31 de agosto He estado a punto de comenzar el diario con la frase "faltan X días", de forma mecánica, pero resulta que ya no es necesario. ¡Ya no lo es! ¡Es el día! Ahora mismo son casi las dos de la tarde, y dentro de un rato, un par de horas a lo sumo, tengo pensado llamarla y, al fin, decirle que quedamos. Estoy en un estado de nerviosismo difícil de describir. Cualquiera que me viera actuar hoy diría que soy un ser hiperactivo. No hago más que dar vueltas por la casa para intentar sofocar el fuego que arde dentro de mi pecho, y que cada minuto que pasa es más intenso. Todo mi cuerpo es una impetuosa tormenta eléctrica que me recorre a ráfagas. Anoche apenas pude dormir, no sé si por la alegría o por los nervios, y esta mañana, nada más abrir los ojos, me he levantado corriendo para mirar el calendario y comprobar si era cierto. Sí, no había duda. Hoy termina agosto. He tomado conciencia de que hoy es un día histórico y me he dicho que había que guardar en la memoria todo lo que hiciera. He desayunado un par de tostadas y he visto
Bola de Dragón. Ha sido el capítulo en que Freezer mata a Vegeta, y Goku, su eterno enemigo, lo entierra, dejando atrás viejas rivalidades y rencores. Me he emocionado, hoy cualquier tontería hace que se me ponga la piel de gallina. Después he abierto el diario y me he puesto a hojearlo furioso, con rabia. He leído los primeros días después de que se fue y cuando por teléfono me dijo que la espera duraría un mes más, y me he sonreído, y me he dicho: "¡Te derroté, Tiempo! ¡No has podido conmigo!"
La pancarta de meta está ahí, al alcance de la mano, coronando esta dura subida que he tenido que afrontar en los últimos días. Pero hay que traspasarla, y estas últimas pedaladas las doy por inercia, porque fuerzas ya no me quedan. Estoy cansado, y no sé si podría aguantar un kilómetro, un día más. Lo dicho, en un rato la llamaré.
***
Son las doce y cuarto de la noche. La llamé sobre las cuatro y media. En el fondo esperaba que fuera ella quien me llamara, en una esperanza de que el instante fuera verdaderamente mágico. Hubiera sido lo ideal. Pero como esa llamada no llegaba y mis nervios estaban a punto de explotar, me lancé yo. Casi no podía marcar los números. A los pocos segundos el teléfono ya estaba sudado de mis propias manos, temblorosas y húmedas. Conseguí marcar todos los números, no sin esfuerzo. Tenía retortijones y me costaba tragar saliva. Un tono, dos tonos. Aparte de eso, un silencio paralizador. Tres tonos. El tiempo se detuvo en esos instantes. Al cuarto tono alguien descolgó al otro lado. ¡Era ella! ¡Su voz inconfundible! Pero era una voz apagada, cansada, lejos del alegre calor que esperaba encontrar. "Normal", pensé. "Los viajes cansan mucho". Arranqué a hablar. "¡Hola!", dije con ímpetu. "¡¿Qué tal todo?! ¿Sabes quién soy, no?" "Ah hola. Sí, qué tal. Acabo de llegar". "Está muy cansada, se le nota", me dije. Mas no podía dejar de pensar que esa voz ya no estaba a más de trescientos kilómetros de distancia, sino a apenas cinco minutos andando, al otro lado de la avenida de la Ilustración. "Bueno, y qué tal el viaje". "Bien, estoy cansada, los viajes cansan mucho". "Sí, es verdad, cansan mucho". Venga, dilo, ya lo tendrías que haber dicho. Me tienes aquí al lado, cruzando un par de calles. "¿Habéis tenido atasco?". "Bueno, un poco al entrar en Madrid, pero poca cosa. Lo peor era que íbamos cinco metidos en el coche, y sin calefacción...". "Ah, joder, sin calefacción, qué horror". Pero, ¿a qué esperas? Dilo ya... Y ya no aguanté un segundo más. Ya que no salía de ella, lo dije yo. Esa frase llevaba 59 días atrapada en mi boca: "Oye, ¿te apetece que quedemos un rato?" Emoción contenida esperando la respuesta afirmativa, la única posible y admisible. Tarda en contestar más de la cuenta. En estos casos un segundo de duda es una eternidad. "Pufff, no puedo Sebastian. Tengo que deshacer la maleta y me quiero acostar pronto, que estoy reventada". Pinchazo justo antes de llegar a la meta. "Ahhh, claro", dije, como dando a entender que cómo no se me había ocurrido. Deshacer las maletas. Siempre hay que deshacer las maletas en cuanto se llega de un viaje. Es que yo también tengo unas cosas... Aunque en verdad me pareció una excusa bastante tonta. "¿Qué cojones importará deshacer unas putas maletas cuando tu novio, al que hace casi dos meses que no ves, está de ti a apenas cinco minutos andando?", pensé. Si yo estuviera en la misma situación, le daban por culo a las maletas. Claro que seguramente yo sea un poco irresponsable. Si su madre le ha dicho que tiene que deshacer las maletas, pues chitón, y no se hable más. Además, es verdad, estará cansada. Y si ya he aguantado 59 días, qué más dará uno más. Además, sé que ahora la tengo aquí cerquita. Sí, no insistiré y haré como que comprendo. Claro, deshacer unas maletas es una cosa muy importante, no va a estar con los armarios vacíos. Y no sólo ella, sino que toda su familia tendrá que deshacer sus maletas y ella tendrá que ayudar, no creo que a sus padres les haga gracia que se baje a dar una vuelta mientras ellos reordenan sus cosas, su vida, después de las vacaciones. Sí, definitivamente creo que comprendo. Seguramente si yo estuviera en la misma situación tampoco bajaría. O sí, no nos engañemos, creo que sí que bajaría. Pero lo dicho, yo soy un poco pasota e irresponsable. Parece que hay gente que eso de los vínculos familiares lo tiene mucho más arraigado. No se puede disgustar a una madre, y punto. A deshacer las maletas, pues, y mañana nos veremos.
