martes, 16 de agosto de 2011

LA ISLA (II)

TRANSCRIPCIÓN LITERAL DEL DIARIO MANUSCRITO HALLADO POR UN MÉDICO DE LA CRUZ ROJA EN UNA REMOTA ISLA DEL ÍNDICO

Miércoles, 23 de junio
Milagrosamente, logré rescatar un bolígrafo y este cuaderno. El bolígrafo es de tinta azul y el cuaderno tiene las pastas rojas y las hojas son completamente blancas. Es reconfortante enfrentarse a una hoja completamente blanca. Si fueran de cuadros o con rayas, creo que no podría escribir. ¡Blanco, blanco! Es el color de la muerte, dijo César González-Ruano. “El terror es blanco. La soledad es blanca”, escribió en su diario, el mismo día de morir. ¡Blanco, blanco! Quizá César tuviera razón. Aquí, desde la orilla de la playa, contemplo un atardecer extrañamente blanco, ni rosáceo, ni púrpura, ni chorreando miel, como dicen los poetas. Pero en la soledad de esta isla vale cualquier cosa menos la poesía, créame. El atardecer es blanco, nada más que blanco. El sol es espantosamente blanco, y el cielo que lo rodea, y la arena de esta playa. Sobre todo la arena es blanquísima. En España no existen playas así. Sí, puedo comprender lo que sintió César para decir que la soledad y el terror son blancos. Pero el blanco de las hojas de este cuaderno es todo menos muerte y soledad. Me he propuesto aguantar hasta rellenarlo entero con este diario, que hoy, un día después del accidente, comienzo. Sé que en cuanto lo rellene y no tenga espacio donde escribir no podré resistir más y moriré. Y no vale ni apretar la letra ni escribir en los márgenes. La consigna fundamental es escribir normal, sin abreviaturas, respetando las palabras, las sangrías, el espacio entre líneas. ¡Blanco! ¡Divino blanco! A partir de hoy, color blanco, serás mi única compañía.

Jueves, 24 de junio
El primer día completo como superviviente oficial no fue mal del todo. Hurgué entre los despojos del avión, aún humeantes, y encontré ropa, algo de comida y muchos recuerdos personales. Uno se vuelve insensible ante la desgracia ajena cuando está envuelto en el propio drama, en la propia supervivencia. No sentí ni frío ni calor al ver las fotos con las familias felices al completo, ni al encontrar los cadáveres de una madre y una hija abrazados, ni al toparme con unas hojas en las que una pareja seguramente de recién casados y que emprendían su luna de miel jugaban al “ahorcado”. Él (o ella), estaba a punto de descifrar la película Viven. Quizá fuera una broma de ella (o de él). Sí, hay veces en que la realidad se complace en ser cruel. Pero aquí el sentimentalismo sobra, lo único que cuenta es buscar comida y agua y un refugio decente. Esta noche hizo bueno, tuve suerte, pero, ¿qué pasará cuando llueva, o cuando arrecie el viento? Lo que más me ha alegrado encontrar ha sido una lata de foie-gras, de delicioso, grasiento y untuoso foie-gras. Qué palabra más hermosa, me deleito diciéndola en voz alta, aunque sepa que nadie puede escucharme. O precisamente por eso. Qué placer es poder gritar sin cortapisas, sin temer que nadie te chiste pidiéndote silencio ni que te miren como si estuvieras loco. Grito, grito la palabra foie-gras lo más fuerte que puedo. Y noto que cada vez mi grito llega más lejos. Bueno, creo que hoy he escrito bastante, no es cuestión de irse desangrando más de lo necesario con la escritura en este cuaderno. Voy a ver si encuentro agua y comida.

Viernes, 25 de junio
Los cangrejos de río de esta isla saben a mar, pero lo más curioso es que los extraños peces que conseguí atrapar cerca de la playa saben a trucha, o sea, a pez de río. Ambos tienen un gusto a podrido, eso sí. Extraña isla, extraño lugar. Pero, sorprendentemente, creo que ya me he habituado a él. Lo del agua está solucionado, pues en el otro extremo de la playa desemboca un arroyo limpio y, según parece, de agua saludable.

