El otro día, a eso de las dos de la tarde, me disponía a coger mi bici para, como de costumbre, ir a jugar con unos amigos un partido de baloncesto. Suelo ir a una cancha del Parque Norte, que me coge a media hora andando, así que para desplazarme hasta allí me es indispensable disponer de este limpio y saludable medio de transporte. Bajé al trastero tranquilamente, silbando en el ascensor una cancioncilla de algún anuncio, me introduje en los oscuros pasillos del sótano, abrí una puerta roja metálica, en concreto la número 8, encendí la luz del interior y no sin dificultades empecé a sacar la bicicleta de aquel lío de ruedas, cables, libros polvorientos, cajas de herramientas sucias y herrumbrosas, revistas antiguas de ciclismo, pedales automáticos que ya no sirven, platos con dientes grasientos y gastados, cámaras pinchadas y cintas de vídeo VHS apiladas que, según las pegatinas de su frontal, contienen grabadas etapas del ya lejano Tour del 91.
TOUR 91. 12ª etapa. JACA-VAL LOURON. 232 kilómetros. Montaña. Ganador: CHIAPPUCCI. INDURÁIN líder
se leía en una de ellas, escrito a mano con boli azul. Los radios de la rueda delantera se habían enganchado con el pedal izquierdo de la bici de mi padre, por lo que tuve que dar un buen tirón para sacarla, y como consecuencia de ese tirón malhumorado se zarandeó violentamente una estantería metálica que hay a la derecha, según se entra. Esa estantería contiene un sinfín de objetos inútiles, y es digna del más avezado chamarilero. Sobre todo abundan piezas de elementos de bicicletas, todas barnizadas de grasa, negra como el hollín: el cambio trasero desvencijado que nunca recobrará su función, el viejo freno de tipo V-brakes con la zapata desgastada o la otrora brillante biela metálica, ahora sola, inútil sin su compañero, el plato dentado, que por ahí andaría. Algunas de estas reliquias ciclistas, amontonadas en una caja de latón, cayeron estrepitosamente al suelo sin remedio, ante mi enfado. Pero hete aquí que, a veces, los sucesos más casuales y aparentemente desdichados encierran una agradable sorpresa. Me agaché, dispuesto a recoger aquel maremágnum de trastos inútiles, y, de repente, del último piso de la estanería, cayeron sobre mi cabeza varios cuadernos y libros, algunos de pasta dura, que me hicieron bastante daño en el cráneo. No pude reprimir un grito de furia ante tan desgraciada sucesión de acontecimientos —"¡joder, me cago en tu puta madre!", o algo parecido—, agarré uno de esos traidores cuadernos y, cuando me disponía a lanzarlo con brazo de acero contra la pared, en venganza por su dolorosa fechoría, reparé en su cubierta verde, que me era familiar. Rápidamente lo abrí por cualquier parte y leí algunas líneas, escritas con letra limpia y redonda. "18 de julio de 1997. Faltan 44 días...", fueron las primeras palabras que vinieron a mis ojos. Al momento una repentina imagen de calor, angustia, desdicha, espera y amor adolescente sacudió mi mente, todas esas instantáneas formando parte de un todo indivisible, y recordé.
Y recordé. Se trataba del diario que escribí doce años atrás, durante el verano del 97. El corazón se me disparó, las sienes me palpitaban, mis ojos devoraban extasiados aquellas hojas ya amarilleadas, que mis manos pasaban con velocidad, ansiosamente, y me senté en el suelo. Las piezas de bicicleta permanecían ahí tiradas, esperando a que las recogiera, y mi máquina parecía implorarme, huérfana de unas piernas que la hicieran avanzar. Mas ese no iba a ser día de ir a jugar al basket, vieja amiga. Emocionado, leí de cabo a rabo aquel diario adolescente e ingenuo, sentado en el frío suelo de las olorosas y húmedas galerías del trastero de la comunidad.
Verano inolvidable aquel del 97, que no obstante permanecía fosilizado en mi cerebro, a la espera de ser un día redescubierto. Con su lectura me retrotraje a mis catorce años, y debo reconocer que algunas veces, mientras leía, no podía reprimir algún suspiro y cierta humedad en mis vulgares ojos marrones. Es curioso el mecanismo que tiene a veces la memoria de manifestarse, pues basta una imagen, una simple imagen olvidada para que se nos venga encima, incontenible, toda una catarata de recuerdos.
Al principio, nada más leerlo, tuve la idea de contar directamente aquella historia estival, historia que, por otro lado, y quizás ahí esté el encanto, en gran parte sólo ocurrió en mi cabeza. Podría decirse que fue una historia que en realidad no es una historia, porque casi nada pasó. Mi intención primitiva era relatarla con mi estilo actual y sucintamente, pero ¿qué mejor que transcribir letra por letra aquel diario? Diario que a lo mejor no está muy bien redactado, pero que se mantiene, doce años después, fresco como un melón recién abierto. Se nota que fue escrito con cuidado y primor, pues no hay tachones ni faltas de ortografía y la caligrafía es excelente. Cada letra, sílaba, palabra, frase, párrafo y página emana vida y un arrebato de amor primerizo y pasional.
