martes, 14 de diciembre de 2010

DEFENSA FORZADA DE LA NAVIDAD

Hagamos un poco de madrileñismo navideño y sacudámonos, en la medida de lo posible, estos desasosiegos que estas fechas nos producen por su multitud de variantes agostadoras y execrables. A fuerza de tópicos, la Navidad es época de paz, amor y familia, tiempo dorado del alma humana en que ofrecer lo mejor de uno mismo en beneficio de los demás, miríadas de luces ciudadanas e interiores que nos ponen en el pedestal de lo mejor de la vida. En el reverso, la Navidad es lo más deleznable del año, tanto por su cursilería intrínseca como por el brutal gasto a que nos obliga, y recalquemos el “nos obliga” porque nadie debe olvidar que existen las pagas extras de Navidad. La Navidad es, además, fuente de dolores para la viuda y el huérfano, para el solitario y el desarraigado, para el pobre muchacho romántico a quien la novia dejó en las vísperas de la Nochebuena. Sí, la Navidad, se quiera lo que se quiera, es una época para pasar en compañía, y esta es su gracia y su tiniebla, su esencia inamovible, su miel y su acíbar.
Todo ello es más o menos real según para cada uno; unos la aman por su cara, digamos, amable; otros la desprecian por esa misma cara amable envuelta en los harapos de la cursilería; otros reconocen sin más agobios ni entusiasmos sus pros y sus contras, son los más objetivos y equilibrados; otros querrían gustarla, pero por diversas desgracias no pueden, y otros, en fin, entre los que se encuentra uno, ven su gracia y su misterio en lo que la Navidad tiene de falso y auténtico.
Podría decirse que contamos nuestra vida no por años ni por veranos ni por cumpleaños, sino por Navidades. No nos damos cuenta de lo rápido que ha pasado el tiempo hasta que llegamos a diciembre. “Qué bárbaro, ya estamos otra vez en Navidad, si parece que fue ayer...” Así es, cada Nochebuena se pone el contador a cero, todo vuelve a empezar, hacemos inventario mental y rápido, muchas veces inconsciente, de lo que hemos sido y han sido los demás en nosotros y podremos sentir pavor o alegría, tranquilidad de conciencia o inquietud, incluso indiferencia, pero lo que es seguro es que nos veremos sacudidos por la incontenible ola de la Navidad, ese pulpo de mil tentáculos protegido y alimentado por todos al que indefectiblemente hay que aguantar durante dos semanas.
El problema es que la Navidad cada vez se alarga más, de forma totalmente innecesaria. A principios de noviembre empiezan a colocar las luces que, aunque apagadas y sólo un montón de cables, son un anuncio siniestro y amenazador, como el silencio que precede siempre a las grandes batallas. El problema de la Navidad es no tanto la Navidad misma, sino sobre todo sus cansinos prolegómenos. La Navidad, por tanto, y en contra de lo que nos quieren hacer ver, es lo contrario del amor, donde los prolegómenos, el momento de la anticipación, es lo mejor de su repertorio.
Pero olvidémonos de todo esto y hagamos una defensa, siquiera forzada, de la Navidad. Madrid está hermoso en Navidad, quizá más hermoso que nunca. Es su momento, sus días gloriosos de juventud brilladora, y a uno le gusta recorrer la ciudad por las zonas menos concurridas para, pasada la hora del desenfreno comprador, pasarse por la Puerta del Sol y la calle de Preciados, donde yacen por el suelo los jirones de la batalla consumista, donde los comercios, esas tiendas de ropa femenina titánicamente sacadas adelante por preciosas dependientas que fuman su cigarrillo comunitario a la puerta, entrecierran su párpado de metal después de una dura jornada. La Navidad, y ello es preciso descubrirlo, es encantadora vista desde fuera, desde la tribuna, sin implicarse lo más mínimo en su estruendosa conversación. Podría pensarse que la Navidad es hermosa fuera de su esencia, de su abyección consumista y familiar, pero sería no decir la verdad. Muy al contrario, hacemos defensa de la Navidad precisamente por esas sus característas más íntimas, porque sin ellas sería imposible extraer su néctar, tan escaso y difícil de encontrar como delicioso, quizá el más delicioso que en todo el año esta ciudad puede ofrecernos.
Si no vemos lo malo, es imposible que veamos lo bueno. Si todo el mundo nos quisiera, si todas nuestras musas satisficieran nuestras veleidades amorosas, el amor mismo dejaría de existir... Defendamos la Navidad, aunque sólo sea para reaccionar en contra de lo que no nos gusta y amemos aún más lo que amamos, sea cual sea nuestra posición con respecto a ella. En cuanto a lo primero, basta con saber que existe y no verlo o, si se quiere ver, basta con desentenderse. En cuanto a lo segundo, es tiempo de agarrarnos aún más a ello como la tabla de salvación en medio del mar; en medio del mar impetuoso de la Navidad.