Lunes, 28 de junio
Sé que corro el riesgo de que, si no escribo todos los días, perderé la cuenta del tiempo. Hoy he tenido que concentrarme en mi memoria, en los recuerdos de los últimos días, para llegar a la conclusión de que es lunes, día 28. Dos días sin escribir son muchos, demasiados, aunque sepa que me alargan la vida, aunque sepa que si no escribiera nada más en este cuaderno podría aguantar mucho tiempo, quién sabe si hasta que me encontraran. Pero no, hay que seguir escribiendo, hay que seguir llenando este cuaderno tan hermoso, tan geométricamente perfecto, tan blanco por dentro, con tantas hojas inmaculadas por manchar. ¿Tantas? No, no son tantas. Es un cuaderno delgado, esa es la única pega. ¿Qué he hecho estos dos días? Nada más que buscar comida y construir (o, mejor dicho, intentarlo) una cabaña con ramas y hojas de palmera. Evidentemente, no es fácil. Con la comida me fue bien, si uno es un poco listo y sabe dónde buscar, no se pasa hambre. Casi estoy comiendo mejor que nunca, más saludable, sin grasas ni colesterol. Si me hicieran unos análisis, verían que estoy como un roble, sanísimo. Y me lo noto. El estar todo el día moviéndome entre la selva, nadando y construyendo el refugio me está moldeando el cuerpo. Lástima no tener un espejo para poder mirarme de cuerpo entero. Pero observo mis brazos y no los reconozco, observo mis deltoides y los veo cuajados de surcos que antes no existían, me miro las piernas y parecen de atleta o, mejor aún, de ciclista. Dentro de poco, cuando esté más fuerte, pienso hacer una exhibición de posturas, como los culturistas, en la playa, al atardecer. Será bonito, estoy seguro, aunque nadie pueda verme ni fotografiarme ¡Qué más dará!

Martes, 29 de junio
Releo lo escrito ayer y veo que escribí la palabra inmaculadas. Antes, está tachada la palabra blancas. Claro, unas palabras antes escribí blanco y no quería repetirme. ¿Seré un estilista? ¡Nunca me había puesto a pensarlo! Pero no era a eso a lo que iba. Por primera vez desde que estoy en esta isla, he sentido verdadera tristeza. Y ha sido al leer la palabra inmaculadas. Inma, discúlpame por no haber pensado en ti hasta ahora. Sabrás perdonármelo, tras el accidente estaba demasiado ocupado con mi supervivencia y no tenía hueco en la cabeza para nada más. Claro que la Providencia (otro rasgo de estilismo, sin duda) me ha hecho escribir tu nombre en plural para recordarte. Y ello me ha hecho bien, pese a que ahora estoy a punto de llorar. Me ha hecho bien, porque siento que este cuaderno y esta lata de foie-gras no son mi única compañía. Ahora, tus crenchas doradas (¡toma poeta estoy hecho!) también me acompañan. Lo único que siento es que tú no lo sepas, que no sepas que cuando regresara de este viaje que no terminaré pensaba decírtelo todo. Es por lo único que siento de verdad haber tenido este accidente y estar aquí, en esta isla que ni sé cómo se llama. Probablemente ni tenga nombre. Tengo que empezar a pensar en uno, aunque sólo sea por no escribir nada más que isla cada vez que me refiera a ella. Recuerde que soy un estilista.

