sábado, 14 de enero de 2012

SABER SENTIR

Ayer me tropecé en la televisión con un interesante reportaje que repasaba la vida de cuatro grandes físicos, seguramente los cuatro grandes físicos de la historia: Galileo, Newton, Einstein y Hawking. Cada uno tenía una biografía distina, en parte de acuerdo con la época en que les tocó vivir, y desde luego cada uno tenía su temperamento: Galileo era un tipo rebelde y malcarado que despreciaba al resto de la comunidad científica, Newton, un hombre huraño y retraído que se cree que murió virgen y que no tuvo jamás contacto alguno con los demás ni se le conocen amigos íntimos, Einstein, según propia confesión, era un “completo desastre en el ámbito emocional” y Hawking pasó su años de universidad y postgrado entre francachelas y campeonatos de remo. No fue hasta que le detectaron el ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) cuando, atosigado por la falta de tiempo que le quedaba por delante, se puso a trabajar en serio. Y, para su sorpresa, descubrió que le gustaba.
Cada uno, en efecto, era un ser distinto, con sus apetitos, gustos y demás perfiles humanos. Ahora bien, había en común en todos ellos -aparte de sus respectivas intuiciones geniales- una característica: todos consagraron su vida al estudio de la ciencia y, más concretamente, de la Física. De Newton, quizá el ejemplo paradigmático de todos los tiempos de obsesión por el trabajo, se sabe que pasaba en su dormitorio estudiando dieciocho o veinte horas al día, que se olvidaba de comer y que el único ejercicio que hacía era pasear de un lado a otro de la habitación, reflexionando sobre aquel bendito problema matemático por el que llevaba desvelado dos años. Galileo, Einstein y Hawking, en cuanto supieron enfocar sus esfuerzos y talento a una rama específica del conocimiento, se subieron al mismo tren del trabajo y la obsesión.
Este hecho asombroso de que alguien pueda sacrificar su vida al estudio y cultivo de cualquier materia responde a una característica humana que diferencia a los grandes hombres del resto: saber sentir. Estos cuatro gigantes de la ciencia sabían sentir con inusitada fuerza lo que estudiaban. Esto de saber sentir no es tan normal ni natural como parece. Saber sentir es una capacidad reservada a muy pocas personas, y desde luego todos los grandes hombres de la historia supieron sentir con indesmayable constancia, incluso los que no sentían sabían sentir muy bien que no sentían.
Hay en otras materias ejemplos portentosos de trabajadores infatigables que no sólo se hicieron grandes a sí mismos y dejaron su nombre para la posteridad, sino que engrandecieron con su dedicación, no siempre consciente, la rama a la que se aplicaron. Uno de ellos, hablando de literatura como parece obligado hacerlo aquí, fue Balzac, que a fuerza de escribir dieciséis horas al día se olvidó de llevar una vida al margen de sus fantasías que pudiera llamarse de verdad “vida”, con todas las circunstancias exteriores aparejadas que conlleva esa palabra. Y hace poco, leía uno en la Automoribundia de Ramón Gómez de la Serna que el escritor madrileño escribía por la noche durante ocho o nueve horas seguidas, y que se acostaba al alba para despertarse a las tres de la tarde, hubiera dormido poco o menos. Son ejemplos que al común de los mortales le admiran e incluso le hacen sentir una secreta angustia y congoja. Es como si al escuchar estos casos uno se sintiera obligado a dejar tirados en un rincón todos los bártulos de su existencia y consagrarse a la grandeza de algo, sin caer en la cuenta, al menos en un primer momento, que consagrar la vida a la vida también tiene mucho, quizá todo, de grandeza.
En la costumbre misma de escribir artículos también funciona aquello de “saber sentir”. Si uno sabe sentir mucho y tiene voluntad de escribir, acabará escribiendo mucho. Ahora, si uno tiene un cauce de sentimiento estrecho, el torrente se le irá secando y acabará por no escribir. No creo que nadie escriba con gusto sobre cosas que no siente, se trate de la vida de un escritor, el invierno ampurdanés o un tratado de física cuántica. Y desde luego no parece posible trabajar en serio y sin desmayo en algo que no sólo no se sienta, sino que directamente repugne.
Saber sentir, qué difícil y qué necesario para el progreso material y moral de la Humanidad. ¿No se deberá la crisis extenuante de valores –y que lleva a la descomposición estética y moral que todos observamos- consecuencia de que la gente ya no sabe sentir? ¿Dónde quedaron, en medio de tanta fascinación tecnológica y material, los seres humanos que sabían sentir las más pequeñas cosas y que desde luego no tenían que ver con lo tecnológico y lo material? ¿O es que el signo de la erudición del sentimiento ha cambiado y simplemete ahora se saben sentir otros asuntos, tales como la economía, los mercados y el márketing? ¿Por qué da la sensación de que lo que se sabe sentir ahora no se sabe sentir tanto como se sabían sentir otras cosas –desde luego parece que mucho más “sentibles”- en el pasado?
Tampoco querría uno hacer apología de los tiempos pasados, que sin duda por pasados nos parecen mejores, pero sí querría hacer constar que, posiblemente, el sentimiento universal, la capacidad de sentir general, se esté atrofiando, y ello tiene difícil remedio.

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