miércoles, 17 de agosto de 2011

LA ISLA (III)

Domingo, 4 de julio
Créame usted si le digo que si hay algo que no echo de menos de mi antigua vida -vida que cada vez estoy más seguro no recuperar- son los domingos. Hoy es domingo, aquí, en la isla -¿para cuándo un nombre?-, pero no lo parece. Es un día más, como podrían serlo un martes o un jueves. Y no sabe usted cómo me congratula que sea así, de no sentir en las carnes la paralización de los domingos, su vacuidad, su estupidez. En España no se sabe qué hacer con los domingos. Tantas horas libres por delante nos desconciertan, y lo que debería ser disfrute y relajación de los ánimos y escaqueo de las costumbres, termina por ser más prisa, y más ansias, y más masificación. En el Primer Mundo, con todas nuestras comodidades que nos lo dan todo -y aún más que todo- hecho somos más celosos de nuestro ocio que de nuestro trabajo. Aquí, por el contrario, tantas horas libres lo llenan a uno de cosas por hacer. Ahora, por ejemplo, debo salir a buscar comida para la cena. Usted podrá creer que, con todo lo que desbarro en este cuaderno, me aburro. Nada más lejos. En realidad gasto muy poco tiempo al día -unos diez minutos- en escribir aquí. El resto lo empleo en buscar comida y en rastrear la isla buscando un lugar mejor. No lo hay, o no lo he encontrado, por eso sigo aquí. Creo que es el domingo más hermoso que recuerdo. Y lo es porque es un domingo que no es domingo. Y con esta ausencia de domingos y referencias semanales, veo con claridad que el tiempo se me escurre entre los dedos como arena fina. No tiene sentido apuntar la fecha, pero conviene hacerlo para que usted, cuando encuentre este cuaderno, sepa el día que morí. Es triste eso de que de alguien no se sepa qué día murió. Es como si su biografía quedara incompleta, ¿verdad? ¿Lograré llevar bien la cuenta? ¡Eso espero, por Dios, eso espero!

Martes, 6 de julio
Me pongo a recordar los diarios de escritores que he leído y llego a la conclusión de que no me gustan aquellos en los que no está anotada la fecha. Empezar a leer sobre un día no fechado es como hablar con alguien y no saber su nombre. Le falta algo, aun no faltándole nada. ¿Es que no se han dado cuenta de que están escribiendo un diario? El mejor es el de Amiel, que anotaba incluso la hora y el minuto. Decía, por ejemplo: “son las 7:32 de la mañana. Por la ventana veo la primera claridad malva y unos gorriones saludando al nuevo sol. Hoy me espera un duro día de trabajo”. Me parece asombrosa esa precisión, que va mucho más allá de la mera anotación rigurosa del día a día. Amiel, con eso de que a las 7:32 miraba por la ventana y veía la primera claridad malva y unos gorriones saludando al nuevo sol, nos viene a decir que se trata de un instante irrepetible, completamente auto contenido, cerrado en sí mismo, sin necesidad de otros instantes que lo expliquen. Y, como ese momento no volverá, conviene apuntarlo, aunque sólo sea para, al releerlo al día siguiente, o años después, hacerlo revivir, hacernos revivir a nosotros mismos, y estrujarlo contra nuestro pecho. ¿Qué tiene ello de malo?

Jueves, 8 de julio
Hoy, antes de cenar, me he quedado en lo alto de la roca contemplando el atardecer, un atardecer púrpura (no como aquel blanco del primer día), y me he acordado de que en varios días no me he acordado de Inma. Y he sentido un enorme desasosiego al ser consciente de que su recuerdo, como la arena fina y el tiempo, se me escurre entre los dedos. ¿A qué se debe? En teoría, y sin posibilidad de hablar con nadie, con tantas horas conmigo mismo y mi pensamiento, sin ver la televisión ni navegar por internet, sin jugar al fútbol o salir a tomar unas cervezas por la Cava Baja, debería acordarme de ella a cada instante. Bien, pues sólo hoy, cumplida la jornada y casi por casualidad, me ha venido su imagen a la cabeza. Si tuviera un reloj o un móvil con alarma, la ajustaría a una hora, las ocho de la tarde por ejemplo, con el aviso siguiente: “pensar en Inma”. Creo que sería buena cosa sistematizar, someter a disciplina los pensamientos y sentimientos, igual que hacemos con el estudio, o con el trabajo, o con la hora a la que nos levantamos. A tal hora, todos los días o al menos una vez a la semana, pensar en tal cosa o en tal persona, o acordarse de mamá o de papá, o del abuelo muerto, o de algo que nos guste hacer, o de un lugar que nos haga soñar. Sería una bonita y eficaz manera de ser más sensibles, de aprender a sentir, de agudizar el sentimiento. Creo que así viviríamos -mejor dicho, vivirían ustedes, porque yo ya no he de volver- en un mundo mejor. Tenga usted en cuenta esta iniciativa y divúlguela, por si sirviera de algo.

