-Parece mentira que a tu edad sigas poniéndote así con esa tontería.
Gastón, con la mirada fija en la pantalla, no hacía caso a Romi. Parecía perdido en pensamientos que iban mucho más allá del partido más importante que habia visto el mundo en décadas. La mujer pasaba una y otra vez delante de la televisión. Cargaba cestas de calcetines y montañas de ropa.
-¿Esto para lavar?- dijo, mostrando una chaqueta arrugada.
Gastón asintió con la cabeza. Y después rectificó:
-No, no. Echas a lavar lo que no es necesario y en cambio hay prendas que pueden estar meses oliendo a tabaco. Por no hablar de las que desaparecen.
-Pero esta huele a tabaco.
-Pero no quiero lavarla. La necesito. Aparta un poco, por favor.
En realidad Gastón no la necesitaba, pero sentía la obligación de llevar la contraria a Romi. Ella miró a la tele, suspiró y regresó al dormitorio, rezongando. Regresó sin la prenda y dulcificó el semblante.
-¿Cómo van?- dijo, mirando la televisión.
-Cero cero.
-¿Y cuánto queda?
-Media hora.
-¿Y si terminan así?
-Pues si terminan así van a la prórroga.
-¿Y si terminan así la prórroga?
Gastón no respondió. Sabía que Romi hacía estas preguntas, cuyas respuestas conocía de sobra, para entablar una conversación, para hacer esa casa algo más acogedora. Algo que pudiera calificarse de hogar. A Gastón este prurito integrador, practicado en aquel momento, le molestaba.
Romi, ante la falta de respuesta, se retiró. Desde la cocina, escuchaba a su esposo dirigiendo el juego de su equipo, quejándose ante cada error de uno de sus jugadores, alentando una jugada prometedora. Había expresiones que le parecían especialmente irritantes. De vez en cuando un insulto explotaba, y entonces a la mujer le subía un sofoco a la cara.
-Maldito hijo de la gran puta. Ojalá un día te mueras- se decía.
Para relajarse se puso a cortar verduras para la cena. Al lado tenía papel de cocina para secarse las lágrimas provocadas por los componentes azufrados de la cebolla. Cortaba maquinalmente y con gran precisión. El cuchillo, recién afilado aquella misma tarde, hundía sin esfuerzo su filo en la pulpa olorosa y blanca, formando media lunas perfectas que se desmoronaban al instante sobre la tabla.
Ojalá un día te mueras -se repetía, mientras se absorbía las lágrimas. Le gustaba cortar verdura, le gustaba cocinar, aunque fuera para Gastón.
De repente un ¡uy! atronador resonó en toda la casa. El jugador que había fallado la ocasión, al parecer muy clara, fue objeto de insultos intraducibles. El sobresalto había hecho a Romi fallar el corte y en pocos segundos la sangre había encharcado la encimera. Intentó chuparse la herida, pero aquello era como beberse un zumo de su propia sustancia. Le dio tanto asco que escupió en el fregadero. El suelo se llenó de gotas casi coaguladas que describían la trayectoria del brazo por el espacio. Al fin cogió un trozo de papel y presionó la herida.
-¡Romi! Una cerveza- la voz de Gastón, detrás de la puerta, le parecía a Romi más odiosa aún.
-No puedo, tendrás que venir tú a por ella. Además, creo que no hay.
Gastón no dijo nada. Si algo sabía Romi era que el silencio solía ser en aquella casa aún más inquietante que las discusiones.
-¡Romi! ¡Una cerveza! ¡Joder!
Romi entreabrió la puerta del salón y sacó la cabeza y la mano ensangrentada. Quería que Gastón la viera. «¿Por qué no la coges tú? ¿Es que no tienes dos patitas para moverte?», dijo. «Además, ya te he dicho que creo no hay. Tendrás que bajar tú a por ella». Él dirigió una mirada breve al dedo puesto sobre la herida. Se le pasó por la cabeza preguntarle qué le había ocurrido, si quería que la ayudara, pero deshechó la idea al instante. En su lugar negó con la cabeza y volvió a mirar la televisión.
