miércoles, 27 de julio de 2011

UN SUEÑO

REIVINDICACIÓN NACIDA AL AMPARO DE LA LUZ DE UN CANDIL* Y EL ARRULLO DE UNA BRISA VERANIEGA DE ATARDECER

Querría que los que me rodean me vieran SIN CONNOTACIONES, que no dijeran que soy deportista ni literato, ni ingeniero ni médico ni periodista ni empresario, ni siquiera escritor, ni rico ni pobre, ni guapo ni feo, ni inteligente ni culto ni tonto ni ignorante, que me vieran desnudo, con el único ropaje de mi piel, mis venas, mi sangre y mi ciudad, mi tierra, mi paisaje, que solamente supieran que me gusta pasear por el Retiro una tarde de domingo y que vivo en Madrid, o en cualquier otro lugar del mundo. Nada más.

*candil.

(Del ár. hisp. qandíl, este del ár. clás. qindīl, y este del latín candēla).

1. m. Utensilio para alumbrar, dotado de un recipiente de aceite y torcida y una varilla con gancho para colgarlo.

domingo, 24 de julio de 2011

OTRO ANUNCIO

Una semana para el comienzo de JUDÍOS, MOROS Y CRISTIANOS, la gran epopeya ciclístico-literaria del siglo XXI. Habrá piernas depiladas, villas medievales, crónicas escritas a uña de caballo, versos propios y ajenos, dos clásicos castellanos, banquetes silvestres y sustanciosos, simpáticos y olorosos lugareños, alguna moza garrida (casi seguro) y, sobre todo, lo que vaya deparando el milenario azar del camino...

Imagen de cabecera: Ignacio Zuloaga, Mujeres de Sepúlveda.

jueves, 21 de julio de 2011

ANUNCIO

Avance de LA ISLA, la transcripción literal de un diario manuscrito que me entregó hace pocas fechas un miembro de la Cruz Roja Internacional, buen amigo mío y que, conocedor de mis aficiones literarias, me recomendó que leyera. Después, le pedí permiso para irlo publicando en este blog en varias entregas, ya que a su autor no fue posible hacerlo por las razones que se verán. Adelanto un fragmento:

"Jueves, 15 de julio

Y así van pasando las horas, así van pasando los días, de la manera en que uno los narra para después recordarlo. Y para que usted lo disfrute. No me tenga compasión, por favor, eso nunca. No lo estoy pasando mal, no piense que por estar aquí perdido, lejos de todo, estoy viviendo un infierno. Usted sabe muy bien, como le dije algunos días atrás, que perderse en una isla desierta no es tan horrible como nos quieren hacer ver. Lea este cuadernillo como una novela, relájese y disfrute, en la medida de las posibilidades de que yo con mi pluma sea capaz. Quizá debería encajar este fragmento al inicio del diario a modo de introducción, algo así como unas Instrucciones de lectura de este diario verídico que puede y debe ser leído como una novela, pero no, para qué. Está bien donde está, ¿no cree usted?"

lunes, 18 de julio de 2011

¿ALGO MÁS QUE AÑADIR?

"Los otros nos obligan a ser siempre como ellos nos ven o como quieren vernos" (Enrique Vila-Matas)

domingo, 17 de julio de 2011

DÍA DE NADA

Así fue siempre y creemos que así seguirá siendo. No nos es necesario escarbar mucho en la memoria para revivir con asombrosa fidelidad el dolor que nos producían los domingos en nuestra infancia. La cosa no ha variado ni poco ni mucho. El domingo sigue provocándonos, rozando la treintena, la misma disnea, el mismo desasosiego vital. Las razones básicas son ahora las mismas que antes, y consisten en una crónica incapacidad de disfrute de nuestras horas de libertad, tan libres que llegan a ser nada en su paralización. Es ese compás de espera, esa conciencia de que fatalmente se acaba el fin de semana sin la posibilidad de quitar el ancla y lanzarse por los mares del "aquí y ahora" sin ambages. Porque nuestro cerebro es ante todo anticipatorio y no sabe, no quiere, ceñirse a la mera actualidad quizá por parecerle insustancial.

Ahí radica nuestro odio visceral por los domingos pero también nuestro amor ilimitado por el viernes y el sábado. Lo malo es que, adquirida con los años cierta conciencia para ver las cosas, esa nuestra rabia contra los domingos, lejos de atemperarse, se ha acentuado. El domingo deja de ser ese día siniestro en que mascábamos nuestra soledad oscura y preescolar. El domingo es ahora para nosotros mucho más -o mucho menos: es el símbolo de todo lo peor de la raza, esa que no sabe muy bien qué hacer con los domingos pero que los utiliza como algo muy suyo y muy trabajosamente consquistado a lo largo y ancho de generaciones. Lo que comúnmente se ha venido llamando como "dominguero" sin existir una definición precisa de lo que es. Tampoco nosotros la tenemos, y quizá es que el "dominguerismo" o el "dominguear" sea una actividad ya tan generalizada que viene a ser una actitud propia y consustancial a nuestra sociedad, sobrando definiciones y bastando con echarse a la calle un domingo y mirar lo que hay para comprenderlo.

El domingo tiene una faz tan distinta a la del resto de días de la semana que nos produce un terror no disimulado. La luz, qué duda cabe, es distinta, por no hablar de las calles, bares, restaurantes, parques, etc. Pero, sobre todo, el domingo es el día en que el burgués (verdadero y único dominguero que existe y puede existir; o sea, todos o casi todos) entra brutalmente en posesión de todo. Y decimos de "todo" porque no hay ámbito de la vida, ni siquiera el íntimo, en que el dominguero no mete sus hocicos. ¿Quién no ha visto violada su intimidad en domingo? Basta con pensar en las cenas y comidas familiares. El dominguero, que no sabe cuándo ni dónde, perdió su reino, y cree tenerlo en el domingo y no dudará en disputárselo a quien sea preciso; esto es, a quien se le ponga por delante. Muy pocos domingos para tantos reyes.

Los domingos, lejos de haber una relajación de los ánimos, un escaqueo de las costumbres, se da más que nunca el fenómeno de la masificación. Todo se quiere al instante, y los españoles somos mucho más celosos de nuestro ocio que del trabajo. Se quieren hacer tantas cosas en tan poco tiempo -estrecho recinto es el domingo- que al final termina por ser un día de nada. El domingo, lejos de ser un día sin reloj, es el paraíso de las prisas.