Jueves, 1º de julio
Usted se imaginará lo que se siente si quedara como único superviviente de un accidente y llegara a una isla desierta. Todo el mundo se lo ha imaginado alguna vez. Es una pregunta muy típica: “¿qué te llevarías a una isla desierta?” Bien, pues puedo asegurarle que lo que usted ha imaginado es exactamente lo que sentiría. Es asombroso constatar cómo la mente anticipa con espantosa precisión los acontecimientos importantes. Imagina uno lo que sentirá cuando muera un ser querido, y cuando ello ocurre (que ocurrirá) es como si lo hubiéramos vivido de verdad, aunque en la realidad no haya sido así. Lo mismo pasa con los acontecimientos agradables. Y ello, claro, nos defrauda. Nunca vivimos las cosas por primera vez, están como entreveradas en nuestro subconsciente más profundo, como un legado atávico del sentimiento de nuestros antepasados. ¿Cómo se explica, si no, que alguien que jamás haya vivido ni visto el campo sienta esa expansión de ánimo, ese renacer, ese volver a los orígenes, cuando lo pisa por primera vez? ¿O cómo es posible que todos seamos capaces de identificarse con Neil Armstrong, el primer hombre que pisó la Luna? Puede decirse que con Armstrong la humanidad entera pisó la Luna. Y no de forma simbólica, sino físicamente. Sí, tenemos como una conciencia del pasado, heredamos no sólo el color del pelo o de los ojos, o una estructura ósea, o una nariz chata o aguileña, o un cierto carácter; todo eso lo heredamos de nuestros padres o abuelos. Pero lo que refiero, esa herencia de situaciones o sentimientos, lo tenemos ya desde antes de nacer, lo heredamos del conjunto de la humanidad entera. Yo mismo me había preguntado antes muchas veces lo que haría o cómo me sentiría de perderme en una isla desierta. Y aquí estoy, perdido en una isla desierta, viviendo por segunda vez todo aquello que imaginé, que anticipé, que sospeché. Claro que hay cosas nuevas e imprevistas, pero son secundarias. Lo esencial es exactamente igual. Creo que usted sabrá muy bien lo que quiero decir.

Sábado, 3 de julio
Bien, ayer trabajé todo el día en fabricar un refugio. No es tarea fácil, pero, como con todo, basta con perseverar un poco. Nunca pensé que pudiera hacer algo así hasta que no me he puesto a ello. Las facultades sólo se desarrollan si se las entrena, si se las pone a nuestro servicio. Si nosotros necesitamos de ellas, pues ellas nos satisfacen, nos ayudan a lograr lo que queríamos. Pero debemos ser nosotros los que las pongamos en movimiento y los que les vayamos administrando el combustible necesario para que funcionen y nos ayuden. Bueno, pues aquí está, la estoy mirando en el momento en que escribo estas líneas en este cuaderno que -¡ay!- va adelgazando por días. La estructura es muy simple: unos cuantos listones gruesos, de no sé qué árbol que hay por aquí, recubiertos por enormes hojas de palmera. El interior es relativamente grande, mucho más que el de cualquier tienda de campaña, incluso que el de las buenas. Hasta ahora no la he necesitado, pero quién sabe. Igual esta noche sale tormenta. Los mosquitos sé que van a seguir molestando y que pronto me encontraré con una tarántula de esas que hielan la sangre, pero de eso no me quejo. ¿Qué se creía usted, que no había mosquitos y tarántulas sólo porque no los mencionara? ¡Claro que los hay! Mosquitos, a patadas, y son crueles como las hienas, oportunistas como los buitres, implacables como una manada de leonas. Y tarántulas, menos, pero también, y son más grandes de lo que usted imagina. Pero de eso no me quejo, ¿para qué? Tampoco del sol, que aquí en estas latitudes le traspasa a uno hasta el tuétano, ni de la humedad, ni de no poder lavarse uno en condiciones. No quiero quejarme de todas esas molestias que usted imaginará perfectamente y que procuro sobrellevar de igual modo que allí en Madrid sobrellevo el ruido de las bocinas, y las colas hasta para comprar el pan, y los atascos, y el mal humor general, y la crispación que sobrevuela el ambiente, y esperar a los autobuses. Cada lugar tiene sus cosas, ¿no cree?

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