Se asomaba a la ventana siempre que podía, normalmente cuando estaba solo. Sobre todo su madre era inflexible. Lo que tenía que hacer (y se lo decía con un tajante y amargo tono de voz que sumía a Abelardo en una momentánea pero profunda tristeza) era guardar cama, no hacer esfuerzos, no coger frío. No era porque ella lo dijera ni porque quisiera amargarle la vida, sino simplemente porque el médico así lo había ordenado. Y la madre de Abelardo creía legitimar su insistencia con esta razón irrefutable. Pero Abelardo, harto de aquel carísimo colchón comprado para la convalecencia que a fuerza de contactar con su cuerpo le parecía que se había vuelto de pedernal, harto de aquellas sábanas aterciopeladas que le producían dentera, iba a la ventana siempre que podía. Y, apoyado en el alféizar, se deleitaba con el hormigueo de su calle, que hacía tantos meses que no pisaba. Miraba con un extraño y sosegador placer el latir de la vida cotidiana de aquel pequeño rincón de la ciudad, y cualquier suceso mínimo le distraía como si viera una película o una serie de televisión. El simple hecho de observar a una señora cargada con las bolsas de la compra, o a Emilio el ferretero apoyado en la puerta de su negocio fumando un pitillo y mirando, como él, lo que había de mirarse, o a sus compañeros de clase Adolfo, Daniel y Pellejo caminando alegremente por la acera de enfrente después de salir de colegio, era para él la mejor de las historias del mundo, que solamente abandonaba si la tos le acometía con más violencia de lo normal, pues entonces sabía que su madre le iba a reprender.
Normalmente se libraba de las regañinas porque el crujido del parquet del pasillo delataba el paso del que se acercaba a la puerta de su habitación, dándole el tiempo suficiente para cerrar la ventana y meterse en la cama. Con esta señal de aviso a la que su oído se había adaptado a la perfección, Abelardo conseguía apurar los ratos asomado a la ventana. Por la mañana le agradaba especialmente aspirar el aroma del Jardín de las Plantas, ensanchar sus pulmones enfermos y sentir la fragancia de los rosales y los enebros, del espliego y los plátanos de sombra. Y, sobre todo, se alegraba, hasta entrar en una especie de trance provocado por las evocaciones, cuando detectaba en la limpia atmósfera matutina el tibio, puntual y pasajero olor de los cerezos.
Abelardo lo recordaba a menudo. Un año atrás, una tarde de primavera, después de haber salido del colegio y tras haber insistido con envidiable persistencia, consiguió convencer a Athenais (la chica escocesa que tenía a la clase enloquecida) para que le acompañara al Jardín de las Plantas. “¿Para qué?”, preguntó ella con su acento inglés y frunciendo el ceño. Abelardo no supo qué contestar, y se limitó a decir que le acompañara, que ya lo vería. Athenais accedió y, entre las risas y envidias de Adolfo, Daniel y Pellejo, se dirigieron en un cortante silencio hacia el jardín, a apenas trescientos metros del colegio. Cuando Abelardo entró por la vieja y monumental puerta pensó que estaba cumpliendo un sueño perseguido durante todo el curso y empezó a rememorar lo que imaginaba de ir un día con Athenais al Jardín de las Plantas. Y lo que imaginaba era tremendamente parecido a lo que estaba viviendo y, al mismo tiempo, sin nada en común. Caminando al lado de Athenais, Abelardo no sabía a qué se debía esa confusión de sentimientos, que hacía que los recuerdos de lo que imaginaba le llegaran velados y como en sueños, en ese vaporoso límite entre lo real y lo imaginario. Miraba de reojo a Athenais y se decía que sí, que estaba con ella caminando a su lado en un lugar soñado, que la tenía a apenas unos centímetros, pero no sabía por qué la seguía viendo como una diosa muy lejana, mucho más lejana que cuando la imaginaba yendo allí con él.
Pronto se dio cuenta de que aquella confusión se debía a su estado de nervios, que no le permitió enlazar dos frases acertadas. Todo lo que dijo le sonó tonto y vulgar. Athenais se reía, pero apenas hablaba, sólo reía, dejando mostrar sus dientes apenas recién entrados en la adolescencia, con los incisivos un poco separados. Abelardo la miraba reír y no sabía si que se riera era bueno o malo. En realidad, Abelardo no sabía en aquel momento nada. Y mejor que fuera así, pensó mientras miraba con nostalgia desde la ventana el Jardín de las Plantas, mejor no ser excesivamente consciente en el momento de que uno es feliz, como recordó haber leído en un libro en sus largas tardes invernales de reposo en cama.
A esa hora de la tarde, el Jardín de las Plantas crepitaba de vida, de juegos infantiles, de cálidos arrumacos, de blandos paseos familiares, de risas y sonrisas alborotadas bajo el dulce sol primaveral que se estrellaba contra los exuberantes árboles. Y ese torbellino de actividad (en un lugar en el que no obstante no pasaba nada) azaró un poco más a Abelardo. Se preguntó para qué la había llevado allí y se lamentó de que toda esa gente lo pasara en grande y disfrutara del momento y se sintiera plena y rebosante mientras él, inmerso en su sueño dorado, no sabía qué hacer ni qué decir. Athenais miraba los árboles, los setos y las plantas del jardín con curiosidad quién sabe si fingida o sincera. Tras media hora de paseo en que las palabras cayeron en un desesperante goteo, se fijó en un cerezo, se dirigió hacia él, observó con asombro su copa de nieve rosa, se dio la vuelta, miró a Abelardo y le dijo: “si me consigues una cereza te besaré”.
