martes, 30 de agosto de 2011

LA ISLA (V)

Sábado, 24 de julio
¡El mar, el mar! ¡La respuesta está en el mar! Esta mañana, tras una mala noche y no pudiendo aguantar más, he salido en busca de agua y comida. Los primeros pasos, apoyado casi exclusivamente en la pierna derecha, han sido terribles, y el recorrido hasta la playa, un suplicio mayor que cuando caminaba hacia el colegio. Pero cuando he llegado al mar y he flotado y he nadado un poco, ha sido como renacer. Nadando el tobillo no me duele, y en el mar hay comida de sobra. En una mañana, y con la ayuda de una camisa a modo de red, he pescado dos kilos de esos peces pequeños, que no es que sean un salmón a la plancha con su guarnición de patatas, o una merluza en salsa, pero que se pueden comer. Después he accedido al arroyo a través del mar y he bebido hasta no poder más. Además, la sal del agua me está desinfectando la herida y el ejercicio me ha expandido los pulmones. Me encuentro más fuerte que nunca. En este momento estoy sentado en la playa contemplando el sol que se esconde detrás del horizonte, con la panza llena, repleto de amor por todo, sin malos pensamientos, algo así como lejos de cualquier miedo y -¿me atreveré a decirlo?- casi feliz de estar aquí. Es increíble lo que hace comerse unos cuantos peces y embriagarse por la tibia brisa de un día hermoso como este; tantas comodidades le hacen parecer a uno un poco tonto.

Lunes, 26 de julio
La cosa marcha. Mi salud ha regresado al momento anterior al accidente en las rocas. Ya casi puedo andar con normalidad y la herida se va cerrando por momentos. Si me concentro, casi puedo verla cerrarse “en directo”. ¿Había usted pensado en ello alguna vez? Ver salir una flor mientas sale, ver nacer una rama podada mientras nace, ver desarrollarse una tormenta mientras se desarrolla, ver agigantarse una estrella mientras se agiganta, ver crecer una planta mientras crece, ver crecer a un hijo, sentir, percibir su crecimiento, debe de ser algo increíble, ¿no cree? Aunque quizá la magia del crecimiento y de la naturaleza, su verdadero misterio, sea que no pueda ser percibida en su totalidad, que no podamos verla actuar en el mismo momento en que lo hace. Parece como que la naturaleza conspira contra nosotros y se complace en engañarnos, en hacernos creer que no hace nada, que está quieta e inmutable, y en cuanto volvemos la cabeza un momento, ¡zas!, milagro, ya no es lo que era, todo ha cambiado. Ni siquiera las estaciones podemos percibir con claridad cuándo se va una y llega otra. Hay veces que sí, pero son las menos, ¿no le parece? ¿Y el tiempo? ¿Qué me dice del tiempo? Póngase delante de un reloj de agujas e intente presenciar el paso del tiempo. Concéntrese en él, en el movimiento de las agujas, en el paso de cada minuto, de cada segundo; concéntrese sobre todo en la aguja del minutero, y comprobará que no se mueve ni un milímetro mientras usted la está mirando. Ahora bien, vaya al frigorífico, beba un poco de leche y regrese delante del reloj; verá entonces que el minutero se ha movido todo lo que no se había movido mientras usted estaba delante. Aquí, en esta isla, veo claramente que es ahí donde está el misterio, un misterio que no podremos descifrar nunca. Pero mi herida se cierra, sí, y la veo cerrarse mientras se cierra. ¿Será otro engaño más de la naturaleza para hacerme creer que estoy loco?

Martes, 27 de julio
Este momento tenía que llegar. He pasado aquí casi más de un mes de tiempo resplandeciente, sin una nube, sin una brizna de viento, y de repente todas las fuerzas se han desatado. La que cayó anoche ha sido antológica. Supongo que por aquí será normal, pero para mí ha sido antológica. Ni siquiera la tormenta primaveral más potente que recuerdo de Madrid puede compararse ni remotamente con esto. Ni en intensidad ni el duración. No sé las horas que estuvo lloviendo sin parar porque no tengo reloj, pero se puso a jarrear poco después de caer el sol y no ha parado hasta poco después de amanecer, hará una media hora. Eso sí, el refugio ha aguantado de forma notable, y he logrado salvar del pasto de las aguas mi cuadernillo y mi lata de foie-gras. Claro que he pasado mucho frío, muchísimo, igual o peor que en los inviernos de Pastrana. Aquí ve uno con claridad las bondades del clima seco y las interminables incomodidades de los húmedos. La humedad es como una maldición de los cielos, como una limadora de vida, como echar grasa o aceite a un trapo para que arda antes. Ni los mosquitos, ni las tarántulas, ni el sol, ni buscar agua y comida, me devoran tantas energías como esta atmósfera asfixiante que atenaza los bronquios, que ahoga los pulmones, que le sume a uno en una constante desazón espiritual que, no obstante, tiene una raíz exclusivamente fisiológica, física. Es como si al alma no le llegara aire. Por lo demás, ahora mismo el día está como si nada hubiera pasado, con un sol blanco brillando allá arriba como un gigante encendido. Otro engaño más de la naturaleza. La naturaleza, lo veo claro, es una impostora, una traidora; la naturaleza es terriblemente cínica. Me ha estado toda la noche importunando con sus aguas y sus truenos y sus huracanes, me ha hecho sufrir como pocas veces he sufrido, y ahora me sale con este sol sonriente que me mira a los ojos como si nunca hubiera roto un plato. Ni siquiera se atisban ya las nubes que han provocado la tormenta. El cielo está raso, azul, azul no como el de Madrid, con ese azul intenso y puro, sino azul blanquecino, velado por una luz insoportable. Es como si la luz eclipsara el cielo. Puede sonar extraño, pero créame que es así: aquí la luz eclipsa al cielo.

