miss España. Ahí estaba, a menos de un metro de mí, esperando a su novio, que se había lesionado durante el partido y que tardaba más de la cuenta en salir de los vestuarios. H. L. estaba visiblemente preocupada, como si su novio en vez de haber resultado lesionado lo estuvieran operando de urgencia, y cuando al fin salió la muchacha corrió a abrazarlo, como si acabara de regresar de la guerra o de otro gran peligro, en una escena eminentemente romántica y peliculera. Hay que decir que el jugador tenía un hematoma.

Pero, mientras R. F. salía, tuve la oportunidad de disfrutar de esos momentos de intimidad con H. L., a menos de un metro de mí, repito, y con las personas más cercanas a nosotros a no menos de cuatro o cinco. Por qué se colocó justo ahí, teniendo toda la fila libre de periodistas -quedábamos yo y un par más de compañeros, en la otra punta de la hilera- es cosa que no sé. Yo se lo agradezco, en cualquier caso. En esos escasos minutos me dio tiempo a fijarme de cerca en sus ojos rasgados y enormes, en la textura de su piel, como de bizcocho, en su pelo, también como de bizcocho, e incluso tuve la oportunidad histórica y difícilmente repetible de embriagarme con su aroma. Escribirlo ahora me pone los pelos de punta. Lo más asombroso, además de lo insólito del hecho mismo de haberla tenido tan cerca mientras yo aporreaba las teclas del ordenador, es mi absoluta tranquilidad, precisamente por estar concentrado en mi tarea, que debía estar hecha de forma urgente y con la mayor calidad posible.

Claro que de estas cosas se da uno cuenta ahora, mucho tiempo después de acaecidas. En el momento, nunca. Si en el momento tenemos que estar pendientes de darnos cuenta de las cosas, no nos daríamos cuenta de nada, igual que es imposible que un escritor escriba cada hora, cada minuto y cada segundo de su vida, porque la vida se le iría en escribir y no en vivirla. Por ejemplo, ha sido ahora, mientras escribía, cuando me he dado cuenta de que la olí; entonces, percibía el olor, sí, pero no me daba cuenta de que la estaba oliendo. Y así con todo, o con casi todo. Sin darme cuenta me centré en la pantalla del ordenador, un poco después R .F. salió de los vestuarios, H. L. se olvidó de mí y me abandonó para abrazar a su héroe, terminé la crónica y me fui del pabellón, ya solitario, por la puerta de servicio, mientras R. F. y H. L. se besuqueaban allí abajo, muy cerca del mismo lugar donde yo había vivido un insólito idilio.

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Algunas veces se pone uno a considerar qué cosas debe tratar en un diario, por cuáles debe pasar como una tangente y cuáles no debe tocar de ninguna de las maneras. Esto es de un funambulismo aterrador. Ocurre a veces que uno se topa con una visión que le fascina o le ocurre algo que cree digno de plasmarse en negro sobre blanco, pero al cabo de quince minutos o se le ha ido de la cabeza o lo considera como una solemne estupidez, por prosaica. No sé. Es más difícil saber lo que se debe escribir para que la cosa resulte interesante que el mismo acto de escribir. ¿Escribir sus sueños? ¿Escribir cuando no le pasa nada? ¿Escribir sus frustraciones y desasosiegos, así, en directo como si dijéramos, sabiendo como se sabe que escribir bajo un estado emocional turbulento lleva inevitablemente al fracaso literario? Y aquí viene lo más peliagudo de todo: ¿escribir sobre lo que se escribe o deja de escribirse, como está haciendo uno ahora? Yo creo que esto sólo deberían hacerlo los consagrados, lo que pasa es que los consagrados -y por ello son los consagrados- escribían sobre la vida y lo que esta les evocaba, no sobre lo que escribían o dejaban de escribir, al menos al principio. Luego ya, como consagrados, su manera de trabajo, sus bloqueos o estados febriles, sus épocas de inspiración o secarral absoluto, cobran interés, por ser quienes son. Pero, ¿un neófito? Difícil cuestión, como se ve, porque cuando a uno no se le ocurre nada es fácil entregarse a la tentación de escribir sobre lo que escribe o, mejor dicho, sobre lo que no escribe. Claro que a veces le asalta a uno este pensamiento: en literatura se escribe, más que lo que pasa, lo que deja de pasar; lo que deja de pasarle a uno, lo que deja de pasarle a los demás, lo que deja de pasar en el mundo. Se escribe gracias a ese resorte que es el deseo, el ideal. Porque si todo pasara, si todo lo que nos gustaría que pasase pasara, nadie escribiría, como no fuera para describir una cosa más gris y prosaica que la realidad misma. Eso no tiene sentido. ¿Quién leería esos libros, siendo la realidad tan maravillosa? Y recordemos la frase de Pessoa: “si yo viviera un gran amor, no podría contarlo”.

