miércoles, 24 de agosto de 2011

LA ISLA (IV)

Viernes, 16 de julio
¡Cómo no se me había ocurrido antes! Quizá es que realmente no quiera marcharme. Me he puesto a reflexionar sobre ello, y he llegado a la conclusión de que las más de dos semanas de náufrago que llevo no han sido malas, ni mucho menos, sino algo así como unas vacaciones inesperadas, aventureras. Me pregunto si no seré consciente del todo de mi situación. No, creo que no. Otra pregunta que podría hacerme es la siguiente: ¿me interesa ser totalmente consciente de mi situación? Creo que tampoco, me empezaría a poner nervioso, comenzaría a sufrir, a tener pensamientos pesimistas y absurdos. Sería mi perdición. El caso es que hoy he hecho una hoguera gigantesca, con muchas hojas tiernas para provocar humo, un humo blanco y denso que se elevaba hacia el cielo como las ánimas dolientes. A lo mejor así alguien ve el humo y se acerca a la isla. Estaría salvado, volvería a ver a Inma, a jugar al fútbol, a trabajar, a salir de cervezas por mi amada Cava Baja. Y a ver a mi familia, por supuesto, que aunque no los escriba, los tengo siempre en mente. Pero eso ya se lo supone usted, ¿no?, ya se imaginará que tengo una familia y que los echo de menos. Es demasiado obvio. Para qué decirlo.

Sábado, 17 de julio
En cambio, no tiene por qué saber usted que estoy enamorado de una chica que se llama Inma, y que ella aún no lo sabe (sólo lo sabrá cuando lea esto, si es que algún día lo lee), y que pensaba decírselo cuando regresara de este viaje que desde su génesis -sepa usted que viajaba solo, no sé por qué razón- empezó siendo absurdo y que se ha vuelto todavía más absurdo, tan absurdo que es difícil pensar en el calibre de su absurdez. Casi mejor ni intentarlo. Tampoco tiene por qué saber usted que soy ingeniero de Obras Públicas, y que estoy a prueba en una empresa cuya sede está en Cuatro Caminos, y que aunque tengo carnet voy allí en metro porque el tráfico de Madrid es insoportable, y que en el metro me encuentro siempre con las mismas caras, y que nunca nos saludamos aunque nos conocemos todos de sobra. Daría mi tobillo derecho (el mismo que todavía me duele, aunque algo menos) por encontrarlos mañana, como todos los días, y esta vez sí saludarlos uno a uno con una sonrisa de oreja a oreja. Sé que se asombrarían y me tomarían por loco, pero, ¿qué más da? Lo haría encantado. Lo malo es que sé que, si mañana regresara a Madrid y volviera al trabajo, no saludaría a nadie, aunque tuviera todas las ganas del mundo. Vivimos en una sociedad en que los buenos modos, la educación y una sonrisa a destiempo (suponiendo que existan las sonrisas a destiempo) están mal vistos. Con tal panorama se le quitan a uno las ganas de ser amable, de apreciar lo que tiene, de intentar comunicar su humilde y pasajera felicidad. Porque sepa usted que la verdadera felicidad es pasajera, no dura mucho, lo justo para darnos fuerzas con que afrontar la existencia.

Puff, me estoy poniendo demasiado metafísico, será mejor que lo deje.

Domingo, 18 de julio
Hoy es el cumpleaños de mi hermana. Felicidades, Nuria. Te echo de menos, y espero que tú a mí también. Sé que me dais por muerto, pero no tengo manera de demostraros que sigo vivo. En fin, mala suerte. También -y en esto no había pensado jamás- es el aniversario de la Victoria, que se decía antes. Envarado en una isla desierta se ve con más claridad que nunca la cantidad de tonterías de que es capaz el ser humano. ¡Luchar entre hermanos por ver quién tiene razón! ¡Qué gilipollez! Creo que si cada uno de los que perpetraron tal aberración se hubieran perdido en una isla desierta antes del 18 de julio de 1936, nada hubiera cambiado. La guerra habría empezado, y habría continuado con la misma brutalidad. El ser humano no aprende, ni aunque se pierda en una isla desierta, ¡ya se lo digo yo! Lo peor es que con el paso de las décadas se ha visto que ninguno tenía razón o, mejor dicho, la perdieron -cada bando tendría sus razones y sus verdades- en el mismo momento en que se pusieron a pelear. Lo mismo pasa en nuestra política actual, hija de una Victoria que nos sumió a todos en la más espantosa de las derrotas.

Pero ¿qué hago? ¿Se ha dado usted cuenta? ¡Estoy escribiendo sobre la Guerra Civil! ¡Parezco un escritor de best-sellers! Ja, ja, ja…

Martes, 20 de julio
Tumbado, dentro del refugio. Me duele el tobillo, y la herida se ha infectado. El sol cae ahí fuera como un yunque recién salido de la fragua. Los mosquitos no me dejan en paz ni un segundo. Las horas pasan enlagunadas, asquerosas. Ya casi no me quedan provisiones y dentro de poco tendré que salir, como pueda, a buscar agua y comida.

