ALGUNAS CONSIDERACIONES ACERCA DEL REALISMO LITERARIO
Una de las principales objeciones que se hacen contra Camilo José Cela y su modo de novelar es lo que los objetores llaman “realismo extremo”. En primer lugar, creemos que habría que intentar delimitar lo que es el realismo, concepción vaga, etiqueta peligrosa que no nos libera de la duda de preguntarnos si, en la creación literaria, en la literatura que realmente nos da -o nos intenta dar- la dimensión del hombre, existe en verdad tal realismo. Nos referimos, claro está, solamente a la buena literatura, a la de los grandes escritores de la historia que quisieron y supieron ofrecernos en sus obras su concepción del mundo y del hombre, diferente en cada escritor. Cada cual, por tanto, tradujo esa concepción, esa “realidad”, con su realismo propio e intransferible. Con la gran literatura cabría enunciar el siguiente postulado: o toda ella es realista, esto es, tiene una base inevitable en la realidad, de ella se nutre, en ella se ancla y la vez de ella quiere escapar, o ninguna obra lo es, ya que, como hemos dicho, cada sujeto, cada ser humano, con su perspectiva única e intransferible de la realidad, escapa de etiquetas y coloca a sus obras en un reino incalificable, un reino que sólo a él y a sus obras le pertenece. Podríamos decir, según esta segunda concepción, que a cada obra que se escribe habría que otorgar una etiqueta que la defina o, al menos, la intente definir.
Como esto es imposible y, a los efectos, poco práctico, es necesario empaquetar la producción literaria de todos los tiempos en compartimentos estancos, con toda la falsedad y artificiosidad que ello conlleva. No debemos olvidar la esencia de la escritura, el hecho inevitable de que escribir significa ante todo transformar, deformar, recrear, imaginar. Es decir, al escribir estamos automáticamente creando otra cosa distinta a la realidad -con ser la misma escritura pura realidad-, por muy fiel que el escritor quiera ser a los hechos, a los ambientes, a los personajes, a los diálogos. Incluso el naturalista más acérrimo, aquel que con mentalidad y procedimientos casi científicos quiere trasladar a un folio en blanco el mundo que le rodea para después diseccionarlo y estudiarlo como se estudia a una rana, hasta este fanático de la realidad, al escribir ha resquebrajado en mil pedazos ese trozo de mundo que, con todo su amor y cuidado, intentaba transportar al papel y plasmar en su creación.
No hay obra, por objetiva que pretenda ser, que no pase antes por el filtro deformador de su autor. Esto invalida al instante la noción de realismo con que normalmente se define a ciertas obras. O hay un único realismo o hay cientos de miles, miles de millones, infinitos, tantos como seres humanos, como escritores, como creadores han existido, existen y existirán. El mundo, las cosas que tenemos delante, están porque en efecto las vemos, las tocamos, las olemos, las sentimos. Somos nosotros las que les conferimos un significado, una presencia; somos, en definitiva, nosotros los que las creamos, si se quiere de forma pasiva. Qué decir entonces de la literatura, de la novela, ese género multiforme, infinito y, a pesar de la época manifiestamente tecnológica y científica en que nos encontramos, única herramienta que de verdad sigue estando cerca -desde luego mucho más cerca que la ciencia- de dar con la máxima hondura del hombre.
El hombre y la literatura, la literatura y el hombre. Hay palabras que, aun sin serlas etimológicamente, son sinónimos. Y hombre y literatura son dos de ellas. Desde luego que la literatura sin el hombre no sería posible, pero no es menos cierto que el hombre sin la literatura se nos antoja como algo no menos inverosímil. Se diría que el hombre nació para contar, y que el mismo hecho de contar es el cordón umbilical que lo une al mundo. ¿Quién no siente una necesidad casi fisiológica además de espiritual de contar lo que le pasa o lo que ve cuando nos vamos de viaje, cuando nos ocurre algo interesante, alegre o desolador? No es posible imaginarnos sin esa calidad, sin esa aptitud humana para la expresión, para la transmisión deformada de sucesos. En la vida diaria, no hacemos otra cosa que contar, y lo que contamos adquiere un color distinto según cada cual. Jamás dos personas darán la misma versión de un mismo hecho.
LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE
Es por todo lo dicho que podemos dudar de la existencia del realismo en literatura, y es por ello también que queríamos dar nuestra visión sobre el realismo que se le atribuye a las obras de Cela en general y a su primera novela, La familia de Pascual Duarte, en particular, publicada en diciembre de 1942 y con la que el premio Nobel de 1989 se dio a conocer. Novela innovadora y, más aún que eso, reformadora de la novelística española de posguerra, que adquirió un nuevo impulso desde entonces. Novela cruda y descarnada, pero profundamente poética, incluso en sus pasajes más desoladores. Novela que, puestos a acotar estilos y modos de narrar -con el único objetivo de tener una referencia, una vara de medir-, poco tiene que ver con Galdós y Baroja, los dos máximos representantes de lo que se ha venido en llamar realismo en la literatura española. El canario era un demiurgo, al más puro estilo del XIX, que creó en su vastísima producción todo un universo paralelo al de la realidad real, a partir de la cual edificó, a la manera de Balzac, una realidad novelística en absoluto menos real que la realidad en que se apoya; el vasco, a pesar de su dureza, de su precisión, de la imperturbabilidad con que narra -característica esencial de todo gran creador-, de la aparente falta de estilo, era un romántico encubierto. Cela no se emparenta con ninguno de los dos, y en La familia de Pascual Duarte vemos sin duda más afinidades con la picaresca, Dostoievski y Lorca, influencias que saltan a la vista hasta para el lector menos avispado pero que trataremos de mostrar en lo sucesivo.
La historia es conocida por todos: Pascual Duarte es un habitante más del paupérrimo campo extremeño de las primeras décadas del siglo XX y que, agobiado por el ambiente opresivo y por la exasperante falta de amor que hay en su familia, encadena crimen tras crimen en un rosario diabólico que culmina en el relato con el asesinato de su madre y, según se infiere por la dedicatoria y por algunas claves que se dan a lo largo de la novela, tiene continuación después con la muerte a manos de Pascual de don Jesús González de la Riva, conde de Torremejía, “que al irlo a rematar el autor de este escrito, le llamó Pascualillo y sonreía”. Antes, Pascual apuñala a Zacarías (capítulo 8), sin matarlo, mata a navajazos a la yegua que descabalgó e hizo abortar a su mujer, Lola (capítulo 9), dispara a bocajarro a su perra Chispa (capítulo 1) y asesina a su enemigo acérrimo el Estirao (capítulo 16).
Leída esta sinopsis, parecería que la novela es un espeso río de sangre que podría hacer desagradable la lectura y extremadamente repugnante a la figura de Pascual, autor confeso de todos y cada uno de los asesinatos mencionados. Sin embargo, y como hiciera Dostoievski con Raskólnikof en Crimen y castigo, Cela, con maestría insuperable, consigue que el lector sensible y no fácilmente impresionable se ponga del lado del asesino y, a excepción de la perra Chispa, que nada hizo la pobre para tener tal final -a excepción de proyectar sobre Pascual esa mirada inquisitiva que no es otra cosa que la misma mirada de la madre cruel y desafecta-, que sintamos odio y desprecio hacia los asesinados. ¿Quién no se hubiera visto embargado por la tristeza y la desesperación en aquella atmósfera asfixiante, huérfana del afecto mínimo que requiere todo ser humano para ir construyendo su proyecto de vida? A excepción de su hermana Rosario, todo lo que rodea a Pascual es grotesco, feo, desolador: un padre borracho y violento y, según se menciona, delincuente en otro tiempo; una madre desprovista de todo sentimiento bello que hace a las madres ser lo que son -“¡La mujer que no llora es como la fuente que no mana, que para nada sirve, o como el ave del cielo que no canta, a quien, si Dios quisiera, le caerían las alas, porque a las alimañas falta alguna les hacen!”, nos dice Pascual en el capítulo 5-; un hermano deficiente, Mario, al que los cerdos le comen las orejas, que muere ahogado en una tinaja de aceite y que, lo poco que vivió, lo hizo en condiciones afectivas e higiénicas lamentables; un novio de su madre, el señor Rafael, también violento y ruin; un proxeneta agresivo -el Estirao- que somete con maltratos al único reducto de amor y belleza moral que existe en el ámbito de Pascual, su hermana Rosario, y que, para más inri, se empareja con Lola cuando Pascual abandona el pueblo. Añadamos la desgracia que se ceba con su matrimonio, pues al aborto de Lola le sigue la muerte prematura del hijo que sí llegó a nacer, Pascualillo, narrada con deliciosa vena poética en el capítulo 10, uno de los mejores del libro. Y todo ello adobado por la circunstancia incómoda del campo español de principios de siglo, en el que “el qué dirán” cobra un significado rotundo hasta el punto de dirigir vidas y nublar conciencias. Cuando Pascual, ya casi al final de la novela, se casa con Esperanza y parece reconducir su vida, ya es demasiado tarde. El daño estaba hecho y la espina demasiado profunda y demasiado removida como para sacarla sin dolor.