Colgué después de asegurarle que mañana la llamaría. Se mostró conforme, incluso contenta diría yo. ¡Pues cómo no va a estar contenta, si ya está aquí, cerca de mí! Un rato después me llamó Pepe: que habían quedado todos para dar una vuelta. Me hubiera encantado poder decirle "no puedo macho, tengo cosas que hacer...", con tono misterioso. Pero no, no tenía nada que hacer, y pensé que bajar un rato haría que la tarde pasara más rápido. Me afeité el bigote (¡hoy me he afeitado por primera vez en mi vida!) y me vestí. Me miré largamente en el espejo. Está mal que yo lo diga, pero me vi más guapo que nunca, más guapo que nadie. Poco a poco me fui sacudiendo la pequeña decepción, y me sentí casi feliz. Al fin y al cabo, ella ya estaba en Madrid, en el barrio. Cuando salí a la calle todo parecía indicar su cercanía. El sol parecía más vivo, el aire más puro, la gente sonreía, a pesar de haber terminado sus vacaciones. Los aparcamientos estaban ya casi a tope, el barrio había recuperado su pulso, se formaban algunos corros de personas muy morenas que charlaban de cosas muy interesantes, aunque no se dejaban hablar unos a otros. En sus caras podía leerse: "deja de soltarme el rollo y escucha lo que te voy a contar, que lo mío sí que han sido vacaciones". Sí, pensé, definitivamente no sabemos escuchar. La mercería y el quiosco y el bar Cecilio estaban ya abiertos, pero soñolientos aún, después de tan larga siesta. Y todo ello me hizo tomar entera conciencia de que sí, al fin había acabado el verano, la espera. ¿Qué más daba un día más? Lo que contaba es que ella ya estaba aquí, y que los 59 días anteriores no habían sido más que un mal sueño.
Fui a buscar a Pepe, y nos dirigimos al parque. Había muchísima gente. Creo que ya estaban todos. Vi a D. del R. y a V. M., que me parece eran los únicos que faltaban por regresar de las vacaciones. Alguno me preguntó qué hacía allí, que tendría que estar en otro lado con otra persona. No sé qué dije, creo que aduje que no había llegado aún o que había preferido no quedar con ella, que la vería mañana. Lo que es seguro es que no dije la verdad. D. del R. me dijo que me notaba contento, con un brillo en los ojos, y que éstos se me habían vuelto negros y muy brillantes. Me dije que no era para menos, porque al fin estaba viviendo en un día que nunca creí que fuera a llegar. Poco me importaba ya que el reencuentro se aplazara veinticuatro horas. Había sufrido durante mucho tiempo para que ahora me amilanase un día más de espera. E incluso pensé que mejor, que así tanto ella como yo tendríamos más ganas de vernos. Y me sentí a gusto en el parque, con todos mis amigos y con mis ojillos negros brillando como la concha de un escarabajo, y con mi bigote recién afeitado, que me tocaba de vez en cuando, y que sentía liso y suave como el futuro que me espera junto a ella. Luego vinieron las chicas. Noté que me miraban y que alguna se reía, no sé por qué. Supongo que sabrían que hoy terminaba mi espera, todo el mundo lo sabe. Dimos una
vuelta por el parque de La Vaguada y pasamos cerca de su edificio. Y verlo ya no me causó la tristeza de antes, sino que noté cómo un nuevo ímpetu crecía dentro de mí. Hoy no había podido ser, pero mañana ya no habría obstáculos. Pensé en acercarme al portal, llamarla por el telefonillo y decirle que estaba abajo, que bajara si le apetecía. No me habría costado mucho hacerlo, estaba a escasos metros. Pero decidí que no había que forzar, y me dije que mañana transcurriría todo con más calma. Y luego estuve hablando con todos, de buen humor, y me sentí feliz, consciente de que, al fin, empezaba una nueva etapa.