No saben, no sabemos muy bien los españoles qué hacer con los domingos. Tantas -o tan pocas- horas de inacción por delante nos desconciertan. Porque igual que lo mejor del amor está en el antes, en la anticipación, lo peor del miedo y del cansancio está en la víspera. Con ser el domingo víspera de todo, termina por ser día de nada.

viernes, 15 de julio de 2011

SOMBRA DE PALMERA

La sombra de palmera no es buena. Las palmeras no son de fiar, y quien quiera resguardarse del sol mejor que se busque otro árbol. Los álamos, por ejemplo. O los eucaliptos, los eucaliptos dan una sombra estupenda. La mejor de todas es la de las encinas, aunque bien es verdad que da un poco de miedo. La sombra de las encinas es demasiado sombría, sí. Le acongoja a uno el ánimo, no se sabe por qué, pero es así…

Hipólito pensaba en voz alta bajo la sombra de una palmera, la única que decoraba la plaza de la Piedra, la principal de la ciudad. Hacía calor, había entrado la canícula (comprendida entre el 15 de julio y el 15 de agosto) y la plaza, en su porción central expuesta al sol, sin un metro cuadrado de sombra, estaba desierta. Cuando llegaba el verano, Hipólito solía discurrir sobre los árboles y la sombra que daba cada especie, y había confeccionado una tabla con cada árbol que conocía y su sombra, clasificándolas por orden de calidad. La mejor, ya se ha dicho, era la de la encina, y una de las peores, según su tabla, la de la palmera. A su lado, dormitaba Tini, un Fox-Terrier que ya se le moría. Le había acompañado durante muchos años en su vagabundaje por las tierras de la comarca, pero ya no daba para más. A Tini le gustaba la palmera de la plaza de la Piedra e Hipólito sabía que deseaba morir bajo su escasa y traicionera sombra. Por eso estaba allí, para darle gusto a Tintín en su último momento, como homenaje al que había sido su único compañero fiel.

Hipólito aguantaba las ráfagas de ardiente sol que la desconsiderada sombra de la palmera dejaba estrellarse contra su cabeza. Todo lo hacía por Tini. Los días anteriores, cada vez que Hipólito tenía intención de buscar un lugar más agradable para pasar el día (a la orilla de un fresco arroyo a la sombra de los álamos, o bajo los soportales de la plaza de la Piedra, o a la puerta de la iglesia, donde lograba reunir una suma importante), Tini se ponía a sollozar hasta que le ablandaba. No quería apartarse ni un minuto de la palmera, consciente de que la muerte podía sobrevenirle en cualquier momento. E Hipólito, que, como decía él, aunque mendigo era sensible a los requerimientos de un ser vivo, se resignaba a pasar otro día de insoportable calor bajo la palmera de la plaza de la Piedra.

La decadencia de Tini era perceptible día a día. Llegó un momento en que dejó de comer, ni tenía fuerzas ni ánimo para roer los huesos de pollo que Hipólito le dejaba, tras haberlos roído él mismo a conciencia. “Venga, bonito, no te rindas, come un poco, come…”, le decía al oído, poniéndole el hueso en los hocicos. Pero Tini ya no reaccionaba, y sólo enderezaba una de las orejas cuando escuchaba el ladrido de una perra extendiéndose por la plaza.

Así pasaba Hipólito los días y las noches, esperando el desenlace fatal, sin querer moverse de allí no fuera a ser que Tini muriera durante su ausencia. Quería ante todo estar presente en ese momento, rezar un responso por su amigo y enterrarlo allí mismo, bajo la sombra de la palmera.

***

Un día calurosísimo Tini pareció recobrar algunas fuerzas. Hipólito, por el contrario, se sentía debilitado y veía borroso los soportales de la plaza, la iglesia, los bancos de piedra, las farolas y a las escasas gentes que pasaban a su lado y le dejaban una moneda. Estaba deshidratado. No había bebido en varios días, por no moverse del lado de Tini. Pero esta vez debía beber para salvar su propia vida. Miró a Tini, a quien vio recobrado, los ojos abiertos de par en par escrutando la plaza, la boca abierta y jadeante, las orejas alerta. Parecía como si, tras la agonía, quisiera captar y absorber toda la vida de la ciudad. “Tini bonito, no te apures, que ahora vuelvo. Voy a beber un poco de agua”, le dijo acariciándolo, y Tini lo miró como en los viejos tiempos, como cuando juntos recorrían los montes y las trochas, los cerros y las vaguadas, en busca de refugio y comida.

Seguro de que por unos minutos podía separarse de Tini, se levantó y echó a correr hacia la fuente, en la calle Azul, cerca de la plaza. Bebió hasta hartarse. El agua del monte estaba fresca y, bajo el chorro, veía el cielo azul brillante y los añejos edificios de la calle vueltos del revés. Aprovechó para limpiarse un poco y para refrescarse. Animado por el renacimiento de Tini y el suyo propio regresó a la plaza y a la sombra de la palmera. Allí estaba Tini, tumbado boca abajo, echando una siesta. Hipólito se sentó a su lado y, reconfortado, lo acarició. Tini no reaccionó, no respiraba. Estaba muerto. Inmediatamente rezó un responso y, cargando con Tini en las manos como si fuera un bebé dormido, recorrió algunas calles buscando una pala. Cuando la encontró (mejor dicho, la robó de una obra), regresó a la plaza y empezó a cavar bajo la sombra de la palmera. No había sacado dos paletadas de tierra cuando se le acercó un Guardia Civil: “Oiga, ¿qué hace?”, le preguntó éste, con tono autoritario. “Pues mire usted -dijo Hipólito mirándole a los ojos con toda la profundidad que el amor por su amigo le inspiraba-, quiero enterrar a este ser fiel y agradecido que hoy nos ha dejado; bueno, en realidad sólo me ha dejado a mí, su viejo amigo, su compañero del camino, pues nada más nos teníamos el uno al otro”. El Guardia Civil, ajeno por completo a la tristeza de Hipólito, le atajó secamente: “Eso no se puede hacer, váyase de aquí”. “Perdone usted, era su última voluntad…” “¿Su última voluntad? Qué lo dejó, ¿por escrito? ¡Ande, largo de aquí!”, y agarró el brazo de Hipólito que, con las lágrimas a pique de desbordársele, cayó al suelo. “¿No comprende, pero es que no comprende? Seguro que es usted un hombre caritativo y comprensivo. Es lo que él quería…”, decía, implorando al guardia desde el suelo. Al ver que no cedía, se levantó, le cogió por los hombros y lo zarandeó bruscamente. El guardia, al ver su autoridad cuestionada, se desembarazó de él con furia, lo tiró al suelo, cogió la pala y se ensañó con Hipólito, que, aunque en los primeros instantes se defendió, al final parecía feliz de reencontrarse tan pronto con su amigo…