Estructura y resumen
El cuerpo de la novela lo compone el manuscrito de las memorias Pascual Duarte, escritas en la cárcel de Badajoz, donde espera sentencia de muerte a consecuencia de sus crímenes y, más concretamente, del último asesinato: el del conde de Torremejía. El relato de Pascual está distribuido en diecinueve capítulos siguiendo un orden cronológico lineal a excepción de alguna analepsis, como la escena de la muerte de la perra Chispa, contada en el capítulo 1 pero acaecida en una cronología avanzada en la biografía de Pascual, después de apuñalar a la yegua y antes de asesinar al Estirao. El estilo es directo y nada proclive a las divagaciones entreveradas en el relato. El autor se limita a contar su vida, sin consideraciones que entorpezcan el transcurso de la historia, sumando, como dijo el propio Cela, “acción sobre acción y sangre sobre sangre”. Este flujo puramente narrativo se interrumpe, sin embargo, en los capítulos 6 y 13, cuando Pascual reflexiona, desde el cuarto de su celda, sobre diversos aspectos de su vida, de la existencia e incluso de la propia escritura:
Hay ocasiones en las que me duele contar punto por punto los detalles, grandes o pequeños, de mi triste vivir, pero, y como para compensar, momentos hay también en que con ello gozo con el más honesto de los gozares, quizá por eso de que al contarlo tan alejado me encuentre de todo lo pasado como si lo contase de oídas y de algún desconocido (cap. 13).
De hecho, casi todo el capítulo 13 se trata de un texto meta literario en el que Pascual reflexiona sobre las causas de que escriba lo que está escribiendo e, incluso, da cuenta del proceso creativo que está llevando a cabo:
Las cosas nunca son como a primera vista las figuramos, y así ocurre que cuando empezamos a verlas de cerca, cuando empezamos a trabajar sobre ellas, nos presentan tan raros y hasta tan desconocidos aspectos, que de la primera idea no nos dejan a veces ni el recuerdo.
Por su parte, el capítulo 6, el más corto del libro, es una divagación con tintes poéticos acerca de lo pasajero de la felicidad y lo mudable de la condición del hombre a partir de la observación de Pascual del exterior a través de la ventana de su celda. La contemplación de una familia feliz paseando por el sendero le recuerda a la suya propia, tan desdichada, en lo que no deja de ser una plasmación de un eterno drama del hombre: lo que pudo ser y no fue porque era imposible que fuera y la creencia que es en los demás y no en uno mismo donde de verdad fue a posarse la felicidad. Este detalle y el del aire, la mariposa y el ratón que con total impunidad entran y salen de la celda “porque con ellos no va nada” colocan a Pascual Duarte en un trágico espectador de la realidad y de la vida, frustrado ya su papel de actor, sentenciado a muerte como está y pasando los últimos días de su vida entre rejas.
En el capítulo 19, el último del manuscrito, hay otro bloque que interrumpe la narración de los hechos y que es una síntesis del proceso que llevó a Pascual Duarte a hacer todo lo que hizo, un resumen vital del propio autor pero a la vez una reflexión general sobre la humanidad y su inevitable y trágico destino. Ya casado con la Esperanza y dispuesto a emprender una nueva etapa en su vida, Pascual es incapaz de deshacerse de los viejos fantasmas que lo atosigaron desde que nació; fantasmas que viven con él y que forman parte de su sustancia; fantasmas que conforman una parte principal de su persona y que acaban imponiéndose a su otro yo, aquel que sentía cariño por las personas que, por su bondad, lo merecían, aquel que tenía una saludable y legítima ilusión por el porvenir, ganas de trabajar y de labrarse una existencia lo más parecido posible a la felicidad. Ese Pascual sucumbe ante la presión agobiante del entorno y el impulso irresistible de sus instintos, tendentes a la brutalidad y la violencia. Este fragmento, colofón perfecto a una obra maestra y, diríamos más, una verdadera pequeña obra maestra dentro de una gran obra maestra, toca regiones muy profundas del ser humano, y lo hace a partir de la expresión bella, poética otra vez, del sentido trágico de la vida:
La idea de la muerte llega siempre con paso de lobo, con andares de culebra, como todas las peores imaginaciones. Nunca de repente llegan las ideas que nos trastornan; lo repentino ahoga unos momentos, pero nos deja, al marchar, largos años de vida por delante. Los pensamientos que nos enloquecen con la peor de las locuras, la de la tristeza, siempre llegan poco a poco y como sin sentir, como sin sentir invade la niebla los campos, o la tisis los pechos. Avanza, fatal, incansable, pero lenta, despaciosa, regular como el pulso. Hoy no la notamos; a lo mejor mañana tampoco, ni pasado mañana, ni en un mes entero. Pero pasa ese mes y empezamos a sentir amarga la comida, como doloroso el recordar; ya estamos picados.