-Tendrás que echarte agua oxigenada- dijo.
Romi dio un portazo y regresó a la cocina. Dejó de presionar la herida para comprobar si la hemorragia se detenía, pero un borbotón de sangre burbujeante casi le alcanza la cara. Se fijó en su propia sangre y le pareció que era demasiado espesa y oscura. ¿Sería así la sangre del resto de la gente?
-¡¡¡Gooooooooool!!! ¡¡¡Gooooooooooool!!! ¡Te quiero Colibrí! ¡¡Te amoooooo!!
Le apodaban Colibrí porque, cuando saltaba, se quedaba colgado en el aire. El remate de cabeza había sido magífico. Romi se alegró un momento. Sabía que las buenas noticias para el equipo de Gastón eran buenas noticias para ella. Gastón estaba entonces de mejor humor, hasta el punto de que el hecho de que el equipo ganara el título o no podía suponer unas vacaciones de ensueño o de pesadilla. Con este partido las consecuencias sin duda se verían exageradas; era la final del título más importante entre los dos clubes de rivalidad más enconada. De la misma ciudad, para más inri. Era un partido inédito cuyas consecuencias trascenderían los años, las décadas, los milenios.
Romi fue al salón y encontró a Gastón saltando y dando vueltas sobre sí mismo.
-¿Quién marcó?- dijo ella.
-¡Colibrí! ¡¡Colibríiiii!!
Gastón agarró la cabeza de Romi por la nuca y la besó en la boca. Pero la alegría se enfrió de súbito cuando el comentarista anunció que el gol había sido anulado por fuera de juego. Romi se apresuró a regresar a la cocina, todavía con la herida derramando sangre. Pocos segundos después se escuchó un racimo de golpes. Seguramente una silla había volado por los aires.
Faltaban quince minutos para que terminara el partido. La tensión en todo el país era insoportable. Las calles estaban vacías. Por mucho que Romi no lo entendiera, aquel evento era importante de verdad. No importaba que el fútbol fuese un juego estúpido. Cuántas estupideces son importantes en la sociedad de hoy en día, se decía. Nada es estúpido si la comunidad en su conjunto lo valora. Nada es estúpido si la mayoría se ponen de acuerdo en que no lo es. Pensó en el dinero. ¿No es acaso el dinero una ficción? Si de un día para otro todos concordaran que el dinero no vale nada, todos los ahorros de Romi podrían ir a la basura tranquilamente. Pensó en los billetes que tenía escondido en un lugar secreto, y que a menudo consideraba como su única tabla de salvación, la única manera de iniciar una nueva vida lejos de aquella casa, lejos de aquel hombre.
-¡Me cago en tu puta madre, bastardo cabrón!
Oyó el tintineo del fajo de llaves. Ese sonido solía suponer para Romi un alivio. Significaba que Gastón salía. «¿Adónde irá ahora este hombre?», se preguntó.
-Me voy, ¡no aguanto más!
-¿Adónde vas ahora? ¿Te vas a perder lo que queda del partido?
-Sí, me lo voy a perder, no lo soporto. No aguanto la tensión. ¿Bajarás a por cerveza?
Romi asintió tímidamente. Gastón cerró de un portazo y fue a tomar el ascensor.
Lo hacía habitualmente de chico, cuando la tensión por el resultado le desbordaba. Calculaba lo que quedaba de partido, tomaba el montacargas y subía y bajaba una y otra vez hasta que el tiempo calculado hubiera pasado. Allí dentro no se escuchaba nada, no tenía manera de enterarse. Entonces volvía a casa y se enteraba del resultado. Pensaba que así sufría menos, pero la realidad era la contraria. Aquel rato allí metido se hacía eterno. Procuraba pensar en otras cosas, convencerse incluso de que el partido no le importaba un ardite. Pero jamás lograba engañarse. Y cuanto más intentaba pensar en otros asuntos, cuanto más intentaba convencerse de que no le importaba, más se le venía a la mente una celebración o una catástrofe, y más la disfrutaba o sufría con la imaginación.