***

Por las noticias que me han llegado, el Guardia Civil, cuya identidad no desvelaremos, fue encontrado días más tarde muerto, en medio del bosque junto a un arroyo, con las ropas destrozadas y el rostro deshecho, irreconocible. El pastor que encontró el cuerpo dijo que precisamente por los días en que el guardia debió de morir le llamó la atención la exaltación de los ánimos que percibió en los perros vagabundos de la comarca, y que, una tarde, vio una jauría corriendo endemoniada hacia ese mismo lugar, el último que vieron los ojos del asesino de Hipólito. Y los perros, dijo el pastor, parecía, por la forma en que corrían y ladraban, como querer vengar a un viejo amigo, a un compañero del camino…

miércoles, 13 de julio de 2011

LA MANCHA

Dicen que el chocolate es un sustituto del sexo. Dicen que el cacao contiene unas sustancias que estimulan al cerebro exactamente de la misma manera que cuando se hace el amor. Detenido delante del escaparate de la lencería, Fermín se inclinaba a pensar que eso era completamente falso. En todo caso, el chocolate lo que hace es reproducir con cierta fidelidad el antes y el después del acto, nunca el mientras. Pero de la misma manera que el chocolate, esa sensación la procuraba también el ver una puesta de sol desde la Atalaya del Rey o tomar un té en el Café Penumbra. Quién sabe si no era una trama de los fabricantes mundiales de chocolate para vender su producto. En realidad, todo el mundo actual se resumía en unos cuantos anuncios, perfecta metáfora de la nueva forma de sentir, de la nueva forma de actuar, de la nueva forma de ser y de estar. Fermín, resguardado bajo la marquesina de la lencería en aquel día de lluvia, miraba un sujetador de encaje negro, el más caro de todos. Y recordó que Tina tenía uno exactamente igual. Lo recordó porque, en la malva mañana del después, nada más despertar y mientras ella todavía dormía, se dedicó a oler con delicadeza su ropa interior. Y, al hacerlo, se dio cuenta de que el sujetador tenía una mancha de chocolate. Se preguntó cómo demonios había llegado hasta allí. La mancha estaba reseca, pero era chocolate, de eso no había ninguna duda. Llegó a la conclusión de que eran restos de una noche de pasión con otro hombre, pasión que, aquella vez con él (y bien lo sabía), apenas había existido. Fermín ni se inmutó ante un pensamiento que creía funesto, pero que no guardaba más que resignación y una espantosa indiferencia. Pensó en abrazar a Tina, desnuda bajo las sábanas, y besarla la nuca y el cuello y hacerlo otra vez, pero se dijo que ese forzado acto de reconciliación era inútil. No quería más farsas.

La mancha de chocolate en el sujetador le habían quitado las ganas de continuar la relación con Tina. Sentía casi repugnancia por aquel cuerpo moreno que durante los meses anteriores había deseado con ahínco. Se arrebujó de nuevo entre las sábanas y se colocó en posición fetal, mirando en dirección contraria a Tina, hacia la ventana. Intentó dormir, pero fue en vano. Desvelado, se dijo que debía salir de aquella casa antes de que ella despertara, así que se vistió con rapidez y procurando hacer el menor ruido posible. Para disminuir riesgos, terminó de vestirse en el ascensor, donde se abrochó la camisa y se la metió por dentro del pantalón, se puso los zapatos, se ajustó el cinturón y se puso el abrigo. Mientras tanto, se miraba en el espejo, un espejo oscuro, como todos los espejos de ascensor, y que remarcaba las facciones, las ojeras, las arrugas de la frente, la terrible oscuridad del rostro.

Ya en la calle, se dijo que era un héroe o, cuanto menos, un galán de cine, un malo despreciador de mujeres. Pensó en James Dean y en Un rebelde sin causa, película que había visto de adolescente y que, aparte de haberle fascinado, le había mostrado una forma de ser de la que abominaba. Y, casi inconscientemente, se alegró de que aquel actor, que en su recuerdo no había quedado como tal actor sino como el protagonista imbécil y presuntuoso de esa película, hubiera muerto joven. De haber seguido viviendo, habría protagonizado otras muchas películas iguales que aquella, y su odio hacia ese tipo de personajes y hacia sí mismo se habría acrecentado. Pero durante unos pocos minutos se vio con placer como uno de ellos, tras haberse ido de casa de Tina sin avisar y con un profundo desprecio hacia ella y hacia todas las mujeres del mundo. Aquella mancha de chocolate en el sujetador que bajo ningún concepto debía estar allí le había vuelto un James Dean cualquiera, un ser oscuro, misterioso, un crápula incurable y drogadicto de ojeras moradas y frente arrugada, exactamente igual que el que había visto reflejado en el oscuro espejo de ascensor del edificio de la casa de Tina.

Imaginó con una media sonrisa la reacción de Tina cuando despertara y viera que él no estaba y que ni siquiera había dejado una nota, que se había ido así, sin más. Eran poco más de las siete y media de la mañana y la brisa de las Montañas del Norte le cortaba la cara con suavidad, como si fuera una caricia fría de una nueva y preciosa mujer que había conocido, una de las muchas que como nuevo ser oscuro y misterioso se había cruzado en su vida. Pasó por delante de un escaparate y se miró. Se vio avasallador, imparable, a tono con la oscuridad de su mirada. Y se rio. Continuó andando y, en vez de irse a casa, se dirigió hacia la Atalaya del Rey. Poco a poco la ciudad iba desperezándose, y detrás de las Montañas del Norte un nuevo sol asomaba sus crenchas doradas. La Atalaya del Rey estaba en lo alto de un cerro, coronado tras una larga y pina subida. En su nuevo estado, se congratuló de tener que hacer aquel esfuerzo físico, primera prueba del poderoso Fermín. Según ascendía el valle del río Negro se iba desplegando ante su vista, con sus huertas humedecidas por el rocío de la mañana, sus barbecheras rubias, sus olmos y sus cipreses apretujados a lo largo del hilo de agua, que se deslizaba en suaves meandros. Al otro lado del río, las Montañas del Sur, secas y montaraces, ocultaban la vasta extensión de la meseta central. Fermín llegó a lo alto del cerro y se sentó en un banco, junto a la cruz del monumento de la Atalaya. Allí arriba, la brisa tibia y acariciadora de la ciudad se había transformado en un viento acre y abofeteador, así que se abrochó el abrigo y se abrazó a sí mismo. Cerró los ojos, y no vio más que a la pobre Tina desesperada sentada en la cama, mirando el hueco que él había dejado, indagando en las causas que le habían inducido a marcharse sin avisar. Con placer, la imaginó llamándole al móvil, y ello le hizo caer en la cuenta de que no había recibido ninguna llamada. Sacó el teléfono del bolsillo y vio que, en efecto, estaba encendido. Su nuevo ser oscuro y dichoso, el Fermín ingrato, violento y rebelde que había empezado a ser nada más salir de la casa de Tina, se desmoronó de golpe. ¿Se habría despertado ya? ¿O simplemente era que ella había sentido exactamente la misma indiferencia y repugnancia que sintió él al ver la mancha de chocolate en el sujetador? El latigazo que le recorrió la médula espinal le hizo abrir los ojos. No, se dijo, seguro que aún no se había despertado, lo mejor, el sufrimiento de Tina, estaba por llegar. Y volvió a la oscuridad.