No es posible librarse, y sobre Pascual y sobre la humanidad entera parece abalanzarse el manto negro de la fatalidad y de la muerte. El destino está marcado y por muchas cabriolas que se hagan no conseguiremos librarnos de su garra. El hombre, a partir de su amarga experiencia no reversible, se siente precipitado por el despeñadero de su propio ser. Y, ya al final, y tras haber tomado plena conciencia de su situación, se resigna, con un punto de placer, a aceptar las cosas como vinieron y como vendrán y a aceptarse tal cual es, sin por ello dejar de consignar con un punto de frialdad toda su desgracia:
La desgracia es alegre, acogedora, y el más tierno sentir gozamos en hacerlo arrastrar sobre la plaza inmensa de vidrios que va siendo ya nuestra alma. Cuando huimos como las corzas, cuando el oído sobresalta nuestros sueños, estamos ya minados por el mal; ya no hay solución, ya no hay arreglo posible. Empezamos a caer, vertiginosamente ya, para no volvernos a levantar en vida. Quizá para levantarnos un poco a última hora, antes de caer de cabeza hasta el infierno... Mala cosa.
Qué duda cabe que en estos fragmentos no es sólo Pascual el que habla: es el hombre en general, a partir del hombre en particular. ¿Quién, al leer estas líneas, no se siente emparentado con Pascual, a pesar de que en su vida no existan las desgracias y terribles acontecimientos que leemos en la novela? ¿Quién no es capaz de trasladar esas palabras a su propia vida? ¿Quién no se ve recorrido por un temblor al verse reflejado en los pensamientos de un criminal tan abyecto? Inmediatamente después el narrador pasa a contarnos con escalofriante frialdad cómo asesina a su madre, acto inevitable prefigurado no solamente en el trozo que acabamos de citar, sino en varios puntos más a lo largo de la novela:
No entendía; mi madre no entendía. Me miraba, me hablaba… ¡Ay si no me mirara!
-¿Ves los lobos que tiran por el monte, el gavilán que vuela hasta las nubes, la víbora que espera en las piedras?
-¡Pues peor que todos juntos es el hombre!
-¿Por qué dices eso?
-¡Por nada!
Pensé decirle:
-¡Porque os he de matar!
Pero la voz se me trabó en la lengua (cap. 12).
Y, antes, al final del primer capítulo, la muerte de la perra Chispa es también preludio del crimen culminante, el asesinato de quien dio la vida a Pascual y, con la vida, todo el sufrimiento que tuvo que padecer. El manuscrito presenta así una siniestra estructura circular, pues Pascual empieza y termina matando a su madre; la segunda vez de hecho, la primera a través del animal, cuya mirada es la misma que de la su madre, esa mirada inquisitiva, fría y nublada por el desamor que le obsesiona y que, en último término, es la yesca que enciende el fuego del crimen:
La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviera que entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal (cap. 1).
A continuación, Pascual dispara. La mirada como conglomerado de las ilusiones, esperanzas y miedos del hombre; la mirada como símbolo máximo y espejo del alma humana; la mirada como manera más fiable y a la vez más cruda y desgarrada de profundizar en nuestras verdades últimas; la mirada como el más preciado tesoro de los recuerdos pero también como la pesadilla más atosigante. El hombre, como animal eminentemente visual que es, tiene, después de millones de años de evolución, una capacidad ancestral de leer, de gozar y sufrir con la mirada, y Pascual no puede resistir su lacerante peso.
El doble asesinato de la que trajo al mundo al autor del manuscrito y, por ello, culpable inmediata de todas sus penas, abre y cierra el relato. Entre medias, como hemos dicho, continúa con una cadencia puramente narrativa que se limita a los hechos, a excepción de los fragmentos mencionados que constituyen el corpus filosófico del autor y resumen vital a través de la experiencia. Pascual nos cuenta su vida desde que tiene uso de razón hasta que asesina a su madre, dando en los capítulos discursivos algunas referencias sobre su situación actual en la cárcel: “(…) entretenido como estuve con interrogatorios y visitas del defensor por un lado, y con el traslado hasta este nuevo sitio, por otro, no tuve ni un instante libre para coger la pluma” (cap. 6). “Ayer me confesé; fui yo quien di el aviso al sacerdote” (cap. 13). Desde su infancia hasta la edad adulta y su ingreso definitivo en prisión, las memorias de Pascual nos cuentan los sucesos de forma lineal y exclusivamente a través de lo que él vivió, vio y conoció. No hay, por tanto, ni narrador omnisciente ni otros puntos de vista que complementen el relato. Solamente en una ocasión, al final del capítulo 3, Pascual nos da a conocer a través de lo que le cuenta su hermana Rosario la continuación de una discusión que tuvieron en el campo el propio Pascual y el Estirao, por entonces novio y chulo de la muchacha, y que culmina con una paliza, ya en casa de la Nieves en Almendralejo. Por lo demás, es Pascual quien nos informa del transcurso de su vida y el de su familia, empezando por la descripción de su pueblo y su casa (cap. 1), y continuando con la de sus padres (cap. 2), hacia quienes no ahorra las malas palabras a raíz de sus amargos recuerdos. El nacimiento de Rosario, narrado en el capítulo 3, es una luz cálida en medio de la hostilidad familiar en que vive desde pequeño, con recuerdos trufados de palizas y borracheras propinadas por su padre a su madre y a él mismo. El nacimiento de un nuevo hermano, Mario, quince años después del de Rosario, no supone como éste una interrupción del sufrimiento, una esperanza dentro del implacable cauce de las desgracias de la vida de Pascual. Al contrario, la existencia de Mario es la más breve y desdichada de todas, y el accidente del cerdo que le come las orejas y su final, ahogado en una tinaja de aceite, nos remite al Velázquez de los enanos y bufones y a Goya y la estirpe grotesca en sus mejores obras negras. A ello hay que sumar la muerte del padre, también deforme, también fea, también grotesca, por rabia (cap. 4).
