Mientras preparo mi Inventario de mujeres a las que he besado (será un poema de más de quinientos versos), ahí va una crónica de mi viaje JUDÍOS, MOROS Y CRISTIANOS.
¿Qué faré, mamma?
Mieo al-habib est ad yana.
(¿Qué haré, madre?
Mi amigo está en la puerta.)
Jarcha del siglo XI
Mieo al-habib est ad yana.
(¿Qué haré, madre?
Mi amigo está en la puerta.)
Jarcha del siglo XI
Cuando uno sale de noche a pasear por una villa histórica, con sus callejas en cuesta, sus rinconadas, sus pasadizos, sus viejas casas, sus jardincillos, sus iglesias románicas, sus faroles naranjas, tiene dos opciones: mantener la cabeza ocupada con pensamientos románticos, con antiguas princesas de cuento, caballeros venidos de lejanas y guerreras tierras, nobles encerrados en sus mansiones a la lumbre de un fuego encendido por sus abnegados criados, el tamborilear de cascos de caballería sobre las piedras o el recuerdo o fugaz invención de leyendas e historias medievales de amor cortés; o bien, dejar que le atenacen ensoñaciones fantasmagóricas, misteriosos enlutados tras de una esquina, historias de terribles crímenes cuya impronta aún permanece por donde caminamos, dolientes y pálidas mujeres de triste vida que soportaron un dolor infinito hasta la misma puerta de la muerte o judíos torturados en terrible hechicería en el interior de la casa donde miramos a través de sus opacas ventanas. La línea que separa ambas actitudes, ambos estados del alma, es extremadamente delgada, y se puede pasar de uno a otro en lo que dura un momento de duda provocado por una sombra inesperada, una puerta cerrándose estrepitosamente a nuestra espalda, un callejón sin iluminar, un crujir de pasos que nos sigue allá donde vamos o una simple pero estremecedora casa abandonada.
El que sea lector más o menos asiduo de este blog sabrá que en los últimos tiempos no he sido muy aficionado a relatar sucesos de mi vida o a hablar sobre mi persona o lo que hace o deja de hacer. No me parece de gran interés lo que uno piense, sienta o haga, más que nada porque lo que uno piensa, siente y hace no difiere mucho de lo que piensan, sienten y hacen los demás. Pero en esta ocasión no puedo resistirme a dar cuenta de lo que me ocurrió durante el viaje por tierras castellanas que hice hace unas semanas, y que tuvo a la ciudad de Segovia como punto de partida. La primera noche del mencionado viaje dormí en la hermosa villa de Sepúlveda, que es donde me ocurrió lo que quiero relatar.
Todo el que conozca Sepúlveda no necesitará que pondere sus innumerables encantos, y para el que no la conozca, todo lo que con mi descolorida pluma sea capaz de referir será insuficiente para que se haga una idea de lo que se pierde si en los días que le quedan no la visita, aunque solamente sea una vez.
La noche a que hago mención salí del hostal donde estaba alojado a dar una vuelta por el pueblo. Era ya tarde, alrededor de las once de la noche, y, aunque verano, su vida estaba ya replegándose en el interior de las vetustas piedras de sus casas. Eché a andar en una dirección indeterminada, sin pensar en si me dirigía hacia el sur o el norte, hacia el centro o las afueras. Simplemente, me dirigí hacia donde el azar de mi primer paso me encaminó. Anduve por verdaderos lugares de cuento tradicional, idóneos como escenario de un viejo romance y, por qué no, para encontrar a esa muchacha de nuestros sueños, en esa vocación inextinguible que tenemos algunos de pasear de noche con la secreta intención de encontrar, al fin, esa nuestra alma gemela, ese amor eterno que, en esta misma noche, rumia nuestros mismos desasosiegos a la pálida luz de los faroles, al calor de la Historia, mientras, igual que nosotros, mira arriba, hacia una buhardilla donde acaba de apagarse el último candil del día que ya murió.