lunes, 13 de diciembre de 2010

LA CALLE DEL NUNCIO

Hay en Madrid un refugio y la mayoría de la gente no sabe que lo es. Bien mirado, si más gente lo supiera dejaría de ser un refugio y pasaría a ser una sucursal más de lo más abyecto de Madrid, que ahora, en los albores navideños, alcanza su cénit. El refugio tiene forma de almendra y antaño estaba protegido por recias murallas de las que sólo quedan algunos retales tristes y ruinosos, milagrosamente conservados, quién sabe si por intercesión de las administraciones, seguramente por azar. Estas reminiscencias subsisten en la esquina del Senado (cerca de Plaza de España), en la calle Angosta de los Mancebos y en la calle de la Escalinata. Son los restos visibles de la muralla cristiana, que protegía el llamado Madrid de los Austrias, aunque uno prefiere llamarle, sencillamente, el viejo Madrid.
Hay en esa almendra central, en ese refugio, muchos rincones deliciosos que iremos glosando en los sucesivo. Pero a uno, cuando piensa en el viejo Madrid, lo primero que le viene a la cabeza es la calle del Nuncio, en una de esas asociaciones de nuestro cerebro que parecen mágicas pero que esconden poderosas razones que unas veces se pueden descrifar, otras, no.
La calle del Nuncio, tan corta como la mayoría de las de esta zona, corre paralela a la de Segovia y se accede desde ésta a través de la Costanilla de San Pedro. En su primer tramo, la calle del Nuncio más parece una plaza que una calle, pues a su relativa anchura se une el que está presidida por la iglesia de San Pedro el Viejo. El aspecto de plazoleta es, pues, proverbial. Es aquí donde queremos detenernos, en esta calle dormida con aspecto de plaza y que tiene un taller de coches y dos bares, cada cual con su estilo. Uno de ellos se llama Why not, tiene aspecto de portal más que de bar, aunque al revés, porque se accede a la barra por escaleras que, en vez de subir, bajan, y, a pesar de su atractivo, no va nunca nadie. Del otro desconocemos el nombre, pero es mencionable por los mojitos que sirven y porque los domingos por la noche es lugar de reunión de actores de series de televisión, modelos de baja estofa y aspirantes a los más altos rangos de la deleznabilidad casposa envuelta en los harapos del perfume caro. Desde fuera, este bar tiene un aspecto moderno hasta la grosería, con sus amplios ventanales, su fachada morada y, dentro, su luz suave y melancólica, sus banquetas de plástico -de buen plástico- y su barra de pizarra. Abajo hay unas camas en las que uno puede tumbarse y tomarse un champán supuestamente caro en buena compañía, aunque me parece que hay que reservar.
En la calle del Nuncio, con este bar morado y naranja, parece haberse conseguido una cierta conciliación satisfactoria entre el aspecto viejo y casi sagrado de la calle y los brillos de la equívoca juventud y seudojuventud que se apiña en su moderno lustror cada domingo por la noche, a eso de las nueve. Es un lugar para gente guapa y uno, que ha ido varias veces, no ha visto a ningún feo, como no sea él mismo. Tomarse un mojito junto a la barra y ver el exterior, con sus faroles que parecen de gas, los escasos transeúntes que ya no llevan gabardinas grises pero como si las llevaran, los gastados ladrillos de San Pedro el Viejo, el rumor de la Puerta del Sol y la Plaza Mayor que se cierne, amenazador, sobre este refugio seguro, viejo y nuevo.
La calle del Nuncio, que no es la más pintoresca, ni la más histórica, ni la más tranquila, ni la más bulliciosa de este rincón de Madrid tan amado -y, para nuestro pesar, cada vez menos desconocido- es el símbolo de unos siglos heroicos trasladados al presente por magia de tiempo. Ahora, al viejo Madrid se le ha dado en llamar La Latina, en lo que es una lamentable confusión toponímica. Cuando alguien dice que va a salir por La Latina, se refiere a la Cava Baja, plazas del Humilladero, de los Carros y de la Paja y calles del Nuncio y de Segovia. Lo que ha sido de toda la vida el viejo Madrid, o el Madrid de los Austrias. Convendría explicar que La Latina es otra cosa y nada tiene que ver con esto, pero, ¿para qué? La calle del Nuncio, con su resonante nombre, sus piedras cansadas y su bar de famosos, famosillos y mojitos caros es, seguirá siendo, ese refugio imperecedero al que volver siempre que las garras del buen y el mal amor -que vienen a ser lo mismo- y los grilletes de la vida ordinaria intenten aprisionarnos. El que quiera refrescar sus ilusiones después de un día duro de trabajo, el que quiera sentirse un poco fuera del tiempo y del espacio, el que quiera salir a tomar un mojito para entrar en sí mismo, el que busque un poco de bohemia fingida -toda bohemia es, en parte, un fingimiento- con la que aligerar su trascendencia, que se pase por la calle del Nuncio. Allí le darán razón.

domingo, 12 de diciembre de 2010

ESTÉTICA DE LA ABDICACIÓN

"Conformarse es someterse y vencer es conformarse, ser vencido. Por eso toda victoria es una grosería. Los vencedores pierden siempre todas las cualidades de desaliento con el presente que los llevaron a la lucha que les dio la victoria. Quedan satisfechos, y satisfecho sólo puede estarlo aquel que se conforma, el que no tiene mentalidad de vencedor. Sólo vence el que nada consigue nunca. Sólo es fuerte el que siempre se desanima. Lo mejor y más púrpura es abdicar. El imperio supremo es el del Emperador que abdica de la vida normal de los demás hombres, en que la preocupación por la supremacía no pesa como un saco de joyas."
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego.