Es a partir de la muerte de Mario, según nos cuenta Pascual, cuando empieza a sentir el odio hacia su madre que culminará con el matricidio. La indiferencia que la madre muestra ante la muerte de su propio hijo es intolerable incluso para un ser primitivo y escasamente instruido como Pascual. No es aventurado afirmar que es el derrumbamiento y pérdida de la referencia emocional materna la principal causa del carácter violento y exaltado de nuestro protagonista. Desprovisto de las más elementales dosis de afecto -a excepción del que pudo darle en momentos concretos su mujer Lola y, con más constancia, Rosario- y acostumbrado a presenciar desde su infancia escenas brutales, Pascual Duarte, a través de su experiencia vital, hereda toda esa carga negativa que le hace ser la persona vehemente que es, la que actúa a partir de los impulsos y no de la razón y que, en último término, y a pesar de sus intentos por escapar del pueblo y de su propia condición, le hace cometer los crímenes más monstruosos. Este primitivismo se advierte en su obsesión por salvaguardar su hombría a los ojos de los demás. El texto está salpicado de frases puestas en boca de su mujer, Lola, que ponen en duda la masculinidad de Pascual, hecho que él no puede tolerar, e incluso cree vislumbrar en unas palabras de don Manuel, el cura, una acusación de homosexualidad:
Desde aquel día siempre que veía a don Manuel lo saludaba y le besaba la mano (…) Después me enteré que don Manuel había dicho de mí que era talmente como una rosa en un estercolero y bien sabe Dios qué ganas me entraron de ahogarlo en aquel momento; después se me fue pasando y, como soy de natural violento, pero pronto, acabé por olvidarlo, porque además, y pensándolo bien, nunca estuve seguro de haber entendido a derechas (cap. 4).
Más adelante, tras la muerte de Pascualillo, encontramos la frase varias veces repetida en la novela que cuestiona la estirpe sexual de Pascual:
Estaba como loca, como poseída por todos los demonios, alborotada y fiera como un gato montés… Yo aguantaba callado la gran verdad.
-¡Eres como tu hermano!
…la puñalada a traición que mi mujer gozaba en asestarme (cap. 12).
Regresando al hilo cronológico de los hechos, la boda de Pascual con Lola, forzada por el primer embarazo, tampoco supone una interrupción de las desgracias. Viene, tras la luna de miel en Mérida, una nueva escena violenta, en la taberna de Martinete el Gallo, cuando, tras una discusión en la que Pascual cree encontrar ofensa en unas palabras de Zacarías (otra vez la desconfianza de su carácter, forjada a partir del mal que siempre vio en su entorno), lo apuñala en el hombro. A continuación, nada más llegar a su casa, Pascual se entera de que la yegua descabalgó a su mujer y que ésta abortó y, presa de la rabia y la desesperación, culmina matando a navajazos al animal.
La fortuna no hace más que ensañarse con Pascual, y éste responde de la única manera que sabe: con la violencia. Sin embargo, la vida iba a darle una segunda oportunidad de ser padre y poder formar una familia feliz. Es de las pocas veces en que la ilusión y la esperanza prenden en su corazón y en el de su mujer. El nacimiento del primer hijo estrecha los lazos del matrimonio -“Mentira me parece, pero bien por cierto le aseguro que lo tengo, el que por entonces la misma ilusión que a un niño con botas nuevas me hicieron los accesos de cariño de mi mujer; se lo agradecía de todo corazón, se lo juro” (cap. 10)- y parece suponer el fin de las calamidades, poblando el futuro de doradas perspectivas:
-Y lo llevaremos siempre calzado, porque no se corte los pies.
