Todos lo hemos vivido en nuestras propias carnes alguna vez. Todos hemos sido protagonistas involuntarios de esa película tragicómica del “¿a qué se debe?” que en ciertos momentos se rueda en el plató eterno de nuestra vida. Otros lo llaman “día aciago”, “día de perros”, “levantarse con el pie izquierdo” o, más tópicamente aún, “si lo sé, hoy no me levanto”. Nosotros preferimos darle el título de “¿A qué se debe?” por la carga lírica y fatal que siempre tiene una pregunta, por la indefensión en que nos coloca una frase puesta entre dos signos de interrogación. Todos nos preguntamos todo, y lo malo es que a veces no nos podemos responder. El “¿A qué se debe?” es una de esas preguntas retóricas en las que hay que partir de la imposibilidad de satisfacción de nuestras dudas.
Partamos, pues de la base de que no existe respuesta. No debe esta nimia circunstancia hacernos caer en el error de abandonarla sin intentar penetrar en sus resortes. ¿A qué se debe? Nos despertamos como siempre, incluso diríamos con un ánimo inusual, por bueno. Hemos dormido horas suficientes y de un tirón, miramos por la ventana y el sol desparrama sus mieles por nuestra ciudad. Una sonrisa estúpida se nos dibuja en la cara. Es al ir al baño cuando empezamos a preguntarnos: ¿a qué se debe? La pasta de dientes está agotada y nadie se ha dignado a tirar el tubo exánime a la basura. ¿Cómo enfrentarse al cruel mundo sin ese sabor mentolado en la boca? Es igual, vamos a desayunar. Abrimos el armario y advertimos que esas nuestras amadas galletas que nos dan esos primeros y fundamentales átomos de energía han sido devoradas por el padre, por el hermano, por el perro, puede que por nadie. Buscamos pan. Del día, no hay, y Bimbo, tampoco. ¡Tragedia! ¿Fruta? Ayer fue domingo y todo estaba cerrado. Sólo una pera medio podrida adorna el mísero bodegón de nuestra casa. ¿A qué se debe? Un cartón de leche vacío yace en el fondo de la papelera, y un escalofrío nos recorre el cuerpo. Nuestras sospechas se confirman: no hay más. En nuestra busca diaria de la proteína de calidad buscamos un poco de fiambre, ¡algo es algo! Un trozo de jamón cocido medio arrugado de extraño color y aroma asoma el bracito por entre una bola de papel de aluminio. Podría comerse, pero el riesgo de gastroenteritis nos echa para atrás. Lo dejamos. El tiempo se va agotando, y habrá que salir de casa sin desayunar.
No sin un ímprobo trabajo encontramos la ropa, no la que queríamos —pues esa, ¿a qué se debe?, está sin lavar desde el viernes—, y, después de echarnos para el gaznate un chicle de menta, salimos de casa a toda prisa, tropezando con puertas y muebles. Miramos el reloj: ya vamos tarde. En el ascensor nos cruzamos con esa señora tan irritante que siempre nos pregunta por la novia que no tenemos y los estudios que no hemos terminado, y que hoy está lucida.
—Tienes mala cara hoy, chico —nos dice.
—¡Se habrá dormido mal! —contestamos forzando la sonrisa mientra nos miramos al espejo del ascensor. Lo peor es que la señora tiene razón. Horrorosas ojeras adornan nuestros ojos y nuestro peinado es extrañísimo, inusualmente revuelto y levantado. Parecemos un dandi de los años cincuenta con chándal y ordenador portátil a cuestas. Disimuladamente y en la medida de las posibilidades nos colocamos el cuero cabelludo, pero la mejoría es ínfima. ¿A qué se debe esta fealdad con que el Señor nos ha vestido hoy? ¿A qué se debe...?
Vamos a la biblioteca a escribir, a hacer algo. Afortunadamente, el día sigue siendo espléndido. Nuestro asiento de todos los días, siempre vacío, está ocupado. ¡Vaya! Ya sabemos que no vamos a estar inspirados. Echamos una mirada fulminante al ladrón de nuestro sitio y buscamos otro. Está al lado del pasillo y no para de pasar gente. Para colmo, nuestros compañeros de mesa son unos adolescentes en plena revolución hormonal. Apretamos el botón de encendido del ordenador, sin respuesta. Volvemos a apretar una, dos, tres veces. Al final, parece que le estamos practicando un masaje cardiaco. Nada. Miramos y remiramos el aparato desde todos los ángulos. Nos acordamos de que olvidamos poner la batería a cargar, y echamos mano del plan de emergencia: estilo tradicional, boli o pluma y un folio en blanco. ¡Imposible! En nuestra mochila no hay nada de eso y uno de nuestros “silenciosos” compañeros nos presta un boli que no pinta y una cuartilla escrita por uno de sus lados. Fingimos que escribimos algo y, media hora después, salimos a la calle.