Sí, en literatura se escribe sobre todo no lo que pasa, sino lo que deja de pasar. Trapiello dijo que su profesión consistía no en narrar su propia vida, sino las vidas ajenas, o sea, lo que deja de pasarle. Lo dijo alguien que ha publicado diecisiete tomos de sus diarios, en los que por fuerza ha de comparecer él mismo. Entonces, ¿cómo pudo hacer aquella afirmación? Si uno lee alguno de esos tomos, se dará cuenta de que quizá la persona sobre la que menos se habla es el mismo autor. Claro que casi siempre aparece, ¿cómo no va a aparecer si se trata de un diario? Como aparece Pessoa en todo su esplendor en el Libro del desasosiego, aparece César González-Ruano en su Diario íntimo o aparece Umbral en Un ser de lejanías. Todos aparecen, y raro es el que no cae en un egotismo más o menos palpable o más o menos disimulado, sobre todo para dar cuenta de los malos momentos. A mí esto no me parece mal, siempre que no sea la nota predominante. Leer que alguien está deprimido y se siente desgraciado los trescientos sesenta y cinco días del año cansa a cualquiera, sobre todo porque, si no hay enfermedad real de por medio, es difícil creerle. Y, aunque parezca contradictorio, aún diría más: el escritor a veces debe engañarse a sí mismo y, al ponerse a escribir, figurarse en un estado de ánimo opuesto al que en realidad se encuentra, igual que el que juega al fútbol o a las cartas para distraerse un rato y olvidarse de los problemas. Sólo así llegará a escribir cosas verdaderamente auténticas.

domingo, 27 de noviembre de 2011

miércoles, 23 de noviembre de 2011

TRES GLOSAS



Fue como una pedrada en la frente, o como si uno hubiera ligado. Ligar con una alta dama en el museo del Prado, ¿se puede pedir más? Caminando entre tanta excelsitud, este cuadro despierta en nosotros las mejores notas, las más dulces, las más valiosas, quizá, y le sume a uno en un extraño estado de imbecilidad transitoria -que diría Ortega y Gasset-, como si estuviera enamorado. No es una de las obras maestras oficiales de la colección, no estamos ante un Goya, un Velázquez, un Greco, un Tiziano, un Durero. Pero, sobre todo si uno no lo conocía y se lo encuentra de sopetón -como se encuentran siempre las mejores cosas-, le despierta a la vez estupor y alegría. No tiene nada que ver con la grandilocuencia que produce la contemplación de lo que se llama una gran obra universal, por la que todos nos sentimos partícipes de lo mismo: la Humanidad; más bien se trata de algo íntimo, callado, como escuchar en silencio a un mirlo silbar en un jardín. Entre la seriedad y adustez de los retratos de Mengs, Anguissola, Goya, Velázquez y el mismo Madrazo, Amalia de Llano y Dotres, condesa de Vilches, surge como una rara flor de casualidad, con esos ojos pícaros y juguetones, fijos en el pintor, en nosotros, que nos sentimos revivir, y con esa sonrisa también juguetona, como de adolescente que ha perdido definitivamente la vergüenza. ¿Qué quieren decirnos esos ojos claros y brillantes y esa sonrisa contenida? Parece que se interesa por nosotros; sí, se interesa por nosotros, y eso es lo que nos hace resucitar; y se interesa con una vivísima curiosidad, otra vez de adolescente que ha despertado al mundo y se ha quitado cadenas. El intercambio, la dialéctica, entre cuadro y contemplador alcanza aquí el culmen, sólo igualado por la maravillosa perspectiva de la habitación de Las Meninas. Ella, la condesa de Vilches, nos da porque nosotros le damos; y le damos simplemente nuestra presencia. Resulta curioso que Madrazo, un pintor romántico, pintara este retrato optimista de la nobleza precisamente en una época en que la nobleza no era más que los rescoldos de su propia llama. Pero la tez sonrosada, los brazos blandos y suaves, el rostro lleno, esos ojos y esa boca, lo desmiente, sin necesidad de atenernos a conceptos puramente materiales tales como los vestidos y los muebles, y eso es lo que queda. Viendo este cuadro, se diría que la nobleza alcanza por aquel entonces su esplendor. Mataríamos al que nos dijera lo contrario, porque es de mala educación no dar la razón a quien está locamente enamorado de nosotros.