-Y cuando tenga siete añitos lo mandaremos a la escuela…
-Y yo le enseñaré a cazar…
Lola se reía, ¡era feliz! Yo también me sentía feliz, ¿por qué decirlo?, viéndola a ella, hermosa como pocas, con un hijo del brazo como una Santa María (cap. 10).
No se trata más que de un espejismo, porque la fatalidad, que está señalada por el destino, no tarda en irrumpir con violencia desusada. Cuando se siente el dulzor de la dicha tan cercano, cuando se llega a respirar su fresco aliento, cuando se para ante nosotros y nos ofrece su mano y nos sonríe y nos da a entender que todo lo malo terminó, la ilusión, esa entelequia del hombre, se resquebraja y estalla en mil pedazos. El diálogo que sostienen Pascual y Lola en el capítulo 10, uno de los más intensos y dramáticos no sólo del libro, sino de toda la literatura española, anticipa de forma fatal una desgracia inevitable, en medio del remedo de felicidad que ambos están viviendo:
La conversación iba muriendo poco a poco, como los pájaros o como las flores, con la misma dulzura y lentitud con las que, poco a poco también, mueren los niños, los niños atravesados por algún mal aire traidor…
La muerte del hijo recién nacido, única posibilidad de redención, sume a Pascual en la más profunda de las desesperanzas, que ni siquiera la compañía de su familia es capaz de mitigar. Muy al contrario, en su seno no es posible encontrar el calor tan necesario en momentos tan difíciles, y los modales hoscos de su madre, su hermana y su mujer y la frialdad de sus actitudes y sentimientos, alejados de cualquier tipo de cariño, propician el desapego -sobre el que después volveremos-, escenificado en los capítulos 11 y 12, que culmina con la huida de Pascual del pueblo a Madrid, primero, donde está quince días alojado en la casa de Estévez y su mujer, y a La Coruña, después, con el objetivo frustrado de embarcar hacia América. Son dos años los que Pascual pasa lejos de su tierra, lejos del escenario de su trágica vida. Si creemos al narrador, esta huida hemos de tomarla como un intento de catarsis en busca de nuevos horizontes vitales, alejados de todo lo anterior, tan desagradable, pero frustrado por la nostalgia de la patria. Así, Pascual regresa a Torremejía, y lo que encuentra es una continuación de las tribulaciones: Lola está embarazada del Estirao, su mujer no puede aguantar la presión del qué dirán y muere sin sentido con el tercer hijo en sus entrañas. Y, a pesar del tiempo que pasa fuera, continúa en Pascual ese carácter elemental y violento que lo impele a asesinar a su enemigo acérrimo. Este crimen lo lleva a la cárcel de Chinchilla, donde está solamente tres años de los veintiocho a que fue condenado, reducción que para Pascual, lejos de suponer un motivo de alegría, es una desgracia más de su existencia:
Pero me porté lo mejor que pude, puse buena cara al mal tiempo, cumplí excediéndome lo que se me ordenaba, logré enternecer a la justicia, conseguí los buenos informes del director… y me soltaron; me abrieron las puertas; me dejaron indefenso ante todo lo malo; me dijeron:
-Has cumplido, Pascual; vuelve a la lucha, vuelve a la vida, vuelve a aguantar a todos, a hablar con todos, a rozarte otra vez con todos.
Y creyendo que hacían un favor, me hundieron para siempre (cap. 17).
Inevitablemente, la llama de la ilusión por el porvenir, cada vez más débil, vuelve a alumbrar. Sin embargo, es poner los pies en su pueblo y asomar sus hocicos los viejos fantasmas:
Cuando llegué, un frío agudo como una daga se me clavó en el corazón. En la estación no había nadie. Era de noche; el jefe, el señor Gregorio, con su farol de mecha que tenía un lado verde y otro rojo, y su banderola enfundada en su caperuza de lata, acababa de dar salida al tren. Ahora se volvería hacia mí, me reconocería, me felicitaría.
-¡Caramba, Pascual! ¡Y tú por aquí!
-Sí, señor Gregorio. ¡Libre!
-¡Vaya, vaya!
Y se dio media vuelta sin hacerme más caso. Se metió en su caseta. Yo quise gritarle:
-¡Libre, señor Gregorio! ¡Estoy libre! -porque pensé que no se había dado cuenta. Pero me quedé un momento parado y desistí de hacerlo.