He llegado a casa sobre las diez y media, he cenado viendo Fútbol es fútbol, me he tumbado en la cama y me he puesto a pensar en mañana. Es la una menos cuarto, me voy a acostar.
1 de septiembre
Son las once y media de la mañana. Me he levantado hace un par de horas, y en realidad no hay nada que contar, pero mi inquietud es tan grande que para aplacarla me he puesto a hacer lo que más me relaja: escribir. Qué mal he dormido esta noche. Las imágenes de todo un verano se entremezclaban en la oscuridad morada, y sobre todo veía bicis, muchas bicis, y un maillot amarillo de líder del Tour, que lo llevaba Ullrich, u Olano, o quizá yo mismo. O todos a la vez, o nadie en concreto. No era un sueño, porque estaba despierto... o no sé, quizá estaba dormido, imposible asegurarlo. El maillot amarillo subía un puerto, con el sol cayendo a plomo, haciendo brillar la carretera, que parecía un río de plata. También veía a Cynthia, que vestía los pantalones amarillos de nuestra última cita, allá por el 3 de julio... Todas las imágenes eran como fotogramas que duraban milésimas de segundo. Era todo rarísimo, y me despertaba una y otra vez. Cuando ha amanecido he conseguido enlazar varias horas de sueño, hasta que sobre las nueve y media me he levantado, dispuesto a afrontar el, ahora sí, día esperado. He desayunado algo, no mucho porque no me entra casi nada, y he visto la tele, que hoy tiene un único tema: la muerte de Lady Di. Anoche se estrelló con el coche, en un túnel de París —Túnel del Alma se llama—, junto con su amante o novio o lo que sea, el tal Dodi Al Fayed, que también ha muerto. No hablan de otra cosa, y ahora mismo en todas las cadenas hay programas especiales. Y ahora mismo no sé si llamarla o hacerlo dentro de un rato o esperar a que me llame ella. Hay que verse, sufrimiento hasta el final. ¡Pero merecerá la pena!
***
Son las cinco y media. Bueno, pues al final la he llamado, sobre las cuatro. No podía aguantar más, necesitaba saber si iba a verla hoy o no. Esto de no saber es lo que me mata. Ya no estaba tan nervioso como ayer, más bien diría que un poco furioso. Así que con decisión he ido al teléfono y he marcado los números rápidamente, sin vacilaciones, casi de forma violenta. Me lo ha cogido su madre, he preguntado por ella y me ha dicho que está en casa de su abuela. "¿En casa de su abuela? Y cómo es que no me ha dicho nada", he pensado. Se me ha ocurrido preguntar que dónde estaba la casa de su abuela, lo cual ha parecido sorprenderla. Por teléfono también se nota si alguien está sorprendido o triste o alegre, y su tono de voz, su respiración, su forma de alargar la respuesta, denotaban que estaba sorprendida, sin duda. Me ha contestado que en Hortaleza. O sea, que no está en el barrio, y seguramente hoy ya no regresará. "¿Y cuándo regresa, si puede saberse?", he preguntado. "Puuuues, seguramente mañana", me ha dicho. Me ha preguntado que si quería que le diera recado y le he dicho que sí, que había llamado Sebastian, pero que para nada en concreto. Y he colgado, con una larga cara de decepción. Bueno, pues hoy tampoco la voy a ver, y no sé si es peor tenerla cerca y no estar con ella que tenerla a trescientos kilómetros, porque ahí se sabe que no hay oportunidad. Hace poco me ha llamado Pepe y me ha dicho que a las seis y media han quedado para dar una vuelta. Bajaré, aunque no me apetezca mucho, la verdad.
2 de septiembre
Son las doce de la mañana. Hoy brilla un sol pálido, un sol ahogado y triste. Ya no parece el astro cálido y luminoso de costumbre, sino una pobre estrella fría y débil que, de súbito, ha agotado todo su combustible e inicia una rápida e irreversible decadencia, hasta morir. Y lo raro es que ni siquiera hay nubes, sino una especie de tela gaseosa que vela de gris los edificios y las calles y las aceras y los árboles del parque y de Mirasierra, que hoy parecen mustios, y los pájaros que hoy no vuelan y la muralla alta y marrón de la sierra de Guadarrama y el tupido terciopelo del encinar de El Pardo y los coches y el ánimo de las personas y todo.
Me he despertado hace dos horas, y lo primero que he hecho tras abrir los ojos ha sido preguntarme si tenía algún motivo para levantarme e iniciar el día. La respuesta, obvia: no lo había. Me he quedado una hora tumbado de costado, en posición fetal, hacia a la pared, recogido en mis pensamientos y no queriendo recordar pero recordando todos los detalles de la tarde de ayer.