viernes, 10 de diciembre de 2010

DITIRAMBO DEL FRÍO


En pleno mes de agosto pasado me invadió, después de más de dos meses de calor ininterrumpido, una repentina nostalgia del frío. Y más que del frío en sí, de su paisaje. El paisaje del frío es el paisaje en su pureza, la quietud como consuelo de las más grandes tristezas de los hombres, el color morado del frío como el sueño perfecto de una tórrida noche de verano. Me voy dando cuenta, según pasan los años por mí, o según voy pasando yo por los años, que no podría vivir sin el frío. Me parece que los climas tropicales, de calor todo el año, perjudican la salud, son caldo de cultivo propicio para las enfermedades y, sobre todo, no tienen el encanto de un ocaso invernal, ese ocaso anticipado de las seis de la tarde, que loamos ahora precisamente que los días son más cortos. Con el frío uno lee más, escribe más y diríamos que se espiritualiza más. Ha llegado el frío, este amable frío madrileño, seco como lo quería Nietzsche, para quien los climas húmedos no podían dar ningún genio verdadero. Según él, sólo los climas secos eran hogar adecuado para las mentes despiertas y claras. Ha llegado el seco frío de Madrid, y uno, aunque no sea un genio ni aspire a serlo, está de enhorabuena.
Probablemente están siendo los fríos más disfrutados, en tanto que uno se ha dado cuenta de que el frío es el reposo desde el cual ir tejiendo su red de miradas sobre el mundo. No hay mejor paseo que los invernales ni café más acogedor que los de diciembre. No hay cena más sustanciosa y bien digerida que la que se disfruta resguardado tras la ventana, con los vientos del Norte azotando la ciudad y los árboles pelados. No hay sueño más reparador y recogido que el que se duerme, o se sueña, bajo una manta, como una larva en formación esperando su venida al mundo. No hay amanecer más hosco y, a la vez, más hermoso, que el de ese tono azul polar del frío. Que las noches sean interminables y los días tan breves como un beso en la mejilla de la amada no importa. Bien mirado, y estamos obligados a mirar bien, es casi una bendición. El frío templa los nervios sin aplacar las pasiones, suaviza nuestras ansias y nos predispone al trabajo y al estudio. Así es como luego se disfrutan más los momentos de ocio.
Uno nunca ha visto los Jardines del Príncipe, en Aranjuez, tan hermosos como en el invierno. Uno nunca ha visto Madrid tan madrileño como cuando hace frío. Madrid en verano es una ciudad casi clandestina, desconocida y, por tanto, poco madrileña. El madrileño, el que vive en Madrid, no acaba de asimilar Madrid en verano, por lo que Madrid en verano es una ciudad sin personalidad, huida de sí misma. Por eso uno en verano, en ese agosto madrileño tan amable que casi nadie sabe disfrutar, necesita quedarse en Madrid para olvidarse de Madrid, y regresar después a él -sin haberse movido- con el frío, cuando se le devuelve su personalidad, su gente y su pasión.
Cuando en agosto me invadió esa melancolía glacial, pensaba que metido de lleno y hasta los huesos en el frío renegaría de él y soñaría con el calor, como pasa siempre y con todas las cosas. No está siendo así. No querría uno ahora más de quince grados ni en broma. Sospecha que dormiría mal y su humor se destemplaría. Porque el frío tiene estrecha vinculación con el sueño, con los sueños. La neblina que se levanta en los ríos durante el invierno y que decora como guirnaldas los paisajes castellanos no es más que la efusión de los sueños de los ríos que, como todo el mundo sabe, son metáforas de la vida. El pájaro negruzco que surca solitario los cielos invernizos nos parece un triunfo de la vida sobre la muerte, y la zarabanda de esqueletos de un jardín ciudadano una estampa de la eternidad, digna de ser pintada. Uno, sin saber por qué, prefiere pintar los jardines decadentes y agostados que los verdes y exuberantes. Uno prefiere la gracia de la decadencia a la vacuidad del cúlmen. Uno, en definitiva, se siente más a sí mismo recogido en sus fríos que rodeado de las asfixias, los pólenes y los olores del calor.
El frío como renacimiento de todas las cosas, como escenario ideal desde el que asaltar todos los órdenes de la vida. Un árbol sin hojas, tan crudo en su desnudez, es como un amor platónico, ese amor que nunca tuvimos, que nunca tendremos pero que tenemos la perenne ilusión de tener y al que estamos obligados a no renunciar jamás. El hombre, como ser proyectivo que es, no es nada sin los sueños hechos a la medida de sí mismo, y un árbol sin hojas, el árbol sin hojas del invierno y del frío, no es más que eso: un sueño por poblar.
Imagen de cabecera: Ricardo Baroja, Mañana de invierno (1929)