El ascensor tardó en llegar. Vivía en un último piso. Por un momento pensó en ir al colmado y comprar cerveza, para hacer tiempo. Pero enseguida desechó la idea. Por el camino se encontraría con la televisión de algún bar, escucharía algún grito, algún ¡uy!, o lo que era peor, algún ¡goooool!
Bajó hasta el piso bajo. Sin abrir la puerta -¿para qué?-, pulsó el botón del 15º y empezó a subir. Cerró los ojos. Se tranquilizó unos instantes, allí dentro no se escuchaba nada, estaba a salvo. Solamente el agradable arrullo de la maquinaria. Era como un búnker, el refugio de los cobardes, los paranoicos, los egoístas y los locos.
Pero no era un búnker. En realidad, cualquiera podría tomar el ascensor en cualquier momento. Era un ascensor con memoria que recogía, como un autobús, los pasajeros que bajaban, pero no los que subían. No habría problema, pensó. Saludaría, hablaría del tiempo con su compañero de viaje, cuando llegaran abajo se excusaría con que se había dejado algo en casa, y a seguir subiendo y bajando. Con los nervios, se había olvidado de dejar la bufanda de su equipo.
Pasaron cinco minutos. En el séptimo, recogió a una vecina. Una vecina con la que jamás había cruzado más que las palabras protocolarias, qué tal todo, ay qué ver cómo está el clima, ¿la familia todo bien? Llegaron al bajo y la mujer salió. Le sujetó la puerta a Gastón.
-Me quedo, olvidé la cartera- dijo Gastón, enarcando las cejas y sonriendo de esa manera estúpida cuando quería ser agradable.
Y se despidieron.
Subió y bajó un par de veces más y en el noveno recogió a otro vecino. «Vaya, parece que está concurrido hoy esto», pensó, irritado. Era Obdulia, la reciente viuda de Teodoro, una mujer excelente que jamás había dicho una palabra más alta que la otra. Y sin embargo Gastón la odiaba.
Repitió la misma conversación y la misma excusa con Obdulia, y se despidieron.
-Esto empieza a ser ridículo- se dijo Gastón en voz alta.
Pasaron cinco minutos más. El partido estaría a punto de terminar, pero era mejor pecar por exceso que por defecto. Además, había que contar con el tiempo añadido, por no hablar de la posibilidad de una prórroga y, Dios no lo quisera, una tanda de penaltis.
En el siguiente viaje recogió a otro viajero. Gastón empezaba a irritarse de veras. Sudaba, y se desabotonó los dos primeros botones de la camisa. Se subió un tipo que jamás había visto. No vivía en el edificio. Llevaba la bufanda del equipo rival. Ambos miraron la bufanda del otro y ambos pensaron en lo que el otro estaría pensando.
-Buenas noches.
-Buenas noches.
La temperatura subía por momentos, o eso al menos le parecía a Gastón. Notaba cómo el sudor le picaba en el bigote afeitado por la mañana. Miró de reojo la bufanda de su compañero y se dio cuenta de que éste hacía lo mismo. Gastón sonrió. Siempre sonreía cuando la compañía de alguien le desagradaba.
-Está bonito el partidito, eh- dijo.
-Sí. Demasiado bonito- respondió el otro.
-A mí no es que me importe mucho esto del fútbol, ¿sabes? -dijo Gastón, y al punto se le subió una llama de vergüenza a la cara, mientras se miraba su propia bufanda. «Pensará que soy un idiota», se dijo. «Pero a mí qué me importa lo que piense este gilipollas. A ver si llegamos al bajo y nos despedimos. ¿Cómo irán?», y miró el reloj.
El otro encogió los hombros, como diciendo, esto del fútbol es una tontería, tiene usted razón. Era corpulento, rubio y llevaba camisa de cuadros metida por dentro de unos vaqueros muy apretados. Entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Reloj de imitación, muy aparatoso. Barba de tres días y aliento a ensalada fermentada.
