4 de julio
Esta mañana, después de una noche de sueño doloroso y revuelto, me he despertado con el colgante que Cynthia me regaló ayer antes de despedirnos puesto en el cuello. Es extraño, no recuerdo habérmelo colgado en ningún momento, y lo que sí sé es que, antes de quedarme dormido con lágrimas en los ojos, lo tenía en la mano, apretándolo con fuerza. Es un medio corazón plateado con una luna menguante en relieve, y el collar es una sencilla goma negra. Ella tiene otro exactamente igual.
Hoy el sol cae a plomo sobre nuestras cabezas y sobre el asfalto de las calles y sobre los árboles y sobre los parques. A veces, en verano, me pongo a pensar en que es increíble que exista el invierno. No es concedible que los paisajes cambien tanto en unos pocos meses, y que hoy podamos estar abrasándonos en la piscina y dentro de no mucho helándonos hasta el tuétano. Lo mismo ocurre con el estado de ánimo. Un día lo vemos todo con inquebrantable felicidad y optimismo y al siguiente hasta el sol veraniego tiene un cariz entenebrecido y luctuoso.
Esta noche he tenido un sueño que se repetía una y otra vez. Yo estaba de pie en un camino polvoriento rodeado de un campo seco y amarillo, levemente ondulado, sin el menor atisbo de vida ni vegetación. El sol quemaba el paisaje desolado y mi cabeza ardía y las sienes me palpitaban. Cynthia, que vestía los pantalones amarillos que se puso para nuestra cita de ayer, se alejaba por el camino lenta e imperturbablemente. La veía de espaldas, y empecé a llamarla, pero mi voz salía ahogada. Intenté correr detrás de ella, mas mientras más me esforzaba por alcanzarla, más me pesaban las piernas, más me palpitaban las sienes, más me ahogaba por el calor asfixiante y el polvo y más se alejaba su figura, hasta perderse detrás de la línea del horizonte.
Ayer fui a la cita con Cynthia absolutamente convencido de no repetir los errores del otro día y de pasar una tarde memorable, que fuera el inicio de un verano mágico. Pasado el shock inicial de los primeros días de saber que le gustaba, fui consciente de la situación y de la tremenda suerte que tenía. Me deshice de pesimismos, inseguridades y malos pensamientos. Al fin y al cabo, pensaba, estoy con la chica que me gusta desde hace mucho tiempo, es una situación con la que soñé tantas y tantas veces que ahora que se ha dado no puedo desaprovecharla. Visualizaba, antes de salir de casa, el momento en que me lanzaría a sus labios y la abrazaría, y lo veía tan claro que realmente sentía el calor de su cuerpo, su olor y su dulce respiración cerca de mí. Estaba nervioso, pero seguro. Como el domingo, me vestí con mis mejores galas, me acicalé lo mejor que pude y me miré al espejo convencido de mi éxito, que iba a depender de si habría besos o no. Bajé mi calle y no tuve que esperar mucho a que llegara. Primer momento importante: ¿pico o besos en las mejillas? No lo dudé y con seguridad pero a la vez con naturalidad la besé en la boca. "Empieza bien la cosa", pensé. A ella se la veía especialmente risueña y mi optimismo y felicidad, ya de por sí grandes, aumentaron un grado más. Dimos un paseo por el barrio, durante el que la conversación transcurrió fluida y divertida. Hablamos de los tremendos papeleos de la matrícula para el instituto, le conté mi problema con las fotos de carnet, ella me contó que no pudo ir personalmente y que mandó a su hermana, y, al fin, le pregunté qué había hecho estos días. Me dijo que había estado en casa de su abuela y que por eso no me había llamado, pero yo ya no le di importancia y me reí interiormente de los sufrimientos que había pasado por esa razón. Todo iba perfecto, y sólo quedaba sentarse en un banco y que ocurriera.