jueves, 9 de diciembre de 2010

NO ESCRIBIR

Me hallo de nuevo, después de una ausencia de una semana menos un día, sentado frente a mi ordenador en esta cálida y confortable biblioteca, que se está conviertiendo para mí en una Arcadia amable y segura desde donde ir trenzando poco a poco y sin calma el deshilachamiento de mi propia vida. Porque uno, igual que en el gimnasio se despieza diariamente al trabajar uno o dos grupos musculares a lo sumo cada día, se deshilacha en mil ramificaciones cuando se sienta a escribir. No sabe si lo quiere así o así es la única manera que tiene, que sabe, de hacerlo. Sólo sabe que así lo hace.
Parece mentira lo que hacen seis días sin escribir una línea. Uno ha perdido buena parte de la costumbre, del truco, que supone escribir deprisa y de seguido sobre un tema determinado, o simplemente sin tema. Lo único que no quería después de esta ausencia era escribir sobre la propia escritura, pues que hacerlo no es más que una trampa para uno mismo. Escribir sobre lo que se escribe -o sobre lo que no se escribe, como es el caso- no es literatura. En todo caso, dicen que es metaliteratura, pobre consuelo y justificación para los que los que no quieren o no saben escribir sobre la vida o sobre la propia vida y no les queda otra que escribir sobre lo que escriben.
Los días de fiesta pesan mucho, igual que pesan los domingos, y uno no se ha puesto a escribir durante este puente feliz o infelizmente terminado. La trampa, que uno sabía dónde estaba y cómo podía hacerle daño, ha funcionado, y aquí está, escribiendo sobre lo que no ha escrito últimamente. Temas varios bullían en la cabeza, pero ha elegido la no escritura para hoy, quizá porque piensa -o eso, al menos, le gustaría- que no volverá a tener ocasión de escribir sobre ello en algún tiempo. Los otros temas ahí siguen y no se van a mover, y éste que nos ocupa es el de actualidad, el de la actualidad de uno mismo, el que ha sobrevolado su cerebro durante las horas de inactividad. Comprende uno, de nuevo, que escribir es exactamente lo mismo que ir al gimnasio, y que de igual modo que uno no va a ponerse fuerte animando al bíceps para que crezca sin coger una mancuerna, tampoco va a escribir si no escribe. El que lo haga bien o mal, al menos por ahora, es lo de menos.
El viejo de todos los días está ahí, enfrente de mí, leyendo sus libros de Historia que devora quizá porque necesita empezar cada día una nueva cronología, estando la suya -debe de tener más de 80 años- tan próxima a su fin. Empezar todos los días una historia, aunque sea la historiada, quizá nos rejuvenezca, nos reconcilie con esa noción tan lejana y natural que es nacer. Por eso gusta tanto empezar un libro, aunque luego nos decepcione. El hombre lleva siempre puesta una gorra de la Vuelta Ciclista a España y tiene una apariencia de jubilado norteamericano que lava todas las mañanas su Dogde cuadradote en el porche de su vivienda unifamilar, con la atenta mirada del perro viejo y cansado, tan viejo y cansado como él. Es quizá el único personaje que vale la pena de esta biblioteca. En los demás ni reparo, tan vulgares me parecen. Los universitarios entran y salen en una multiplicación un poco absurda de ilusiones y frustraciones juveniles, y la vecina, glosada en estas páginas en alguna ocasión, bebe a morro las mieles del amor junto a su novio. Uno, entonces, no puede hacer nada más que constatar su presencia, y lo hace con cierta tristeza pero también recordando aquella frase de que el mejor recuerdo es el de aquello que no se tuvo nunca. ¿Podría alguien contradecirla?
Que se tome esta entrada como un ex-blog, a la manera del ex-libris de Ramón Gómez de la Serna de su libro El rastro, que era algo así como un libro fuera del libro pero hablando sobre el libro. Que se tome, porque es lo que es, como un desagradable ejercicio de tiro para ir reafinando la máquina de la escritura. Ya lo ha hecho uno alguna que otra vez y no se siente orgulloso de ello. Ni de haber dejado de escribir ni, menos aún, de haber escrito algo para justificar esa dejadez. Simplemente, no hay razones para dejar de escribir. Ni las hay ni, si las hay, quiere uno saberlas. Qué gozo escuchar de nuevo el chisporroteo de las teclas en medio de este silencio de biblioteca, aunque cada vez sean las bibliotecas menos silenciosas. Qué gozo sentir que, felizmente, la cuartilla del día está escrita, aunque le den ganas a uno de tirarla a la basura cibernética.

