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La llegada a Brihuega fue bastante cómoda, después de las dificultades de la mañana. Entré en el pueblo viniendo desde Torija por una carretera ancha, llana y con escaso tráfico. Afortunadamente no pegaba viento y pude mantener una buena velocidad media. A pesar de ello, llegué cansado y hambriento.
Desde aquella parte, que es como una meseta exenta de arbolado y arbustos, aunque muy verde en esta época, se llega a Brihuega bajando una cuesta de unos tres kilómetros que hace varias revueltas. La vista desde arriba, con el pueblo encajonado en un pequeño valle, era magnífica. El casco urbano, apiñado y de un color ceniciento, contrastaba con la verdura de los alrededores. La vieja fábrica de paños, que como dice Cela parecía una plaza de toros, se destacaba en un altozano, atalayando el pueblo y, al otro lado, el valle del Tajuña, que desde el altozano estaba escondida detrás de la loma sobre la que se asienta la fábrica.
Terminada la frenética bajada llegué a la Puerta de la Cadena, por donde se accede al caso antiguo. Pasé de largo y me propuse buscar un sitio donde comer. Era ya tarde, más de las tres y media, y sabía que no podrían darme más que algún bocadillo. Recordé el bar donde había comido el año pasado y allí me dirigí. Efectivamente, la cocina había cerrado y sólo pudieron ofrecerme un par de bocadillos de atún y jamón y una coca-cola, más los dátiles que traía de casa.
Comí todo en la terraza, a la sombra de un plátano de sombra, reconfortado por el alimento, que recargó mis cansados músculos. Unos niños que jugaban en un parque cercano me miraban como a un extraterrestre, ataviado con mi equipamiento ciclista. Me bastó con echarles un par de miradas fieras para que huyeran y se olvidaran de mí.
Con el estómago lleno y el sopor de las cuatro de la tarde pesando sobre el ambiente, fui a la fábrica de paños, por ver si se podían visitar los jardines. La puerta estaba cerrada, con un cartel que ponía: “Atención: edificio en ruinas”, y otro: “Visitas 2 euros. Sólo sábados. Jardín privado. Reservado derecho de admisión”. A marcharme iba, contrariado, cuando una voz resuena en el interior. Alguien abre la puerta desde dentro y saca una cabeza vieja y bronceada por el sol.
—Oiga —dice—. ¿Quiere ver los jardines?
—Hoy no es sábado.
—Es igual. Entre, que me aburro.
El hombre, que sin duda es muy sincero, abre la puerta del todo y me mira de arriba abajo.
—¡Buenas piernas!
—Gracias. Pero no tanto, están cansadas.
—¿De dónde vienes?
—De Madrid.
—¿Y desde Madrid te has venido en bicicleta?
—¡No, hombre! Desde Guadalajara. Fui desde Madrid a Guadalajara en tren.
—¡Entonces no es tanto, muchacho!
—No, no es tanto. Sólo un paseíto.
—Deja la bici en esta salita y acompáñame.
Prefiero ver los jardines solo, pero el hombre está decidido a acompañarme. Sospecho que si le hubiera dicho que no hacía falta, no me habría dejado verlos. La visita tiene como único peaje —no me ha cobrado los dos euros— el acompañamiento, así que como de otra manera no iba a poder ver nada, y en realidad me apetecía conocer los jardines, me doy por resignado y satisfecho.
El hombre me lleva por unos pasillos abandonados y sucios hasta que damos con una puerta de madera carcomida. Me fijo un poco más en él. Tiene la frente arrugada, los ojos pequeños y curiosos y como una sonrisa permanente adosada a su calcinado rostro. De los labios resecos cuelga un palillo que no se cae cuando habla y que parece pegado con argamasa. De vez en cuando me mira de arriba a abajo y me sonríe.
—Vas al gimnasio, ¿eh?
—Sí, de vez en cuando.
Según me cuenta, la fábrica de paños, que era Real, gozó de cierto prestigio dos siglos atrás, pero igual que pasa con todo lo que está relacionado con la Monarquía, era “inviable”, “caduco” y “condenado al fracaso”. Cuando me dice estas palabras, me mira como queriendo que se las ratifique. Busco dentro de mi corazón la parte republicana y asiento con una sonrisa. Aprovecho la coyuntura para preguntarle su nombre.
—Isidoro El pellejo, me llaman.
—Sebastian. Tanto gusto. ¿Y lo de El pellejo?