Fui a buscar a Pepe y cuando bajó nos dirigimos al parque, donde estaban ya casi todos. Había mucha gente, y muchas chicas. Cuando me personé noté ciertas miradas de curiosidad, no sólo de las chicas, sino también por parte de alguno de éstos. Ahora, claro, soy capaz de darles significado, pero en ese momento no les di más importancia, e incluso llegué a suponer que le parecería guapo a alguna. No sé quién me preguntó, creo que fue R. J., que dónde estaba Cynthia, y después se echó a reír, y algunos le miraron conteniendo la risa y como diciendo "ten compasión, hombre". Estuvimos un rato en el parque, hablando y haciendo tonterías, aunque yo no estaba muy animado, la verdad. Pensaba que en ese momento yo debía estar con ella, y no allí, aguantando todas esas miradas extrañas y esos comentarios en voz baja y esas risas reprimidas que, ya para entonces, me hicieron sospechar. Definitivamente aquello no era normal. Suponía que ese sofocado alboroto tenía que ver con Cynthia, pero me sorprendía que simplemente fuera porque, a pesar de haber vuelto ya del pueblo, aún no hubiéramos quedado. En realidad esa pregunta me la hacía a mí mismo una y otra vez. "Lleva aquí dos días y ni me ha llamado ni nos hemos visto", pensaba. Pero a veces el deseo y la ilusión nos ciegan de ingenuidad, y hacemos como que no vemos lo que realmente estamos viendo. Es una manera muy cruel de engañarnos a nosotros mismos. "Pero bueno, habrá tenido que ir a casa de su abuela por algún motivo importante y de mañana ya sí que no pasa", me decía constantemente.
Mas yo ya lo empecé a ver claro, sólo que no quería admitirlo. Opté por no hacer caso de las risitas y las miraditas y mostrarme lo más dicharachero que pude. Una máscara, porque en realidad todo lo que me rodeaba había dejado de tener sentido para mí, y sentí cómo poco a poco algo me iba robando las fuerzas, y cada vez estaba más cansado, hasta que me vi dentro de una nebulosa, como ido. No sé ni de qué estuvimos hablando ni por dónde paseamos ni nada. Sólo recuerdo que regresamos a Tirma, que estuvimos un rato más en el parque y que, ya casi anochecido, A. F. me dijo que se iba a casa y que si me iba con él. Sentí que esa proposición, aparentemente trivial, tenía una segunda intención, y que debía acompañarle. Marchábamos por la avenida de la Ilustración, y allá enfrente, según avanzábamos, el último resol se fundía con el horizonte, desparramando por la tierra un incandescente líquido naranja. Andábamos en silencio, yo con la cabeza gacha, A. F. como queriendo hablar pero sin llegar a arrancar. En el fondo yo ya lo esperaba, y me pregunté que cómo había sido tan tonto y que cómo no había sido capaz de ver algo tan evidente. El hecho de que nunca me llamara, la excusa de las maletas, la casa de su abuela, las risitas y miraditas, las preguntas de la prima de Sandra el otro día, de repente todo había tomado significado. Un significado tan patente que me creí absolutamente tonto.
Fue en la esquina de mi calle, donde me despedí de Cynthia los tres días que estuvimos juntos. Curiosa coincidencia de despedidas, sólo que ésta iba a ser definitiva. Al fin, A. F. pareció decidirse, y arrancó a hablar. "Sebastian, tengo que decirte una cosa". "Dímelo ya, arranca, yo ya lo sé sin necesidad de que me lo digas", pensé. Esperé en silencio sus palabras. Me tocó el hombro, en un gesto de compasión, suspiró, y dijo:
—Cynthia te ha puesto los cuernos en el pueblo.