En lo alto del cerro de la Atalaya del Rey el viento ululaba y despeinaba aún más el ya revuelto cabello de Fermín que, con los ojos cerrados de nuevo, entró en una modorra casi invencible. En aquel estado entre la vigilia y el sueño se le mezclaba la imagen de Tina con la suya propia, una imagen que hasta aquella mañana le hubiera parecido irreal, hija exclusiva de la imaginación; se veía a sí mismo sonriendo, mirando a una cámara como si le estuvieran haciendo una fotografía para la posteridad. En lo alto del cerro de la Atalaya del Rey vio de nuevo a Tina llorando, tomando su café mientras, con la mirada perdida hacia la lejanía, se asomaba a la ventana, por donde se deslizaban los primeros rayos del día, de aquel nuevo día que, también allí en la Atalaya del Rey, estaba naciendo ya.

Pasó un tiempo del que Fermín no fue consciente. Cuando abrió los ojos, el sol había recorrido ya una fracción de su trayectoria, y el valle del río Negro recibía las primeras luces tras la larga penumbra de la tarde y la noche. Algunos pájaros negros sobrevolaron un olmo, y un tractor profanaba el verde brillante y denso de una huerta. Se levantó y se asomó al mirador de la peña. Se dio cuenta de que habían retorcido y arrancado algunas barras del balcón, y pensó que aquello podía ser peligroso, que las autoridades debían actuar de inmediato y restaurarlo, pues sobre todo los niños corrían peligro de despeñarse barranco abajo. Instintivamente, se apartó, y con el corazón acelerado se dedicó a la contemplación del valle, de las Montañas del Sur, del cielo bostezador, del vuelo de las cornejas y los vencejos. Sintió pasos detrás de sí, y se sobresaltó. Cuando se dio la vuelta, vio a una anciana enlutada, de cabellos grises y estropajosos, que le miraba con ojos entreabiertos. “¡Ten cuidado, muchacho, ten cuidado! Que una mañana de hace veinte años mi marido estaba asomado a ese mismo balcón y un mal viento se lo llevó ladera abajo… ¡Ten cuidado!”, dijo esgrimiendo un dedo índice hacia el cielo. La anciana se alejó, y Fermín se sintió recorrido por un escalofrío. Dio otro paso atrás, ya definitivamente nervioso, presa de una ansiedad y un vértigo repentino que jamás había experimentado. Unos minutos después se tranquilizó y, poco a poco y sin apercibirse, fue acercándose al desvencijado balcón hasta apoyar la mano en una de sus escasas y oxidadas barras. Miró hacia abajo. La caída libre era de unos cincuenta metros. No habría forma de sobrevivir, pensó. No había nada a lo que agarrarse. Con semejante golpe la muerte sería instantánea, y ello lo tranquilizó unos momentos. El fondo del barranco emitía una especie de hondo quejido del que Fermín no podía sustraerse. Aquel abismo le llamaba, tenía algo de atrayente, era como si las voces de lo desconocido lo arrullaran con deliciosas promesas.

Pero no, se dijo. Aquello era horrible. Sintió un miedo atroz, y decidió irse a casa. Antes de moverse oyó pasos tras de sí, unos pasos todavía lejanos, pero que no obstante se acercaban lenta y parsimoniosamente. El latigazo que le recorrió la espalda le impidió darse la vuelta. Estaba paralizado. Era la anciana, estaba seguro, y la imaginó con su vestido negro hasta los tobillos, con sus cabellos grises y estropajosos, con su dedo índice apuntando hacia el cielo. ¿Querría vengar de alguna forma la muerte de su marido empujándolo a él?, se preguntó y, tras unos segundos de pavor, consiguió sacar fuerzas para volver la cabeza. Apenas le dio tiempo a ver un segundo el rostro de Tina que, con los ojos encendidos por las lágrimas, intentó empujarle. Fermín logró contenerla, haciendo toda la fuerza que pudo con los brazos y clavando el pie derecho al borde del precipicio. Tuvo suerte, porque lo apoyó en una piedra porosa, no resbaladiza. En ese mismo momento fue consciente de que quedó a unos pocos centímetros de despeñarse. Pero Tina, endemoniada, enloquecida, la vena de la frente palpitante, unas gotitas de sudor corriéndole por el bozo, el aliento rápido, tibio y perfumado, siguió forcejeando. Tenía fuerza, una fuerza que él (y aún ella misma) desconocía. La lucha fue breve. Ella se abalanzó sobre él, éste la esquivó y ella se precipitó barranco abajo en un vuelo mortal. Su grito se fue debilitando paulatinamente, como si estuviera siendo tragado por la tierra.

***

Fermín no la vio caer y dejó de oírla antes de que chocara contra el suelo. Había despertado y, sobrecogido, se levantó del banco y se asomó al destrozado balcón. Al fondo del valle no había ningún cuerpo. Miró a un lado y a otro, buscando a la vieja. No había nadie. Se dijo que era un estúpido, que estaba buscando los cuerpos de un sueño, y se sonrió. Poco a poco se fue tranquilizando, y recordó con repugnancia a James Dean, y el oscuro espejo del ascensor, y su propio rostro oscuro reflejado en el escaparate, y la mancha de chocolate en el sujetador. Sacó el móvil del bolsillo, esperando encontrar una llamada o un mensaje de Tina. Nada. Su pantalla permanecía vacía de nuevos avisos, lo cual le desasosegó. Lo guardó de nuevo, miró hacia la lejanía, suspiró largamente y echó a andar cerro abajo, hacia la ciudad.

La jornada había arrancado, los transeúntes pasaban por su lado como una centella, los coches, los autobuses, los taxis, las motos danzaban frenéticamente sobre la pista de asfalto. La quietud de las siete de la mañana no era más que un vago recuerdo. Recorrió las mismas calles que unas horas antes lo habían llevado de casa de Tina a la Atalaya del Rey, pero a un ritmo mayor, acorde con el tráfago que lo rodeaba. Llegó al portal de Tina y subió a la casa. Se miró en el espejo del ascensor, y volvió a verse oscuro y arrugado, y sintió un temblor. Decidió apartar la mirada de su propio reflejo, que aquella mañana lo trastornaba. Salió del ascensor y abrió la puerta de la casa con cuidado, con el mismo cuidado de cuando se vistió para poder escaparse sin que ella lo viera. Se preparó para las explicaciones, para los lloros, para los reproches. Cuando entró en la cocina, vio a Tina tomando su café y mirando por la ventana con los ojos perdidos hacia la lejanía y con el rostro embadurnado por los rayos del sol. Pero no lloraba, sólo sonreía. “Se te olvidó subir el pan, tonto”, dijo, y él, haciéndose el olvidadizo, la besó en la boca.