Lo que era día espléndido se ha trocado en desgarrones de plata y viento irritante. Nos abrochamos la cazadora frunciendo el ceño y maldiciendo. En seguida se pone a llover. Al no haber desayunado, buscamos algo de comer que, naturalmente, es escaso, caro y de mal sabor. Vamos al gimnasio, y como es un poco más temprano de lo habitual, encontramos gente distinta. Entre ellos, esa pareja de hermanos insoportables, todo vanidad, que hacía mucho tiempo que no veíamos y que nos complacemos en no ver. Saludamos con toda la amabilidad de que somos capaces, y a la primera nos caen las primeras acusaciones.
—Te veo más delgado —nos dice uno.
—¡La mala vida!
—Estás más gordo —nos dice el otro tocándonos el abdomen.
—¡La buena vida!
Uno no sabe qué decir a estas cosas. En España, el que engorda o adelgaza es tratado como un delincuente. ¿A qué se debe? Terminamos la sesión de entrenamiento casi por milagro y sin haber completado lo estipulado. Bufando llegamos a casa, es hora de comer. Nos frotamos las manos ante la expectativa de un banquete reparador en lo físico y en lo moral, pero la imagen de la mesa no es halagüeña: garbanzos. Y por la tarde tenemos entrenamiento con el equipo. ¡Cómo vamos a jugar al baloncesto con el bandujo lleno de garbanzos!, nos decimos. Pero es lo que hay, y toca tragar. Sabemos que el entrenamiento será un infierno.
Intentamos dormir la siesta, pero casualmente —¿a qué se debe que justo hoy...?— unos obreros están colocando una nueva instalación de internet en el rellano, taladro en mano. Aguantamos como podemos el chaparrón y, cuando terminan y ya sin ganas de dormir, nos ponemos a leer. ¡Al fin un rato de placer y sosiego! Pero el escritor que nos fascina hoy nos aburre soberanamente, y nos vamos poniendo nerviosos. Tiramos el libro de mala gana y la tarde pasa de cualquier manera. Vamos a entrenar, como estaba previsto y, además de los estragos que han causado los garbanzos en nuestro tubo digestivo, no metemos una. Al final, los compañeros nos miran de forma recriminatoria y nos preguntan:
—¿A qué se debe tu falta de...?
Apenas podemos disimular ya nuestra hosquedad:
—¡No preguntes, haz el favor, no preguntes!
El día va declinando, pero aún guarda alguna sorpresa. En el camino de regreso a casa, que se presentaba tranquilo, todo nos irrita. La gente, el tráfago, la vida de nuestro barrio, que normalmente nos gusta y alegra, nos molesta y estorba. Chocamos con un anciano despistado que no pide perdón y un niño llora escandalosamente sin motivo aparente cuando pasamos por su lado, perforándonos el tímpano. Todo parece una conspiración contra nosotros. ¿A qué se debe?
Las últimas horas del día pasan embozadas en una siniestra paralización. No hacemos otra cosa que vegetar delante del ordenador y esperando por milagro a que ocurra algo que nos reconforte, pero, como no podía ser de otra forma, la que nos tenía que llamar no nos llama. ¡Casi mejor!, pensamos, autoengañándonos. Si nos llamara, tropezaría con nuestra versión más deleznable. Ni siquiera salimos a dar un paseo tranquilizador, porque sigue lloviendo.
Ya en la cama hacemos recuento de nuestras pequeñas desgracias, para olvidarlas y también para recrearnos en lo malo pasado, y reflexionamos. ¿A qué se debe? Y, más que lamentarnos por todo lo que nos pasó, sentimos una secreta rabia por todo aquello que no nos ocurrió. ¿A qué se debe no haber encontrado precisamente hoy unos ojos bonitos y fugaces que nos miren? ¿A qué se debe no haber hallado un cálido abrazo familiar, no haber tenido una grata conversación con un buen amigo? ¿A qué se debe...?
No hay respuesta, claro. Y nos dormimos más profundamente que otros días, como si el cerebro quisiera pronto pasar página, olvidar cuanto antes nuestras absurdas preguntas —¿a qué se debe?— y buscar el estrecho recinto de nuestra felicidad.