Cynthia te ha puesto los cuernos en el pueblo. No era exactamente lo que esperaba. Esto es mucho más doloroso. Alguien que no soy yo ha besado sus labios y la ha abrazado y ha acariciado su cuerpo y seguramente hayan visto juntos el atardecer en el río de que tanto hablaba. Y me acordé del río, del famoso río. Allí tuvo que ser, sin duda. Allí tuvo que perpetrarse la traición. Seguramente se perpetró más de una vez, se habrán besado en el río muchas veces. Y automáticamente, por una simple asociación, pensé en la "casa de las brujas" y en el desván y en el jergón y en Claudia y en su cara morena de niña juguetona y en su hermoso cuerpo, al que renuncié. Cynthia no renunció. Posiblemente su infidelidad tuvo lugar en la misma noche y a la misma hora en que yo renuncié a Claudia. Sería muy de película, muy novelesco, sin duda. Pero no, pensándolo mejor, si nos atenemos a los hechos, a las llamadas que no me hizo, seguramente ella me puso los cuernos mucho antes, probablemente a mediados de julio más o menos. ¿He estado engañado un mes y medio? ¿Por qué, entonces, no me lo dijo por teléfono y haber evitado así 45 días de zozobra, de espera infernal? Será mi culpa. Mi actitud las veces que quedamos no fue normal. Soy un imbécil. Pensándolo bien, es normal que se haya desenamorado de mí y se haya ido con otro. Lo mío no es normal. Debo de ser tremendamente aburrido. Seguro que ese otro la besó sin miramientos y no hizo el paripé de saltar desde el columpio y decirle que si pasaba la línea la daba un pico. Y seguro que es más alto, más guapo, más divertido y más inteligente que yo, de eso no hay duda. ¿Será del pueblo o de Madrid o de dónde coño? ¿Cómo se llamará? ¿Cómo será? Tendrá uno de esos nombres que tanto le gustan a las chicas, como Marc o Álex o Christian. ¿Adónde voy yo llamándome Sebastian? Y será rubio, y alto, y fuerte, y tendrá unos grandes pectorales, que la camiseta le marcará. Sí, definitivamente es normal que ya no me quiera. Pero podría habérmelo dicho, joder, aunque fuera por teléfono. ¿Por qué esperar, por qué hacer sufrir así a otra persona? ¿Qué habrá hecho con el colgante gemelo al mío, que por cierto yo he guardado con mimo y he besado tantas y tantas veces durante todo este tiempo? ¿Lo habrá tirado, lo habrá dejado por ahí olvidado, como se arrincona un regalo que no nos gusta? ¿Habrá sentido algún remordimiento cuando el otro se le acercó y se besaron, mientras el agua del río, de ese maldito río negro, corría mansa a sus pies? Y Claudia, ¿qué estará haciendo ahora, estará en su cortijo acordándose todavía de la noche del desván? ¿Volveré a verla alguna vez? Me parece que son demasiadas preguntas, de las que, mirándolo bien, es mejor no saber la respuesta.
No dije nada, me despedí de A. F. y subí la calle, hasta el portal de casa. No sé por qué, pese a que era ya casi de noche, las farolas estaban todavía apagadas, tiñendo de negro los árboles y los edificios circundantes y haciendo contrastar, allá arriba, la última claridad del día. El cielo se apagaba en un tono azulado extraño, metálico y frío, que me helaba el alma. La portería y el ascensor tenían un aspecto aún más lóbrego de lo normal, y la puerta de mi propia casa me pareció la entrada a un pozo de frustraciones, donde a partir de entonces iba a tener que convivir con mi dolor. Entré en casa sin saludar a nadie y me senté a mirar la tele, en concreto El día después, como si fuera un robot que nada siente, que nada ve. Dani empezó a hablarme, mas al instante le corté, diciéndole: "No, ahora no", y se me quedó mirando, extrañado, y calló. Y no lloré.
Lo hice luego, en la cama, a rienda suelta, cuando apagué la luz y ya no cabía la posibilidad de que nadie me soprendiera. Lo que más deseaba era dormir y dejar de pensar. Sí, dormir era lo único que me animaba para seguir despierto, para seguir viviendo. Mas fue difícil. Al final, no sé a qué hora, lo conseguí, y despertar esta mañana ha sido como si me golpearan la cabeza con un mazo.
***
Son las cinco y cuarto. Soy consciente de que estos momentos que estoy viviendo y los días que vienen serán históricos y los recordaré, quizá, durante el resto de mi vida. Dicen que el tiempo lo cura todo, mas ahora mismo me es imposible creerlo. ¿Esto también lo puede curar? Lo dudo, no creo que nunca jamás cicatrice esta herida tan honda. Puede ser que dentro de mucho, mucho tiempo, la tristeza se vaya suavizando, pero dejará una marca, una impronta, que seguramente me mediatice a la hora de actuar en el futuro, aunque yo no me dé cuenta. Sí, esto me marcará, estoy seguro, y no para bien.