Extrañamente, sus labios no sabían a café, sino a chocolate.

lunes, 11 de julio de 2011

VIENTO DE PONIENTE

Se asomaba a la ventana siempre que podía, normalmente cuando estaba solo. Sobre todo su madre era inflexible. Lo que tenía que hacer (y se lo decía con un tajante y amargo tono de voz que sumía a Abelardo en una momentánea pero profunda tristeza) era guardar cama, no hacer esfuerzos, no coger frío. No era porque ella lo dijera ni porque quisiera amargarle la vida, sino simplemente porque el médico así lo había ordenado. Y la madre de Abelardo creía legitimar su insistencia con esta razón irrefutable. Pero Abelardo, harto de aquel carísimo colchón comprado para la convalecencia que a fuerza de contactar con su cuerpo le parecía que se había vuelto de pedernal, harto de aquellas sábanas aterciopeladas que le producían dentera, iba a la ventana siempre que podía. Y, apoyado en el alféizar, se deleitaba con el hormigueo de su calle, que hacía tantos meses que no pisaba. Miraba con un extraño y sosegador placer el latir de la vida cotidiana de aquel pequeño rincón de la ciudad, y cualquier suceso mínimo le distraía como si viera una película o una serie de televisión. El simple hecho de observar a una señora cargada con las bolsas de la compra, o a Emilio el ferretero apoyado en la puerta de su negocio fumando un pitillo y mirando, como él, lo que había de mirarse, o a sus compañeros de clase Adolfo, Daniel y Pellejo caminando alegremente por la acera de enfrente después de salir de colegio, era para él la mejor de las historias del mundo, que solamente abandonaba si la tos le acometía con más violencia de lo normal, pues entonces sabía que su madre le iba a reprender.

Normalmente se libraba de las regañinas porque el crujido del parquet del pasillo delataba el paso del que se acercaba a la puerta de su habitación, dándole el tiempo suficiente para cerrar la ventana y meterse en la cama. Con esta señal de aviso a la que su oído se había adaptado a la perfección, Abelardo conseguía apurar los ratos asomado a la ventana. Por la mañana le agradaba especialmente aspirar el aroma del Jardín de las Plantas, ensanchar sus pulmones enfermos y sentir la fragancia de los rosales y los enebros, del espliego y los plátanos de sombra. Y, sobre todo, se alegraba, hasta entrar en una especie de trance provocado por las evocaciones, cuando detectaba en la limpia atmósfera matutina el tibio, puntual y pasajero olor de los cerezos.

Abelardo lo recordaba a menudo. Un año atrás, una tarde de primavera, después de haber salido del colegio y tras haber insistido con envidiable persistencia, consiguió convencer a Athenais (la chica escocesa que tenía a la clase enloquecida) para que le acompañara al Jardín de las Plantas. “¿Para qué?”, preguntó ella con su acento inglés y frunciendo el ceño. Abelardo no supo qué contestar, y se limitó a decir que le acompañara, que ya lo vería. Athenais accedió y, entre las risas y envidias de Adolfo, Daniel y Pellejo, se dirigieron en un cortante silencio hacia el jardín, a apenas trescientos metros del colegio. Cuando Abelardo entró por la vieja y monumental puerta pensó que estaba cumpliendo un sueño perseguido durante todo el curso y empezó a rememorar lo que imaginaba de ir un día con Athenais al Jardín de las Plantas. Y lo que imaginaba era tremendamente parecido a lo que estaba viviendo y, al mismo tiempo, sin nada en común. Caminando al lado de Athenais, Abelardo no sabía a qué se debía esa confusión de sentimientos, que hacía que los recuerdos de lo que imaginaba le llegaran velados y como en sueños, en ese vaporoso límite entre lo real y lo imaginario. Miraba de reojo a Athenais y se decía que sí, que estaba con ella caminando a su lado en un lugar soñado, que la tenía a apenas unos centímetros, pero no sabía por qué la seguía viendo como una diosa muy lejana, mucho más lejana que cuando la imaginaba yendo allí con él.

Pronto se dio cuenta de que aquella confusión se debía a su estado de nervios, que no le permitió enlazar dos frases acertadas. Todo lo que dijo le sonó tonto y vulgar. Athenais se reía, pero apenas hablaba, sólo reía, dejando mostrar sus dientes apenas recién entrados en la adolescencia, con los incisivos un poco separados. Abelardo la miraba reír y no sabía si que se riera era bueno o malo. En realidad, Abelardo no sabía en aquel momento nada. Y mejor que fuera así, pensó mientras miraba con nostalgia desde la ventana el Jardín de las Plantas, mejor no ser excesivamente consciente en el momento de que uno es feliz, como recordó haber leído en un libro en sus largas tardes invernales de reposo en cama.

A esa hora de la tarde, el Jardín de las Plantas crepitaba de vida, de juegos infantiles, de cálidos arrumacos, de blandos paseos familiares, de risas y sonrisas alborotadas bajo el dulce sol primaveral que se estrellaba contra los exuberantes árboles. Y ese torbellino de actividad (en un lugar en el que no obstante no pasaba nada) azaró un poco más a Abelardo. Se preguntó para qué la había llevado allí y se lamentó de que toda esa gente lo pasara en grande y disfrutara del momento y se sintiera plena y rebosante mientras él, inmerso en su sueño dorado, no sabía qué hacer ni qué decir. Athenais miraba los árboles, los setos y las plantas del jardín con curiosidad quién sabe si fingida o sincera. Tras media hora de paseo en que las palabras cayeron en un desesperante goteo, se fijó en un cerezo, se dirigió hacia él, observó con asombro su copa de nieve rosa, se dio la vuelta, miró a Abelardo y le dijo: “si me consigues una cereza te besaré”.

El cerezo despedía un olor dulce e intenso, como el que, empujado por el viento de poniente, le venía cada mañana de primavera mientras se asomaba a la ventana de su habitación, como el que estaba sintiendo precisamente en el momento en que recordaba aquella tarde con Athenais en el Jardín de las Plantas. Era sólo un momento, no más de dos segundos, lo suficiente para que le penetrara por todo el cuerpo y no le abandonara hasta el día siguiente. Con sólo esos dos segundos al día de aroma de cerezo ya era feliz. Cuando escuchó lo que le dijo Athenais, se sintió grande, se sintió vencedor. Sólo era necesario alcanzar una de los cientos de cerezas que colgaban del árbol, y los labios de Athenais, los primeros labios que iba a probar en su vida, serían suyos. Pensó que seguramente supieran a cereza. Y lo pensó por el sencillo parecido que encontró entre la textura y color de una cereza y los labios de Athenais. La miró, trazó una sonrisa de autocomplacencia, miró la copa del árbol y dijo: “esto es pan comido”. Veía las cerezas y el beso cerquísima, literalmente al alcance de la mano casi sin necesidad de alargar el brazo.

Se subió a un banco que estaba a la sombra del árbol y, desde el filo del respaldo, dio un salto. Se sorprendió al comprobar que se había quedado bastante lejos, unos cuarenta centímetros, de la cereza más cercana. No se desilusionó, y pensó que, para la primera tentativa, no estaba mal. En el segundo, se dijo, seguramente me acercaré; pero en el segundo intento se quedó más lejos, y más lejos aún en el tercero. Cada vez que saltaba, la cereza más cercana (la cereza que, ya lo había comprendido, era la única de los centenares que había que estaba a su alcance) parecía alejarse de su mano, parecía que volaba hacia el cielo como un diminuto globo aerostático. Tras una docena de intentos, y con las piernas ardiendo por los repetidos esfuerzos explosivos, la frente sudorosa y las mejillas y la frente arreboladas, desistió. Comprendió que Athenais, que miraba a Abelardo de pie bajo la rosada sombra del cerezo, se le había alejado definitivamente aquella tarde. Lo comprendió íntimamente, con una certeza fatal. Los labios de Athenais, suaves y aromáticos como la cereza que no pudo alcanzar, no serían suyos. Ni aquella tarde, ni quién sabe si nunca.

