Así fue siempre y creemos que así seguirá siendo. No nos es necesario escarbar mucho en la memoria para revivir con asombrosa fidelidad el dolor que nos producían los domingos en nuestra infancia. La cosa no ha variado ni poco ni mucho. El domingo sigue provocándonos, rozando la treintena, la misma disnea, el mismo desasosiego vital. Las razones básicas son ahora las mismas que antes, y consisten en una crónica incapacidad de disfrute de nuestras horas de libertad, tan libres que llegan a ser nada en su paralización. Es ese compás de espera, esa conciencia de que fatalmente se acaba el fin de semana sin la posibilidad de quitar el ancla y lanzarse por los mares del "aquí y ahora" sin ambages. Porque nuestro cerebro es ante todo anticipatorio y no sabe, no quiere, ceñirse a la mera actualidad quizá por parecerle insustancial.
Ahí radica nuestro odio visceral por los domingos pero también nuestro amor ilimitado por el viernes y el sábado. Lo malo es que, adquirida con los años cierta conciencia para ver las cosas, esa nuestra rabia contra los domingos, lejos de atemperarse, se ha acentuado. El domingo deja de ser ese día siniestro en que mascábamos nuestra soledad oscura y preescolar. El domingo es ahora para nosotros mucho más -o mucho menos: es el símbolo de todo lo peor de la raza, esa que no sabe muy bien qué hacer con los domingos pero que los utiliza como algo muy suyo y muy trabajosamente consquistado a lo largo y ancho de generaciones. Lo que comúnmente se ha venido llamando como "dominguero" sin existir una definición precisa de lo que es. Tampoco nosotros la tenemos, y quizá es que el "dominguerismo" o el "dominguear" sea una actividad ya tan generalizada que viene a ser una actitud propia y consustancial a nuestra sociedad, sobrando definiciones y bastando con echarse a la calle un domingo y mirar lo que hay para comprenderlo.
El domingo tiene una faz tan distinta a la del resto de días de la semana que nos produce un terror no disimulado. La luz, qué duda cabe, es distinta, por no hablar de las calles, bares, restaurantes, parques, etc. Pero, sobre todo, el domingo es el día en que el burgués (verdadero y único dominguero que existe y puede existir; o sea, todos o casi todos) entra brutalmente en posesión de todo. Y decimos de "todo" porque no hay ámbito de la vida, ni siquiera el íntimo, en que el dominguero no mete sus hocicos. ¿Quién no ha visto violada su intimidad en domingo? Basta con pensar en las cenas y comidas familiares. El dominguero, que no sabe cuándo ni dónde, perdió su reino, y cree tenerlo en el domingo y no dudará en disputárselo a quien sea preciso; esto es, a quien se le ponga por delante. Muy pocos domingos para tantos reyes.
Los domingos, lejos de haber una relajación de los ánimos, un escaqueo de las costumbres, se da más que nunca el fenómeno de la masificación. Todo se quiere al instante, y los españoles somos mucho más celosos de nuestro ocio que del trabajo. Se quieren hacer tantas cosas en tan poco tiempo -estrecho recinto es el domingo- que al final termina por ser un día de nada. El domingo, lejos de ser un día sin reloj, es el paraíso de las prisas.
No saben, no sabemos muy bien los españoles qué hacer con los domingos. Tantas -o tan pocas- horas de inacción por delante nos desconciertan. Porque igual que lo mejor del amor está en el antes, en la anticipación, lo peor del miedo y del cansancio está en la víspera. Con ser el domingo víspera de todo, termina por ser día de nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario