viernes, 2 de diciembre de 2011

DONDE SE CONTINÚA CON REFLEXIONES MUY BIEN TRAÍDAS

Me he dado cuenta de que escribo mucho peor cuando me siento orientado hacia las estanterías de la biblioteca, no por las estanterías, sino porque estoy colocado de tal forma que cuando miro a la derecha me veo reflejado en el cristal de una ventana, y, al tenerme visible siempre que quiera, es como si no me pudiera librar de mí mismo, imposibilitando el proceso creador.

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Dejar que el deseo madure. Me parece que es una de las cosas que más faltan en este mundo. Nadie da tiempo ya a que el deseo se vaya haciendo. Yo creo que es imposible disfrutar plenamente de algo que no hayamos querido largamente. Se quiere tener todo en el mismo instante en que se desea tenerlo, ya sea una prenda de ropa, un libro, una chuchería o un amor. Se vive en una constante urgencia de acaparar todo lo antes posible. Esa necesidad tiene que ser satisfecha en el instante, y al ser normalmente tan fácil, se diría que el mecanismo interno, atávico, del deseo, se está atrofiando. No se ejercita. No hay una sola creación brillante de los hombres que no haya venido precedida de una maceración, a veces muy larga, de las ideas, los deseos, las ilusiones e incluso las frustraciones. Porque una frustración que no viene de lejos no puede llamarse como tal, si acaso, se puede considerar como una rabieta, al igual que un deseo súbito no es más que un capricho. El tiempo es el mejor aval de todo lo que existe.

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“¿Te gustan las citas?”, me preguntó. “Si la cita es buena, sí”, respondí, un tanto ingeniosa y pedantescamente. Luego me di cuenta de que había sido más pedantesco que ingenioso.

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Le suena el móvil en la biblioteca. Mal, para empezar. Es un tono horrible, de una horrible canción de moda. Tarda en cogerlo, para exasperación y estupor de los circunstantes. Con el objeto de no hacer ruido o, mejor dicho, de que el vigilante o personal de la biblioteca no la reprendan, sale corriendo hacia la calle, atravesando la sala, mientras repite varias veces, con voz estentórea: “sí, espera, que estoy en la biblioteca”. Con sus pasos torpes, atropellados y retumbantes y el tintineo del bolso, los pendientes y demás bisutería, arma un escándalo mucho mayor que si, en voz baja y pausada, dijera a su interlocutor: “te llamo en un minuto” o “llámame en un minuto”. Incluso si mantuviera una conversación sería más aceptable que el espectáculo lamentable que está ofreciendo. Sí, confirmado: ahora todo el mundo quiere ser protagonista.

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“Me dan más pena los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que los que devanean sobre lo ilegítimo y extraño” (Fernando Pessoa).

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“Pica bien, pero pica alto”, le dijo Felipe IV a su esposa Isabel de Borbón cuando ésta alabó la habilidad de picador del galanteador conde de Villamediana, del que se decía que tenía amores con la reina. ¿No tiene esta frase un aterrador sentido metafísico, que toca directamente a todo el género humano? ¿No es verdad que todos en algún momento de nuestra vida hemos picado más alto de lo que debíamos? ¿Y no es menos verdad que los hay que se pasan la vida picando alto? Y, se pregunta uno, ¿no serán estos últimos los verdaderos triunfadores? ¿No será esta la actitud adecuada para vivir? Si del conde de Villamediana, un galán situado en el más alto escalafón social, guapo, inteligente, simpático y, además, poeta del más alto rango, podía decirse que picaba alto, ¿qué no se podría decir de nosotros? ¿Es picar alto un defecto o una virtud? Es obvio que no son los mismos nuestros tiempos que los del conde de Villamediana, pues sin ir más lejos hemos visto a una periodista casarse con un príncipe, pero precisamente por eso el picar bien, pero picar alto adquiere un significado aterrador, por cuanto el hombre ha adquirido libertades infinitas que le pueden llegar a hacer sentir vértigo de esas mismas libertades. Ahora cualquiera puede soñar con ser rico y famoso y salir en la televisión. Todos tenemos una enorme facilidad para picar muy alto. Pero tampoco es esta la dirección, evidentemente pretenciosa, que uno quería darle al aserto y, por el contrario, querría volar aún más bajo, esto es, volar a la altura de la vida corriente -que muy bien podría considerarse como de excelsa altura. La vida está repleta de posibilidades cuya única anticipación, digamos, mental, nos puebla el cerebro de doradas perspectivas. Y ahí está el peligro, pero también ahí está el combustible que nos anima a seguir y, sobre todo, a querer seguir siendo felices, que es lo más importante de todo. No basta con ser feliz, es necesario querer ser feliz y, aunque es condición maravillosa y sine qua non, también es tremendamente peligrosa. En realidad, vivimos siempre en el filo, cuando no nos hemos precipitado por alguna de las dos hojas de la navaja: la de la desesperación absoluta, que lleva al colapso íntimo, y la de la engañosa felicidad, tal y como se entiende en nuestra sociedad; esa felicidad colmada por bienes materiales, presente y futuro asegurado y poco o nada entusiasmo por el verdadero heroísmo.

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Estar alerta: divisa máxima e irrenunciable. Cuando nos sobrevienen estados de éxtasis, estar alerta; ello no quiere decir que debamos renunciar a sentirnos bien. Y cuando ocurre todo lo contrario, cuando parece que nos despeñamos por un barranco frío y oscuro, estar alerta también. Nunca se sabe dónde puede estar la salvación.

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