viernes, 3 de diciembre de 2010

CUANDO NIEVA EN MADRID

Nieva en Madrid, aunque sea un centímetro, aunque ni siquiera cuaje, y parece que se paraliza toda España. Se comprendería que algo así sucediera si nevara en Valencia, por ejemplo, o en Almería. Pero, ¿en Madrid? Ciudad mesetaria, la capital a más altitud de Europa, cumple todos los requisitos -salvo su relativa meridionalidad- para que en invierno nieve varias veces todos los años. Ve uno los informativos cuando nieva en Madrid y se le revuelven las tripas. Le da a uno la sensación, con tanta algazara por la nieve, con tanta alegría falsa del periodista o reportero, que en verdad se está perdiendo algo. No sabe si le dan ganas de salir corriendo a la calle y revolcarse en la blanda blancura o quedarse en casa al calor del brasero, en caso de que lo tuviera. El mensaje transmitido es equívoco y desasosegante. Toda esa información televisiva por la nieve que viene, que cae o que se fue le llena a uno de una desazón difícil de definir. Toda insistencia mediática en temas comunes -y ningún tema es más común que el tiempo- tiene un mensaje subyacente: seguro que su vida, espectador, no es lo suficientemente rica e interesante como para disfrutar de la nieve, o, si lo es, no va a poder disfrutar de su vida tan rica e interesante porque va a nevar. Odia uno los días de nieve en Madrid no por la nieve, ni por las incomodidades que supone. Los odia por lo que de ellos hace la televisión. Nos dicen hasta lo que nos debe resultar incómodo. Si no fuera por eso, estaría uno por asegurar que amaría los días con nieve, calor extremo e incluso vientos huracandos. Pero lo ve repetido una y otra vez por la televisión, con todo lujo de detalles, y se le cae el alma al suelo. Se le cae, o eso le parece, su vida al suelo. Derecho a estar desinformado. Qué bendición la desinformación, qué dura cruz de martirio es la actualidad. En época de nieve espera uno como agua de mayo las novedades políticas más que en ningún otro momento. No las sociales o deportivas, pues que son otra forma de insistir en temas comunes. La política, por el contrario, como creación artificial del hombre, nos conforta con nosotros mismos, con nuestra propia naturaleza. Sobre todo en estos casos es calmante y, paradoja, nos aleja de la estupidez. Porque el que los informativos hablen de la nieve durante horas y horas es tan estúpido como alagar los oídos de una modelo alabando sus virtudes corporales. Nos han quitado el placer de disfrutar de la nieve, de lo que caiga. Lo que debería ser disfrutado sin nombrarlo, es mentado hasta la saciedad por todos esos deleznables juntaletras. El tiempo, el tiempo, el tiempo, la nieve, la nieve, la nieve. Ya se sabe que el que habla de tiempo es que no tiene más que decir. Se puede ponderar un día hermoso, hacer lirismo de un campo nevado, retener en la retina, en la fotografía o en la pintura una estampa otoñal. Pero en silencio, todo eso no es más que silencio. No publicitemos lo que ya es de todos, lo que ya podemos ver con sólo mirar por la ventana, lo que debe ser sentido -en caso de que se sienta- en el complejo pabellón de nuestro interior.
En fin. ¿A qué viene todo esto? Ah sí, que uno no tiene hoy a nadie con quien pasear entre la nieve. Es que no hay nieve.

jueves, 2 de diciembre de 2010

ADEONA Y ABEONA

Un amigo me comentó hace poco que un blog no es otra cosa que un diario, lo que me dejó no poco pensativo. Lo primero que habría que hacer, empero, sería delimitar lo que es un diario, empresa que no es tan fácil como parece a simple vista. Hay muchos más tipos de diarios de lo que uno piensa cuando aún no se ha adentrado en tan rico y complejo mundo. A uno el diario le parece la atomización máxima —exceptuando los aforismos— de la forma literaria. Uno cree que todo escritor debe llevar un diario, siquiera sea inconstante, circunstancial e irrelevante. Sin embargo, no todos los diarios son literarios ni, por supuesto, interesantes, aunque sí todos dejan en algún momento algún trozo de vida, de hombre, de literatura. Yo no sé si este blog es un diario, que no lo creo; no es, desde luego, un diario al uso. “¿Por qué no escribe usted su memorias, maestro?”, le preguntaron a Juan Marsé. “Porque mis memorias están ya escritas