jueves, 1 de diciembre de 2011

DE MÁS COSAS MAGNÍFICAS QUE FIGURARÁN EN LOS ANALES

Hay gente que se pasa el día bostezando. A mí me hacen muchísima gracia. Pero no todos bostezan por las mismas razones. Es un mundo asombroso e inexplorado este de los bostezos y sus causas. Algunos bostezan por verdadero cansancio, y en estos hay que distinguir entre los que bostezan por falta de sueño y los que lo hacen por exceso. En ambas categorías hablamos de personas claramente débiles y pusilánimes, faltas de tono vital. Da la sensación de que les da igual todo, y los ves en el trabajo como fantasmas, haciendo las tareas con lentitud exasperante. Lo asombroso es que logran llevarlas a cabo o, al menos, lograr que parezca que las llevan a cabo. Tampoco es raro verlos por la calle abriendo la boca como los hipopótamos, sin cuidarse siquiera de tapársela con la mano. Mientras, miran escaparates, a los edificios, a los coches, al suelo, raramente a las personas, como si fueran solos por el mundo. Es un poco grotesco. Luego están los que saben activar voluntariamente el mecanismo del bostezo y lo utilizan en caso de necesidad; por ejemplo, cuando una conversación banal se enfanga y ya no hay nada que decir, un bostezo siempre es muy socorrido. Con él se consiguen dos cosas a la vez: primero, morderle unos segundos a esa conversación insulsa a la espera de separarnos de nuestro indeseado acompañante. Esto suele ocurrir cuando uno se encuentra a un conocido en un transporte público; y segundo, con el bostezo el bostezador quiere decir que está cansado y que, por ello, no tiene ganas de hablar, y que lo que diga, generalmente tonterías y lugares comunes, no deberá tenerse muy en cuenta, ateniéndose al estado de evidente cansancio. En un último y más elevado rango están los bostezadores filosóficos, que han adoptado el bostezo como modus vivendi y que lo llevan allá por donde van, como enseña particular, igual que antaño los caballeros llevaban en el pecho la cruz de su orden. ¿Qué quieren decirnos estos metafísicos? ¿Que les da igual todo? ¿Que la vida es demasiado dura y hay que tomársela con tranquilidad? ¿Que la vida es demasiado bonita e igualmente hay que tomársela con tranquilidad para degustarla? ¿Que por el contrario no vale nada y mejor pasar por ella como un espectro que quisiera dormir todo el día? Bonito reto el de los filósofos e intelectuales del siglo XXI: desentrañar la doctrina que hay detrás -o dentro- del bostezo.

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No creo que haya muchas desazones comparables a la que produce leer los textos propios al cabo de un tiempo si nada más terminarlos los habíamos leído muchas veces y nos habían gustado. Llega uno a sabérselos de memoria, y precisamente por eso le asquean, y no querría volver a leerlos nunca más o, al menos, al cabo de muchos años, cuando los hayamos olvidado por completo, incluso de que existían, y poder leerlos así como si fueran de otro. Es deprimente leerse a uno mismo y contrastar aquí una influencia de tal escritor, allá una idea mostrenca y mal dibujada, acullá un concepto oscuro o demasiado tópico que en su momento creímos brillante. La mayoría de las veces, los textos propios nos suenan a cosas absurdas, confusas, intrincadas, precisamente por haber salido de nuestra cabeza y no de la de otro. Es mucho más fácil comprender los textos de los demás que los propios, porque en lo ajeno sólo tenemos el texto, que a nuestros ojos es claro y limpio, y en lo nuestro se confunde el texto con lo que en realidad teníamos o tenemos en la cabeza, formando una chatarrería de pensamientos, impresiones, intuiciones, letras, palabras y gramáticas de la que es difícil, por no decir imposible, sacar nada en claro.

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Hace poco escribió uno que la vida de uno va en paralelo a los libros que lee y que cuando se acostumbra a la compañía de un escritor termina hablando como sus personajes y buscando que le pasen las mismas cosas. Bueno, esto es completamente cierto. Y añadiría uno que la lectura más o menos reiterada de un autor determinado le infunde sus puntos de vista sobre las cosas, su sensibilidad y, digámoslo de manera un tanto basta, es como si lleváramos puestas las gafas con las que él ve. No es raro así ver por doquier, según el momento, escenas barojianas, galdosianas o, en el caso que nos ocupa, de un becquerianismo quizá demasiado explícito.

Era de noche y, como los personajes de las leyendas de Bécquer, salí a dar un paseo solitario por el barrio. Caminaba meditabundo, también como los personajes de Bécquer, cuando desde lejos me apercibí de que por la otra acera se acercaba una chica rubia, altísima y extremadamente delgada, con piernas de bambú; parecía una garza lenta, lánguida y poética. Pude distinguir, si no su rostro, que también debía de ser lánguido y poético, sí la tez, de tono pálido y decadente. No pude ver si tenía ojeras, pero sería una inverosímil contradicción y casi un desperdicio que no las tuviera. Caminaba despacio, mirando al suelo, como si no tuviera fuerzas, como si aquellas piernas esqueléticas le pesaran toneladas. Superaba de largo el 1,80 de estatura, y no sería raro que sufriera de algún desorden alimenticio. Al no haber nadie alrededor y estar relativamente lejos, la observé inquisitivamente. Daba escalofríos, y por momentos pensé que de un momento a otro iba a dejar de mirar al suelo y a posar en mí unos ojos rojos, diabólicos, o negros, inexistentes e igualmente diabólicos. La guinda vino cuando, al contemplarla alejarse a mis espaldas, la casualidad quiso que detrás de ella, como telón de fondo, hubiera unos cipreses en los que yo ni siquiera había reparado antes. La estampa me sobrecogió, y no se negará que es eminentemente becqueriana: la muchacha de espaldas, con una larguísima cabellera rubia que le caía por los hombros tan indolentemente como su propio caminar, con los cipreses de fondo, tan de cementerio y ruinas, tan decimonónicos, tan románticos. Me entraron ganas de salir corriendo tras ella, como Manrique perseguía el rayo de luna, pero debo confesar que, una de dos, o sentí miedo o no quise estropear el momento, o las dos cosas a la vez.

El final no es nada becqueriano, pero qué más da.

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Uno, no sabe por qué, a la hora de pasear de noche prefiere ir en zapatillas y chándal, más bien desarreglado. Si se arreglara más, si se pusiera no más que unos vaqueros y un calzado algo más elegante, sentiría que se está desaprovechando. Tampoco sabe muy bien a qué se refiere ese desaprovechamiento, pero es así. Andar y sentirse como un mendigo que tiene donde volver y cena caliente esperándolo. He aquí el colmo del cinismo, pero, ¿qué se quiere? Uno no es mendigo, y debe resignarse a ello.

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