Miro la fecha del calendario y casi me espanto: el dos ya ha subido al marcador de enero y este año me ocurre lo contrario que me ha ocurrido siempre. Cuando lo normal en mí y en la mayoría de la gente es alegrarse por el avance progresivo de la luz en los días y la consiguiente cercanía de la primavera, el verano, el sol y demás mitos mediterráneos, yo hallo una extraña angustia en que los días vayan siendo más largos y en que poco a poco el invierno se vaya escapando de los dedos como arena fina. No sé a que responderá esto, pero es así: ahora mismo querría que el invierno, los días cortos y las noches largas, frías y finas se alargaran al menos dos o tres meses más, y mientras normalmente el tiempo transcurrido entre noviembre y marzo –el de frío oficial- se me hacía demasiado largo, este año lo estoy viendo pasar en un suspiro. Y no me gusta.
Es posible que con el paso de los años tienda a sentir con más intensidad las voluptuosidades del invierno que las del verano y que las incomodidades de éste preponderen sobre las de aquél, las considere más difíciles de superar y desde luego mucho más lejanas a mi sensibilidad y a la comodidad de mi fisiología. Y luego está la luz. Frente al encanto del temprano anochecer, la sola imaginación de que a las nueve de la noche sea de día me parece una solemne pérdida tiempo. Tantas horas saqueadas a la lectura, al recogimiento, a la escritura placentera.
Quiero hacer muchas cosas en lo que queda de invierno, cosas que ahora mismo sólo tienen sentido de hacerse en invierno y que fuera de él adquieren una dimensión extraña, casi desagradable. Me gustaría ir a Aranjuez a pasar el día, disfrutar de más paseos nocturnos por el centro de Madrid –que sólo en invierno está tranquilo- y, por encima de todo, no me imagino visitando París en otra estación que no sea el invierno. Con ser la primavera una época aparentemente sugestiva para todas estas actividades, con toda el renacer de la vida, con toda la luz nueva consecuencia de los días más largos, con toda esa parafernalia oficial de la primavera que sólo parece entender de alegría espontánea, a mí todo eso me echa para atrás. No quiero más parques y jardines que los invernales, más árboles que los que no tienen hojas y son sólo esqueleto, más ropa que un buen abrigo y una bufanda de lana y más bebida que un té caliente disfrutado en la calidez de un café de medianoche.
Es posible que esto no sólo se deba a un prurito estético y sentimental, sino también a la inaudita benignidad de este invierno sin lluvias, sin nieves, sin vientos y casi sin frío, por lo que de ser así estaría incurriendo en una evidente contradicción conmigo mismo: deseo que se alargue un invierno que no parece tal, que más parece una primavera temprana y tímida. Yo creo, sin embargo, que esto no es así. Añoro algo más de frío, algo más de lluvia, ese poco de nieve y una pizca de viento que barra las hojas muertas del suelo. Y a falta de todo eso, me contento con este sucedáneo de invierno que estamos teniendo, y que siempre será mejor que estar a veinticinco grados por la noche sin parar de sudar.
Lo que sí está teniendo este mes de enero –porque en ello no influye otro factor más que la oblicuidad de los rayos solares sobre la Tierra, y eso es igual todos los eneros- es ese color de cielo al anochecer y esa luz característica de la primera hora de la tarde que llega a nosotros ya cansada, con un punto de desmayo, y que lo tiñe todo de un tono algo así como púrpura-anaranjado que se mezcla con esa fina gasa difícil de percibir y que no se sabe muy bien de dónde proviene: del agua fría de los ríos, de las nubes del cielo, de la efusión de nuestros sueños. Así es más fácil hacerse la ilusión de que estamos en invierno en este invierno tan poco invernal, tan inusualmente cálido, pero que mantiene algunos de sus imponderables encantos.
Creo que el invierno es injustamente tratado y que se sobrevalora el verano, quizá por un descontento de fondo, con un hastío de nuestra propia vida, de nuestra rutina, que se suele desarrollar en los meses fríos. Frente a los amores de verano, con esa pauta más o menos conocida de brevedad, atropellada nostalgia y falsas catástrofes del alma, uno va prefiriendo cada vez más los amores de invierno, menos pasionales quizá, pero más auténticos y serenos, mejor conservados y hasta parece que más sinceros. Uno tiene la sensación de que le pueden engañar menos en invierno y que tiene menos tentación de mentir en enero que en agosto. No sé por qué ocurre esto, pero es así. El verano siempre tiene algo de pérfido, de engañador, de falso. En invierno es más difícil ser desleal y, en el amor y en todas las cosas, nos vuelve más sensatos, más equilibrados, menos propensos al engaño y la simulación.
Se va escapando el invierno, y sólo llevamos un mes. De nada me vale decirme que quedan dos meses, dos terceras partes por delante para deleitarme en todos sus detalles. En esto ocurre exactamente lo mismo que en verano, que cuando llega el primero de agosto todo adquiere un irremediable tono de final, de muerte de ilusiones, de melancolías sobre algo que ni siquiera ha tenido tiempo de empezar. ¿Nostalgia del futuro? ¿Ilusión por el pasado? ¿Prolegómenos de lo que ya pasó? ¿Resaca de lo que está por ocurrir?
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