Don Justo era un hombre de costumbres férreamente supeditadas al ritmo de un macizo y reluciente reloj de pulsera que le había regalado su difunta esposa en su luna de miel, cuarenta y tres años atrás. Depositario de una sustanciosa herencia, sin hijos y sin familia, tenía plena libertad para hacer lo que quisiera, y esa libertad le había permitido crearse una rutina inamovible. Se acostaba y levantaba siempre a la misma hora, sin importar la estación del año en que se encontrara, hacía sus necesidades en el mismo instante, empezaba y terminaba de desayunar en el mismo minuto y el mismo segundo, leía el periódico exactamente en el mismo lapso y comía todos los días a la misma hora el mismo menú en el mismo restaurante, donde Gregorio, el amable encargado, le tenía preparada la mesa con el gazpacho y la jarra de agua servidos, allí en la esquina, en la penumbra. Por la tarde, se echaba una breve siesta, de veintitrés minutos, y después agarraba Cien años de soledad, que era el único libro que leía una y otra vez. El primero de cada mes a las seis de la tarde, sin falta, visitaba la tumba de su mujer y decía un responso. Pero la costumbre que más placer le proporcionaba a Don Justo era la de salir a pasear por el pueblo todos los días a las nueve y catorce minutos de la noche, lloviera, helara o nevara, para regresar a casa a las diez y treinta uno tras haber recorrido las mismas calles. Lo más curioso es que Don Justo no necesitaba mirar el reloj antes de realizar todas estas puntualísimas actividades. Le bastaba con seguir los dictados de su fisiología y su percepción del paso del tiempo, su reloj biológico, para no variar en un solo minuto sus costumbres. Tantos años de soledad le habían proporcionado una capacidad asombrosa de hablar consigo mismo, de sentirse, de auto contenerse, hasta el punto de que esa comprensión de sí mismo se había hecho mecánica, sin necesidad de esfuerzo alguno de la mente. Puede decirse que la vida de Don Justo fluía, y lo hacía con la precisión de los astros. Nunca naturaleza y hombre han estado tan estrechamente unidos, nunca una voluntad ha estado tan anulada por los propios designios de la Creación. Don Justo era como la Tierra que gira milimétricamente alrededor del Sol, o como el cometa Halley, que pasa cada setenta y seis años cerca de nuestro planeta, y del cual se puede predecir su trayectoria exacta.
Y así pasaban los días, así pasaba la vida de Don Justo, con la precisión de la Creación. Gregorio solía decirle entre risas que era más preciso que su reloj de pulsera, y que los organismos científicos internacionales debían calibrar sus relojes atómicos tomando su rutina como referencia. Don Justo respondía a esa broma, que se repetía día tras día a la hora de comer con la misma puntualidad de la que Gregorio se burlaba (habría que decir que, en el fondo, llegaba a admirar a Don Justo), con una risa perfectamente medida, una risa remarcada con el mismo ademán, el mismo leve gruñido, la misma inflexión del párpado, que cerraba los tristes, ausentes ojos de Don Justo, exactamente en el mismo ángulo.
Una de las cosas de las que más se enorgullecía Don Justo era de su abstinencia. No había probado una gota de alcohol desde la primera comunión. Y, aun así, Don Justo insistía a los parroquianos del restaurante en que ni siquiera aquella vez ingirió el líquido, pues se limitó a mojar los labios, con gesto de asco. A pesar de que el alcohol no tenía presencia física en la vida de Don Justo (ni siquiera tocaba las botellas de cerveza o licor, tal era la repugnancia que le causaba), sí operaba en cierta manera en su conducta, pues solamente el hecho de vanagloriarse de su abstinencia le hacía pensar en el alcohol y, sobre todo, imaginar con pavor qué le pasaría si, un día, probaba un sorbo. El hecho de que esos pensamientos existieran en la cabeza de Don Justo (y Don Justo también era constante y preciso con sus pensamientos) le había acostumbrado a la presencia del alcohol en el mundo y, sin él advertirlo, el alcohol, a pesar de rechazarlo y censurarlo con todas sus fuerzas (o quizá por eso mismo) había horadado una profunda huella en su espíritu.
Tampoco de ello, como de nada, era Don Justo consciente. La rutina perfectamente medida le había llevado a pensar que sólo aquello que hacía era lo posible, lo verosímil. Solamente aquello y nada más: su desayuno, su periódico, su menú, su restaurante, su libro, su visita al cementerio cada primero de mes, su paseo nocturno por las mismas calles. Y su fijación por el alcohol, a pesar de no haberlo probado jamás. Ese era el universo de Don Justo, un universo completo, cerrado, del cual no era posible salir, simplemente porque no era concebible pensar en la existencia de otros universos. Hacerlo era un perfecto absurdo, algo así como una aberración física.
