viernes, 15 de julio de 2011

SOMBRA DE PALMERA

La sombra de palmera no es buena. Las palmeras no son de fiar, y quien quiera resguardarse del sol mejor que se busque otro árbol. Los álamos, por ejemplo. O los eucaliptos, los eucaliptos dan una sombra estupenda. La mejor de todas es la de las encinas, aunque bien es verdad que da un poco de miedo. La sombra de las encinas es demasiado sombría, sí. Le acongoja a uno el ánimo, no se sabe por qué, pero es así…

Hipólito pensaba en voz alta bajo la sombra de una palmera, la única que decoraba la plaza de la Piedra, la principal de la ciudad. Hacía calor, había entrado la canícula (comprendida entre el 15 de julio y el 15 de agosto) y la plaza, en su porción central expuesta al sol, sin un metro cuadrado de sombra, estaba desierta. Cuando llegaba el verano, Hipólito solía discurrir sobre los árboles y la sombra que daba cada especie, y había confeccionado una tabla con cada árbol que conocía y su sombra, clasificándolas por orden de calidad. La mejor, ya se ha dicho, era la de la encina, y una de las peores, según su tabla, la de la palmera. A su lado, dormitaba Tini, un Fox-Terrier que ya se le moría. Le había acompañado durante muchos años en su vagabundaje por las tierras de la comarca, pero ya no daba para más. A Tini le gustaba la palmera de la plaza de la Piedra e Hipólito sabía que deseaba morir bajo su escasa y traicionera sombra. Por eso estaba allí, para darle gusto a Tintín en su último momento, como homenaje al que había sido su único compañero fiel.

Hipólito aguantaba las ráfagas de ardiente sol que la desconsiderada sombra de la palmera dejaba estrellarse contra su cabeza. Todo lo hacía por Tini. Los días anteriores, cada vez que Hipólito tenía intención de buscar un lugar más agradable para pasar el día (a la orilla de un fresco arroyo a la sombra de los álamos, o bajo los soportales de la plaza de la Piedra, o a la puerta de la iglesia, donde lograba reunir una suma importante), Tini se ponía a sollozar hasta que le ablandaba. No quería apartarse ni un minuto de la palmera, consciente de que la muerte podía sobrevenirle en cualquier momento. E Hipólito, que, como decía él, aunque mendigo era sensible a los requerimientos de un ser vivo, se resignaba a pasar otro día de insoportable calor bajo la palmera de la plaza de la Piedra.

La decadencia de Tini era perceptible día a día. Llegó un momento en que dejó de comer, ni tenía fuerzas ni ánimo para roer los huesos de pollo que Hipólito le dejaba, tras haberlos roído él mismo a conciencia. “Venga, bonito, no te rindas, come un poco, come…”, le decía al oído, poniéndole el hueso en los hocicos. Pero Tini ya no reaccionaba, y sólo enderezaba una de las orejas cuando escuchaba el ladrido de una perra extendiéndose por la plaza.

Así pasaba Hipólito los días y las noches, esperando el desenlace fatal, sin querer moverse de allí no fuera a ser que Tini muriera durante su ausencia. Quería ante todo estar presente en ese momento, rezar un responso por su amigo y enterrarlo allí mismo, bajo la sombra de la palmera.

***

Un día calurosísimo Tini pareció recobrar algunas fuerzas. Hipólito, por el contrario, se sentía debilitado y veía borroso los soportales de la plaza, la iglesia, los bancos de piedra, las farolas y a las escasas gentes que pasaban a su lado y le dejaban una moneda. Estaba deshidratado. No había bebido en varios días, por no moverse del lado de Tini. Pero esta vez debía beber para salvar su propia vida. Miró a Tini, a quien vio recobrado, los ojos abiertos de par en par escrutando la plaza, la boca abierta y jadeante, las orejas alerta. Parecía como si, tras la agonía, quisiera captar y absorber toda la vida de la ciudad. “Tini bonito, no te apures, que ahora vuelvo. Voy a beber un poco de agua”, le dijo acariciándolo, y Tini lo miró como en los viejos tiempos, como cuando juntos recorrían los montes y las trochas, los cerros y las vaguadas, en busca de refugio y comida.

Seguro de que por unos minutos podía separarse de Tini, se levantó y echó a correr hacia la fuente, en la calle Azul, cerca de la plaza. Bebió hasta hartarse. El agua del monte estaba fresca y, bajo el chorro, veía el cielo azul brillante y los añejos edificios de la calle vueltos del revés. Aprovechó para limpiarse un poco y para refrescarse. Animado por el renacimiento de Tini y el suyo propio regresó a la plaza y a la sombra de la palmera. Allí estaba Tini, tumbado boca abajo, echando una siesta. Hipólito se sentó a su lado y, reconfortado, lo acarició. Tini no reaccionó, no respiraba. Estaba muerto. Inmediatamente rezó un responso y, cargando con Tini en las manos como si fuera un bebé dormido, recorrió algunas calles buscando una pala. Cuando la encontró (mejor dicho, la robó de una obra), regresó a la plaza y empezó a cavar bajo la sombra de la palmera. No había sacado dos paletadas de tierra cuando se le acercó un Guardia Civil: “Oiga, ¿qué hace?”, le preguntó éste, con tono autoritario. “Pues mire usted -dijo Hipólito mirándole a los ojos con toda la profundidad que el amor por su amigo le inspiraba-, quiero enterrar a este ser fiel y agradecido que hoy nos ha dejado; bueno, en realidad sólo me ha dejado a mí, su viejo amigo, su compañero del camino, pues nada más nos teníamos el uno al otro”. El Guardia Civil, ajeno por completo a la tristeza de Hipólito, le atajó secamente: “Eso no se puede hacer, váyase de aquí”. “Perdone usted, era su última voluntad…” “¿Su última voluntad? Qué lo dejó, ¿por escrito? ¡Ande, largo de aquí!”, y agarró el brazo de Hipólito que, con las lágrimas a pique de desbordársele, cayó al suelo. “¿No comprende, pero es que no comprende? Seguro que es usted un hombre caritativo y comprensivo. Es lo que él quería…”, decía, implorando al guardia desde el suelo. Al ver que no cedía, se levantó, le cogió por los hombros y lo zarandeó bruscamente. El guardia, al ver su autoridad cuestionada, se desembarazó de él con furia, lo tiró al suelo, cogió la pala y se ensañó con Hipólito, que, aunque en los primeros instantes se defendió, al final parecía feliz de reencontrarse tan pronto con su amigo…

***

Por las noticias que me han llegado, el Guardia Civil, cuya identidad no desvelaremos, fue encontrado días más tarde muerto, en medio del bosque junto a un arroyo, con las ropas destrozadas y el rostro deshecho, irreconocible. El pastor que encontró el cuerpo dijo que precisamente por los días en que el guardia debió de morir le llamó la atención la exaltación de los ánimos que percibió en los perros vagabundos de la comarca, y que, una tarde, vio una jauría corriendo endemoniada hacia ese mismo lugar, el último que vieron los ojos del asesino de Hipólito. Y los perros, dijo el pastor, parecía, por la forma en que corrían y ladraban, como querer vengar a un viejo amigo, a un compañero del camino…

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