miércoles, 13 de julio de 2011

LA MANCHA

Dicen que el chocolate es un sustituto del sexo. Dicen que el cacao contiene unas sustancias que estimulan al cerebro exactamente de la misma manera que cuando se hace el amor. Detenido delante del escaparate de la lencería, Fermín se inclinaba a pensar que eso era completamente falso. En todo caso, el chocolate lo que hace es reproducir con cierta fidelidad el antes y el después del acto, nunca el mientras. Pero de la misma manera que el chocolate, esa sensación la procuraba también el ver una puesta de sol desde la Atalaya del Rey o tomar un té en el Café Penumbra. Quién sabe si no era una trama de los fabricantes mundiales de chocolate para vender su producto. En realidad, todo el mundo actual se resumía en unos cuantos anuncios, perfecta metáfora de la nueva forma de sentir, de la nueva forma de actuar, de la nueva forma de ser y de estar. Fermín, resguardado bajo la marquesina de la lencería en aquel día de lluvia, miraba un sujetador de encaje negro, el más caro de todos. Y recordó que Tina tenía uno exactamente igual. Lo recordó porque, en la malva mañana del después, nada más despertar y mientras ella todavía dormía, se dedicó a oler con delicadeza su ropa interior. Y, al hacerlo, se dio cuenta de que el sujetador tenía una mancha de chocolate. Se preguntó cómo demonios había llegado hasta allí. La mancha estaba reseca, pero era chocolate, de eso no había ninguna duda. Llegó a la conclusión de que eran restos de una noche de pasión con otro hombre, pasión que, aquella vez con él (y bien lo sabía), apenas había existido. Fermín ni se inmutó ante un pensamiento que creía funesto, pero que no guardaba más que resignación y una espantosa indiferencia. Pensó en abrazar a Tina, desnuda bajo las sábanas, y besarla la nuca y el cuello y hacerlo otra vez, pero se dijo que ese forzado acto de reconciliación era inútil. No quería más farsas.

La mancha de chocolate en el sujetador le habían quitado las ganas de continuar la relación con Tina. Sentía casi repugnancia por aquel cuerpo moreno que durante los meses anteriores había deseado con ahínco. Se arrebujó de nuevo entre las sábanas y se colocó en posición fetal, mirando en dirección contraria a Tina, hacia la ventana. Intentó dormir, pero fue en vano. Desvelado, se dijo que debía salir de aquella casa antes de que ella despertara, así que se vistió con rapidez y procurando hacer el menor ruido posible. Para disminuir riesgos, terminó de vestirse en el ascensor, donde se abrochó la camisa y se la metió por dentro del pantalón, se puso los zapatos, se ajustó el cinturón y se puso el abrigo. Mientras tanto, se miraba en el espejo, un espejo oscuro, como todos los espejos de ascensor, y que remarcaba las facciones, las ojeras, las arrugas de la frente, la terrible oscuridad del rostro.

Ya en la calle, se dijo que era un héroe o, cuanto menos, un galán de cine, un malo despreciador de mujeres. Pensó en James Dean y en Un rebelde sin causa, película que había visto de adolescente y que, aparte de haberle fascinado, le había mostrado una forma de ser de la que abominaba. Y, casi inconscientemente, se alegró de que aquel actor, que en su recuerdo no había quedado como tal actor sino como el protagonista imbécil y presuntuoso de esa película, hubiera muerto joven. De haber seguido viviendo, habría protagonizado otras muchas películas iguales que aquella, y su odio hacia ese tipo de personajes y hacia sí mismo se habría acrecentado. Pero durante unos pocos minutos se vio con placer como uno de ellos, tras haberse ido de casa de Tina sin avisar y con un profundo desprecio hacia ella y hacia todas las mujeres del mundo. Aquella mancha de chocolate en el sujetador que bajo ningún concepto debía estar allí le había vuelto un James Dean cualquiera, un ser oscuro, misterioso, un crápula incurable y drogadicto de ojeras moradas y frente arrugada, exactamente igual que el que había visto reflejado en el oscuro espejo de ascensor del edificio de la casa de Tina.