Tal regularidad había conferido a Don Justo una verdadera salud de hierro. No se le conocían enfermedades, por leves que fueran. Nadie en el pueblo vio jamás a Don Justo con un catarro, ni tosiendo, ni sonándose la nariz, ni le oyó quejarse del estómago, ni de la espalda. Caminaba con agilidad y sin fatigarse. Hacía más de treinta años que no pisaba una consulta médica y no había estado en un hospital nada más que en las últimas horas de su esposa. Don Justo atribuía su robustez a la abstinencia, así como su envidiable lucidez mental. Era capaz de recitar de memoria, sin un solo error, capítulos enteros de Cien años de soledad. Claro que no lo hacía, ¿para qué?, si apenas tenía con quien hablar, fuera de Gregorio y los parroquianos del restaurante, de los cuales ninguno era tan fiel y puntual como él. Don Justo había tomado al silencio como su más cara e insobornable divisa. No abría la boca más que para dar las buenas tardes a Gregorio y sus compañeros y para comentar el Telediario del mediodía que ponían en la televisión del restaurante. Como ninguna noticia le parecía bien, apostillaba con la frase “vivimos en un mundo de borrachos. El alcohol tiene la culpa de todos los males del mundo. Si el alcohol no existiese, esto sería una Arcadia”. Y remarcaba la palabra Arcadia, leída en su libro predilecto. Cuando salía algún político hablando, dejaba de comer y, con la cucharada de gazpacho suspensa en el aire, se quedaba mirando a la pantalla, entornaba los párpados y decía: “si es que se le nota que se acaba de meter para el cuerpo un lingotazo, si es que se le nota… Así dicen los políticos todas esas tonterías”, y seguía comiendo con la delectación de siempre.
Gregorio y los parroquianos, que ya conocían de antemano lo que Don Justo iba a decir, se miraban y se reían. “¿Una copita de vino, Don Justo?”, gritaba con sorna Gregorio desde la barra, a lo que Don Justo ni siquiera contestaba, centrado en su comida. Si había algo que turbaba mínimamente el ademán de Don Justo, además del alcohol, eran las mujeres. Y, al contrario que el alcohol, sí las había “probado”, como decía él. Claro que sus conquistas, sus noches de pasión, sus veladas mágicas, habían quedado muy atrás. Pero no era capaz de resistirse a volver la cabeza cuando se cruzaba con una belleza, a la que simplemente miraba alejarse con los ojos pintados por la nostalgia de lo que se va para no volver. Tampoco tenía pretensiones de nada, y en realidad seguía adorando a su mujer.
Así, con precisión matemática, transcurría la vida de Don Justo a lo largo del tiempo envarado. Una noche, a las nueve y catorce minutos, salió de casa para el preceptivo paseo por las calles de siempre. Conocía cada grieta de la acera, cada chicle pegado, cada bache del recorrido, y disfrutaba anticipando cada uno de esos pequeños accidentes del terreno, que no habían variado en los últimos quince o veinte años. Los trataba ya casi como a viejos conocidos e incluso los saludaba y, con alguno al que había tomado especial cariño, mantenía pequeños coloquios mentales. Aquella noche, sin embargo, se vio sorprendido al ver que una de las calles por las que transitaba en su paseo diario estaba cortada. El Ayuntamiento había decidido cambiar las aceras y asfaltarla, y el piso estaba todo levantado y cercado por vallas amarillas y señales de “precaución” y “prohibido el paso”. Aquel imprevisto dejó a Don Justo pensativo y anonadado, petrificado a la entrada de la calle, sin saber qué hacer. Volver atrás y regresar a casa habría sido claudicar, así que, tras unos minutos de honda reflexión, decidió tomar otra calle con el fin de que su paseo y su rutina variasen lo menos posible. Don Justo sintió algo así como un tósigo invadiéndole el estómago y una olvidada sensación de pánico, de miedo a lo desconocido. Don Justo, que desde hacía décadas de absoluta felicidad desconocía el significado de la palabra incertidumbre, se había encontrado con ella de sopetón.