Así, en este estado de ánimo, me encontraba yo durante la primera parte de mi largo paseo nocturno. E incluso creí encontrar a esa alma gemela, en una calleja sin nombre ni tiempo. Era una jovencita preciosa, demasiado bonita y demasiado joven, que me crucé cuando, seguramente, ella se retiraba a su casa. Mi aspecto de paseante errabundo no debió de tranquilizarla mucho y, cuando nos cruzamos, percibí cómo apuraba el ritmo tras haber bajado hasta el suelo su mirar tímido y sobrecogido. Pensé, como ya sospechaba y sigo sospechando, que esto de querer encontrar nuestra media naranja en una noche de luna, en una vieja ciudad, es una ensoñación de unos pocos e incurables románticos que nos obcecamos en revestir de literatura todo cuanto tocamos.
Evidentemente se trata de un engaño, pero no hay nada de malo, creo yo, en seguir con él. A nadie daño hacemos y tampoco a nadie debe molestar. El caso es que la moza sepulvedana quedó atrás y yo continué con mi vagabundeo. Pasé por la plaza Mayor, con su castillo medio derruido presidiendo la escena, y me interné por una calleja estrecha y pina que bajaba hacia un lugar indeterminado. Todavía con la mente repleta de buenos propósitos, caminé un rato más. No tenía la menor noción de en qué lugar del pueblo me encontraba, así que no me sorprendió mucho el verme de repente en la misma calle de mi hostal. Me dije que, a pesar de estar muy cerca de casa en un día en que por el mucho ejercicio físico realizado el descanso me llamaba más que otras veces, todavía era pronto para regresar, y decidí dilatar mi paseo. Seguí caminando sin rumbo por el pueblo dormido. Siempre subiendo, ahora por una cuesta empinada, ahora por unas escaleras, llegué hasta el punto más alto, la iglesia románica de El Salvador, desde donde el pueblo entero, con sus luces naranjas, se abría en el horizonte oscuro. Abajo, más que verse, se intuía el valle del Duratón, negro a esa hora como un mirar sombrío. Entre toda esa oscuridad, las luces del pueblo flotaban como un enjambre de luciérnagas, y, arriba, la luna parecía, como uno mismo, lamentar los momentos perdidos en las rendijas del tiempo.
Lo que a mí me apetecía más que nada era perderme, pero perderme de verdad, es decir, llegar a un punto en que desapareciera cualquier referencia espacial y en que encontrarla costara que las referencias temporales también desaparecieran o, cuanto menos, se distorsionasen o difuminaran. Esto último era difícil, pues en los pueblos aún sobrevive el viejo clamor de las campanas, así es que concentré mis esfuerzos en vagar sin rumbo y perder la noción de dónde me encontrara. Con ese propósito descendí desde el mirador de la iglesia de El Salvador y me interné de nuevo por las calles en sombra, encontrando a cada paso un lugar propicio, un rincón encantador, una casa que aún parecía guardar misterios irresolutos. El pueblo estaba en calma absoluta, no me crucé a nadie, y nadie tampoco parecía habitarlo.
Recorrí calles que no había pisado antes, entre las cuales estaba la que alberga la casa en donde en 1887 nació el escritor Francisco de Cossío, a la sazón Casa de los González de Sepúlveda, "solar de la que fue familia principal de Sepúlveda durante siglos" y una de las más airosas de la villa. A pesar de que la calle no estaba iluminada -o quizá por ello-, me sentía feliz, caminando entre mis ensoñaciones al arrullo de las piedras antiguas, sintiéndome protagonista de un cuento tradicional. Me sentía perdido, me sentía dichoso. Sin embargo, toda mi emoción se cayó al suelo cuando volví a encontrarme en la calle de mi hostal. Otra vez lo conocido, otra vez la casa, otra vez el recogimiento entre cuatro paredes que me tentaba cuando lo que yo deseaba con todas mis fuerzas era no encontrar nada que remotamente tuviera que ver con la comodidad, con lo fácil, con lo visto. Quería de verdad sentirme perdido y llegar, mucho tiempo después, cansado, muy cansado a mi habitación, y cenar tranquilamente bajo la escueta luz de la lámpara de la mesilla los excelentes productos de la tierra que había comprado a mi llegada, para, un rato después y ya en la madrugada, quedarme dormido con un libro sobre el pecho. Pero ahora había algo nuevo que turbó mi espíritu y mi paseo. Se trataba de una chica joven, muy guapa, que estaba sentada en el escalón de una puerta claveteada, justo enfrente de la entrada a mi hostal. La muchacha, que miraba al suelo cuando me personé en la calle, alzó la cabeza lentamente y me miró. En su rostro apenas había expresión, apenas había brillo de vida, aunque sí pude distinguir un atisbo de sonrisa, que en mi delirio interpreté como una llamada lujuriosa. Los ojos negrísimos, el pelo liso y de color de caramelo, la tez bronceada, el cuerpo bien moldeado. Una maravilla. No sé por qué razón me asusté, y seguí caminando, buscando siempre perderme en las tenebrosidades del dédalo sepulvedano.