Imaginó con una media sonrisa la reacción de Tina cuando despertara y viera que él no estaba y que ni siquiera había dejado una nota, que se había ido así, sin más. Eran poco más de las siete y media de la mañana y la brisa de las Montañas del Norte le cortaba la cara con suavidad, como si fuera una caricia fría de una nueva y preciosa mujer que había conocido, una de las muchas que como nuevo ser oscuro y misterioso se había cruzado en su vida. Pasó por delante de un escaparate y se miró. Se vio avasallador, imparable, a tono con la oscuridad de su mirada. Y se rio. Continuó andando y, en vez de irse a casa, se dirigió hacia la Atalaya del Rey. Poco a poco la ciudad iba desperezándose, y detrás de las Montañas del Norte un nuevo sol asomaba sus crenchas doradas. La Atalaya del Rey estaba en lo alto de un cerro, coronado tras una larga y pina subida. En su nuevo estado, se congratuló de tener que hacer aquel esfuerzo físico, primera prueba del poderoso Fermín. Según ascendía el valle del río Negro se iba desplegando ante su vista, con sus huertas humedecidas por el rocío de la mañana, sus barbecheras rubias, sus olmos y sus cipreses apretujados a lo largo del hilo de agua, que se deslizaba en suaves meandros. Al otro lado del río, las Montañas del Sur, secas y montaraces, ocultaban la vasta extensión de la meseta central. Fermín llegó a lo alto del cerro y se sentó en un banco, junto a la cruz del monumento de la Atalaya. Allí arriba, la brisa tibia y acariciadora de la ciudad se había transformado en un viento acre y abofeteador, así que se abrochó el abrigo y se abrazó a sí mismo. Cerró los ojos, y no vio más que a la pobre Tina desesperada sentada en la cama, mirando el hueco que él había dejado, indagando en las causas que le habían inducido a marcharse sin avisar. Con placer, la imaginó llamándole al móvil, y ello le hizo caer en la cuenta de que no había recibido ninguna llamada. Sacó el teléfono del bolsillo y vio que, en efecto, estaba encendido. Su nuevo ser oscuro y dichoso, el Fermín ingrato, violento y rebelde que había empezado a ser nada más salir de la casa de Tina, se desmoronó de golpe. ¿Se habría despertado ya? ¿O simplemente era que ella había sentido exactamente la misma indiferencia y repugnancia que sintió él al ver la mancha de chocolate en el sujetador? El latigazo que le recorrió la médula espinal le hizo abrir los ojos. No, se dijo, seguro que aún no se había despertado, lo mejor, el sufrimiento de Tina, estaba por llegar. Y volvió a la oscuridad.

En lo alto del cerro de la Atalaya del Rey el viento ululaba y despeinaba aún más el ya revuelto cabello de Fermín que, con los ojos cerrados de nuevo, entró en una modorra casi invencible. En aquel estado entre la vigilia y el sueño se le mezclaba la imagen de Tina con la suya propia, una imagen que hasta aquella mañana le hubiera parecido irreal, hija exclusiva de la imaginación; se veía a sí mismo sonriendo, mirando a una cámara como si le estuvieran haciendo una fotografía para la posteridad. En lo alto del cerro de la Atalaya del Rey vio de nuevo a Tina llorando, tomando su café mientras, con la mirada perdida hacia la lejanía, se asomaba a la ventana, por donde se deslizaban los primeros rayos del día, de aquel nuevo día que, también allí en la Atalaya del Rey, estaba naciendo ya.

Pasó un tiempo del que Fermín no fue consciente. Cuando abrió los ojos, el sol había recorrido ya una fracción de su trayectoria, y el valle del río Negro recibía las primeras luces tras la larga penumbra de la tarde y la noche. Algunos pájaros negros sobrevolaron un olmo, y un tractor profanaba el verde brillante y denso de una huerta. Se levantó y se asomó al mirador de la peña. Se dio cuenta de que habían retorcido y arrancado algunas barras del balcón, y pensó que aquello podía ser peligroso, que las autoridades debían actuar de inmediato y restaurarlo, pues sobre todo los niños corrían peligro de despeñarse barranco abajo. Instintivamente, se apartó, y con el corazón acelerado se dedicó a la contemplación del valle, de las Montañas del Sur, del cielo bostezador, del vuelo de las cornejas y los vencejos. Sintió pasos detrás de sí, y se sobresaltó. Cuando se dio la vuelta, vio a una anciana enlutada, de cabellos grises y estropajosos, que le miraba con ojos entreabiertos. “¡Ten cuidado, muchacho, ten cuidado! Que una mañana de hace veinte años mi marido estaba asomado a ese mismo balcón y un mal viento se lo llevó ladera abajo… ¡Ten cuidado!”, dijo esgrimiendo un dedo índice hacia el cielo. La anciana se alejó, y Fermín se sintió recorrido por un escalofrío. Dio otro paso atrás, ya definitivamente nervioso, presa de una ansiedad y un vértigo repentino que jamás había experimentado. Unos minutos después se tranquilizó y, poco a poco y sin apercibirse, fue acercándose al desvencijado balcón hasta apoyar la mano en una de sus escasas y oxidadas barras. Miró hacia abajo. La caída libre era de unos cincuenta metros. No habría forma de sobrevivir, pensó. No había nada a lo que agarrarse. Con semejante golpe la muerte sería instantánea, y ello lo tranquilizó unos momentos. El fondo del barranco emitía una especie de hondo quejido del que Fermín no podía sustraerse. Aquel abismo le llamaba, tenía algo de atrayente, era como si las voces de lo desconocido lo arrullaran con deliciosas promesas.

Pero no, se dijo. Aquello era horrible. Sintió un miedo atroz, y decidió irse a casa. Antes de moverse oyó pasos tras de sí, unos pasos todavía lejanos, pero que no obstante se acercaban lenta y parsimoniosamente. El latigazo que le recorrió la espalda le impidió darse la vuelta. Estaba paralizado. Era la anciana, estaba seguro, y la imaginó con su vestido negro hasta los tobillos, con sus cabellos grises y estropajosos, con su dedo índice apuntando hacia el cielo. ¿Querría vengar de alguna forma la muerte de su marido empujándolo a él?, se preguntó y, tras unos segundos de pavor, consiguió sacar fuerzas para volver la cabeza. Apenas le dio tiempo a ver un segundo el rostro de Tina que, con los ojos encendidos por las lágrimas, intentó empujarle. Fermín logró contenerla, haciendo toda la fuerza que pudo con los brazos y clavando el pie derecho al borde del precipicio. Tuvo suerte, porque lo apoyó en una piedra porosa, no resbaladiza. En ese mismo momento fue consciente de que quedó a unos pocos centímetros de despeñarse. Pero Tina, endemoniada, enloquecida, la vena de la frente palpitante, unas gotitas de sudor corriéndole por el bozo, el aliento rápido, tibio y perfumado, siguió forcejeando. Tenía fuerza, una fuerza que él (y aún ella misma) desconocía. La lucha fue breve. Ella se abalanzó sobre él, éste la esquivó y ella se precipitó barranco abajo en un vuelo mortal. Su grito se fue debilitando paulatinamente, como si estuviera siendo tragado por la tierra.

***

Fermín no la vio caer y dejó de oírla antes de que chocara contra el suelo. Había despertado y, sobrecogido, se levantó del banco y se asomó al destrozado balcón. Al fondo del valle no había ningún cuerpo. Miró a un lado y a otro, buscando a la vieja. No había nadie. Se dijo que era un estúpido, que estaba buscando los cuerpos de un sueño, y se sonrió. Poco a poco se fue tranquilizando, y recordó con repugnancia a James Dean, y el oscuro espejo del ascensor, y su propio rostro oscuro reflejado en el escaparate, y la mancha de chocolate en el sujetador. Sacó el móvil del bolsillo, esperando encontrar una llamada o un mensaje de Tina. Nada. Su pantalla permanecía vacía de nuevos avisos, lo cual le desasosegó. Lo guardó de nuevo, miró hacia la lejanía, suspiró largamente y echó a andar cerro abajo, hacia la ciudad.

La jornada había arrancado, los transeúntes pasaban por su lado como una centella, los coches, los autobuses, los taxis, las motos danzaban frenéticamente sobre la pista de asfalto. La quietud de las siete de la mañana no era más que un vago recuerdo. Recorrió las mismas calles que unas horas antes lo habían llevado de casa de Tina a la Atalaya del Rey, pero a un ritmo mayor, acorde con el tráfago que lo rodeaba. Llegó al portal de Tina y subió a la casa. Se miró en el espejo del ascensor, y volvió a verse oscuro y arrugado, y sintió un temblor. Decidió apartar la mirada de su propio reflejo, que aquella mañana lo trastornaba. Salió del ascensor y abrió la puerta de la casa con cuidado, con el mismo cuidado de cuando se vistió para poder escaparse sin que ella lo viera. Se preparó para las explicaciones, para los lloros, para los reproches. Cuando entró en la cocina, vio a Tina tomando su café y mirando por la ventana con los ojos perdidos hacia la lejanía y con el rostro embadurnado por los rayos del sol. Pero no lloraba, sólo sonreía. “Se te olvidó subir el pan, tonto”, dijo, y él, haciéndose el olvidadizo, la besó en la boca.

Extrañamente, sus labios no sabían a café, sino a chocolate.

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