Viernes, 9 de julio
Posturas de culturista en la playa, al atardecer. La luz del sol y la piel bronceada resaltaban mis pectorales, y los cuadrados de los abdominales recién descubiertos, y la montaña rocosa de los cuádriceps, y los surcos de los deltoides, y los sorprendentes bultos de los bíceps y tríceps. La espalda no lo sé, lógicamente, pero también me la noto más fuerte, quizá lo más fuerte de todo. Lo he hecho desnudo, mucho mejor que con esos bañadores minimalistas que se ponen los culturistas profesionales para comparecer ante los jueces. Ja, ja, ja, ¡lo que me he podido reír!

Sábado, 10 de julio
Está muy bien esto de ser un culturista para nadie, pero con esta alimentación rica en proteínas y tan baja en grasas he pensado en comerme la lata de foie-gras que encontré el segundo día, y que ahí sigue. Esas calorías añadidas, esa untuosidad de lo manufacturado, de lo fabricado por el hombre pensando exclusivamente en su propio disfrute, me tientan. Pero no, debo aguantar para cuando la necesite de verdad. Ahora sería capricho, y no sé por qué me da que los caprichos en una isla desierta acaban por pagarse.

Lunes, 12 de julio
Pequeño contratiempo. Esta mañana estaba buscando cangrejos entre las rocas, cuando al ir a atrapar uno he resbalado y el pie derecho se ha incrustado en una hendidura. Me he hecho una herida, pero lo que más me molesta es el esguince. El tobillo está hinchado y de color violeta. Parece un bubón de los que hablaba Boccaccio en la primera jornada del Decamerón. Y me duele mucho. Así, me será imposible salir a buscar comida en unos días. Afortunadamente, tengo algunas provisiones y, si no me muevo, las necesidades energéticas serán también menores. Confío en que sane pronto, y poder volver a corretear por ahí. Temo también que, sin tanta actividad, esté tentado de escribir en este cuaderno más de lo debido. Dentro de poco habré gastado un cuarto de las hojas, un cuarto de mi nueva vida, de mi última vida. Porque sé que detrás no hay nada. Lo dije el primer día y lo sigo sintiendo así, si cabe con más certeza: cuando acabe de llenar este cuaderno -ablandado y ajado ya por esta humedad insoportable- no podré aguantar más. ¿Y por qué no deja de escribir?, se preguntará usted. Bien, no hay respuesta. O mejor dicho, sí la hay, pero es tan simple que usted la tomará como una respuesta tonta, absurda, una respuesta casi inexistente; en definitiva, una elusión de la respuesta: en mi situación, no es posible dejar de escribir. Si usted estuviera en mi lugar, vería cómo es cierto. Absolutamente imposible.

Jueves, 15 de julio
Haciendo un esfuerzo titánico, he conseguido estar dos días enteros sin escribir. Y ha sido horrible, nunca lo había pasado tan mal. Los diez, quince minutos diarios que empleo en plasmar aquí lo que me va llegando a la mente son como una purificación, una purgación de todos los malos humores, de todas las ansiedades, algo así como derramar de golpe para que no vuelvan todos los desasosiegos vitales, las tristezas, los desarraigos, todo. Al ver escrito lo que escribí, al observar con minuciosidad y asombro estas líneas escritas con tinta azul, siento como si fuera de otro, y entonces lo releo y disfruto como si me encontrara ante un relato de ficción escrito por alguien para solaz del afortunado lector. Siento que escribir es como desdoblarse, aunque se escriba sobre uno mismo, porque aunque uno escriba sobre sí mismo y sobre lo que hace, o lo que se encuentra, o lo que piensa, nunca lo que queda escrito es exactamente igual que él, que lo que hizo, lo que se encontró o lo que pensó. Nunca. Es otra cosa. Y así van pasando las horas, así van pasando los días, de la manera en que uno los narra para después recordarlo. Y para que usted lo disfrute. No me tenga compasión, por favor, eso nunca. No lo estoy pasando mal, no piense que por estar aquí perdido, lejos de todo, estoy viviendo un infierno. Usted sabe muy bien, como le dije algunos días atrás, que perderse en una isla desierta no es tan horrible como nos quieren hacer ver. Lea este cuaderno como una novela, relájese y disfrute, en la medida de las posibilidades de que yo con mi pluma sea capaz. Quizá debería encajar este fragmento al inicio del diario a modo de introducción, algo así como unas Instrucciones de lectura de este diario verídico que puede y debe ser leído como una novela, pero no, para qué. Está bien donde está, ¿no cree usted?

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