en mis novelas”, respondió el escritor catalán. Temo que esté dejando mi biografía, mi memoria, en este blog. Sebastian Melmoth no es otro —aunque es mucho más— que el que se escribe en este espacio. Lo cual no deja de ser una presunción, porque, ¿qué le puede importar a nadie las aventuras y desventuras de un joven que ni llega a la treintena y que se deja todos los días un trozo de su tiempo escribiendo aquí? ¡A nadie!, desde luego. ¿Y por qué lo hace uno?, se pregunta. Si lo supiera, se acabaría la literatura. La literatura como el más grande sinsentido de la existencia. La literatura como el más grande absurdo en que se puede incurrir. Dejarse las fuerzas en algo totalmente inútil e intrascendente. Nada en el orbe cambiaría si uno dejara de publicar entradas, quizá nada sustancial cambiara en sí mismo. Pero lo hace.
¿Es un diario este blog? Querría serlo, desde luego. Uno está tentado de escribir sobre su día a día, sobre las gentes que se cruza —si es que se cruza a alguien—, sobre las mañanas que pasa, sobre la moza que le ha mirado, sobre cómo le ha ido en el trabajo o sobre cómo ha jugado su partido del domingo. Pero luego llega a la conclusión de que todo eso no interesa, ni siquiera le interesa realmente a quien lo escribe, pues sabe que a nadie va a interesar. Sin ese intercambio tácito entre escritor y lector no hay nada que hacer. Escribir sobre lo que se ama, sobre lo que se siente. “Lo que se sabe sentir se sabe decir”, oí decir a Trapiello en una conferencia en la Juan March. La clave de un diario está en la vida de quien lo escribe y en el tono con que lo escribe. Hay que saber elegir, no escribir cualquier cosa y ahorrarse lo que no es interesante. Sospecha uno entonces que pocas cosas salvables quedarían. Y así es. Por eso no escribe uno más, pese a que le gustaría.
Va aprendiendo uno que, como dijo Wiesenthal, hay cosas muy divertidas de vivir pero muy aburridas de contar. Y así es. Uno no puede evitar el preguntarse cada vez que se pone manos a la pluma si lo que va a escribir merecerá la pena de ser leído por nadie. Luego, para su asombro, descubre que lo que escribe gusta a alguien, y sigue. ¿Cómo no iba a hacerlo? Pero sabe también que, si no le gustara a nadie, si estos textos vagasen por el ciberespacio sin unos ojos que los miraran, sin un cerebro que se detuviera en ellos unos minutos y procesaran sus palabras, seguiría escribiendo igual. Uno ya no se preocupa de publicitar lo que escribe, y menos lo que escribe aquí. ¿Y por qué no pones tu verdadero nombre?, le han preguntado a uno últimamente. Quizá sea pudor, quizá sea inseguridad, quizá se trate de un punto de dandismo. El misterio, el pseudónimo, es dandismo en estado puro. Ser misterioso como regla impepinable. A uno se lo han dicho, o se lo han insinuado, muchas veces: “Pese a todo lo sincero que quieras ser, y aunque sé que me estás diciendo la verdad, siempre queda la sensación de que ocultas algo, y cuanto más expansivo eres, más sé que me estás ocultando”. Quizá sea verdad.
Quisiera uno profundizar un poco sobre este blog y sobre la forma de creación literaria de un diario, pero no lo va a hacer. Excedería de los límites —ya los está excediendo— de esta entrada de la entrada. Intentemos hacer del blog un diario, aunque sea anacrónico, aunque no lo lea nadie, exceptuando dos o tres personas. Uno no sabe ya si lo que escribe lo hace con esas dos o tres personas en mente. Se empieza intentando escribir para uno mismo, luego para todo el mundo y se acaba escribiendo para los dos o tres que sabemos que nos leen. Qué triste destino, qué decadencia, qué largo quejido de la luz primordial literaria.
Mi intención era contar un encuentro que tuve durante mi visita a la Alcarria, del 27 al 29 de abril de 2010. Acaeció en los jardines de de la antigua fábrica de paños, en Brihuega, el día 27, tras 50 kilómetros en las piernas a lomos de mi bicicleta, viniendo desde Guadalajara. Lo que a continuación viene es la transcripción íntegra de las notas tomadas en una habitación del hostal Las secuoyas, en Cifuentes, la madrugada del 27 al 28. Lo escribí a vuelapluma en una libretita después de haber cenado y agotado por el esfuerzo físico del día, por lo que se me perdonará el descuido en el estilo.

