martes, 6 de diciembre de 2011

¡QUÉ BONITAS SERÍAN SI NO EXISTIERAN! (El obligatorio texto navideño anual y otras cosas de El pan y la leña)

Supongo que hay algo que me da miedo pero que no sé lo que es, o sí lo sé pero no quiero enterarme, que también podría ser. Lo digo por dar una interpretación al sueño que he tenido esta noche, y en el que de verdad he sentido un pavor nada superficial, sino de verdad íntimo, profundísimo, diría que atávico; un pavor llegado de lo más antiguo de la raza. Es curioso esto de que sea en los sueños donde -o cuando, no sé muy bien qué adverbio colocar cuando hablo de los sueños- uno sienta más en carne viva los miedos, las alegrías, la sensualidad más desatada y cercana, las más grandes decepciones, todo el abanico, en fin, de lo humano. Siempre he dado una gran importancia a los sueños, no porque me interesen esas interpretaciones psicoanalíticas que se dice que subyacen en ellos -en realidad me repugnan-, sino precisamente por todo lo contrario, por lo que de verdad y realidad tangible y cercanísima tienen. Además, en los sueños de uno no hay nunca elementos fantásticos ni de ciencia ficción; de pequeño soñaba que volaba, supongo que como todo el mundo, pero desde los catorce o quince años mis sueños se han regido por una rigurosa adhesión a la realidad, a mi vida cotidiana, a veces, eso sí, con la lógica surrealista de los sueños, que no por surrealista es menos lógica. Quizá es que mi cabeza es menos soñadora de lo que pensaba, y desde luego muy prosaica.

No sabría decir si ha sido un sueño agradable o siniestro. Creo que ha tenido de las dos cosas. Como tantas otras veces -en otro momento tocaría hablar sobre los sueños recurrentes-, estoy haciendo un viaje a pie por los pueblos de España. Acabo de llegar a un pequeño pueblo de una región indeterminada (supongo que la Alcarria o algo así), y está anocheciendo. Llego a una casa, donde una familia me agasaja y me da de cenar, como en los libros de Cela. Por no sé qué delirio andariego quiero retomar la marcha justo antes de que caiga la noche, me despido de esas gentes -a las que no conozco- y emprendo la marcha. El pueblo está solitario, ni un alma se ve por la calle, y por detrás de unos montes negrísimos asoma una última claridad lívida. Salgo del pueblo por un camino y, al verme solo en el campo, ya anochecido del todo, me aterrorizo. Delante de mí sólo hay oscuridad y los ruidos nocturnos del campo. Paralizado, me siento incapaz de continuar y, con el corazón dándome tumbos, regreso al pueblo y a la casa que me había acogido. Les cuento lo que me ha pasado, y ellos se ríen. No recuerdo más. En este sueño se mezclan, creo yo, muchas cosas: el deseo de viajar, la literatura, y, recalco, el temor más antiguo y profundo del hombre, que es el de la noche y, más concretamente, el de la noche en plena naturaleza, sin luz artificial, sin tiendas abiertas, sin paseantes, sin un techo con televisión donde guarecerse. Y yo ese temor primerísimo lo he sentido a flor de piel, por mor de un sueño. ¿No estarán en los sueños las emociones en su estado más puro, sin contaminación de la realidad, del tiempo, de la vida que pasa frenética?

***

Ahora que con desesperada velocidad y a la vez exasperante lentitud se acercan las Navidades, se pone uno a considerar una verdad en apariencia paradojal pero que contiene una extraña lógica aplastante: cuán bonitas serían si no existieran. Pensémoslo un poco. Diciembre, de por sí, es un mes hermoso en Madrid. Todavía es otoño, el horizonte está velado por esa fina gasa que todo lo poetiza, el suelo sigue estando alfombrado por hojas muertas y algunos árboles aún no están completamente desnudos. Es verdad que hace frío, pero es casi siempre un frío soportable y, convenientemente abrigados, incluso lírico, novelesco diría uno. Si el color de enero en Madrid es el azul, en diciembre a ese azul se le entrevera todavía el ocre de los árboles; el color de diciembre es como de un atardecer eterno. Sin embargo, la Navidad lo enfanga todo. En un tiempo en que pasear por Madrid sería delicioso, las compras desenfrenadas lo hacen insoportable; en un mes en que uno querría más que nunca, porque el clima le conmina a ello, refugiarse en sus lecturas y en sus actividades íntimas, la Navidad le obliga a ciertas convenciones que siempre tienen algo de fastidioso; en un mes en que, en fin, le entran a uno sus más intensas ganas de anacoretismo, la Navidad, por unas cosas o por otras, hace de freno, o mejor dicho de impulso. Sí, las Navidades serían preciosas si no existieran, o lo que es lo mismo, si se llevaran de otra forma a como se llevan. Lo he pensado siempre: lo peor de las Navidades es que cada vez son más largas, cada vez se empiezan antes; y nótese que ya no se dice Navidad, sino Navidades. El singular se ha quedado pequeño para abarcar tantos días no de fiesta, sino de fiestas, de compromisos, de tan gigantesco volumen de furiosa actividad.

Imaginemos que un año, de pronto, a todos los ciudadanos de occidente nos diera por tomarnos con calma y responsabilidad estas fechas (otra vez el plural) y que, si no llegáramos a obviarlas por completo, sí al menos redujésemos nuestro gasto, nuestras ansias consumistas, y nos limitáramos a vivirlas sencillamente, sin estruendos, sin compromisos que ponen de mal humor, con una naturalidad que las multinacionales han hecho imposible. Imaginemos que sustituyéramos las grandes comilonas de Nochebuena y Nochevieja por una cena frugal, compuesta de una tortilla francesa, un tomate en rodajas y un yogur, por ejemplo, con los más cercanos, o simplemente con algún amigo de verdad íntimo, con el que poder conversar sosegadamente, sin gritos, sin cotillones ni villancicos, sin malas borracheras. Imaginemos que en vez de caros regalos que muy pronto quedarán relegados en lo más recóndito del armario cada cual obsequiara no más que su compañía, y que todo el mundo se contentara con eso. Imaginemos que pudiéramos pasar las Navidades sin hablar de ellas, sin esa pavorosa obligación de tener que hablar de ellas con todo el mundo. Imaginémoslo. Imaginemos que ese bendito año los centros comerciales sufrieran excedentes, que la obscena publicidad televisiva quedara muerta, sin nadie que la viera ni escuchara, que un domingo 29 de diciembre, por ejemplo, hubiera Liga de fútbol, que entráramos en un restaurante o en una peluquería y no estuvieran decorados con bolas, angelotes y guirnaldas, que al caminar por la plaza Mayor no tuviéramos que hacer un rally andariego esquivando gente, que los Reyes Magos fueran solamente para los niños y, aun así, muy discretos. Imaginemos todo eso, y muchas cosas más, todas las que el lector quiera. Al año siguiente, es posible que las grandes marcas nos dejaran en paz, y que de ahí en adelante todas las Navidades transcurrieran, sin más, y no es poca cosa. ¿Se imaginan? Claro que es posible que todo ese encanto que le ve a uno a diciembre sin tener en cuenta a las Navidades se base precisamente en las mismas Navidades, sólo que uno no lo quiere reconocer. Es difícil discernir, porque por un lado uno las detesta, pero en algún rincón íntimo las ama, acaso por el simple hecho de estar acostumbrado a ellas. Pero no puede dejar de imaginar lo bonitas que serían las Navidades si no existieran.

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