He pasado uno de los peores días de mi vida, si no el peor. Después de escribir en el diario lo referente a la tarde de ayer he bajado a la piscina, y se lo he contado a Pepe, que ha hecho como que se sorprendía, aunque yo creo que ya lo sabía. Todos lo sabían. Todos menos yo, claro. Incluso la prima de Sandra, aquella de ojos grises, y que me hacía tantas preguntas y me decía "qué rico, qué rico", como si fuera un niño. Incluso ella, a quien no conozco ni siquiera. Y naturalmente lo sabían todas las chicas, y R. J., J. R., A. F., M. S., J. C., D. del R., V. M... Para qué seguir. Es bastante patético saber que todo el mundo sabe que tu novia te ha puesto los cuernos mientras tú vives en un mundo feliz y paralelo, con permanente cara de tonto. ¿Y desde cuándo lo sabían? ¿Cómo se habrá propagado? Supongo que Cynthia se lo dijo a alguna de sus amigas de confianza, y a partir de ahí debió de extenderse como un incendio veraniego en un bosque seco. ¡Qué pensarían cuando me veían, y qué sensación de ridículo ahora al recordar todas esas risas sofocadas y esas miradas furtivas y maliciosas! ¿Y por qué no me lo ha dicho ella? Ha tenido que ser una tercera persona la portadora de la noticia. Muy poco debo de importarle para no habérmelo dicho a la cara, o al menos por teléfono. El mundo se me hace insoportable. Cuando se lo he contado a Pepe no he recibido el apoyo que esperaba, sólo un silencio denso y pesado. Aunque, pensándolo bien, tampoco tengo por qué recibir apoyo de nadie. No lo espero. No creo que ninguno de mis "amigos" esté mínimamente triste. Lo veo. Veo risas cuando yo no estoy delante, veo incluso cierta alegría por el mal ajeno, por mi mal. "Que se joda, si yo no tengo novia por qué va a tenerla él y va a ser feliz". Ser feliz es una insolencia que no se perdona, ni siquiera tus "amigos" te lo van a perdonar. Es así, y quien diga lo contrario miente. Nos congratulamos de las pequeñas desgracias ajenas. Qué asco, dan ganas de irse y no volver. En la piscina he estado muy callado, y a mi cabeza le ha sido imposible divagar por otros lugares que no fueran los consabidos. Tenía la sensación de que Pepe se reía un poco, aunque pueden ser imaginaciones mías, porque también me parecía que todos los bañistas y el socorrista y los niños juguetones y todos los que se chamuscaban al sol triste del mediodía sabían mi asunto y se reían de mí. Hemos subido a casa sobre las tres y apenas he comido. Creo que ahora mismo mi cuerpo es absolutamente incapaz de digerir nada.
Era un día nublado y casi invernizo aquel 28 de junio. Y hoy, 2 de septiembre, luce el sol dolorosamente. Todavía queda el último paso para acabar con todo esto: hablar con ella. Creo que hay que hacerlo. Al menos quiero escucharlo de sus labios. En cuanto termine de escribir bajaré al parque y la buscaré.
3 de septiembre
Los recuerdos duelen, eso es evidente. Duele recordar el viaje en avión, aquel hotel en Paguera de luz crepuscular, aquel trayecto en autobús en que ella se sentó delante de mí y yo apretaba las rodillas en su asiento para llamar su atención y que se diera la vuelta, el momento del muro en el festival de fin de curso, su vestido azul, la llamada de Pepe por la que me enteré de que le gustaba, los nervios de aquel día, las primeras palabras, vulgares, cuando nos vimos solos —"bueno, a dónde vamos"—, su sudadera blanca y su pelo y ojos negros, mi chándal Nike azul y rojo, la servilleta del Ibías donde escribí su teléfono, el Barça-Betis, gol de Figo en la prórroga, la primera despedida, los papeles de la matrícula, la entrevista en la tele a la triste Bárbara Rey —¿cómo alguien podía estar triste aquel día?—, la dulce noche en que casi no dormí, temeroso de despertar y que todo fuera un sueño, la primera cita, el primer paseo como novios oficiales, el no saber de qué hablar, las dudas sobre si besarla o no, la última cita, los columpios, sus pantalones amarillos, el colgante de media luna —¿dónde habrá quedado su mitad?—, el convencerse a uno mismo de que sí, que esa chica de la que llevabas pillado todo el curso es tu novia. Es doloroso pensar en lo fácil que los hechos se convierten en recuerdos. ¿Y si hubiera hecho las cosas de otra manera? ¿Y si, en vez de pensármelo tanto para después no hacerlo, hubiera pensado menos y la hubiera besado el primer día, sin miramientos? ¿Y si me hubiera mostrado con ella más alegre, más seguro, más divertido? ¿Vale de algo pensar en todo eso?
Pero más que los recuerdos, duele recordar lo que nunca ocurrió, lo que uno pensaba que iba a hacer cuando ella regresara del pueblo, ese reencuentro ficticio que tantas y tantas veces uno dibujó en su imaginación, y que de tanto pintarlo, casi se diría que se hizo real. Y duele pensar en ese futuro tan idílico que uno se ha representado día sí y día también, y que se ha truncado, como se trunca la carrera de un joven y prometedor ciclista que se ha lesionado de gravedad, y a quien se veía ganando, todavía sin haber participado en ninguno, cinco o seis o siete Tours de Francia, y del que se decía que sería más que Anquetil, Merckx, Hinault e Induráin.