Viernes, 30 de julio
Es extraño eso de despertar. Piénselo un poco. Suena el despertador, uno se despierta, pero aún no es él. ¿Quién es él mismo nada más abrir los ojos por primera vez en el día? Es imposible, es necesario un tiempo, que varía según cada cual, para volver a ser nosotros. Recordar lo que somos no es un acto instantáneo, sino que requiere de un esfuerzo matutino. No sé quién dijo (creo que fue Kafka) algo así como que mientras dormimos dejamos de ser nosotros y volvemos a serlo, a recordarnos, al despertar. Pero no es automático. El cerebro requiere una adaptación. Como vivo solo, me es aún más difícil recordarme, pues no hay nadie en mi casa que me salude, que me llame por mi nombre, que me ayude a meterme en la vereda de mí mismo. Pero no pasa nada, tarde o temprano uno vuelve a ser -más o menos- el que era el día anterior. Normalmente suele ocurrir cuando me ducho. A lo mejor es que creo volver al vientre materno, ¡quién sabe!

Sábado, 31 de julio
Aquí, en la isla Inmaculada, el procedimiento es el mismo, sólo que no suena un despertador. Es la luz del sol la que me despierta. Pero la duda, el inicial desconcierto, es idéntico aquí que en Madrid. Algunos días me ocurre que creo seguir en Madrid y que tengo que ir a trabajar. Comprobar que no es así me alegra al principio, como cuando de niños pensamos que es día entre semana y en realidad es sábado o domingo. Pero después caigo en la cuenta de que me hallo sumido en un largo fin de semana, que dura ya más de un mes, y que son mis vacaciones definitivas. Ahí me derrumbo. Pero no queda otra que seguir. Me levanto, no puedo ducharme, pero también aquí en la isla tarde o temprano termino por recordarme. Es decir, termino por recordarme como habitante -único habitante- de la isla Inmaculada.

Domingo, 1º de agosto
Ayer escribí “habitante” de la isla Inmaculada. Creo que quise decir “actor” del escenario de la isla Inmaculada. Dicho queda.

Martes, 3 de agosto
Releo lo escrito hasta ahora y advierto que apenas digo nada de mi lucha por la supervivencia aquí. No cuento que cada día hago una hoguera con hojas verdes para formar humo y que me vean, ni que por las mañanas, nada más haberse puesto el sol, me paso horas y horas buscando comida, ni que merodeo la selva del interior y la playa de naciente por si tengo la suerte de divisar algún atisbo de vida -un avión, un barco, otro náufrago-, ni que el tobillo y la herida están completamente restablecidos, ni que he engordado con la alimentación de las últimas jornadas. No digo nada de todas esas cosas, que componen la matriz de mi existencia aquí, las cosas en las que ocupo la mayor parte de mi tiempo. No lo digo, pero releo mi diario y no echo en falta nada. Seguramente usted sí, pero, ¿cómo puedo saberlo, aquí y ahora?


Miércoles, 4 de agosto
Susto de muerte, y nunca mejor dicho. Me he puesto a escribir, como cada tarde, y he visto con pavor que el bolígrafo no funcionaba. Quedaba tinta, pero no escribía. No hacía más que horribles surcos sobre el papel blanco. Era como en esos sueños en que uno se ve en peligro, quiere gritar lo más fuerte que puede y ve con impotencia que no le sale la voz, que su lamento o su socorro se ahoga en un hilo tenue y moribundo. Y que cuanto más quiere gritar, menos se le escucha, menos se escucha a sí mismo, y más le duele la garganta, y más se ahoga, y más soledad y terror hay en torno. Al final uno se despierta, porque es un sueño, pero no sabe que es un sueño en el momento en que sueña. Así me ha pasado hoy cuando el bolígrafo no escribía. Afortunadamente, y como por arte de magia, como si despertara, he conseguido trazar un garabato azul salvador, el que tiene usted arriba. No tiene forma de nada, ni de objeto, ni de letra, ni de rostro, pero le aseguro que para mí será de aquí en adelante el símbolo de la salvación, de la vida. Es feo, ¡qué le vamos a hacer!, pero es, y no sabe usted lo que me alegro de seguir siendo, gracias a ese garabato.

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