—De pequeño, que estaba muy gordo. Y ahora, ¡ya ves!
No veo muy clara la relación entre apodarse Pellejo y estar gordo, pero me callo.
—Mira los rododendros, qué bonitos. Ya han florecido.
En efecto, el jardín de la fábrica es un jardín precioso, de estilo versallesco, romántico y recoleto. Por entre los cipreses, las madreselvas, los setos de boj, los mirtos, los parterres, las farolas y los cenadores corren unos caminitos de tierra muy tentadores de ser andados. Pareciera como si los pies, de normal perezosos, se vieran impelidos por la magia del lugar para ponerse en movimiento. Al fondo, regando unas rosas de Jericó, hay una muchacha, de unos quince años, el cuello estilizado, el rostro aúreo, los ojos atlánticos y la tez bronceada, como su abuelo.
—Es mi nieta, ¿a que es guapa?
Uno no sabe qué decir a estas cosas, pues a veces le parece una trampa, y más tratándose de una adolescente. Pero no puede negar la evidencia.
—Sí que lo es, sí.
La muchacha va en pantalones cortos, muy ceñidos, pues hace un calor veraniego. Lleva una camiseta de tirantes y el pelo recogido en una coleta. Me mira unos instantes, frunciendo el ceño ante la luz del sol, y sigue regando. Cuando se agacha para recoger una porquería que había en el suelo, procuro mirar para otro lado.
—¿Y esto? Es muy bonito.
—Es la flor del mirto. ¿Quieres una?
—Bueno.
Me pongo la flor del mirto, blanca y majestuosa, como una corona de reina, en el cuello del maillot y sigo andando, orgulloso, adornado y como con unas vibraciones tamborileándome en la cabeza. Son las vibraciones del sosiego, de la naturaleza, del amor adolescente...
—¿En qué piensas?
—En nada, en nada.
Una alondra vuela desde un alto ciprés a la rama de un almendro, que está florecido. Un mirlo silba escondido entre el follaje. El sol, este sol primaveral que parece de estío, cae a plomo sobre nuestras cabezas, como una risa jocunda. Una mariposa blanca revolea contenta a nuestro alrededor, mientras el agua de la manguera que sujeta la nieta de Isidoro, El Pellejo, arrulla a nuestra espalda.
—Mi nieta se llama Alejandra.
—Ah.
—Es mi orgullo.
—Normal.
—¿Sabes cuántos perros tengo?
—¿Cuántos?
—Cuarenta y tres.
—¡Dios!
—¿Quieres verlos?
—Bueno, sí, pero hoy no creo que tenga tiempo, la próxima vez.
Isidoro me lleva hasta el otro extremo del jardín y me hace entrar por una puerta. Estamos en una sala grande, limpia y bien cuidada, a diferencia del resto del edificio, que está en ruinas.
—Aquí tengo yo mis cosas para cuidar los jardines.
Unos aperos yacen en una esquina. Son aperos antiguos, pero se ve que de buena calidad, y que todavía deben de servir bien para su función. Recorremos un pasillo y llegamos a otra sala, vacía y algo más grande que la anterior. En las paredes hay algunos tapices que, a simple vista, no parecen tener mucho valor, pero que Isidoro enseña como su gran tesoro.
—Datan —e Isidoro engola la voz al decir esto— del reinado de Carlos III, cuando se inauguró la Real Fábrica. Es lo único que queda de entonces. Patrimonio ha hecho bien en dejarlos aquí y cuidarlos. ¡Algo bueno que hacen! ¿A que son bonitos?
—Sí que lo son.
Los tapices están algo gastados, como es normal por su antigüedad. Sin embargo, se distinguen algunas escenas mitológicas. En uno, una dama entrada en carnes y ondeando un pañuelo rojo apoya la espalda sobre un toro blanco mientras dos ángeles rubios y rollizos, arcos y flechas en mano, vuelan sobre un cielo velazqueño.
—Es El rapto de Europa, ¿lo conoces?
Hago un esfuerzo para decir que no. No me apetece escuchar la fábula del rapto de Europa, pero comprendo que es inevitable. Isidoro me explica que Europa era una princesa fenicia y Zeus la raptó en forma de toro blanco, llevándosela desde las orillas de lo que hoy es el Líbano hasta la isla de Creta, en la que engendró a Minos, Sarpdedón y Radamantis.
—¡Interesante!