Ayer nada más terminar de escribir en el diario bajé a la calle y me dirigí al parque, donde suponía que estaría ella. Iba a verla al fin, mas qué diferente la sensación que me embargaba a la que unos días atrás pensaba que me iba a embargar antes del reencuentro. Qué diferente el reencuentro imaginado y el real. En el parque de al lado del concesionario vi alboroto y un grupo de gente, y reconocí algunos perfiles y algunas cabezas. Allí tenía que estar. Me acerqué al grupo, buscándola con la mirada. Cuando estuve cerca todas las cabezas giraron, casi al unísono, y me miraron. Se hizo un silencio. Entre todas esas cabezas resplandecía la suya. Estaba preciosa, con la piel bronceada de todo un verano, se la veía saludable, feliz de habérselo pasado muy bien allá en el pueblo, y su pelo me pareció más limpio y liso, y sus ojos más negros y su mirada más dulce y segura y su boca más apetecible. Y su belleza entera se multiplicó a mis ojos. Me miró. El resto se apartó. Se dirigió hacia mí, con aire resuelto, como de querer terminar con aquello lo antes posible. Me agarró del brazo, pero sin apretar, sin querer tocar demasiado esa carne quizá odiada. Qué estúpido, darme picos por pasar una línea lanzándose desde el columpio, pensaría. Y qué aburrido, seguro que pensaba también. Nos apartamos del grupo, que parecía un animal vigilante y cotilla. Creí sentir risas a duras penas templadas. Nos detuvimos frente a frente, y al observarla más de cerca y comprobar lo guapa que se había puesto me dije que ya no era mía, que ya nunca lo sería y que quizá jamás lo había sido. Me la quedé mirando, esperando a que hablara, porque yo no tenía nada que decir. La que tenía que hablar era ella. Al fin arrancó.
—Sebastian, que lo dejamos, ¿vale?
Que lo dejamos vale. Eso era todo. En esas cuatro palabras se resumía todo un verano, 59 días de contar las horas y los días y los segundos. Dos meses de espera angustiosa para un que lo dejamos vale.
Volvió a tocarme levemente el brazo y regresó al grupo. Alguna de sus amigas la dijo algo, y casi todas me miraron, no sé si con cara de compasión o de alegría o de qué. Me fui. Hasta que salí del parque noté a mis espaldas las miradas inquisitivas, curiosas, devoradoras, de toda aquella gente. Cuando llegué a casa lo primero que hice fue abrir la cajita de madera, sacar el colgante, tirarlo a la basura y echar encima una gruesa capa de desperdicios. A esta hora supongo que ya estará en ese inmenso vertedero que hay a las afueras, o quemado o triturado y mezclado con la basura de todo Madrid. El objeto más preciado y que durante dos meses casi ha resumido la existecia de una persona termina mezclado y quemado con la basura de todo Madrid.
***
Son las once menos cuarto de la noche. Acabo de llegar a casa. Sobre las siete de la tarde me llamaron al telefonillo. Eran todos éstos, que bajara. La verdad es que no me apetecía demasiado, pero estar en casa me estaba congestionando demasiado y pensé que sería mejor que me diera el aire y distraerme. Además, sentía un irrefrenable y absurdo deseo de estar cerca de ella, quizá una remota ilusión de que me viera y pensara: "creo que me equivoqué, es un buen chico, me perderé muchas cosas", o algo por el estilo. Qué estúpidos podemos llegar a ser. Así que bajé, y allí estaban todos, esperándome. Detecté alguna breve mirada de complicidad en medio de aquel silencio indeciso. Creo que nadie sabía qué decirme ni cómo actuar, así que opté por aparentar normalidad, nada de caras largas, quizá un leve gesto de resignación, como diciendo: "así son las cosas, está a la orden del día, le puede pasar a cualquiera, incluso a alguno de vosotros". Estuvimos paseando por el barrio, fuimos a La Vaguada y luego a Tirma. Allí podría estar ella. Primero estuvimos en el polideportivo y después bajamos al parque. Había mucha gente, todo chicas. Y entre ellas, Cynthia. Nos mantuvimos alejados, y ni una mirada me dedicó. Para qué, es mejor así. Seguramente nunca más volvamos a dirigirnos la palabra. Con qué facilidad pueden destruirse los lazos que unen a dos personas.
Al principio intenté ditraerme, hablar con la gente, sobre todo con Pepe o J. C. o J. R. o V. M., que era en quienes podía encontrar un punto de camaradería, seguramente ficticia, pero que me podía servir de pequeño y temporal refugio. Mas según avanzaba el tiempo me fui apagando, ella estaba allí, muy cerca, y sentía su presencia con la pesadez con que debe de sentirse la proximidad de un campo magnético. Y había una duda que me reconcomía, una duda extraña y absurda, que de resolverse no iba a aliviar en nada mi pena, pero que no sé por qué necesitaba satisfacer. Había ya anochecido, y en un momento dado le dije a Sandra que llamara a Cynthia, que quería hablar un momento con ella, que sólo sería un minuto. Me senté en un banco aparte. Sandra se acercó a ella, y cuando se lo dijo ésta me dirigió una mirada de fastidio contenido —"será posible, nunca va a dejarme en paz este pelma"—, y se dirigió hacia mí, y se detuvo. Yo permanecía sentado, el cuerpo inclinado hacia delante, los codos apoyados en los muslos, la mirada hacia el suelo. Mas yo notaba que me miraba.