Apoyado en el alféizar recordaba ahora punto por punto todos los pormenores de aquella tarde con Athenais en el Jardín de las Plantas. La ráfaga de aroma de cerezo ya había pasado, y sabía que no volvería hasta el día siguiente. Tosió una vez, con aquella tos bronca que anunciaba un inminente ataque violento. No le importó, no quería separarse de su ventana ni dejar de ver las copas de los árboles del jardín, que se apretujaban ahí enfrente en un denso y callado verdor. La mañana era hermosa, tan hermosa que hacía daño a la vista. Pensó en el curso perdido, en sus amigos, en Adolfo, en Daniel y en Pellejo; pensó en Athenais, y en su risa mientras caminaba con él, y en sus labios, y en su propia turbación al verse, al sentirse como fuera del tiempo y del espacio junto a ella; y pensó que seguramente estuviera enamorada de otro, como lo estuvo de él un año antes. Y, con la mente sacudida por todas esas imágenes, lloró. Escuchó pasos en el pasillo, pero ni pudo ni quiso reaccionar. Alguien abrió la puerta, con cuidado, como intuyendo que violaba un momento íntimo. “Hijo, ¿qué haces ahí? Venga, cierra la ventana y túmbate, que hoy corre aire”, dijo la madre de Abelardo con un inusual sosiego. Abelardo se dio la vuelta, miró a su madre, que no dijo nada, y se metió en la cama. “Sécate esas lágrimas y ponte guapo, que tienes visita”, dijo cuando Abelardo estuvo tapado con la colcha, y salió.

Abelardo sintió como si un nido de culebras se revolviera en su doliente pecho. Pero, sobre todo, sintió una certeza, la misma de cuando comprendió que Athenais no sería suya la tarde del Jardín de las Plantas, sólo que en esta ocasión no era una certeza fatal, sino algo que crecía en su pecho y que le expandió los pulmones como si jamás hubiera estado enfermo; y, pocos segundos después, esa certeza se transformó en aroma de cerezas y de labios rojos y brillantes entrando por la puerta.

viernes, 8 de julio de 2011

LA COPA DE DON JUSTO

Don Justo era un hombre de costumbres férreamente supeditadas al ritmo de un macizo y reluciente reloj de pulsera que le había regalado su difunta esposa en su luna de miel, cuarenta y tres años atrás. Depositario de una sustanciosa herencia, sin hijos y sin familia, tenía plena libertad para hacer lo que quisiera, y esa libertad le había permitido crearse una rutina inamovible. Se acostaba y levantaba siempre a la misma hora, sin importar la estación del año en que se encontrara, hacía sus necesidades en el mismo instante, empezaba y terminaba de desayunar en el mismo minuto y el mismo segundo, leía el periódico exactamente en el mismo lapso y comía todos los días a la misma hora el mismo menú en el mismo restaurante, donde Gregorio, el amable encargado, le tenía preparada la mesa con el gazpacho y la jarra de agua servidos, allí en la esquina, en la penumbra. Por la tarde, se echaba una breve siesta, de veintitrés minutos, y después agarraba Cien años de soledad, que era el único libro que leía una y otra vez. El primero de cada mes a las seis de la tarde, sin falta, visitaba la tumba de su mujer y decía un responso. Pero la costumbre que más placer le proporcionaba a Don Justo era la de salir a pasear por el pueblo todos los días a las nueve y catorce minutos de la noche, lloviera, helara o nevara, para regresar a casa a las diez y treinta uno tras haber recorrido las mismas calles. Lo más curioso es que Don Justo no necesitaba mirar el reloj antes de realizar todas estas puntualísimas actividades. Le bastaba con seguir los dictados de su fisiología y su percepción del paso del tiempo, su reloj biológico, para no variar en un solo minuto sus costumbres. Tantos años de soledad le habían proporcionado una capacidad asombrosa de hablar consigo mismo, de sentirse, de auto contenerse, hasta el punto de que esa comprensión de sí mismo se había hecho mecánica, sin necesidad de esfuerzo alguno de la mente. Puede decirse que la vida de Don Justo fluía, y lo hacía con la precisión de los astros. Nunca naturaleza y hombre han estado tan estrechamente unidos, nunca una voluntad ha estado tan anulada por los propios designios de la Creación. Don Justo era como la Tierra que gira milimétricamente alrededor del Sol, o como el cometa Halley, que pasa cada setenta y seis años cerca de nuestro planeta, y del cual se puede predecir su trayectoria exacta.

Y así pasaban los días, así pasaba la vida de Don Justo, con la precisión de la Creación. Gregorio solía decirle entre risas que era más preciso que su reloj de pulsera, y que los organismos científicos internacionales debían calibrar sus relojes atómicos tomando su rutina como referencia. Don Justo respondía a esa broma, que se repetía día tras día a la hora de comer con la misma puntualidad de la que Gregorio se burlaba (habría que decir que, en el fondo, llegaba a admirar a Don Justo), con una risa perfectamente medida, una risa remarcada con el mismo ademán, el mismo leve gruñido, la misma inflexión del párpado, que cerraba los tristes, ausentes ojos de Don Justo, exactamente en el mismo ángulo.

Una de las cosas de las que más se enorgullecía Don Justo era de su abstinencia. No había probado una gota de alcohol desde la primera comunión. Y, aun así, Don Justo insistía a los parroquianos del restaurante en que ni siquiera aquella vez ingirió el líquido, pues se limitó a mojar los labios, con gesto de asco. A pesar de que el alcohol no tenía presencia física en la vida de Don Justo (ni siquiera tocaba las botellas de cerveza o licor, tal era la repugnancia que le causaba), sí operaba en cierta manera en su conducta, pues solamente el hecho de vanagloriarse de su abstinencia le hacía pensar en el alcohol y, sobre todo, imaginar con pavor qué le pasaría si, un día, probaba un sorbo. El hecho de que esos pensamientos existieran en la cabeza de Don Justo (y Don Justo también era constante y preciso con sus pensamientos) le había acostumbrado a la presencia del alcohol en el mundo y, sin él advertirlo, el alcohol, a pesar de rechazarlo y censurarlo con todas sus fuerzas (o quizá por eso mismo) había horadado una profunda huella en su espíritu.

Tampoco de ello, como de nada, era Don Justo consciente. La rutina perfectamente medida le había llevado a pensar que sólo aquello que hacía era lo posible, lo verosímil. Solamente aquello y nada más: su desayuno, su periódico, su menú, su restaurante, su libro, su visita al cementerio cada primero de mes, su paseo nocturno por las mismas calles. Y su fijación por el alcohol, a pesar de no haberlo probado jamás. Ese era el universo de Don Justo, un universo completo, cerrado, del cual no era posible salir, simplemente porque no era concebible pensar en la existencia de otros universos. Hacerlo era un perfecto absurdo, algo así como una aberración física.