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¿Qué no se habrá dicho de este cuadro por personas infinitamente más inteligentes y sensibles que uno? ¿Qué podría añadir uno? Probablemente, nada, pero aun así, estas páginas quedarían inconclusas si algo no se dijera. Querría estar uno dentro de este cuadro. Y así lo querría no por un loco delirio de algo inverosímil, como cuando de pequeños queríamos ser superhéroes, sino precisamente porque parece perfectamente posible dar un paso, apartar un poco al mastín del primer plano que descansa ajeno a todo, tocar la cabeza de una de las meninas y con cuidado y sosiego avanzar tranquilamente por esa habitación del Alcázar de Madrid para mirar lo que Velázquez está pintando. Quizá descubriéramos que nos estaba pintando precisamente a nosotros, los contempladores del cuadro, y no a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, como sugiere el espejo del fondo. ¿Sería posible encontrarnos a nosotros entre toda esa masa de la humanidad que ha mirado el cuadro alguna vez? ¿O quizá Velázquez se toma la molestia desde hace cuatro siglos de pintarnos uno a uno, igual que esa abnegada estrella de la música que respondiera una a una todas las cartas de sus fans? También querríamos mirar los cuadros de Rubens que hay en las paredes, fijarnos en la sala de un edificio hoy desaparecido y conversar con ese señor del fondo, el que está con un pie en un escalón y otro pie en otro, mirando no se sabe si a nosotros, a los que estamos fuera del cuadro, o lo que está haciendo Velázquez, o a todo a la vez. Querríamos, sí, llamarle por su nombre: “¡Qué pasa, don José!”, estrecharle la mano, palmotearle en el hombro y que nos contara algunas cosas acerca de su época, de los reyes, príncipes e infantes, contarle nosotros a él algo de la nuestra, y regresar a nuestro mundo, a nuestra casa, como si hubiéramos ido a comprar pipas y por el camino nos hubiéramos encontrado a un viejo amigo del barrio. Sabemos su nombre, José Nieto, y que es aposentador del palacio. Se trata de una de las primeras figuras en movimiento de la historia de la pintura y es, sin disputa, una de las más cercanas, a pesar de su lejanía física, admirablemente conseguida gracias a la perspectiva más perfecta jamás pintada. Azorín le veneraba, y llegó a dedicarle un artículo entero y a mencionarle en su maravilloso libro Castilla. Dice:

¿Ves ese señor que está en el fondo, junto a una puertecilla de cuarterones, levantando una cortina, con un pie en un escalón y otro pie en otro? Es don José Nieto; muchas veces hemos platicado en estas soledades. Ese hombre lejano -lejano en el fondo del cuadro… y en el tiempo-, siempre ha ejercido sobre mí una profunda sugestión. No sé quién es; pero su figura es para mí tan real, tan viva, tan eterna, como la de un héroe o un genio…