Podemos llegar a comprender la actitud del señor Gregorio al encontrarse con el asesino, pero también la tristeza, desilusión y soledad de Pascual. Ha bastado un momento, una sola escena, un mínimo contacto con lo anterior, para que todo se oscurezca de nuevo. El paseo nocturno nada más dejar la estación junto al cementerio simboliza el pasado y el destino de Pascual y su familia; allí descansan sus hijos, el abortado y el que llegó a nacer, su mujer, su hermano, su padre y el Estirao, y allí descansará la que le dio la vida. La madre le recibe con la frialdad acostumbrada en ella y le entera del amancebamiento de Rosario con el señorito Sebastián. Es su hermana la que le da la última alegría de su vida al actuar de celestina entre él y la Esperanza. Y en este encuentro asistimos al postrero instante de felicidad, la definitiva claudicación de cualquier atisbo de dicha:
La besé ardientemente, intensamente, con un cariño y con un respeto como jamás usé con mujer alguna, y tan largo, tan largo, que cuando aparté la boca el cariño más fiel había aparecido en mí (cap. 18).
Ahí acaba todo. Pascual y la Esperanza se casan, sí, pero nada es lo que debiera ser. La madre, “con su ademán, siempre huraño y como despegado, con su conversación hiriente y siempre intencionada, con el tonillo de voz que usaba para hablarme, en falsete y tan fingido como toda ella”, actúa de freno al buen advenimiento del matrimonio. La pareja piensa en emigrar, pero como si el destino -otra vez el destino- actuara de imán, termina por quedarse. El matricidio es inminente e insoslayable. Pascual decide matar a su madre la noche del 10 de febrero de 1922. La pugna consigo mismo es dura, pero el camino ya estaba marcado.
Hasta aquí lo que Pascual Duarte nos cuenta en el manuscrito, cuyo contenido hemos tratado de resumir. Cela, con la intención de potenciar la sensación de verosimilitud y complementar la historia, crea una farsa muy bien urdida en torno al manuscrito mediante la adición de seis documentos presentados de forma simétrica al principio y al final de la novela. Por orden, son los siguientes:
a) Una “Nota del transcriptor”, que podríamos imaginar que es el propio Cela. En ella nos informa de cómo y dónde encontró el manuscrito y las causas de dar a conocerlo al público. Este punto es de gran importancia si tenemos en cuenta la coyuntura de la época, con una censura durísima. Así, Cela, o el transcriptor, se preocupa de dar al documento un marcado tono moralista, imprescindible para que la novela pudiera salir a la luz en tales condiciones, y califica a Pascual Duarte como “un modelo de conductas; un modelo no para imitarlo, sino para huirlo; un modelo ante el cual toda actitud de duda sobra”. El que al transcriptor le pareciera en algunos pasajes “más conveniente la poda que el pulido” -una censura, al fin y al cabo- es un elemento más que pudiera predisponer favorablemente a los censores.
b) Una “Carta anunciando el envío del original”, escrita por Pascual Duarte desde la cárcel de Badajoz el 15 de febrero de 1937. Según Adolfo Sotelo Vázquez, este documento equivaldría funcionalmente a la carta-prólogo del Lazarillo. El receptor de la carta es el señor don Joaquín Barrera López, único amigo del conde de Torremejía (última víctima, recordemos) del que Pascual recuerda las señas. No es casual que el autor de la carta quisiera enviarla a alguien del entorno de don Jesús, espejo de virtudes donde siempre se miró nuestro protagonista y por lo cual, paradójicamente, acaba asesinándolo. Don Jesús fue lo que Pascual siempre quiso ser y no pudo, ya por su confesado carácter violento, ya por las fuerzas oscuras que rigen su existencia y que provienen de la realidad ambiental, familiar y social en que vive: “porque es demasiado malo lo que la vida me enseñó y mucha mi flaqueza para resistir el instinto”. Condiciones fatales, las propias del hombre que nos habla y las del ambiente no elegido en que le tocó vivir, que desencadenan en las atrocidades descritas en las memorias confesionales del autor. Porque, ante todo, el manuscrito, tal y como se nos dice en la carta, es una “pública confesión” y una “memoria”. De esta manera se nos advierte desde el inicio de dos características esenciales del relato: descargo de conciencia y la existencia de una única perspectiva narrativa, la suya. También se nos dice que las memorias están incompletas, ya por olvidos verdaderos, ya “porque otra parte hubo que al intentar contarla sentía tan grandes arcadas en el alma que preferí callármela y ahora olvidarla”. No hay que olvidar, además, que la carta y el manuscrito se escriben en trance de espera de sentencia de muerte y, aparte de la lógica urgencia que tal coyuntura le impele a dar a conocer su vida, observamos en Pascual una resignación acorde con su conciencia de lo inevitable y, quizá, lo justo: “tal vez sea mejor que hagan conmigo lo que está dispuesto, porque es más que probable que si no lo hicieran volviera a las andadas. No quiero pedir el indulto (…) Hágase lo que está escrito en el libro de los Cielos”. Primera mención del destino inevitable y, en su caso, fatal.