Tal regularidad había conferido a Don Justo una verdadera salud de hierro. No se le conocían enfermedades, por leves que fueran. Nadie en el pueblo vio jamás a Don Justo con un catarro, ni tosiendo, ni sonándose la nariz, ni le oyó quejarse del estómago, ni de la espalda. Caminaba con agilidad y sin fatigarse. Hacía más de treinta años que no pisaba una consulta médica y no había estado en un hospital nada más que en las últimas horas de su esposa. Don Justo atribuía su robustez a la abstinencia, así como su envidiable lucidez mental. Era capaz de recitar de memoria, sin un solo error, capítulos enteros de Cien años de soledad. Claro que no lo hacía, ¿para qué?, si apenas tenía con quien hablar, fuera de Gregorio y los parroquianos del restaurante, de los cuales ninguno era tan fiel y puntual como él. Don Justo había tomado al silencio como su más cara e insobornable divisa. No abría la boca más que para dar las buenas tardes a Gregorio y sus compañeros y para comentar el Telediario del mediodía que ponían en la televisión del restaurante. Como ninguna noticia le parecía bien, apostillaba con la frase “vivimos en un mundo de borrachos. El alcohol tiene la culpa de todos los males del mundo. Si el alcohol no existiese, esto sería una Arcadia”. Y remarcaba la palabra Arcadia, leída en su libro predilecto. Cuando salía algún político hablando, dejaba de comer y, con la cucharada de gazpacho suspensa en el aire, se quedaba mirando a la pantalla, entornaba los párpados y decía: “si es que se le nota que se acaba de meter para el cuerpo un lingotazo, si es que se le nota… Así dicen los políticos todas esas tonterías”, y seguía comiendo con la delectación de siempre.

Gregorio y los parroquianos, que ya conocían de antemano lo que Don Justo iba a decir, se miraban y se reían. “¿Una copita de vino, Don Justo?”, gritaba con sorna Gregorio desde la barra, a lo que Don Justo ni siquiera contestaba, centrado en su comida. Si había algo que turbaba mínimamente el ademán de Don Justo, además del alcohol, eran las mujeres. Y, al contrario que el alcohol, sí las había “probado”, como decía él. Claro que sus conquistas, sus noches de pasión, sus veladas mágicas, habían quedado muy atrás. Pero no era capaz de resistirse a volver la cabeza cuando se cruzaba con una belleza, a la que simplemente miraba alejarse con los ojos pintados por la nostalgia de lo que se va para no volver. Tampoco tenía pretensiones de nada, y en realidad seguía adorando a su mujer.

Así, con precisión matemática, transcurría la vida de Don Justo a lo largo del tiempo envarado. Una noche, a las nueve y catorce minutos, salió de casa para el preceptivo paseo por las calles de siempre. Conocía cada grieta de la acera, cada chicle pegado, cada bache del recorrido, y disfrutaba anticipando cada uno de esos pequeños accidentes del terreno, que no habían variado en los últimos quince o veinte años. Los trataba ya casi como a viejos conocidos e incluso los saludaba y, con alguno al que había tomado especial cariño, mantenía pequeños coloquios mentales. Aquella noche, sin embargo, se vio sorprendido al ver que una de las calles por las que transitaba en su paseo diario estaba cortada. El Ayuntamiento había decidido cambiar las aceras y asfaltarla, y el piso estaba todo levantado y cercado por vallas amarillas y señales de “precaución” y “prohibido el paso”. Aquel imprevisto dejó a Don Justo pensativo y anonadado, petrificado a la entrada de la calle, sin saber qué hacer. Volver atrás y regresar a casa habría sido claudicar, así que, tras unos minutos de honda reflexión, decidió tomar otra calle con el fin de que su paseo y su rutina variasen lo menos posible. Don Justo sintió algo así como un tósigo invadiéndole el estómago y una olvidada sensación de pánico, de miedo a lo desconocido. Don Justo, que desde hacía décadas de absoluta felicidad desconocía el significado de la palabra incertidumbre, se había encontrado con ella de sopetón.

Temeroso, echó a andar por la calle paralela, una calle adyacente a la que transitaba cada noche, pero que no conocía. Para Don Justo, aquella calle suponía todo un mundo nuevo. Si él siempre caminaba mirando hacia el suelo, delectándose en sus grietas y chicles pegados y siempre con una media sonrisa de perfecta dicha, ahora no podía dejar de mirar a las casas de la calle desconocida (una calle vulgar, sin nada de particular), con los ojos abiertos, alucinados. Sentía una especie de quemazón en el vientre y una extraña palpitación en las sienes. Se fijó en una mercería, una tienda de golosinas y otra de ordenadores. Le pareció todo extraordinario. “¡Y todo esto existe aquí, en el pueblo!”, pensó con infinito asombro. Avanzó lentamente por la calle solitaria, con el corazón exaltado, el cerebro en estado de inaudita excitación y, para los que lo vieran, como si estuviera presa de la fiebre o borracho. Caminaba en zigzag, sin bracear, sin fijar la mirada en un lugar concreto. Don Justo, al entrar en la calle desconocida, había sufrido una transformación terrible. A la puerta de una taberna, un grupo de obreros de los que trabajaban en la calle paralela y que celebraban bebiendo cerveza la conclusión de la jornada laboral, al verlo en tal estado le dedicaron una serie de frases de mal gusto, al tiempo que, medio en broma medio en serio, le convidaron a unirse a ellos. Don Justo los miró con los ojos fuera de las órbitas. “Cuidado, está loco”, dijo uno al ver que Don Justo se les acercaba con paso rápido, la boca abierta, las cejas arqueadas. “¡Madre mía abuelo, cómo va usted! ¡A su edad no es bueno beber tanto! Ja, ja, ja…”, dijo otro, y todos rieron al unísono con una brutal carcajada.

Don Justo no hizo caso a estas palabras, que le parecieron absurdas, tan absurdas como la calle que acababa de descubrir. Se detuvo delante de la puerta de la taberna y miró al interior. Acodada en la barra vio a una mujer preciosa, de unos veinticinco años, con una copa de licor de color de bronce en la mano, del que bebió un sorbo. El líquido se deslizó suavemente entre los carnosos y rosáceos labios de la mujer. Los hielos flotaban en ese precioso magma con ligereza y sensualidad. Don Justo quedó absorto en la visión conjunta de la copa y la mujer, y le pareció la estampa más bella que jamás había visto. La mujer hablaba animadamente con un tipo guapo y atildado, que bebía un gin-tonic. Se veía que conectaban, que lo estaban pasando bien, que disfrutaban de la compañía, que se gustaban. Los ojos de ambos brillaban, exactamente igual que los hielos de las copas. De repente, sintió un golpe en la espalda, propinado por uno de los obreros que, borracho, le gritó: “¡mírale! ¡No te enamores abuelo, no te enamores! Ja, ja, ja…” Don Justo volvió a ignorar a los obreros y, presa de una repentina urgencia, entró en la taberna, se acercó a la barra y pidió “exactamente lo mismo que está bebiendo la moza”. Era licor de almendra. El camarero miró a la mujer, que se reía mientras contemplaba la facha de Don Justo que, más que el señor grave, solemne y respetable que era antes de entrar por primera vez en aquella calle, parecía un mendigo loco.