No estamos seguros de si José Nieto acaba de llegar a la habitación o se está marchando. Sentiríamos de corazón que se tratara de esto último, como así parece, aunque afortunadamente Velázquez pudo atrapar su efigie antes de que desapareciera de la escena. Quizá se acercara un momento para ver cómo iba todo y luego volviera a sus quehaceres. No lo sabemos. Cuando a Dalí le preguntaron qué salvaría del Prado en caso de incendio, respondió sin dudar que el aire de Las Meninas. Es cierto, es un aire puro, sin viciar, y nosotros, que ciertamente podríamos pasar dentro y respirarlo, preferimos no hacerlo; preferimos, a veces, contemplar a ser contemplados.

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¡Qué figura más antipática la de Menipo! Sí, en este caso no podemos esconder nuestra repugnancia. Este viejo andrajoso, de cara flaca y angulosa, que quiere volvernos la espalda y que no quiere saber nada de nosotros, y que se solaza en ello con una sonrisilla absurda, parece esconder algo celosamente de nuestra vista debajo de la capa. Nos recuerda a esos niños egoístas que no querían compartir sus juguetes. Quizá sea dinero lo que esconde, o un mendrugo de pan. ¡Qué nos importa!, le decimos, aunque fueran cien onzas de oro. No necesitamos más para vivir y estamos saciados, Menipo. Los libros que has leído, filósofo, no te han hecho buen efecto. Ni siquiera los amas, ¡mira cómo los tienes tirados por el suelo! Guárdate tus miserables e inmensas riquezas para ti solo, que nosotros compartiremos nuestros escasos bienes con quien estimemos más oportuno. Y no serás tú, Menipo, y no serás tú.

martes, 22 de noviembre de 2011

LA LLAGA DE TODOS LOS DÍAS o LAS VICTORIAS PÍRRICAS (Continúa el experimento)

Ayer por la mañana llegó la primera gran prueba, y fue saldada con éxito. Por la tarde me sentía un verdadero triunfador, como si acabara de aprobar unas oposiciones o como si me hubieran admitido en Harvard, o Cambridge, o cualquiera de esas universidades de tan pomposo y espléndido nombre, pero ahora, apenas un día después, lo siento como una victoria pírrica, en la que de tanto como se ha perdido se pone en duda si tantos esfuerzos para alcanzarla merecieron la pena.

Fue hasta divertido, aunque en absoluto sencillo. Como cada día de las últimas semanas, salí de casa con el propósito de continuar con mi experimento y, por tanto, no mirar a nadie. La mañana se dio muy bien en ese aspecto, aunque tampoco hubo situaciones especialmente peligrosas, hasta el momento que a continuación relataré.

Cogí el autobús de siempre para ir al gimnasio y, con vistas a que el trayecto se pasara más rápido y entretenido y no hubiera lugar a flaquezas, me puse a leer la novela que tengo entre manos, Aún es de día, de Delibes. Yo estaba sentado en una de las últimas filas, en uno de esos asientos de cuatro que hace que los viajeros se sitúen uno enfrente del otro (grave error por mi parte, ¿quizá buscado inconscientemente para ponerme a prueba?). No llevábamos ni diez minutos cuando, por el pasillo, sentí que se acercaba una chica preciosa, de unos veinte años; la sentí, pero juro por lo más solemne que en ese momento no llegué a mirarla. El cómo supe que andaría por los veinte años y que era preciosa es un misterio que ni siquiera yo sé descifrar. Sobre mí cayó la mala sombra de que se sentara enfrente de mí, y en ese momento tuve la certeza de que se iba a desatar una durísima pugna conmigo mismo, de la que saldría purificado si tenía éxito. Se trataba, insisto, de no mirarla en ningún momento, ni siquiera aprovechando que ella no se diera cuenta. Mirarla una sola vez equivalía a fracaso y a tirarlo todo por la borda, aun en el caso de no mirarla una sola vez más en los veinte, treinta minutos que durara el trayecto.