Jueves, 22 de julio
Hoy cumplo un mes aquí. Dijo Larra que el aniversario es un error de fechas. Bueno, puede que tuviera razón, en realidad Larra tenía razón en casi todo lo que decía. “Todos tontos en el tiempo de Larra”, dijo Ramón (hoy estamos de citas). Pero me voy a permitir apostillarle. Todo aniversario es un error de fechas, sí, pero, ¿debería eso importar? ¿Acaso la vida, la vida de cada uno de nosotros, la vida planetaria, la vida social, la vida económica, la vida espiritual incluso, no ha sido y sigue siendo un inmenso error? El que los aniversarios sean un error de fechas no viene a ser otro error más -un error muy pequeño comparado con todos los otros errores- que se añade al inmenso error general y se diluye en él. Y como todo es un error, como todo es una farsa perfectamente urdida y representada, basta con pensar que nada es un error para convencerse, sin lugar a dudas, de que todo es auténtico, de que lo que es error es en realidad acierto. Lo malo será cuando encontremos lo verdadero, el llamado enigma del universo, o al menos, un principio, un átomo de verdad. Entonces comprenderemos de verdad, ya sin posibilidad de error -valga la redundancia por esta vez- ni enmienda que todo, en efecto y como sospechábamos, era un error. Conclusión: sigamos recordando las fechas, sigamos cayendo en el error y no intentemos penetrar en la verdad última, porque entonces caeremos al abismo.

Me apetece caer en el error, aunque quizá el haber llegado a esta isla haya sido la única cosa en mi vida que no ha sido un inmenso error. Me pongo a pensar un poco en mi vida cotidiana y casi me espanto de la mentira en que se halla uno sumido desde que se despierta hasta que se acuesta. Aquí, será todo más difícil, eso es seguro, y más incómodo, y desde luego mucho más extraño para la mayoría de los occidentales, pero me atrevería a decir que es más real, muchísimo más real, que todo lo que he dejado atrás, que todo aquello que creía importante y fuera de duda y que, de repente, aquí, en una tarde tranquila y apacible, se convierte en la representación de una comedia, o de un drama, o de un género inclasificable. Porque la vida no tiene género, ¡menudo descubrimiento!, ¿verdad usted? No, la vida no tiene género, ni etiqueta, ni sabe muy bien por dónde anda uno hasta que no se ve un poco alejado de ella, viéndola desde la distancia, como espectador. Es lo que soy yo ahora, un espectador de mi vida pasada, que es para mí -¡podrá usted creerme!- la vida de otro. No sé si lo habrá sentido o pensado en alguna ocasión. Yo sí, así como de pasada y nunca claramente, pero en esta isla ese pensamiento o sentimiento se exacerba hasta hacerse claro y limpio como el cielo atardecido que tengo ante mí. Me refiero a que uno madruga, se tira todo el día trabajando como un animal, sumido hasta el cuello en el agua de la vida, se enamora, se ríe, hace bromas con los amigos, se toma unas cervezas, viaja en metro, o en coche, ve una película, o una serie, y, agotado, apaga la luz del flexo de la habitación y se va a dormir. Y de repente, sin mediar razonamiento de ningún tipo, todo lo anterior se le representa como una inmensa tontería. El informe tan importante que teníamos que presentar a Jacinto (es nombre figurado) y por el que durante días y semanas nos hemos desvelado, ¿qué es en realidad? ¿Por qué esa angustia? Mejor dicho, ¿para qué? ¿Para qué tragar tanta bilis si nada cambiaría de no ser así? En el momento, claro, no nos damos cuenta, revolcados como estamos por la ola de la cotidianidad. Jacinto, claro es, y todos los que nos rodean, se complacen en mantener la farsa y participan de ella, sin ser conscientes. Tampoco lo somos nosotros, nada más que en ese instante de que hablo, después de apagar la luz de nuestra habitación. Tampoco dura mucho, lo justo para sumirnos en un desconcierto pasajero del que a la mañana siguiente nos hemos recuperado y del que ni siquiera nos acordamos. Se da uno cuenta, con un poco de distancia, de la volubilidad de todo aquello en lo que tanto se afana. Hay poca intensidad y realidad en nuestra vida. Aquí, por el contrario, no hay otra cosa que realidad e intensidad, aunque no se haga nada, como yo ahora.

Decía al comienzo del párrafo anterior que me apetece caer en el error, y ponerme a recordar, no más que un día cualquiera de mi vida en Madrid. Y escribirlo aquí. Claro que hacerlo con un mínimo de detalle requeriría muchas más páginas de las que le quedan a este cuaderno. Pienso en Joyce y me espanto. Claro que yo no soy Joyce. Él sí que habría tenido un problema de estar en mi lugar. Este cuaderno no le hubiera durado ni dos días. El pobre Joyce no hubiera sobrevivido ni dos días en esta isla. ¿Qué haría un hombre como él si no es escribir? Yo a Joyce no me lo imagino de ningún modo pescando mar adentro o caminando kilómetros y kilómetros en el corazón de la selva buscando agua. Yo creo que se alimentaría de lo que escribiera.

Viernes, 23 de julio

Definitivamente, tengo hambre, mucha hambre. Y sobre todo sed. Los músculos que conseguí moldear durante las primeras semanas se están yendo al garete. Y, sobre todo, se está yendo al garete mi entendimiento. Me cuesta mucho pensar, y no digamos ya escribir. Tengo que comer y beber cuanto antes. Miro la lata de foie-gras y casi sucumbo. Pero no, hay que aguantar. Lo malo es que el tobillo me sigue doliendo y la herida está peor. ¿No habrá por aquí un desinfectante natural? Es igual, aunque lo hubiera no sabría cuál es.

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