***

La llegada a Brihuega fue bastante cómoda, después de las dificultades de la mañana. Entré en el pueblo viniendo desde Torija por una carretera ancha, llana y con escaso tráfico. Afortunadamente no pegaba viento y pude mantener una buena velocidad media. A pesar de ello, llegué cansado y hambriento.
Desde aquella parte, que es como una meseta exenta de arbolado y arbustos, aunque muy verde en esta época, se llega a Brihuega bajando una cuesta de unos tres kilómetros que hace varias revueltas. La vista desde arriba, con el pueblo encajonado en un pequeño valle, era magnífica. El casco urbano, apiñado y de un color ceniciento, contrastaba con la verdura de los alrededores. La vieja fábrica de paños, que como dice Cela parecía una plaza de toros, se destacaba en un altozano, atalayando el pueblo y, al otro lado, el valle del Tajuña, que desde el altozano estaba escondida detrás de la loma sobre la que se asienta la fábrica.
Terminada la frenética bajada llegué a la Puerta de la Cadena, por donde se accede al caso antiguo. Pasé de largo y me propuse buscar un sitio donde comer. Era ya tarde, más de las tres y media, y sabía que no podrían darme más que algún bocadillo. Recordé el bar donde había comido el año pasado y allí me dirigí. Efectivamente, la cocina había cerrado y sólo pudieron ofrecerme un par de bocadillos de atún y jamón y una coca-cola, más los dátiles que traía de casa.
Comí todo en la terraza, a la sombra de un plátano de sombra, reconfortado por el alimento, que recargó mis cansados músculos. Unos niños que jugaban en un parque cercano me miraban como a un extraterrestre, ataviado con mi equipamiento ciclista. Me bastó con echarles un par de miradas fieras para que huyeran y se olvidaran de mí.
Con el estómago lleno y el sopor de las cuatro de la tarde pesando sobre el ambiente, fui a la fábrica de paños, por ver si se podían visitar los jardines. La puerta estaba cerrada, con un cartel que ponía: “Atención: edificio en ruinas”, y otro: “Visitas 2 euros. Sólo sábados. Jardín privado. Reservado derecho de admisión”. A marcharme iba, contrariado, cuando una voz resuena en el interior. Alguien abre la puerta desde dentro y saca una cabeza vieja y bronceada por el sol.
—Oiga —dice—. ¿Quiere ver los jardines?
—Hoy no es sábado.
—Es igual. Entre, que me aburro.
El hombre, que sin duda es muy sincero, abre la puerta del todo y me mira de arriba abajo.
—¡Buenas piernas!
—Gracias. Pero no tanto, están cansadas.
—¿De dónde vienes?
—De Madrid.
—¿Y desde Madrid te has venido en bicicleta?
—¡No, hombre! Desde Guadalajara. Fui desde Madrid a Guadalajara en tren.
—¡Entonces no es tanto, muchacho!
—No, no es tanto. Sólo un paseíto.
—Deja la bici en esta salita y acompáñame.
Prefiero ver los jardines solo, pero el hombre está decidido a acompañarme. Sospecho que si le hubiera dicho que no hacía falta, no me habría dejado verlos. La visita tiene como único peaje —no me ha cobrado los dos euros— el acompañamiento, así que como de otra manera no iba a poder ver nada, y en realidad me apetecía conocer los jardines, me doy por resignado y satisfecho.
El hombre me lleva por unos pasillos abandonados y sucios hasta que damos con una puerta de madera carcomida. Me fijo un poco más en él. Tiene la frente arrugada, los ojos pequeños y curiosos y como una sonrisa permanente adosada a su calcinado rostro. De los labios resecos cuelga un palillo que no se cae cuando habla y que parece pegado con argamasa. De vez en cuando me mira de arriba a abajo y me sonríe.
—Vas al gimnasio, ¿eh?
—Sí, de vez en cuando.
Según me cuenta, la fábrica de paños, que era Real, gozó de cierto prestigio dos siglos atrás, pero igual que pasa con todo lo que está relacionado con la Monarquía, era “inviable”, “caduco” y “condenado al fracaso”. Cuando me dice estas palabras, me mira como queriendo que se las ratifique. Busco dentro de mi corazón la parte republicana y asiento con una sonrisa. Aprovecho la coyuntura para preguntarle su nombre.
—Isidoro El pellejo, me llaman.
—Sebastian. Tanto gusto. ¿Y lo de El pellejo?
—De pequeño, que estaba muy gordo. Y ahora, ¡ya ves!
No veo muy clara la relación entre apodarse Pellejo y estar gordo, pero me callo.
—Mira los rododendros, qué bonitos. Ya han florecido.
En efecto, el jardín de la fábrica es un jardín precioso, de estilo versallesco, romántico y recoleto. Por entre los cipreses, las madreselvas, los setos de boj, los mirtos, los parterres, las farolas y los cenadores corren unos caminitos de tierra muy tentadores de ser andados. Pareciera como si los pies, de normal perezosos, se vieran impelidos por la magia del lugar para ponerse en movimiento. Al fondo, regando unas rosas de Jericó, hay una muchacha, de unos quince años, el cuello estilizado, el rostro aúreo, los ojos atlánticos y la tez bronceada, como su abuelo.
—Es mi nieta, ¿a que es guapa?
Uno no sabe qué decir a estas cosas, pues a veces le parece una trampa, y más tratándose de una adolescente. Pero no puede negar la evidencia.
—Sí que lo es, sí.
La muchacha va en pantalones cortos, muy ceñidos, pues hace un calor veraniego. Lleva una camiseta de tirantes y el pelo recogido en una coleta. Me mira unos instantes, frunciendo el ceño ante la luz del sol, y sigue regando. Cuando se agacha para recoger una porquería que había en el suelo, procuro mirar para otro lado.
—¿Y esto? Es muy bonito.
—Es la flor del mirto. ¿Quieres una?
—Bueno.
Me pongo la flor del mirto, blanca y majestuosa, como una corona de reina, en el cuello del maillot y sigo andando, orgulloso, adornado y como con unas vibraciones tamborileándome en la cabeza. Son las vibraciones del sosiego, de la naturaleza, del amor adolescente...
—¿En qué piensas?
—En nada, en nada.
Una alondra vuela desde un alto ciprés a la rama de un almendro, que está florecido. Un mirlo silba escondido entre el follaje. El sol, este sol primaveral que parece de estío, cae a plomo sobre nuestras cabezas, como una risa jocunda. Una mariposa blanca revolea contenta a nuestro alrededor, mientras el agua de la manguera que sujeta la nieta de Isidoro, El Pellejo, arrulla a nuestra espalda.