—Cómo se llama.
—¿Qué?
—Que cómo se llama.
—¿Quién?
—Pues él, quién va a ser.
Seguía sin mirarla. No lo hice en ningún momento. Pero noté que estaba sorprendidísima. Pensándolo bien, no es para menos. ¿Qué ganaba yo sabiendo eso? ¿Qué me impulsaba a preguntárselo, sabiendo que podía incrementar mi tristeza? Pareció dudar, mas al fin contestó.
— Ángel.
—Y cuántos años tiene.
—Dieciséis.
Y, tras un par de segundos de silencio, en que pareció preguntarme "¿eso es todo, quieres saber algo más?", se alejó de nuevo. Ángel, dieciséis. Al instante recordé la portada del Marca dos días después de que el Madrid ganara la Liga, dos meses y medio atrás, y que tengo guardada. El titular de aquella portada era: "Pasó un ángel". Y de subtítulo: "Álvaro del Corral se llevó al cielo el título". El ángel a quien se refería el titular era el hijo de pocos años de Alfonso del Corral, médico del club y ex jugador de basket, que murió aplastado por la puerta del garaje de su casa la misma noche del partido decisivo, contra el Atleti. Y pensé en lo poco que le importaría al hombre que el Madrid hubiera ganado la Liga después de haber perdido un hijo, mientras cientos y cientos de personas gritaban y saltaban y se emborrachan en la Cibeles. Esa portada es del 16 de junio de 1997, el mismo día en que nos fuimos de viaje de fin de curso, el mismo día del trayecto en avión en que nació la llama que iba a cambiar mi vida, el mismo en que una casualidad me había concedido un imposible, lo que más deseaba en el mundo. El día en que, seguramente, había agotado mi cupo de suerte para los próximos dos, cinco, siete años. "Pasó un ángel". Y, debajo, el dibujo de un ángel negro. Sí, esa podía ser la portada de hoy del diario imaginario de mi vida.
Permanecí sentado en el banco, apartado, ensimismado. Un rato después se acercaron Sandra y Marta R., y se sentaron a mi lado. Desperté de mis reflexiones, e intenté sonreír. Me preguntaron que qué tal estaba y yo les respondí que bueno, que había tenido momentos mejores, y Sandra me dijo que no pasaba nada, que había más chicas, y Marta R. dijo que claro, que había muchas chicas, y que alguna se fijaría en mí algún día.
Hay muchas chicas. Miro en derredor y es verdad, hay muchísimas chicas, cientos, miles de chicas sólo en el Barrio del Pilar. Y cuando te cruzas con una de ellas por la calle es un romance imaginario que nunca llegará a concretarse, un tren que se va y que sólo es un tren más entre los miles de trenes que se nos ofrecen en nuestro paseo por la calle, en nuestro paseo por la vida. Pero sólo me acordé de una, que no vive en el Barrio del Pilar, ni siquiera en Madrid. Claudia. Ángel. Yo renuncié, ella no renunció. La diferencia, no por evidente, es menos demoledora: yo renuncié porque la quería y ella no renunció porque no me quería. No hay más.
Aquellos dos días, aquel oasis de tiempo en que todo pareció cambiar de repente. En realidad no han sido 59 días de espera, sino 57. Aquel cuerpo ligero, prieto y bronceado. Aquellos pechos incipientes y aparentemente duros. Aquella desenvoltura en los gestos, aquel dominar su cuerpo, aquellos movimientos graciosos, aquella sonrisa eternamente pícara, aquellos ojos que parecían dos pozos hondos y negros, aquel pelo oloroso y oscurísimo que semejaba la ondulante campiña de Villafranca que se veía aquella noche desde el desván. Y aquel paisaje atardecido desde el cerro de las Mercedes, y aquel campesino anciano del sombrero de paja, y aquellos dos pájaros peleando — ¿quién ganaría de los dos?— y aquel arroyo en la penumbra, y aquel almendral por el que escapamos, y Martín, con sus gafas de sol sobre la cabeza, y aquella casa abandonada, y aquellos platos y cubiertos y briks de vino barato cubiertos de polvo —¿quién y cuándo los dejaría allí?—, y aquel jergón mullido, que se hundió suavemente cuando ella se recostó y yo me recosté a su lado, a apenas un palmo. Y aquella primera mirada, y aquellas pataditas en la cena, y aquel alborotarse mi pecho, y aquel brazo delicado que abría la puerta de mi habitación, y aquel primer y único beso. ¿Dónde quedó todo eso? ¿Volveré a verla algún día?
Todo ha terminado. Ha terminado, al fin, la espera. No como yo esperaba y me hubiera gustado, claro está, pero ha terminado, que es lo que cuenta. Y a partir de ahora, no sé cómo, habrá que seguir como si nada hubiera pasado. ¿O no?