c) Una “Cláusula testamentaria de don Joaquín Barrera”, dada en trance de muerte en Mérida el 11 de mayo de 1937. Este documento tiene el objeto de hacer verosímil el hallazgo del manuscrito a cargo del transcriptor, a mediados de 1939 en una farmacia de Almendralejo. Además, se califica el contenido como “disolvente y contrario a las buenas costumbres”, en lo que es otro guiño para ganarse el favor de la censura, y se ordena quemar el manuscrito. Solamente una instancia superior e inapelable -“la Providencia”- está legitimada para salvarlo de las llamas, intentando descargar de cualquier culpa tanto a don Joaquín como al mismo transcriptor.
d) Concluido el manuscrito, Cela nos ofrece “Otra nota del transcriptor”, en la que el autor conjetura sobre la vida de Pascual desde que mata a su madre el 10 de febrero de 1922 hasta la fecha en que escribe la carta anunciando el envío del original. Se nos dice que Pascual, tras el matricidio, debió de ser enviado a la cárcel de Chinchilla, hasta 1935 o 1936, pues “parece descartado que salió de presidio antes de empezar la guerra”. Es ésta la única mención al conflicto que se hace en toda la novela, e incluso se oculta la conducta de Pascual “durante los quince días de revolución que pasaron sobre su pueblo”, a excepción del único hecho que se conoce: el asesinato del conde de Torremejía, sobre el que Pascual no quiso confesar nada más que fue él el autor y por el que fue ingresado de nuevo en prisión y condenado a muerte. Se dice también que la carta de Pascual fue escrita a la vez que los capítulos 12 y 13 de las memorias y que, por tanto, Pascual decidió continuar su relato tras dejar escrito que suspendía “definitivamente el seguir escribiendo”.
El transcriptor, continuando con su labor investigadora, se dirige en carta a dos personas que estuvieron presentes en el momento de la muerte de Pascual, con el objeto de llenar en lo posible los vacíos que deja el manuscrito y ofrecer una visión más amplia en forma de diferentes perspectivas que ofrezcan al lector diversos puntos de vista aparte del que ofrece el propio Pascual. Así, y tras leer ambos las memorias, tenemos otros dos documentos:
e) Una carta de don Santiago Lurueña, capellán de la cárcel de Badajoz. Testigo del momento de la muerte de Pascual, según él sus últimos momentos fueron ejemplares por su valentía, aplomo y resignación, y califica a Pascual como “un manso cordero, acorralado y asustado por la vida”. Sin embargo, levanta acta de una postrera descomposición de ánimo.
f) Una carta de un guardia civil, Cesáreo Martín, que le custodió en la cárcel de Badajoz. Según él, los momentos finales de Pascual fueron especialmente cobardes, y desde su perspectiva no vemos nada de esa ejemplaridad que pinta el capellán. Ambos coinciden, porque estuvieron presentes, en el grito “¡hágase la voluntad del señor!” que profiere Pascual antes de ser llevado al patíbulo, si bien para el autor de esta carta el reo adoptó a continuación una conducta vergonzante, “sin cuidado ninguno de los circunstantes y de la manera más ruin y más baja que un hombre puede terminar; demostrando a todos su miedo a la muerte”. Califica al Pascual como un loco, como alguien de cuya salud mental “no daría yo fe aunque me ofreciesen Eldorado, porque tales cosas hacía que a las claras atestiguaba su enfermedad”. Además, en esta carta se nos informa del trabajo narrativo de Pascual desde su celda y de cómo fue el traslado de las cuartillas a don Joaquín Barrera, en Mérida.
Estos dos documentos complementarios tienen el valor de ofrecer un abanico de perspectivas de una realidad concreta, la muerte de Pascual, que éste, lógicamente, no pudo plasmar en sus memorias. Así, Cela pone en práctica uno de los postulados básicos orteguianos, el del perspectivismo individual, para pintar en su novela un cuadro que no se atuviese únicamente -aunque sí principalísimamente- a la perspectiva del narrador y confesor. La escena en el patíbulo recuerda al lector que la narración de los hechos y de los asesinatos la hace el propio asesino, quien, a pesar de su voluntad de confesión, justifica todos sus crímenes como consecuencia de un ambiente corruptor, aunque también es verdad que no deja de admitir su carácter extremadamente agresivo ni de consignar su arrepentimiento. El lector, leída la novela en su totalidad, tiene ante sí a varios Pascuales moldeados por la narración y por la opinión de varias personas que lo conocieron. Cada cual extraerá una conclusión final: Pascual como una “hiena”, Pascual como un “cordero”, Pascual como un “loco”. ¿Cuál es el verdadero? ¿Hay uno verdadero? ¿O todos lo son?