Temeroso, echó a andar por la calle paralela, una calle adyacente a la que transitaba cada noche, pero que no conocía. Para Don Justo, aquella calle suponía todo un mundo nuevo. Si él siempre caminaba mirando hacia el suelo, delectándose en sus grietas y chicles pegados y siempre con una media sonrisa de perfecta dicha, ahora no podía dejar de mirar a las casas de la calle desconocida (una calle vulgar, sin nada de particular), con los ojos abiertos, alucinados. Sentía una especie de quemazón en el vientre y una extraña palpitación en las sienes. Se fijó en una mercería, una tienda de golosinas y otra de ordenadores. Le pareció todo extraordinario. “¡Y todo esto existe aquí, en el pueblo!”, pensó con infinito asombro. Avanzó lentamente por la calle solitaria, con el corazón exaltado, el cerebro en estado de inaudita excitación y, para los que lo vieran, como si estuviera presa de la fiebre o borracho. Caminaba en zigzag, sin bracear, sin fijar la mirada en un lugar concreto. Don Justo, al entrar en la calle desconocida, había sufrido una transformación terrible. A la puerta de una taberna, un grupo de obreros de los que trabajaban en la calle paralela y que celebraban bebiendo cerveza la conclusión de la jornada laboral, al verlo en tal estado le dedicaron una serie de frases de mal gusto, al tiempo que, medio en broma medio en serio, le convidaron a unirse a ellos. Don Justo los miró con los ojos fuera de las órbitas. “Cuidado, está loco”, dijo uno al ver que Don Justo se les acercaba con paso rápido, la boca abierta, las cejas arqueadas. “¡Madre mía abuelo, cómo va usted! ¡A su edad no es bueno beber tanto! Ja, ja, ja…”, dijo otro, y todos rieron al unísono con una brutal carcajada.
Don Justo no hizo caso a estas palabras, que le parecieron absurdas, tan absurdas como la calle que acababa de descubrir. Se detuvo delante de la puerta de la taberna y miró al interior. Acodada en la barra vio a una mujer preciosa, de unos veinticinco años, con una copa de licor de color de bronce en la mano, del que bebió un sorbo. El líquido se deslizó suavemente entre los carnosos y rosáceos labios de la mujer. Los hielos flotaban en ese precioso magma con ligereza y sensualidad. Don Justo quedó absorto en la visión conjunta de la copa y la mujer, y le pareció la estampa más bella que jamás había visto. La mujer hablaba animadamente con un tipo guapo y atildado, que bebía un gin-tonic. Se veía que conectaban, que lo estaban pasando bien, que disfrutaban de la compañía, que se gustaban. Los ojos de ambos brillaban, exactamente igual que los hielos de las copas. De repente, sintió un golpe en la espalda, propinado por uno de los obreros que, borracho, le gritó: “¡mírale! ¡No te enamores abuelo, no te enamores! Ja, ja, ja…” Don Justo volvió a ignorar a los obreros y, presa de una repentina urgencia, entró en la taberna, se acercó a la barra y pidió “exactamente lo mismo que está bebiendo la moza”. Era licor de almendra. El camarero miró a la mujer, que se reía mientras contemplaba la facha de Don Justo que, más que el señor grave, solemne y respetable que era antes de entrar por primera vez en aquella calle, parecía un mendigo loco.
Don Justo sujetó la copa de licor de almendra entre las manos, la miró desafiadoramente, la agitó y bebió un sorbo. Después, la apuró de un golpe. No pudo evitar arrugar el rostro cuando sintió el ardor en la garganta y el esófago. Pidió otra, que tomó de una vez, y luego otra. Y otra, y otra más. En ningún momento apartó la mirada de la mujer, que a su vez clavaba sus profundos y negrísimos ojos en él, riéndose, al igual que el hombre guapo que la acompañaba, a carcajada limpia. Cuando ella se fue, Don Justo también salió de la taberna, miró por última vez a su fugaz enamorada, que se alejó con su acompañante de la mano y, llorando y tambaleándose, empezó a caminar por las callejas oscuras, en dirección al puente de las Ánimas (se llamaba así por la cantidad de personas que se habían suicidado allí tirándose al río), a las afueras del pueblo.
***
Al día siguiente, Don Justo no fue a comer al restaurante de Gregorio que, como siempre, le tenía preparada la mesa del rincón en la penumbra con su jarra de agua y su gazpacho de primer plato. Al ver que, un minuto después de la hora a que Don Justo entraba por la puerta, éste no había venido, se dijo: “este hombre ha muerto”. Lo comentó con los parroquianos que estaban aquel día, que no tuvieron ninguna duda de la muerte de su amigo. “Sí, es seguro que Don Justo ha muerto”, dijo uno. “Sí, sí, seguro”, zanjaron los demás. Gregorio fue a la mesa del rincón, retiró el plato de gazpacho, la jarra de agua y el vaso vacío, quitó el mantel, limpió la mesa en cueros con una bayeta y siguió trabajando.