He escrito ya en alguna ocasión en este diario que muchas veces no acierto a comprender mis propias acciones. Creo que somos unos desconocidos para nosostros mismos, y que cada persona tendría que vivir varias vidas para conocerse a sí mismo en profundidad. Y después de lo de ayer, lo tengo cada vez más claro. Después de pasear otro rato nos sentamos en unos columpios del parque de abajo. Empezaba a anochecer, y entre los dos, con la suave brisa estival, flotaba una agradable sensación de bienestar por estar juntos. Empezábamos a tener confianza. Hablamos un poco, pero a mí lo que me apetecía era besarla. Pasaba el tiempo y no me decidía. No sé cómo se me ocurrió una idea tan sumamente estúpida, pero el caso es que en un momento dado me levanté, conté cuatro pasos, tracé con el pie una raya sobre la tierra y le dije que por cada vez que lograra saltar más allá de la línea le daría un beso en la boca. Al momento se pintó en su rostro un gesto de incredulidad, pero yo seguí a lo mío. Consistía en columpiarme lo más fuerte que pudiera y, cuando estuviera en lo más alto, salir disparado del columpio hacia adelante. Lo hice varias veces. La primera vez no pasé la raya, pero sí en las siguientes, y por cada vez que lo conseguía, me acercaba a ella con gesto triunfal y la besaba en la boca. No sé qué pensaría ella, casi prefiero no saberlo. Lo curioso es que en el momento yo me creía muy original y divertido, pero al recordarlo ahora me sube una llama de vergüenza.
Concluida la pantomima seguimos charlando. Entonces llegó la frase. "Sebastian, mañana me voy al pueblo de vacaciones". "¿Hasta cuándo?", pregunté. "Hasta agosto, un mes". Toda la dicha que sentía se esfumó de repente y el hermoso atardecer pareció nublarse, allá en algún rincón de mi interior. Quedé pensativo unos instantes, y por un momento pensé en que ahora sí, que debía levantarme y, sin ningún pretexto, abalanzarme sobre sus labios. Ese ímpetu sólo duró una milésima de segundo, tras la cual quedé completamente bloqueado. Opté por aparentar indiferencia, y sólo acerté a decir una tontería: "bueno, pues a ver qué haces, ¿eh?". La interrogué sobre dónde está el pueblo, con quién va y esa clase de cosas que suelen hablarse cuando alguien se va de vacaciones. Me dijo que iba con su madre, su abuela y su hermana y que el pueblo está en Zamora, cerca de Benavente. Hice un cálculo mental de la situación geográfica y de la distancia a Madrid. Más de trescientos kilómetros. Una distancia inabarcable, un mundo era el que nos iba a separar a partir de ahora. La cita terminó en ese momento, pues yo no volví a aparecer. Hasta que nos despedimos, todo el rato estuve ensimismado y meditabundo, en vez de disfrutar de esos últimos minutos con ella. Besándonos, por ejemplo. Nada de eso. Paseamos lentamente hasta la esquina de mi calle. Las farolas ya estaban encendidas y en el horizonte asomaba un último fulgor color de grana. Una suave brisa nos acariciaba la cara y el aire olía al polen dulzón de las plantas. Nos detuvimos en el lugar donde siempre nos hemos despedido en nuestras citas. Era la última oportunidad para besarla y así poder conservar durante un mes el sabor de sus labios. Nada en el mundo me apetecía más en ese momento, pero la única despedida fue un pico frío y casto. "Espera, Sebastian", me dijo cuando yo ya me había dado la vuelta. "Tengo que darte el teléfono del pueblo". "Es verdad, trae", dije, y me dio un papelito. "Tengo otra cosa para tí". De uno de los bolsillos del pantalón sacó una foto suya de carnet y el colgante del medio corazón plateado con la luna en relieve. "Quiero que lo tengas mientras esté en el pueblo, porque yo tendré puesto siempre otro igual", y del otro bolsillo me enseñó el colgante gemelo, que se puso en el cuello. No sé qué fue lo que dije antes de despedirnos definitivamente, y mientras subía mi calle ni siquiera miré hacia atrás. Cuando llegué a casa metí el colgante en la cajita de madera donde guardo los carboncillos para dibujar, por vergüenza de que lo viera papá o mamá, pero de madrugada, cuando ya llevaba un rato acostado con los ojos humedecidos y no podía conciliar el sueño, me levanté y lo saqué de la cajita, y me recosté de lado apretándolo con fuerza dentro del puño. Así fue como me quedé dormido.
Hoy, 4 de julio, faltan 28 días para volver a verla.