TOUR 91. 12ª etapa. JACA-VAL LOURON. 232 kilómetros. Montaña. Ganador: CHIAPPUCCI. INDURÁIN líder
se leía en una de ellas, escrito a mano con boli azul. Los radios de la rueda delantera se habían enganchado con el pedal izquierdo de la bici de mi padre, por lo que tuve que dar un buen tirón para sacarla, y como consecuencia de ese tirón malhumorado se zarandeó violentamente una estantería metálica que hay a la derecha, según se entra. Esa estantería contiene un sinfín de objetos inútiles, y es digna del más avezado chamarilero. Sobre todo abundan piezas de elementos de bicicletas, todas barnizadas de grasa, negra como el hollín: el cambio trasero desvencijado que nunca recobrará su función, el viejo freno de tipo V-brakes con la zapata desgastada o la otrora brillante biela metálica, ahora sola, inútil sin su compañero, el plato dentado, que por ahí andaría. Algunas de estas reliquias ciclistas, amontonadas en una caja de latón, cayeron estrepitosamente al suelo sin remedio, ante mi enfado. Pero hete aquí que, a veces, los sucesos más casuales y aparentemente desdichados encierran una agradable sorpresa. Me agaché, dispuesto a recoger aquel maremágnum de trastos inútiles, y, de repente, del último piso de la estanería, cayeron sobre mi cabeza varios cuadernos y libros, algunos de pasta dura, que me hicieron bastante daño en el cráneo. No pude reprimir un grito de furia ante tan desgraciada sucesión de acontecimientos —"¡joder, me cago en tu puta madre!", o algo parecido—, agarré uno de esos traidores cuadernos y, cuando me disponía a lanzarlo con brazo de acero contra la pared, en venganza por su dolorosa fechoría, reparé en su cubierta verde, que me era familiar. Rápidamente lo abrí por cualquier parte y leí algunas líneas, escritas con letra limpia y redonda. "18 de julio de 1997. Faltan 44 días...", fueron las primeras palabras que vinieron a mis ojos. Al momento una repentina imagen de calor, angustia, desdicha, espera y amor adolescente sacudió mi mente, todas esas instantáneas formando parte de un todo indivisible, y recordé.
Y recordé. Se trataba del diario que escribí doce años atrás, durante el verano del 97. El corazón se me disparó, las sienes me palpitaban, mis ojos devoraban extasiados aquellas hojas ya amarilleadas, que mis manos pasaban con velocidad, ansiosamente, y me senté en el suelo. Las piezas de bicicleta permanecían ahí tiradas, esperando a que las recogiera, y mi máquina parecía implorarme, huérfana de unas piernas que la hicieran avanzar. Mas ese no iba a ser día de ir a jugar al basket, vieja amiga. Emocionado, leí de cabo a rabo aquel diario adolescente e ingenuo, sentado en el frío suelo de las olorosas y húmedas galerías del trastero de la comunidad.
Verano inolvidable aquel del 97, que no obstante permanecía fosilizado en mi cerebro, a la espera de ser un día redescubierto. Con su lectura me retrotraje a mis catorce años, y debo reconocer que algunas veces, mientras leía, no podía reprimir algún suspiro y cierta humedad en mis vulgares ojos marrones. Es curioso el mecanismo que tiene a veces la memoria de manifestarse, pues basta una imagen, una simple imagen olvidada para que se nos venga encima, incontenible, toda una catarata de recuerdos.
Al principio, nada más leerlo, tuve la idea de contar directamente aquella historia estival, historia que, por otro lado, y quizás ahí esté el encanto, en gran parte sólo ocurrió en mi cabeza. Podría decirse que fue una historia que en realidad no es una historia, porque casi nada pasó. Mi intención primitiva era relatarla con mi estilo actual y sucintamente, pero ¿qué mejor que transcribir letra por letra aquel diario? Diario que a lo mejor no está muy bien redactado, pero que se mantiene, doce años después, fresco como un melón recién abierto. Se nota que fue escrito con cuidado y primor, pues no hay tachones ni faltas de ortografía y la caligrafía es excelente. Cada letra, sílaba, palabra, frase, párrafo y página emana vida y un arrebato de amor primerizo y pasional.
No hay cortes, no hay censuras y, aunque en alguna ocasión, más que nada para salvaguardar mi buen nombre, he estado tentado de usar la tijera y cortar por lo sano algunos fragmentos que nada bueno de mí dicen, he decidido dejarlo todo tal como fue escrito en su momento. Es la única manera de mantener la autenticidad. Tampoco he variado los signos de puntuación, y el estilo prodece de mi cabeza de entonces y no de la de ahora. El diario se presenta al lector tal y como fue parido por un adolescente doce años atrás.
De modo que ahí va, como el caballo de copas que dijo el poeta, directamente de las páginas de mi diario del verano del 97.
De modo que ahí va, como el caballo de copas que dijo el poeta, directamente de las páginas de mi diario del verano del 97.
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