Mi paseo ya no volvió a ser el que era. Si al principio, tras dejar mi calle, me tranquilicé, luego no cesé de mirar hacia atrás, sintiendo como sentía, con total claridad, que alguien me seguía. Lo que antes era serena alegría y bienestar, lo que antes era un grato paseo nocturno, empezó a convertirse en una sinfonía de ruidos extraños entre calles mal iluminadas, placetas en las que parecía que la vida se había detenido, jardines de equívoco perfil, callejones sin salida, gatos inoportunos y sombras escurridizas a la vuelta de las esquinas. Incluso el canto de los grillos se había detenido y, fuera de esos ruidos extraños y de mis propios pasos, el silencio era absoluto.
Ahora sí que me había perdido del todo. Cualquier referencia geográfica que delatara para mí mismo mi situación había desaparecido. Inmerso en aquel laberinto, las altas casas impedían la visión de la torre de una iglesia que me indicara dónde estaba. Anduve tanto que incluso creí que había cambiado de pueblo, que ya no estaba en Sepúlveda, y ese pensamiento hizo que se me erizara el bello. No pasé por la plaza Mayor, ni por la carretera que divide en dos el pueblo, ni por la iglesia de El Salvador, ni por lugar alguno que hubiera visto antes. Todo era nuevo, todo misterioso, todo estaba tomando un sesgo sobrecogedor. Y, en aquella situación, sentí una mezcla de felicidad y algo indefinible, prólogo del miedo, algo que sólo ofrece la voluptuosidad ante lo desconocido.
Pensé que si en aquel momento volvía, de improviso, a encontrarme en la calle de mi hostal, me asustaría de veras. Me había alejado mucho de allí y, por el camino recorrido, mi sentido de la orientación -que siempre fue bastante bueno- me decía que era imposible que tal sucediera. Sin embargo, fue pensarlo y que se cumpliera. De nuevo mi calle, de nuevo el cartel que anunciaba mi hostal, de nuevo el desconcierto más absoluto y, sobre todo, de nuevo la chica sentada en el escalón. ¿Qué hacía allí, sola, durante tanto tiempo? ¿A quién esperaba, a esas horas? Y, como antes, miraba al suelo, y, cuando aparecí, alzó lentamente la mirada hacia mí. Era esa lentitud en su ademán de mirarme lo que me desconcertaba, una lentitud que no cuadraba con el lugar y la hora. Lo normal sería que la chica, al verme aparecer de improviso entre la oscuridad en aquel rincón solitario, se sobresaltara o, al menos, como los gatos cuando son sorprendidos, volviera rápidamente la cara hacia mí. Pero no: alzó la cabeza lenta, muy lentamente. Estaba más guapa que hacía un rato, más tentadora, más risueña incluso. Yo en aquel momento estaba incomprensiblemente sereno, así que pude ver sin atisbo de duda que me dijo algo. Pero sólo eso, lo vi, porque habló tan bajo que no lo escuché. Lo que estaba claro es que se dirigió a mí -¿a quién si no?-, y entonces ya sí que me vi inmerso dentro del movedizo terreno del miedo.