Don Justo sujetó la copa de licor de almendra entre las manos, la miró desafiadoramente, la agitó y bebió un sorbo. Después, la apuró de un golpe. No pudo evitar arrugar el rostro cuando sintió el ardor en la garganta y el esófago. Pidió otra, que tomó de una vez, y luego otra. Y otra, y otra más. En ningún momento apartó la mirada de la mujer, que a su vez clavaba sus profundos y negrísimos ojos en él, riéndose, al igual que el hombre guapo que la acompañaba, a carcajada limpia. Cuando ella se fue, Don Justo también salió de la taberna, miró por última vez a su fugaz enamorada, que se alejó con su acompañante de la mano y, llorando y tambaleándose, empezó a caminar por las callejas oscuras, en dirección al puente de las Ánimas (se llamaba así por la cantidad de personas que se habían suicidado allí tirándose al río), a las afueras del pueblo.

***

Al día siguiente, Don Justo no fue a comer al restaurante de Gregorio que, como siempre, le tenía preparada la mesa del rincón en la penumbra con su jarra de agua y su gazpacho de primer plato. Al ver que, un minuto después de la hora a que Don Justo entraba por la puerta, éste no había venido, se dijo: “este hombre ha muerto”. Lo comentó con los parroquianos que estaban aquel día, que no tuvieron ninguna duda de la muerte de su amigo. “Sí, es seguro que Don Justo ha muerto”, dijo uno. “Sí, sí, seguro”, zanjaron los demás. Gregorio fue a la mesa del rincón, retiró el plato de gazpacho, la jarra de agua y el vaso vacío, quitó el mantel, limpió la mesa en cueros con una bayeta y siguió trabajando.

La muerte de Don Justo se tomó como algo natural que no alteró ni el ambiente ni las costumbres del restaurante. Solamente de vez en cuando salía el nombre del difunto, sin una sola inflexión o quiebra en las voces que denotara nostalgia o pena, y se comentaba la cruel ironía del destino de que alguien muriera súbitamente sin haber tenido ninguna enfermedad, ningún achaque, sin haber fumado, sin haber bebido. “¡Tanta preocupación para qué!”. “¿De qué le ha servido a ese buen hombre no probar el alcohol, de qué, a ver, de qué?”, decía uno, y los demás se encogían de hombros. Ninguno se preocupó de enterarse de cuándo era el entierro, y sólo días después uno de ellos dio la idea de, la tarde que todos pudieran, visitar el cementerio, buscar su tumba y depositar un ramo de crisantemos con el mensaje “Tus amigos los parroquianos no te olvidan”. Todos aceptaron, sin entusiasmo, sin dejar de mirar con ojos turbios y ausentes la televisión, donde daban el Telenoticias.

La vida en el restaurante y en el pueblo siguió con su angustiado y lento devenir, sin nadie que llorara la pérdida del paseante solitario y silencioso, sin nadie que echara de menos la ausencia de aquel extraordinario talento de la costumbre y la puntualidad. La gente siguió como hasta entonces, replegada sobre sí misma, viendo pasar los días, las horas paralizadas, saludando a las lluvias del otoño, maldiciendo los fríos de diciembre, despreciando las exuberancias de la primavera y arrugándose al sol del verano. El pueblo decaía indiferente a su propia decadencia, y el tiempo pasaba siempre igual, sin irregularidades, como un homenaje inconsciente al hombre muerto.

La propuesta del parroquiano de visitar un día la tumba de Don Justo cayó en el olvido, así como el propio Don Justo, en quien, apenas transcurrido un año de su muerte, nadie en el restaurante pensaba ya.

***

Pasaron dos años, dos años que cayeron como losas sobre el pueblo. Era un hermoso día de invierno, un día normal, un día más de los muchos que habían pasado desde la muerte de Don Justo. El restaurante estaba vacío, y Gregorio limpiaba unos vasos detrás de la barra, mientras miraba la televisión, donde daban el Telenoticias. “¡Buenas tardes!”, dijo alguien que acababa de entrar. “¡Buenas tardes! ¿Qué va a ser?”, dijo Gregorio sin dejar de mirar la televisión. “Una copa de licor de almendra, por favor. Con mucho hielo, si puede ser”. Gregorio preparó la copa con los hielos y se dio la vuelta para buscar la botella de licor de almendra. La encontró, la abrió con movimientos de profesional de la hostelería y comenzó a derramar el líquido, que se escurría como una catarata de bronce entre los hielos (brillantes como unos ojos amorosos), cuando alzó la vista y miró por primera vez a quien tenía delante. Dio dos pasos atrás, aterrado, hasta que chocó con la estantería donde tenía las botellas, que se tambalearon. La botella que tenía en la mano quedó tumbada en la barra, con el licor de almendra derramándose. “¡Don Justo! ¡Es usted! Yo le creía…”, balbuceó. “No te asustes, Gregorio, no te asustes. ¡Ni que hubieras visto un fantasma!”, cortó Don Justo, sonriendo, mostrando una blanquísima dentadura.

El aspecto de Don Justo era magnífico. Había rejuvenecido, se le notaba más robusto, rebosante de salud y simpatía, con la piel brillante, curtida por el sol. En cada mano llevaba una maleta, que soltó y puso en el suelo, junto a la barra. Lo que más llamó la atención de Gregorio es que sus movimientos destilaban ligereza, como si Don Justo se hubiera liberado de algo que lo maniataba, como si de robot o máquina hubiera pasado a ser animal viviente, con su animación, su espontaneidad, su esencia impredecible. Vestía juvenilmente pero sin afectación e iba acompañado de una mujer madura, de grandes ojos azules, que en otro tiempo debió de ser una belleza extraordinaria y que aún era muy guapa. Sonreía amplia y sinceramente, al igual que Don Justo.

“Bueno qué, ¿qué tal le va la vida?”, dijo Gregorio para intentar salir de la turbación que le causaba la presencia de alguien al que consideraba muerto desde hacía dos años y de aquella belleza madura que le extasiaba y que le ponía tan nervioso o más que el propio Don Justo. Cayó en la cuenta de que la botella, tumbada sobre la barra, se había vaciado, así que la apartó, limpió y secó la barra, abrió una botella nueva del mejor licor de almendra que tenía, preparó tres copas con relucientes hielos y, cuando estuvieron llenas, cada uno elevó la suya al aire. “¡Y yo que creía que usted no bebía, Don Justo!”, dijo Gregorio sonriendo, y brindaron por la vida.