martes, 8 de diciembre de 2009

Diario de sueños


Mentiría si dijera que se me ha ocurrido contar en el blog los sueños (los que puedan contarse, claro) que vaya teniendo y de los que me acuerde. Y mentiría porque es una idea copiada de otro blog, no recuerdo cuál, que me pareció buena y que me rondaba en la cabeza desde hacía unos meses. Me parece interesante esto de contar los sueños, y es interesante sobre todo para uno mismo, pues entiendo que para el resto de los mortales lo que alguien sueñe o deje de soñar no tenga el más mínimo interés. Si acaso, puede tenerlo en tanto que los sueños suelen reflejar las inquietudes más o menos importantes del soñador en cuestión. Siempre he otorgado gran importancia a los sueños, y siempre me han gustado los sueños bellos, siempre me han levantado mucho el ánimo. Alguna vez me he llegado a enamorar de alguien por un simple sueño. Recuerdo muchos a lo largo de mi vida que me impactaron tanto o más que cualquier hecho real. Ignoro si es posible o no elegir lo que soñamos antes de acostarnos. César González-Ruano, en sus Memorias, dice que sí, que antes de quedarse dormido pensaba en lo que quería soñar y luego, en efecto, soñaba con eso que había pensado. Yo eso no me lo creo mucho. Al menos, a mí, no me sucede. Además que pienso que es mejor que los sueños nos vengan de sopetón, sin esperarlo, como un delicioso regalo que nuestro cerebro, quizá fatigado de la prosaica realidad, nos hace para compensar los sufrimientos y aburrimientos del día a día, y para hacernos encarar con mejor talante la jornada que empieza.

Me gustaría empezar por un sueño que he tenido esta misma noche, que he vivido intensamente y del que recuerdo muchos detalles. No siempre ocurre así, como todo el mundo sabe. El sueño es el siguiente:

Estoy en un pueblo de la Alcarria. No es ningún pueblo en concreto, no existe, ni siquiera sé el nombre porque no lo tiene, pero sé que está en la Alcarria, cerca de Guadalajara capital. Probablemente sea Iriépal —donde, todo sea dicho, nunca he estado—, pero no es seguro.

Atardece. Es un pueblo desierto, algo lóbrego, no muy grande, pero tampoco una aldea, de calles relativamente amplias y casa bajas, revocadas de blanco. Estoy con mi hermano y mi mejor amigo. Les he conseguido convencer de que hagamos el mismo itinerario, de cabo a rabo, que siguió Camilo José Cela en su Viaje a la Alcarria, por cierto uno de mis libros favoritos. La idea es hacerlo a pie, como lo hizo el escritor. "Es la única manera de enterarse de algo", dijo Cela, y yo recuerdo esa frase una y otra vez. "Está bien hacerlo en bici", me digo, "pero Camilo tiene razón. A pie se ven más cosas, te enteras mejor de todo".

Sé que va a ser duro, van a ser muchos días, pero ardo en deseos de emprender la marcha. Mi hermano y mi amigo, en cambio, no parecen tan estusiasmados y están todo el rato de broma. Yo intento darles cuenta del itinerario que vamos a seguir. Les muestro el libro Viaje a la Alcarria, de la edición Austral de pastas azules, el mismo que tengo en la realidad, pero no me hacen ni caso. Me siento triste, porque mi ilusión no es compartida por mis acompañantes. Sigue atardeciendo, es un atardecer eterno, nunca anochece. De repente nos vemos en unos cerros descarnados, siempre atardeciendo, subiendo trabajosamente una cuesta por una pista de tierra, pero a los pocos segundos estamos de nuevo en el pueblo, como si no nos hubiéramos ido. A lo mejor la visión de los cerros terrosos es una ensoñación mía dentro del propio sueño.

En una calle nos encontramos con un hombre, un campesino, al que no se le ve la cara. Todo él es una sombra, de la que sólo vislumbro su camisa a cuadros, y sobre el fondo del cielo atardecido, de un azul metálico, se recorta su sombrero de paja. Le contamos nuestro propósito. Parece muy amable, y, ante la inminente noche que en teoría va a llegar pero nunca llega, nos ofrece su casa. Mientras caminamos hacia allí voy pensando en que tengo que ir tomando notas del viaje para luego escribir el libro. Pienso en la técnica, en di debo escribirlo en primera o tercera persona, en presente o en pasado, en si debo meter a mis dos compañeros. Llego a la conclusión de que no, de que lo narraré como si hubiera ido yo solo. "Pero no lo hagas como Camilo José", me digo. "Tienes que tener un estilo propio, hacerlo a tu manera". Miro mi libro de pastas azules, que tengo en la mano, y me dan ganas de besarlo. Hubiera dado cualquier cosa por escribirlo yo. Pero ya está escrito.

Entramos en la casa, que es grande y limpia, bien amueblada, iluminada por una luz naranja y trémula. El campesino nos muestra nuestra habitación y cierra la puerta. El suelo es de baldosas de arcilla, y los muebles, de madera, algo toscos, pero bien cuidados. Intento dormir, pero me invade un miedo atroz, como un vago presentimiento de algo terrible. De repente, en el silencio, veo subir por la pata de la cama en la que duerme mi hermano una enorme araña negra, de un tamaño similar a las tarántulas de la selva, sólo que con las patas más finas y el abdomen más pequeño. La araña, pese a que no tiene ojos, parece mirarme con fiereza. Me da auténtico pavor, y tras matarla —no sé cómo —, no puedo volver a dormir, y veo arañas, ciempiés y alacranes por todas partes, y todo me pica, y por todas partes siento cosquilleos. Mi hermano y mi amigo, en cambio, parecen muy contentos ante tal compañía. "¡Era como las de la selva!", dicen jocundos, como niños pequeños, mientras juguetean con el cadáver.

No recuerdo más.

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