El ascensor estaba entre el cuarto y el tercero cuando sintieron una sacudida. Los neones del ascensor parpadearon y se apagaron. El ascensor se había detenido. Gastón apretó indiscriminadamente todos los botones y por último el de la alarma. Enseguida se encendió la luz de servicio. Era una luz tenue pero suficiente para ver la cara de su compañero.
-Pues aquí estamos- dijo Gastón, de nuevo con el enarcamiento de cejas y la sonrisa.
-Sí, eso parece- respondió el otro.
-Hay que joderse, en pleno siglo XXI, que sigan pasando estas cosas.
-Bah.
Gastón agitó la cabina.
-Qué hace, qué hace. ¿Quiere que nos matemos?- dijo el otro.
Gastón no dijo nada. Apretó de nuevo el botón de la alarma. Comprendió que lo único que podía hacer era esperar a que vinieran a rescatarlos. Pero el tipo le parecía extremadamente antipático. Estaba de peor humor aún que en casa con Romi, viendo el partido. La luz de servicio, de un blanco crudo, parpadeaba de vez en cuando, y le daba a la escena una textura de película en blanco y negro.
El tiempo reglamentario estaría a punto de terminar, si es que no lo había hecho ya. El otro miró su reloj de imitación e hizo un comentario al respecto.
-Apuesto a que habéis ganado- dijo Gastón-. Con vosotros no se puede, siempre tenéis un ángel de la guarda, no sé si me explico.
El otro emitió una carcajada sardónica.
-Habló un inocente- dijo.
-¿A qué te refieres? Sabéis perfectamente que contáis con el apoyo de todo un colectivo arbitral y, si éste falla, de todo un gobierno. Tenéis las vitrinas llenas, pero no habéis ganado nada por méritos propios.
Al otro le molestaba especialmente ese tipo de comentarios. Los escuchaba cada día. Los tomaba como un ataque personal.
-A vosotros lo que os pasa es que sois unos acomplejados -dijo-. Siempre segundones. Pero de buen rollo lo digo, eh. Se trata de un dato, no es una opinión. Al fin y al cabo es sólo fútbol, es imposible tomárselo en serio.
-Tiene usted razón- respondió Gastón. Pero volvió a la carga: lo que pasa es que ya cansa, sentirse siempre engañado, ¿no le parece? Parece usted buena persona, no entiendo cómo puede ser del equipo que es.
El otro miró la bufanda de Gastón. Después le miró a los ojos. Era la primera vez que lo hacían. La mirada duró varios segundos, en los que se coagularon todas las tensiones de más de cien años de rivalidad, de dos formas de comprender el deporte, la sociedad y, más generalmente, dos formas de comprender la vida.
-Psché, vamos a dejarlo -dijo el otro.
-No hombre, no, di lo que tengas que decir. No te cortes.
-No, no, hazme caso, es mejor que me calle.
-Fascista y encima cobarde- dijo Gastón.
El otro, que estaba mirando al techo, volvió rápidamente la cabeza hacia Gastón. Trazó una sonrisa despreciativa, negó con la cabeza y volvió a mirar al techo. Cerró los ojos y suspiró. Pareció tranquilizarse, pero de repente explotó.
-Como no me saquen de aquí hago alguna locura. ¡Alguna locura hago! -dijo, golpeando la puerta automática con los dos puños. La luz parpadeó y la cabina se agitó hasta el punto de chocar con las paredes del hueco. Gastón se sujetó a la esquina y, en menos de un segundo, tuvo la cara del tipo a medio palmo de su nariz. Tenía los globos oculares surcados por venitas color escarlata que semejaban la red hidrográfica en los mapas mudos del colegio. Sintió una opresión en la garganta y como si el esófago fuera a salírsele por la boca, o por la nariz, o por cualquier orificio de su cuerpo.