—Mi nieta se llama Alejandra.
—Ah.
—Es mi orgullo.
—Normal.
—¿Sabes cuántos perros tengo?
—¿Cuántos?
—Cuarenta y tres.
—¡Dios!
—¿Quieres verlos?
—Bueno, sí, pero hoy no creo que tenga tiempo, la próxima vez.
Isidoro me lleva hasta el otro extremo del jardín y me hace entrar por una puerta. Estamos en una sala grande, limpia y bien cuidada, a diferencia del resto del edificio, que está en ruinas.
—Aquí tengo yo mis cosas para cuidar los jardines.
Unos aperos yacen en una esquina. Son aperos antiguos, pero se ve que de buena calidad, y que todavía deben de servir bien para su función. Recorremos un pasillo y llegamos a otra sala, vacía y algo más grande que la anterior. En las paredes hay algunos tapices que, a simple vista, no parecen tener mucho valor, pero que Isidoro enseña como su gran tesoro.
—Datan —e Isidoro engola la voz al decir esto— del reinado de Carlos III, cuando se inauguró la Real Fábrica. Es lo único que queda de entonces. Patrimonio ha hecho bien en dejarlos aquí y cuidarlos. ¡Algo bueno que hacen! ¿A que son bonitos?
—Sí que lo son.
Los tapices están algo gastados, como es normal por su antigüedad. Sin embargo, se distinguen algunas escenas mitológicas. En uno, una dama entrada en carnes y ondeando un pañuelo rojo apoya la espalda sobre un toro blanco mientras dos ángeles rubios y rollizos, arcos y flechas en mano, vuelan sobre un cielo velazqueño.
—Es El rapto de Europa, ¿lo conoces?
Hago un esfuerzo para decir que no. No me apetece escuchar la fábula del rapto de Europa, pero comprendo que es inevitable. Isidoro me explica que Europa era una princesa fenicia y Zeus la raptó en forma de toro blanco, llevándosela desde las orillas de lo que hoy es el Líbano hasta la isla de Creta, en la que engendró a Minos, Sarpdedón y Radamantis.
—¡Interesante!
Isidoro dibuja una pequeña sonrisa e inspira fuerte, ensanchando la caja torácica. Se nota que le encanta contar la fábula a los visitantes. Mientras Isidoro se está recreando en su relato recién terminado, miro por una de las ventas de la sala, hacia el jardín. Alejandra sigue regando los setos de boj y de mirto, ajena a mi mirada. Mueve rítmicamente una pierna, y su piel y su pelo relumbran bajo los rayos del sol. Me quedo ensimismado, absorto en la imagen, mitológica o no, de una asolescente cuidando las plantas de un jardín versallesco...
Seguimos mirando tapices, que huelen a armario cerrado. Me quedo parado ante uno de ellos, que ha llamado mi atención.
—Y estas dos lindas mozas, ¿quiénes son Isidoro?
—Son Adeona y Abeona, la diosa del llegar y la diosa del irse.
—¿Cómo? ¿Llegar e irse tenían dioses?
—Sí, señor. A mí me parecen de los más importantes que hay.
—Perdone, pero me sorprende que existieran estas deidades. Por algo será. Me parece que estos antiguos sabían mucho más que nosotros.
Isidoro asiente con una vaga sonrisa.
—Fueron los romanos... —dice.
Me quedo contemplando las figuras de Adeona y Abeona, dos lindas muchachas que, bien mirado, tienen un gran parecido con Alejandra. Isidoro permanece a mi espalda, respetando mi silencio, mi pequeño momento de intimidad, que llega, como llegan siempre los momentos íntimos, de improviso y sin haberlos preparado. Adeona y Abeona se miran con cierto deje de tristeza, con esa fatalidad de la felicidad pasajera, con esa pena de no poder retener lo que tanto se ama y se escapa de entre los dedos como un pez escurridizo. Se miran con el destello de lo eterno porque fue fugaz, con la perdurabilidad inestable del instante parado. Siento que un nudo se me forma en la garganta, y que dentro de no mucho tengo que abandonar Brihuega si no quiero llegar a Cifuentes anochecido. Aún quedan más de 30 kilómetros por delante y Adeona, Abeona, Alejandra, Isidoro, El Pellejo, Brihuega, la fábrica y los jardines atrás quedarán, han quedado ya.
—Todos los que vienen se quedan asombrados con esas dos muchachas. ¡Son tan evocadoras!
No digo nada. Me despido de ellas y salimos de nuevo a los jardines, que están frescos, relucientes por el agua que Alejandra les ha regalado. La niña está sentada en un banco de piedra, a la sombra, leyendo una revista para adolescentes, con Iker Casillas en la portada enseñando abdominales. Cuando nos ve venir, esconde la revista.
—¿Has terminado ya, niña?
—Sí.
—Pues venga. ¿Tienes que estudiar?
—No, hoy no.
—Pero haz algo.
—No, ¿para qué?
—Mira, te presento a un amigo.
—Encantado —digo.
—Hola.
La niña mira mis piernas y mi atuendo, como extrañada, saca la revista y se pone a hojearla. Se me ocurre regalarle la flor del mirto que llevo en el cuello del maillot pero, afortunadamente, desisto pronto de mi idea.
—Adiós —me despido.
Isidoro me acompaña hasta la salida, con lo que recorremos de nuevo los jardines. El sol va cayendo, y los pájaros, pasada la hora de la siesta, entran en ebullición. Miro por última vez hacia atrás, hacia donde están Alejandra, Adeona y Abeona. Por un momento me parece que la imagen de las tres se funde en una sola.
—Bueno, amigo, pues espero que te haya gustado.
—Seguro.
—¿Volverás por aquí?
—¡Seguro!
—Bueno hombre, pues nos vemos. Que se te dé bien el viaje.
Isidoro me aprieta la mano con fuerza y calor, me abre la puerta para que pase la bici y nos despedimos. Los alrededores de la fábrica de paños son un silencio absoluto. El edificio en ruinas, sobrevolado por pájaros negros que manchan caprichosamente el cielo arrugado, toma un cariz legendario.
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Salí de Brihuega por el lado contrario por el que había entrado, por la carretera que baja hasta el Tajuña, para seguir después en dirección Masegoso. Desde abajo, desde la carretera que corre paralela al río, se veía la fábrica de paños, tapada parcialmente por los cipreses del jardín. Sobre la bici me pareció distinguir una figura esbelta y aniñada apoyada en la barandilla del mirador. Era Alejandra, que, cual Abeona, me despedía sin saberlo...