lunes, 15 de agosto de 2011

LA ISLA (I)

Nota

La persona que me entregó el manuscrito que luego transcribí a ordenador y que ahora ofrezco aquí es el que tiene el honor de ser el “usted” a quien se dirige el autor de estas páginas. Él fue el que encontró el cuaderno, él fue el que lo guardó y él fue el primero que lo leyó. Después, cuando regresó a Madrid, y conocedor de mis aficiones literarias, me lo entregó para que lo leyera porque, según me dijo, en él podía encontrar algunas cosas interesantes, o al menos así le pareció.

Pero presentemos al que tuvo la fortuna de ser ese “usted”, el verdadero y único, receptor y lector primero de este diario. Se llama I. S. M., trabaja como médico en la Cruz Roja Internacional y es buen amigo mío desde hace muchos años. Por aquel entonces destinado en una ciudad de la India, fue enviado a una isla remota del Índico con el objeto de socorrer a las víctimas de un accidente aéreo que acaeció el verano pasado, y del que lamentablemente no hubo supervivientes. Cuando los equipos de salvamento llegaron a la isla, encontraron en la playa, muy cerca de los restos del avión, un cementerio improvisado en el que yacían 28 cuerpos, cada uno en sus tumbas, cada tumba con una cruz hecha con ramas. Ello llevó a pensar que al menos hubo un superviviente del accidente, a quien, naturalmente, al instante empezaron a buscar por si aún estaba vivo. Exploraron la isla palmo a palmo, investigaron la playa que daba a naciente, se internaron en la selva y, cuando ya daban por cesada la búsqueda, a I. S. M. se le ocurrió seguir el curso de un arroyuelo que, subiendo, subiendo, daba a una explanada, a un claro en la selva, que era, a la sazón, el punto más alto de la isla. A la entrada de una cueva encontraron un cadáver aún caliente, y que no era otro que el del autor de las páginas que siguen. Yacía en el suelo bocarriba, con el cuaderno abierto tirado en el suelo, sin el menor cuidado, y el bolígrafo medio desprendido de su mano derecha ya yerta. Era evidente que el hombre había sido sorprendido por la muerte mientras escribía, aunque, según me contó I. S. M., sus labios inertes sonreían. Una espesa barba le cubría la cara, cuya piel lucía rojiza y ampollada por el sol y los mosquitos, y su delgadez era extrema. Por su aspecto no hacía mucho tiempo que debía de haber muerto: quizás unos días antes. I. S. M. agarró el cuaderno, lo hojeó y vio que era un diario. Por un puro prurito de curiosidad fue hasta la última página escrita -que era además la última página del cuaderno-, y se le heló la sangre cuando comprobó que la última entrada correspondía al día anterior. El infeliz no tuvo las fuerzas suficientes para prolongar unas pocas horas su heroica lucha y así haber sido encontrado con vida.

El cuaderno tiene las pastas duras, de color rojo, y está muy ajado y amarilleado. Está escrito con tinta azul y bastante buena letra, aunque a este respecto es irregular, y sobre todo en las últimas hojas la caligrafía está muy estropeada, hasta hacerse casi ininteligible en algunos fragmentos. Un rasgo importante es que, según iba nuestro protagonista avanzando en su relato, la letra se fue haciendo más pequeña y el interlineado y los márgenes, más estrechos. Podría explicar ahora las razones de que esto sea así, pero creo que es mejor que el lector lo infiera a partir del relato.

La historia de este cuaderno es casi tan interesante como la de nuestro protagonista. Mi amigo optó por ocultar su existencia a los familiares. Una vez leído por él y ya en mis manos, tengo que reconocer que dudé. ¿Qué hacer? Por un lado me sentía en la obligación moral de entregarlo a los padres de su autor, pero por otro me apetecía publicarlo en internet, como ahora hago, y que unos pocos, los escasos benditos que suelen darse una vuelta por aquí, lo leyeran. Tampoco creo que tenga el menor valor literario, aunque sí humano, y por ello he creído que ningún provecho económico podría sacar nadie de él, por lo cual, y tras una ardua deliberación conmigo mismo, he decidido darlo a conocer.

Debo decir que me he limitado a trascribir literalmente su contenido, sin añadir adornos ni afeites, que a buen seguro lo afearían y le restarían autenticidad, además de no sentirme yo en el derecho de modificar la obra de nadie, por muy humilde que aquélla y éste sean. Sí he optado por suprimir algunos pasajes en los que nuestro protagonista comentaba su sexualidad forzosamente solitaria, y que consideré que nada de valioso aportaban al relato, y en cambio sí mostraban ciertos detalles que, desde mi punto de vista, atentaban contra la armonía y belleza del conjunto. Las supresiones no están indicadas.

SEBASTIAN MELMOTH

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