-¡Hijo de la gran puta! ¡Hijo de la gran puta! ¡Repite eso! ¡Repite eso, cabrón!- gritaba el otro. Gastón sujetó los fornidos brazos de su contrincante y trató de zafarse. Era verdadermente fuerte. Pensó en limar asperezas, en detener aquello. Pero la realidad es que no quería. Quería pelear allí dentro, hasta la muerte si era preciso, para acabar con aquel tipo. Mucha rabia acumulada, mucho asco por la sociedad, mucha frustración. Pensó en Romi, en la herida del dedo, y ello pareció dotarle de fuerzas renovadas. Empujó al otro hacia la otra esquina y le cogió del cuello. Recibió un puñetazo en el estómago y lo devolvió. Por la potencia de aquel tipo le dio la sensación de que, por cada golpe que le propinara, él debía dar diez para igualar las cosas.
Todo ocurrió en un segundo. Después de un largo forcejeo se encontraron abrazados. El sudor les resbalaba por la nuca y los alientos se confundían. Jadeaban. Estaban agotados. Se fijó en los ojos del tipo, eran del mismo color que el césped del terreno de juego. Gastón se acordó del partido, pero le dio igual. Agarró la cabeza del tipo con las dos manos y le besó en la boca. Después, con la mano derecha, le agarró el paquete. Era compacto y de importante calibre. El otro le tomó la mano y la metió por dentro del pantalón mientras seguían besándose. La cabina empezó a agitarse de nuevo, pero en esta ocasión con oscilaciones cortas y repetidas, en vez de espaciadas y amplias, como con los golpes. Gastón rompió los botones de la camisa y se la quitó. El otro se desabrochó el cinturón y sacó el pene erecto. Gastón se agachó y empezó a lamerlo. El otro eyaculó enseguida. Fue entonces cuando el ascensor empezó a moverse. Había vuelto la luz.
El ascensor bajaba muy rápido, iba ya por el segundo y no había mucho tiempo para abrocharse camisa y pantalón, para recuperar la serenidad y, sobre todo, para limpiarse aquella afrentosa mancha de la mejilla. Enjugó el semen con la lengua y se lo tragó.
Llegaron al bajo. La puerta se abrió y encontraron al portero del edificio en pijama, tres o cuatro vecinos y dos mozos que debían de ser empleados de ThyssenKrupp. Todos se quedaron mirando de arribabajo a la pareja, como extrañados.
-¿Todo bien?- dijo el portero.
-Todo bien, todo bien. Un pequeño susto, y ya está- dijo Gastón, con su sonrisa y sus cejas arqueadas. Todavía jadeaba y no le había dado tiempo a peinarse. Una de las vecinas entornó la vista y le dio con el codo a la que tenía al lado.
-Estos dos han acabado mal- le dijo al oído, y la otra asintió.
-Un apagón en la manzana, pero ya está todo arreglado -dijo el portero-. Ha llegado en el momento más oportuno, eso sí. Justo cuando Colibrí...
Gastón alargó un brazo, indicando que se callara.
-¡No diga nada! ¡No diga nada!- y se tapó los oídos. Subió corriendo hasta casa y encontró a Romi de pie, delante de la tele, con el rostro compungido, blanqueado por la luz de la pantalla. En sus pupilas brillaba el reflejo del confeti del equipo campeón. En cuanto vio a Gastón escondió las manos detrás de la espalda.
-Qué, ¿cómo van? ¿Cómo van, Dios mío, cómo van?
-Lo siento mucho, cariño- dijo Romi. Había escondido el cuchillo de la cebolla, para defenderse. Lo agarró con fuerza, esperando el ataque. Pero en lugar de ello Gastón se sentó delante de la tele, con la cabeza gacha, los codos apoyados en los muslos, la mirada entre cansada y perdida. Observaba la celebración del archienemigo. En otra ocasión habría apagado la tele y se hubiera ido a la cama. Pero ahora necesitaba mirar aquello, necesitaba recrearse en la derrota. Necesitaba castigarse.
-Malditos maricones- dijo, y ordenó a Romi que bajara a por cerveza.
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