La muerte de Don Justo se tomó como algo natural que no alteró ni el ambiente ni las costumbres del restaurante. Solamente de vez en cuando salía el nombre del difunto, sin una sola inflexión o quiebra en las voces que denotara nostalgia o pena, y se comentaba la cruel ironía del destino de que alguien muriera súbitamente sin haber tenido ninguna enfermedad, ningún achaque, sin haber fumado, sin haber bebido. “¡Tanta preocupación para qué!”. “¿De qué le ha servido a ese buen hombre no probar el alcohol, de qué, a ver, de qué?”, decía uno, y los demás se encogían de hombros. Ninguno se preocupó de enterarse de cuándo era el entierro, y sólo días después uno de ellos dio la idea de, la tarde que todos pudieran, visitar el cementerio, buscar su tumba y depositar un ramo de crisantemos con el mensaje “Tus amigos los parroquianos no te olvidan”. Todos aceptaron, sin entusiasmo, sin dejar de mirar con ojos turbios y ausentes la televisión, donde daban el Telenoticias.
La vida en el restaurante y en el pueblo siguió con su angustiado y lento devenir, sin nadie que llorara la pérdida del paseante solitario y silencioso, sin nadie que echara de menos la ausencia de aquel extraordinario talento de la costumbre y la puntualidad. La gente siguió como hasta entonces, replegada sobre sí misma, viendo pasar los días, las horas paralizadas, saludando a las lluvias del otoño, maldiciendo los fríos de diciembre, despreciando las exuberancias de la primavera y arrugándose al sol del verano. El pueblo decaía indiferente a su propia decadencia, y el tiempo pasaba siempre igual, sin irregularidades, como un homenaje inconsciente al hombre muerto.
La propuesta del parroquiano de visitar un día la tumba de Don Justo cayó en el olvido, así como el propio Don Justo, en quien, apenas transcurrido un año de su muerte, nadie en el restaurante pensaba ya.
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Pasaron dos años, dos años que cayeron como losas sobre el pueblo. Era un hermoso día de invierno, un día normal, un día más de los muchos que habían pasado desde la muerte de Don Justo. El restaurante estaba vacío, y Gregorio limpiaba unos vasos detrás de la barra, mientras miraba la televisión, donde daban el Telenoticias. “¡Buenas tardes!”, dijo alguien que acababa de entrar. “¡Buenas tardes! ¿Qué va a ser?”, dijo Gregorio sin dejar de mirar la televisión. “Una copa de licor de almendra, por favor. Con mucho hielo, si puede ser”. Gregorio preparó la copa con los hielos y se dio la vuelta para buscar la botella de licor de almendra. La encontró, la abrió con movimientos de profesional de la hostelería y comenzó a derramar el líquido, que se escurría como una catarata de bronce entre los hielos (brillantes como unos ojos amorosos), cuando alzó la vista y miró por primera vez a quien tenía delante. Dio dos pasos atrás, aterrado, hasta que chocó con la estantería donde tenía las botellas, que se tambalearon. La botella que tenía en la mano quedó tumbada en la barra, con el licor de almendra derramándose. “¡Don Justo! ¡Es usted! Yo le creía…”, balbuceó. “No te asustes, Gregorio, no te asustes. ¡Ni que hubieras visto un fantasma!”, cortó Don Justo, sonriendo, mostrando una blanquísima dentadura.
El aspecto de Don Justo era magnífico. Había rejuvenecido, se le notaba más robusto, rebosante de salud y simpatía, con la piel brillante, curtida por el sol. En cada mano llevaba una maleta, que soltó y puso en el suelo, junto a la barra. Lo que más llamó la atención de Gregorio es que sus movimientos destilaban ligereza, como si Don Justo se hubiera liberado de algo que lo maniataba, como si de robot o máquina hubiera pasado a ser animal viviente, con su animación, su espontaneidad, su esencia impredecible. Vestía juvenilmente pero sin afectación e iba acompañado de una mujer madura, de grandes ojos azules, que en otro tiempo debió de ser una belleza extraordinaria y que aún era muy guapa. Sonreía amplia y sinceramente, al igual que Don Justo.
“Bueno qué, ¿qué tal le va la vida?”, dijo Gregorio para intentar salir de la turbación que le causaba la presencia de alguien al que consideraba muerto desde hacía dos años y de aquella belleza madura que le extasiaba y que le ponía tan nervioso o más que el propio Don Justo. Cayó en la cuenta de que la botella, tumbada sobre la barra, se había vaciado, así que la apartó, limpió y secó la barra, abrió una botella nueva del mejor licor de almendra que tenía, preparó tres copas con relucientes hielos y, cuando estuvieron llenas, cada uno elevó la suya al aire. “¡Y yo que creía que usted no bebía, Don Justo!”, dijo Gregorio sonriendo, y brindaron por la vida.