martes, 17 de enero de 2012

PROFESOR DE ENERGÍA



Dijo Larra que el aniversario es un error de fechas, pero uno más modestamente cree que es el pretexto perfecto para recordar y hablar de ciertas cosas cuando ese recuerdo y esa conversación no acuden a nosotros de forma natural.
Y es así como, casi de forma mágica y como si mi cerebro hubiera guardado durante años a modo de alarma esta efeméride, me he acordado de que hoy, día de San Antón, se cumplen diez años de la muerte de Camilo José Cela, acaecida la fría mañana del 17 de enero de 2002, a los ochenta y cinco años. Y es esta una ocasión propicia y única –sólo una vez se cumple el décimo aniversario de algo- para siquiera dar en este blog una cuantas notas desordenadas y desvaídas sobre la figura de uno de los grandes prosistas españoles del siglo XX.
Debo decir que la muerte de Cela ha sido la única muerte de un escritor que me ha impresionado. Las muertes de Larra y Balzac también, y aún más -leídas a posteriori lógicamente-, pero la de Cela tuvo el calor del directo, tuvo el calor de la noticia. Cela era una celebridad, y a mis diecinueve años recién cumplidos, a pesar de no haberle leído prácticamente nada, lo sabía y le admiraba secretamente, mucho por la poderosa imagen pública que daba, próxima a ese tremendismo atribuido a su obra y que él tanto se preocupó de desmentir, con razón más que sobrada.
Aquel año cursaba yo segundo de Bachillerato. En clase de Lengua y Literatura Cela era un tema recurrente en las pequeñas tertulias que, de cuando en cuando y sin saber muy bien cómo, prendían en medio de los bostezos y los análisis sintácticos. Más o menos todo el mundo tenía una idea de Cela, que por otra parte no tenía nada que ver con su obra y que se refería más a sus sonadas apariciones televisivas, a sus cabreos en público y a sus regañinas a los periodistas que se le acercaban a preguntarle. Cela era una estrella, cosa extraña si es de un escritor de lo que hablamos. Y entre palanganas, grillos y señoras tiradas a la piscina de su mansión alcarreña, era difícil que nadie fuera consciente de la importancia de la obra de ese señor malcarado, con vientre blanco de ballena, además casado sospechosamente –para goce de la prensa del corazón y la telebasura- con una mujer mucho más joven que él.
Para los que hemos leído y releído a Cela casi hasta la extenuación, molesta un poco el que el gran público lo identifique con esa imagen un poco grotesca y circense, que por otro lado él se buscó con admirable aplicación a lo largo de décadas. Igual que Umbral es asociado al momento con aquello de “he venido a hablar de mi libro” o a Fernán Gómez con lo de “váyase usted a la mierda. ¡A la mierda!” repetidos hasta la náusea en televisión, de Cela es difícil separar, de un primer golpe de vista, su cara mediática y terrible. Ellos tres, Paco, Fernando y Camilo, son los tres grandes cabreados de la cultura española, y a ninguno de los tres, como es de ley que ocurra en un país donde se lee poco, se les reconoce lo más mínimo por su trabajo, por lo que nos legaron. Ocurre con ellos un poco lo que a esos personajes deleznables del famoseo, que se quejan amargamente por no ser reconocidos por “su trabajo”. La diferencia más que fundamental es que estos escritores jamás se quejaron públicamente de que no se viera en ellos lo que verdaderamente eran y, sobre todo, que ellos verdaderamente eran merecedores de que se les reconociese por su labor.
Los días anteriores a aquel 17 de enero habíamos tertuliado sobre Cela en la clase de Lengua y Literatura de segundo de Bachillerato, al hilo de la lectura obligatoria de La colmena. Recuerdo que mi profesora decía que le entusiasmaba el Pascual Duarte, pero abominaba de muchas de sus obras, supongo que las más experimentales y “extrañas”, como Oficio de tinieblas 5, Mazurca para dos muertos o Madera de boj, libros todos poco permeables al lector, digamos, más tradicional.
Cela murió muy de mañana, y yo me enteré por el telediario matinal. Aquel día yo tenía un examen de Geografía (ríos de España), y no había estudiado absolutamente nada, así que decidí quedarme en casa y alegar enfermedad por ver si el profesor me condecía otra fecha para el examen. Entre las clases sacrificadas aquel día había una de Literatura, y me dio una rabia tremenda no acudir, porque imaginaba que se estaría hablando sobre la noticia, sobre la figura del escritor, sobre mil cosas de las que a mí me habría encantado formar parte. Me figuraba que la profesora dedicaría la hora completa a conferenciar, en un tono lúgubre y melancólico, sobre el recién fallecido, que a quien más quien menos llamaba la atención y para el que todos tenían una opinión. Cela, sin duda, no dejaba ni deja indiferente a nadie.
Los telediarios guardaron largos minutos de su caro tiempo a la noticia. Si de escritores hablamos, sólo la muerte de Delibes hace dos años ha tenido alcance similar en cuanto a lo mediático. Por la tarde llamé a un compañero de clase para que me contara cómo había ido el día y me enterara de los deberes para el día siguiente. “¿Te has enterado?”, le pregunté. “Sí, tío, qué fuerte”. Y hablamos un rato sobre Cela. Que dos post adolescentes dedicaran unos minutos de su corta conversación a la figura de un escritor da idea del alcance de su figura, que trascendía el estrecho cauce de lo cultural para extenderse por la amplia llanada de lo popular. Cela, aunque no reconocido, sí era conocido. Y lo sigue siendo, diez años después de su muerte. Cela es un clásico.