Uno sabía que tarde o temprano una situación así iba a darse, y creía que los momentos más delicados iban a ser los primeros, y que según pasara el tiempo uno acabaría por acostumbrarse a fijar su atención en otras cosas o en el libro que fuera leyendo, y que la chica se iría desdibujando progresivamente, que su imagen iría muriendo de inanición, hasta desaparecer por completo pese a seguir físicamente en el mismo lugar, ahí delante, el rostro a menos de un metro de uno y rozándonos las rodillas. Y resulta que, después de lo de ayer, uno se da cuenta que no, que la presencia de la chica se fue haciendo más y más potente, más y más tangible, cercanísima en su astronómica lejanía, pese a no mirarla, o quizá precisamente por ello. Fue difícil no mirarla en el primer momento, sí, como tiene la costumbre uno de hacer, pero más difícil aún fue aguantarse, igual que se dice que lo difícil no es llegar, sino mantenerse.

Estoy seguro de que si no llega a ser por el libro, habría sucumbido. Había veces que, desconcentrado por la chica y mi esfuerzo por ignorarla, ni siquiera leía, sólo mantenía la vista fija en las hojas, o en una palabra concreta que leía una y otra vez, cualquier cosa con tal de no levantar la cabeza. Ocasionalmente miraba el paisaje por la ventana, procurando componer un ademán vagamente melancólico y abstraído, pero en seguida regresaba al libro, único refugio seguro si de salir con vida y orgulloso de aquel autobús se trataba, y aun conseguía hilar la lectura de unas cuantas páginas, que eran más reconfortantes y disfrutadas en tanto me mantenían dulcemente alejado del peligro, del desasosiego que suponía aquel hermoso rostro que, cosas de la vida, jamás llegué a conocer.

Mi pensamiento central era considerar qué podría pasar por la cabeza de la chica al ver que el que tenía delante no parecía haber reparado siquiera una milésima de segundo en ella. Alguien así, qué duda cabe, está acostumbrada a ser asaeteada por los ojos de decenas de personas cada día, y no sabe uno que el que la ignoren en un trance como el de ayer en el autobús le provocará extrañeza, exasperación, indiferencia absoluta o alivio. Uno, está claro, con su calculada actitud buscaba la extrañeza y, por qué no, la irritación, despertar en la chica un sentimiento probablemente desconocido en una edad que para la que es guapa no parece transportar decepciones de ningún tipo. Ni siquiera sé, lógicamente, si llegó a mirarme en algún momento, ni si llegó a apercibirse realmente de mi presencia como ser humano, como si delante de ella hubiera no más que un autómata de cartón o un montón de huesos, como tantos que se encuentra día tras día en ese mismo autobús y que no tienen el (absurdo) orgullo que uno tuvo ayer de dejarla pasar sin mirarla.

Fueron pasando los minutos, algunas hojas de la novela, algunos paisajes urbanos, todo muy despacio, y poco antes de bajarme supe sin género de dudas que había salido vencedor de ese duelo conmigo mismo, o con los huesos de mi gran calavera, como diría Lorca, y que sólo restaba superar el último momento de peligro, que era el de la despedida. Por mi cabeza no pasaba el echar por tierra el trabajo de aquella media hora con una postrera y claudicante mirada que, estaba claro, no podía más que sumirme en la más profunda tristeza, que además iba a acompañarme durante todo aquel día, echándolo a perder, y a ahondar más en la llaga de todos los días. Buen título, por cierto, para algo: La llaga de todos los días.

En fin, me bajé yo antes del autobús, sin mirarla en ningún momento, desconociendo su verdadera belleza, renunciando a un posible (pero poco probable) bonito cruce de chispas y energías eléctricas y a un rostro que poder recordar y meter, por qué no, en alguna novela o algún cuento, pero con la victoria bajo el brazo, tan pírrica, que ahora, un día después, puede dudarse incluso de llamarla como tal.