Me fui de allí con paso más que ligero, sin rumbo, no ya con la intención de perderme, sino de alejarme de allí lo más posible. ¿Dónde estaba la plaza Mayor? ¿Dónde la iglesia de El Salvador? ¿Dónde lo conocido? Sin saber cómo, me encontré de nuevo caminando por calles desconocidas y solitarias, entre altos cipreses, muros desconchados y la amenazante mirada de la luna, que había dejado de lamentarse por su suerte para, directamente y quizá como pasatiempo, reírse de mí. Pasé por delante de una casa abandonada, con sus ventanas rotas y su interior de absoluta oscuridad. No sé qué tienen las casas abandonadas que uno no puede dejar de mirar adentro, a pesar de que sabe que cualquier movimiento, cualquier ruido, le hará correr de pavor. Es como si la casa nos hipnotizara, convirtiéndonos en Ulises que no pueden resistir el angustioso canto de las ruinas. Miré al interior con toda la intensidad de mis sentidos, cuando lo que me pedía el cuerpo y la razón era irme de allí. Pero seguí mirando a través de una de las ventanas, deseando ser testigo de lo sobrenatural pero, a la vez, siendo consciente de que ello podía hacerme pasar una noche sin dormir. La sensación era que en cualquier momento iba a ocurrir algo, que sólo tenía que esperar. Es terrorífico ese presentimiento seguro de lo fatal, esa espera en que lo segundos se adensan hasta hacerse casi materiales. Y lo que tenía que ocurrir, ocurrió. No sé lo que era, sólo sé que, en la oscuridad más absoluta, vi cómo se encendió una luz roja muy brillante, y que eché a correr como un galgo, saltando de una vez tramos enteros de escaleras, derrapando en las curvas, cayendo, volviendo a levantarme, sin mirar jamás hacia atrás. Corrí sin rumbo durante un tiempo que no puedo discernir y, exhausto, me senté en el escalón de una puerta de una calle desconocida. Ni sabía dónde estaba ni me preocupaba ya perderme, ni encontrarme, ni otra cosa que tuviera que ver con que pasara aquella noche y saliera el sol.
Durante un buen rato permanecí sentado en el escalón, jadeando por el esfuerzo y mirando al suelo, hasta que recobré el aliento y alcé la vista. Delante de mí, sentada en el escalón de la puerta claveteada, estaba la chica de los ojos negros y el pelo color caramelo, mirándome y sonriendo. En efecto, me encontraba de nuevo en la calle de mi hostal, en cuya puerta estaba yo apoyado. Me levanté de un respingo y, aterrorizado, saqué torpemente las llaves del bolsillo y, más torpemente aún, intenté abrir la puerta. De reojo vi cómo la chica se levantó y se dirigió hacia mí. No tuve arrestos para darme la vuelta y ver lo que quería -pues sin duda quería algo- y, casi por milagro, logré abrir la puerta, que cerré estrepitosamente cuando, al fin, estuve dentro del hostal. A toda prisa subí las escaleras del primer piso y llegué a mi habitación, cuyo balcón daba a la calle que acababa de dejar. Atraído por un instinto morboso -el mismo que me había llevado a mirar con insistencia el interior de la casa abandonada- me asomé y, allá abajo, en la negrura encajonada de la calleja, estaban, mirándome me pareció que con lágrimas, los ojos negros que no me atreví a enfrentar cuando los tuve a apenas a un palmo.
No pude aguantar mucho tiempo la mirada de la chica, y me aparté del balcón. En aquella noche tórrida de verano, cerré la ventana y coloqué la silla en la puerta, como hacen en las películas, para que nadie pudiera entrar. Debo reconocer que, entre el calor y el miedo, no pude pegar ojo, siendo esta la causa -que hasta ahora no me había atrevido a contar- de que la ruta del día siguiente y que me llevaría hasta Peñafiel, primero, y hasta Cuéllar, después, se me hiciera tan dura, y de que en los días posteriores cada pedalada fuera un dulce suplicio.
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