Hace poco pensé una frase que decir a los amigos cuando me preguntaran por mi método de trabajo literario, cosa que, por otra parte, no han hecho nunca, ni tienen por qué. Pero a veces uno se complace en hacerse preguntas imaginarias que nadie le hará y en responderlas lo más sesuda y gravemente posible. Y no es raro que en buscar la respuesta más apropiada, más ingeniosa o más sincera, según el caso, se le vaya un rato. A esta pregunta imaginaria concreta respondería que la cosa no consiste más que en sentarse a escribir y que, no sabe uno cómo, siempre que se sienta a escribir sale algo. Recalcaría la palabra siempre. No casi siempre, no. Siempre. Siempre sale algo, mejor o peor, más brillante o más prosaico. Diría que no recuerda uno una sola vez que se haya sentado delante del ordenador o de las cuartillas y las cuartillas o la hoja del Word se hubieran quedado en blanco. Se tardaría más o menos en arrancar, habría días y días, como en todas las cosas, pero al final siempre salía algo. Me divertía oírme a mí mismo diciéndome y diciendo imaginariamente estas cosas e insistiendo en la palabra siempre, procurando engolar la voz, como la engolan los escritores en las conferencias. Siempre, siempre, siempre. Sólo es cuestión de sentarse, clavarse en la silla si es necesario, y la cosa saldría indefectiblemente.
Bien, hoy, una mañana de diciembre, estoy en la biblioteca de siempre, sentado en la silla de siempre, delante del ordenador de siempre y la hoja de Word de siempre, mismo tamaño de letra, mismos márgenes, mismo interlineado, misma hora. Siempre, siempre, siempre. Las condiciones para escribir son inmejorables: hace frío fuera, lo cual refuerza y mejora el calor de dentro y le ofrece a uno una mayor sensación de confortabilidad, ha dormido uno las horas suficientes para hilvanar sin demasiada dificultad cuatro frases y, en fin, estos días de Madrid mitad otoñales, mitad invernales, siempre inspiran. Además, ayer escribió uno una buena crónica, lo cual siempre restaura la confianza. No hay excusa, no hay dificultades, la biblioteca está en silencio -en el siempre relativo silencio de esta biblioteca pública-, no hay mozas garridas que le distraigan a uno, no hay más inquietudes en la vida de uno que las normales. Todo perfecto, todo como siempre, incluso mejor que siempre.
¿Qué ocurre? ¿Por qué no puede uno escribir cuatro cosas mínimamente interesantes? ¿Por qué se siente hoy uno tan desgajado del mundo que le resulta imposible escribir sobre él? ¿Qué se ha estropeado en la cabeza de uno? Más preguntas imaginarias que nadie le hará a uno. A veces tiene uno la sensación de que se pasa la vida haciendo y, sobre todo, haciéndose, preguntas imaginarias. En realidad son muy pocas las preguntas reales que hacemos y que nos hacemos, en relación a las que podríamos hacernos y hacer. ¿Por qué se pone a llorar ese niño? ¿Por qué su madre no le dice que se calle? Y, más aún, ¿por qué alguien entra con un niño tan pequeño, travieso e insoportable en una biblioteca y se queda en ella tanto tiempo? ¿No se da cuenta de que esto es una biblioteca y de que está molestando? Hojea uno algunos libros, mira y remira el correo y el Facebook. ¿Por qué no le apetece hoy a uno escribir sobre nada, excepto sobre el hecho de que está escribiendo o, mejor dicho, de que no está escribiendo? Más preguntas, más preguntas, las preguntas de siempre, quizá, sólo que normalmente, al estar escribiendo, uno no tiene tiempo ni de responderlas, ni de hacérselas siquiera con un mínimo de seriedad.
¿Y ahora? ¿Son todas estas preguntas verdaderamente serias? ¿Es una pregunta verdaderamente seria esta misma pregunta que estoy haciendo, que estoy haciéndome? ¿Hay preguntas verdaderamente serias más que las imaginarias? Siempre, siempre, siempre. Siempre termina saliendo algo, aunque ese algo sea esto, que no es nada, porque nada se dice, nada se concluye, a ninguna parte se llega. ¿Adónde queremos llegar cuando escribimos? ¿A nosotros mismos? ¿A los demás? ¿A algún lugar imaginario concreto, donde ni existamos nosotros ni existan los demás? ¿A la raíz misma del tiempo? Sí, va a ser eso. Por decir algo. Y ya no digo más, me voy al gimnasio. Setecientas y pico palabras -según marca el contador del Word- para no decir nada son suficientes.