El cerezo despedía un olor dulce e intenso, como el que, empujado por el viento de poniente, le venía cada mañana de primavera mientras se asomaba a la ventana de su habitación, como el que estaba sintiendo precisamente en el momento en que recordaba aquella tarde con Athenais en el Jardín de las Plantas. Era sólo un momento, no más de dos segundos, lo suficiente para que le penetrara por todo el cuerpo y no le abandonara hasta el día siguiente. Con sólo esos dos segundos al día de aroma de cerezo ya era feliz. Cuando escuchó lo que le dijo Athenais, se sintió grande, se sintió vencedor. Sólo era necesario alcanzar una de los cientos de cerezas que colgaban del árbol, y los labios de Athenais, los primeros labios que iba a probar en su vida, serían suyos. Pensó que seguramente supieran a cereza. Y lo pensó por el sencillo parecido que encontró entre la textura y color de una cereza y los labios de Athenais. La miró, trazó una sonrisa de autocomplacencia, miró la copa del árbol y dijo: “esto es pan comido”. Veía las cerezas y el beso cerquísima, literalmente al alcance de la mano casi sin necesidad de alargar el brazo.
Se subió a un banco que estaba a la sombra del árbol y, desde el filo del respaldo, dio un salto. Se sorprendió al comprobar que se había quedado bastante lejos, unos cuarenta centímetros, de la cereza más cercana. No se desilusionó, y pensó que, para la primera tentativa, no estaba mal. En el segundo, se dijo, seguramente me acercaré; pero en el segundo intento se quedó más lejos, y más lejos aún en el tercero. Cada vez que saltaba, la cereza más cercana (la cereza que, ya lo había comprendido, era la única de los centenares que había que estaba a su alcance) parecía alejarse de su mano, parecía que volaba hacia el cielo como un diminuto globo aerostático. Tras una docena de intentos, y con las piernas ardiendo por los repetidos esfuerzos explosivos, la frente sudorosa y las mejillas y la frente arreboladas, desistió. Comprendió que Athenais, que miraba a Abelardo de pie bajo la rosada sombra del cerezo, se le había alejado definitivamente aquella tarde. Lo comprendió íntimamente, con una certeza fatal. Los labios de Athenais, suaves y aromáticos como la cereza que no pudo alcanzar, no serían suyos. Ni aquella tarde, ni quién sabe si nunca.
Apoyado en el alféizar recordaba ahora punto por punto todos los pormenores de aquella tarde con Athenais en el Jardín de las Plantas. La ráfaga de aroma de cerezo ya había pasado, y sabía que no volvería hasta el día siguiente. Tosió una vez, con aquella tos bronca que anunciaba un inminente ataque violento. No le importó, no quería separarse de su ventana ni dejar de ver las copas de los árboles del jardín, que se apretujaban ahí enfrente en un denso y callado verdor. La mañana era hermosa, tan hermosa que hacía daño a la vista. Pensó en el curso perdido, en sus amigos, en Adolfo, en Daniel y en Pellejo; pensó en Athenais, y en su risa mientras caminaba con él, y en sus labios, y en su propia turbación al verse, al sentirse como fuera del tiempo y del espacio junto a ella; y pensó que seguramente estuviera enamorada de otro, como lo estuvo de él un año antes. Y, con la mente sacudida por todas esas imágenes, lloró. Escuchó pasos en el pasillo, pero ni pudo ni quiso reaccionar. Alguien abrió la puerta, con cuidado, como intuyendo que violaba un momento íntimo. “Hijo, ¿qué haces ahí? Venga, cierra la ventana y túmbate, que hoy corre aire”, dijo la madre de Abelardo con un inusual sosiego. Abelardo se dio la vuelta, miró a su madre, que no dijo nada, y se metió en la cama. “Sécate esas lágrimas y ponte guapo, que tienes visita”, dijo cuando Abelardo estuvo tapado con la colcha, y salió.
Abelardo sintió como si un nido de culebras se revolviera en su doliente pecho. Pero, sobre todo, sintió una certeza, la misma de cuando comprendió que Athenais no sería suya la tarde del Jardín de las Plantas, sólo que en esta ocasión no era una certeza fatal, sino algo que crecía en su pecho y que le expandió los pulmones como si jamás hubiera estado enfermo; y, pocos segundos después, esa certeza se transformó en aroma de cerezas y de labios rojos y brillantes entrando por la puerta.
Leerte me devuelve a ese estado de paz anterior a casi todo, que solo otorgan los buenos libros.Besos cerca del mar.Eve Ch.
ResponderEliminarGracias mil. Pues habrá que seguir escribiendo, ¿no? ;-) Besos grandes y pásalo bien.
ResponderEliminar