Umbral, en su libro Cela: un cadáver exquisito, le considera su “profesor de energía”. En efecto, nadie como él supo coger el volante de la cultura durante el franquismo y hacerse un nombre gigantesco entre tantos exiliados y escritores oficiales del régimen. La publicación de La familia de Pascual Duarte, en diciembre de 1942, le sirvió de reconocimiento casi instantáneo como gran novelista, condición que refrendó espléndidamente con la inolvidable La colmena y, en menor medida –aunque son excelentes novelas- con Pabellón de reposo y Nuevas andanzas y desventuras del Lazarillo de Tormes. Pero Cela no se quedó en novelista, sino que cultivó todos los géneros –poesía, artículo, ensayo, memorias-, inventó otro –el apunte carpetovetónico- e hizo de uno de ellos –el libro de viajes- su gran caballo de batalla literario. Porque es en esos bellísimos retratos de la España que conoció recorriéndola a pie donde está la mejor prosa de Cela, la más transversal, la más cruda y a la vez la más tierna, la más clásica y al mismo tiempo la más moderna, la más jugosa sin dejar por ello de ser ligera y siempre gratísima de leer.
Uno, que se ha recorrido varias veces la Alcarria siguiendo los pasos de su obra maestra Viaje a la Alcarria, da testimonio de que Cela sigue presente en aquellas anchas tierras, de las más hermosas de la hermosa Castilla y a donde “a la gente no le da la gana ir”, como escribió en su dedicatoria a Gregorio Marañón de ese mismo libro. A lo largo del camino son abundantes las placas de cerámica entrecomillando algunos fragmentos del libro y en Guadalajara, Brihuega y Cuéllar hay una calle con su nombre. Sin embargo, no es solamente en esta oficialidad –siempre un poco mezquina- donde se aprecia todavía el sedimento de Cela, sino en el hostelero, el tendero o el kiosquero, que cuando les cuentas que estás siguiendo su ruta, asienten con la cabeza y entornan los ojos, como diciendo: “me lo dicen todos los días”.
Sí, Cela sigue vivo, y la editorial Espasa-Calpe está reditando en la colección Austral, con loable criterio, algunas de sus obras menos conocidas, tales como El gallego y su cuadrilla –colección de apuntes carpetovetónicos-, Judíos, moros y cristianos y Viaje al Pirineo de Lérida –dos obras maestras del libro de viajes, o del libro de “andar y ver”, como los definió Ortega- y La rosa, primer volumen de sus memorias, libro leve y bellísimo, de una ternura que parece difícil encajar en un personaje tan volcánico. El segundo tranco de sus memorias lo conforma su Memorias, entendimientos y voluntades, que abarcan solamente hasta la publicación del Pascual Duarte, es decir, hasta los veintiséis años de nuestro protagonista.
Libro menos tierno pero igualmente interesante, dedicado casi por entero a la guerra -que Cela vivió muy por la tangente-, nos deja con las ganas de que su autor no escribiera al menos otro más en el que nos relatara sus recuerdos de su viaje a la Alcarria, la espinosa publicación de La colmena por mor de la censura o, más generalmente, su subida hasta el más alto escalafón de la literatura española. Cela se dejó sin escribir cincuenta y cuatro años de su vida, aunque hay que decir que algo de esa vida asoma en sus libros, ya sean de viajes y apuntes carpetovetónicos o novelas.
Mas no es la vida de Cela lo más importante. Tampoco el premio Nobel, concedido en 1989, ni su ceño fruncido, ni sus palanganas ni sus choferesas ni su voz estentórea e intimidante. Con ser todo eso Cela, nos interesa más el ávido lector que, según nos cuenta en La rosa, durante su forzosa convalecencia a causa de la tuberculosis lee los setenta tomos de la biblioteca de clásicos españoles de Rivadeneyra y la obra completa de Ortega y Gasset. Conocida su herramienta, el escritor está en condiciones de emprender su obra, que como no podía ser menos está toda ella cuajada por una prosa que suena a castellano del Siglo de Oro. Cela llegará a ser un escritor clásico que ha leído a los clásicos. Durante aquellos años de formación apenas lee a escritores contemporáneos –sólo a Ortega- y entre sus influencias más poderosas están Baroja, Dostoievski, Dickens, Valle-Inclán, Balzac y Stendhal.
De todo ese caudal de la más alta literatura de siempre Cela supo crearse una prosa propia en la que disuelven todas estas influencias para lograr un sabroso y alimenticio preparado, que no es otro que el de su obra, a veces olvidada tras su cara más festiva y obscena. Diez años después de su muerte, parece obligado colocar a Cela en el escalafón de los escritores clásicos españoles y a algunos de sus libros como obras pilares de la literatura española de todos los tiempos.
“La vida se inventó para vivir y para dejar vivir, para caminar, para amar a las mujeres que cruzan por el camino, para comer el pan honesto y el jamón curado, para beber el agua de la fuente y el vino de los lagares, para ver mundo y hablar de las cosechas y las navegaciones, para bañarse en el restaño del río que cae del monte y secarse después al sol, sobre la yerba”. Sirvan estas líneas sacadas de su Viaje al Pirineo de Lérida como aprendizaje de un modo de vida extinto y de recuerdo de una sensibilidad de otro tiempo, de otra España, y que no por sencilla parece peor.
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