Isidoro dibuja una pequeña sonrisa e inspira fuerte, ensanchando la caja torácica. Se nota que le encanta contar la fábula a los visitantes. Mientras Isidoro se está recreando en su relato recién terminado, miro por una de las ventas de la sala, hacia el jardín. Alejandra sigue regando los setos de boj y de mirto, ajena a mi mirada. Mueve rítmicamente una pierna, y su piel y su pelo relumbran bajo los rayos del sol. Me quedo ensimismado, absorto en la imagen, mitológica o no, de una asolescente cuidando las plantas de un jardín versallesco...
Seguimos mirando tapices, que huelen a armario cerrado. Me quedo parado ante uno de ellos, que ha llamado mi atención.
—Y estas dos lindas mozas, ¿quiénes son Isidoro?
—Son Adeona y Abeona, la diosa del llegar y la diosa del irse.
—¿Cómo? ¿Llegar e irse tenían dioses?
—Sí, señor. A mí me parecen de los más importantes que hay.
—Perdone, pero me sorprende que existieran estas deidades. Por algo será. Me parece que estos antiguos sabían mucho más que nosotros.
Isidoro asiente con una vaga sonrisa.
—Fueron los romanos... —dice.
Me quedo contemplando las figuras de Adeona y Abeona, dos lindas muchachas que, bien mirado, tienen un gran parecido con Alejandra. Isidoro permanece a mi espalda, respetando mi silencio, mi pequeño momento de intimidad, que llega, como llegan siempre los momentos íntimos, de improviso y sin haberlos preparado. Adeona y Abeona se miran con cierto deje de tristeza, con esa fatalidad de la felicidad pasajera, con esa pena de no poder retener lo que tanto se ama y se escapa de entre los dedos como un pez escurridizo. Se miran con el destello de lo eterno porque fue fugaz, con la perdurabilidad inestable del instante parado. Siento que un nudo se me forma en la garganta, y que dentro de no mucho tengo que abandonar Brihuega si no quiero llegar a Cifuentes anochecido. Aún quedan más de 30 kilómetros por delante y Adeona, Abeona, Alejandra, Isidoro, El Pellejo, Brihuega, la fábrica y los jardines atrás quedarán, han quedado ya.
—Todos los que vienen se quedan asombrados con esas dos muchachas. ¡Son tan evocadoras!
No digo nada. Me despido de ellas y salimos de nuevo a los jardines, que están frescos, relucientes por el agua que Alejandra les ha regalado. La niña está sentada en un banco de piedra, a la sombra, leyendo una revista para adolescentes, con Iker Casillas en la portada enseñando abdominales. Cuando nos ve venir, esconde la revista.
—¿Has terminado ya, niña?
—Sí.
—Pues venga. ¿Tienes que estudiar?
—No, hoy no.
—Pero haz algo.
—No, ¿para qué?
—Mira, te presento a un amigo.
—Encantado —digo.
—Hola.
La niña mira mis piernas y mi atuendo, como extrañada, saca la revista y se pone a hojearla. Se me ocurre regalarle la flor del mirto que llevo en el cuello del maillot pero, afortunadamente, desisto pronto de mi idea.
—Adiós —me despido.
Isidoro me acompaña hasta la salida, con lo que recorremos de nuevo los jardines. El sol va cayendo, y los pájaros, pasada la hora de la siesta, entran en ebullición. Miro por última vez hacia atrás, hacia donde están Alejandra, Adeona y Abeona. Por un momento me parece que la imagen de las tres se funde en una sola.
—Bueno, amigo, pues espero que te haya gustado.
—Seguro.
—¿Volverás por aquí?
—¡Seguro!
—Bueno hombre, pues nos vemos. Que se te dé bien el viaje.
Isidoro me aprieta la mano con fuerza y calor, me abre la puerta para que pase la bici y nos despedimos. Los alrededores de la fábrica de paños son un silencio absoluto. El edificio en ruinas, sobrevolado por pájaros negros que manchan caprichosamente el cielo arrugado, toma un cariz legendario.
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Salí de Brihuega por el lado contrario por el que había entrado, por la carretera que baja hasta el Tajuña, para seguir después en dirección Masegoso. Desde abajo, desde la carretera que corre paralela al río, se veía la fábrica de paños, tapada parcialmente por los cipreses del jardín. Sobre la bici me pareció distinguir una figura esbelta y aniñada apoyada en la barandilla del mirador. Era Alejandra, que, cual Abeona, me despedía sin saberlo...