Esta mañana, después de una noche de sueño doloroso y revuelto, me he despertado con el colgante que Cynthia me regaló ayer antes de despedirnos puesto en el cuello. Es extraño, no recuerdo habérmelo colgado en ningún momento, y lo que sí sé es que, antes de quedarme dormido con lágrimas en los ojos, lo tenía en la mano, apretándolo con fuerza. Es un medio corazón plateado con una luna menguante en relieve, y el collar es una sencilla goma negra. Ella tiene otro exactamente igual.
Hoy el sol cae a plomo sobre nuestras cabezas y sobre el asfalto de las calles y sobre los árboles y sobre los parques. A veces, en verano, me pongo a pensar en que es increíble que exista el invierno. No es concedible que los paisajes cambien tanto en unos pocos meses, y que hoy podamos estar abrasándonos en la piscina y dentro de no mucho helándonos hasta el tuétano. Lo mismo ocurre con el estado de ánimo. Un día lo vemos todo con inquebrantable felicidad y optimismo y al siguiente hasta el sol veraniego tiene un cariz entenebrecido y luctuoso.
Esta noche he tenido un sueño que se repetía una y otra vez. Yo estaba de pie en un camino polvoriento rodeado de un campo seco y amarillo, levemente ondulado, sin el menor atisbo de vida ni vegetación. El sol quemaba el paisaje desolado y mi cabeza ardía y las sienes me palpitaban. Cynthia, que vestía los pantalones amarillos que se puso para nuestra cita de ayer, se alejaba por el camino lenta e imperturbablemente. La veía de espaldas, y empecé a llamarla, pero mi voz salía ahogada. Intenté correr detrás de ella, mas mientras más me esforzaba por alcanzarla, más me pesaban las piernas, más me palpitaban las sienes, más me ahogaba por el calor asfixiante y el polvo y más se alejaba su figura, hasta perderse detrás de la línea del horizonte.
Ayer fui a la cita con Cynthia absolutamente convencido de no repetir los errores del otro día y de pasar una tarde memorable, que fuera el inicio de un verano mágico. Pasado el shock inicial de los primeros días de saber que le gustaba, fui consciente de la situación y de la tremenda suerte que tenía. Me deshice de pesimismos, inseguridades y malos pensamientos. Al fin y al cabo, pensaba, estoy con la chica que me gusta desde hace mucho tiempo, es una situación con la que soñé tantas y tantas veces que ahora que se ha dado no puedo desaprovecharla. Visualizaba, antes de salir de casa, el momento en que me lanzaría a sus labios y la abrazaría, y lo veía tan claro que realmente sentía el calor de su cuerpo, su olor y su dulce respiración cerca de mí. Estaba nervioso, pero seguro. Como el domingo, me vestí con mis mejores galas, me acicalé lo mejor que pude y me miré al espejo convencido de mi éxito, que iba a depender de si habría besos o no. Bajé mi calle y no tuve que esperar mucho a que llegara. Primer momento importante: ¿pico o besos en las mejillas? No lo dudé y con seguridad pero a la vez con naturalidad la besé en la boca. "Empieza bien la cosa", pensé. A ella se la veía especialmente risueña y mi optimismo y felicidad, ya de por sí grandes, aumentaron un grado más. Dimos un paseo por el barrio, durante el que la conversación transcurrió fluida y divertida. Hablamos de los tremendos papeleos de la matrícula para el instituto, le conté mi problema con las fotos de carnet, ella me contó que no pudo ir personalmente y que mandó a su hermana, y, al fin, le pregunté qué había hecho estos días. Me dijo que había estado en casa de su abuela y que por eso no me había llamado, pero yo ya no le di importancia y me reí interiormente de los sufrimientos que había pasado por esa razón. Todo iba perfecto, y sólo quedaba sentarse en un banco y que ocurriera.
He escrito ya en alguna ocasión en este diario que muchas veces no acierto a comprender mis propias acciones. Creo que somos unos desconocidos para nosostros mismos, y que cada persona tendría que vivir varias vidas para conocerse a sí mismo en profundidad. Y después de lo de ayer, lo tengo cada vez más claro. Después de pasear otro rato nos sentamos en unos columpios del parque de abajo. Empezaba a anochecer, y entre los dos, con la suave brisa estival, flotaba una agradable sensación de bienestar por estar juntos. Empezábamos a tener confianza. Hablamos un poco, pero a mí lo que me apetecía era besarla. Pasaba el tiempo y no me decidía. No sé cómo se me ocurrió una idea tan sumamente estúpida, pero el caso es que en un momento dado me levanté, conté cuatro pasos, tracé con el pie una raya sobre la tierra y le dije que por cada vez que lograra saltar más allá de la línea le daría un beso en la boca. Al momento se pintó en su rostro un gesto de incredulidad, pero yo seguí a lo mío. Consistía en columpiarme lo más fuerte que pudiera y, cuando estuviera en lo más alto, salir disparado del columpio hacia adelante. Lo hice varias veces. La primera vez no pasé la raya, pero sí en las siguientes, y por cada vez que lo conseguía, me acercaba a ella con gesto triunfal y la besaba en la boca. No sé qué pensaría ella, casi prefiero no saberlo. Lo curioso es que en el momento yo me creía muy original y divertido, pero al recordarlo ahora me sube una llama de vergüenza.
Concluida la pantomima seguimos charlando. Entonces llegó la frase. "Sebastian, mañana me voy al pueblo de vacaciones". "¿Hasta cuándo?", pregunté. "Hasta agosto, un mes". Toda la dicha que sentía se esfumó de repente y el hermoso atardecer pareció nublarse, allá en algún rincón de mi interior. Quedé pensativo unos instantes, y por un momento pensé en que ahora sí, que debía levantarme y, sin ningún pretexto, abalanzarme sobre sus labios. Ese ímpetu sólo duró una milésima de segundo, tras la cual quedé completamente bloqueado. Opté por aparentar indiferencia, y sólo acerté a decir una tontería: "bueno, pues a ver qué haces, ¿eh?". La interrogué sobre dónde está el pueblo, con quién va y esa clase de cosas que suelen hablarse cuando alguien se va de vacaciones. Me dijo que iba con su madre, su abuela y su hermana y que el pueblo está en Zamora, cerca de Benavente. Hice un cálculo mental de la situación geográfica y de la distancia a Madrid. Más de trescientos kilómetros. Una distancia inabarcable, un mundo era el que nos iba a separar a partir de ahora. La cita terminó en ese momento, pues yo no volví a aparecer. Hasta que nos despedimos, todo el rato estuve ensimismado y meditabundo, en vez de disfrutar de esos últimos minutos con ella. Besándonos, por ejemplo. Nada de eso. Paseamos lentamente hasta la esquina de mi calle. Las farolas ya estaban encendidas y en el horizonte asomaba un último fulgor color de grana. Una suave brisa nos acariciaba la cara y el aire olía al polen dulzón de las plantas. Nos detuvimos en el lugar donde siempre nos hemos despedido en nuestras citas. Era la última oportunidad para besarla y así poder conservar durante un mes el sabor de sus labios. Nada en el mundo me apetecía más en ese momento, pero la única despedida fue un pico frío y casto. "Espera, Sebastian", me dijo cuando yo ya me había dado la vuelta. "Tengo que darte el teléfono del pueblo". "Es verdad, trae", dije, y me dio un papelito. "Tengo otra cosa para tí". De uno de los bolsillos del pantalón sacó una foto suya de carnet y el colgante del medio corazón plateado con la luna en relieve. "Quiero que lo tengas mientras esté en el pueblo, porque yo tendré puesto siempre otro igual", y del otro bolsillo me enseñó el colgante gemelo, que se puso en el cuello. No sé qué fue lo que dije antes de despedirnos definitivamente, y mientras subía mi calle ni siquiera miré hacia atrás. Cuando llegué a casa metí el colgante en la cajita de madera donde guardo los carboncillos para dibujar, por vergüenza de que lo viera papá o mamá, pero de madrugada, cuando ya llevaba un rato acostado con los ojos humedecidos y no podía conciliar el sueño, me levanté y lo saqué de la cajita, y me recosté de lado apretándolo con fuerza dentro del puño. Así fue como me quedé dormido.
Hoy, 4 de julio, faltan 28 días para volver a verla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario