miércoles, 9 de diciembre de 2009

Diario de sueños (II)


Ha sido una noche prolífica en sueños. Supongo que todas lo son, pero de los de hoy, o de la mayoría de los de hoy, me acuerdo bastante bien. No tan bien a estas horas en que escribo (pasadas las seis de la tarde) a como me acordaba nada más despertarme, pero creo que con un poco de esfuerzo podré recrearlos con bastante precisión. No obstante, esto me lleva a la conclusión de que es conveniente tomar pluma y papel en cuanto abra el ojo y me despoje de las inevitables telarañas postsueño y apuntar frenética y quizá desordenadamente lo que la cabeza me vaya dictando relativo a lo que acabe de soñar. Es la única manera de plasmar fielmente su contenido, pues con el paso del tiempo, aunque sean pocas horas, cuando me siento delante del ordenador para escribir me encuentro con lagunas y tiendo a fabular los sueños, y, por tanto, a falsearlos. Haré todos los esfuerzos posibles para que queden en negro sobre blanco lo más parecido posible a como los parió mi cabeza en su frenesí nocturno.

En total hay cuatro sueños, pero hay dos que no voy a contar; uno es el primero, por orden cronológico, porque atañe a ciertos asuntos de mi vida de los que me está vedado escribir en este blog, que se ha publicitado, quizá, entre demasiada gente cercana. Y del otro, cuarto en la lista de hoy, no voy a dar cuenta porque es de temática sexual.

De los sueños sexuales, que en mi repertorio onírico son frecuentes, variados y no siempre —en contra de lo que cabría suponer— agradables, no voy a escribir por dos cuestiones. La primera, porque no creo conveniente ni estético airear las posibles zafiedades que mi cerebro fabrica por la noche, y la segunda porque pienso que a nadie interesan. Quede dicho que tengo sueños húmedos con relativa frecuencia y ya está, con eso vale.

Me encuentro en mi habitación, pero es la de hace diez o quince años. Yo tengo mi edad actual. La habitación está asombrosamente bien recreada como era antaño, hasta en sus menores detalles. Abro uno de los armarios donde guardaba la ropa, y, tras rebuscar un poco entre las prendas, encuentro la camiseta de Larry Bird de los Boston Celtics, de color verde, la clásica, con el nombre y el número bordados, que en la vida real no tengo, y la de Dwayne Wade, que es roja, y que me regalaron el año pasado. Al principio me sorprendo de encontrar la camiseta de Larry Bird y siento una gran alegría, porque pensaba que no la tenía, pero luego recapacito y recuerdo que me la regalaron hace mucho y que por tanto lleva guardaba desde entonces. A continuación juego con mi hermano al baloncesto en mi habitación, exactamente igual a como lo hacíamos cuando teníamos ocho o diez años. Esto es, cortábamos el cordaje de una raqueta de plástico, de manera que quedaba un aro en forma de huevo, deslizábamos el mango de la raqueta por debajo de la ropa guardada en el armario de arriba, y, como había mucha ropa y pesaba mucho, la canasta quedaba perfectamente sólida para jugar a nuestro antojo, incluyendo la posibilidad de mates violentos y monstruosos.

Sin solución de continuidad:

Atardece. El cielo es de un tono sonrosado a ras de tierra y de un azul que se va oscureciendo gradualmente según miro hacia arriba. Estoy al aire libre, sentado en un sofá que da a una piscina, una piscina grande, de un agua azul y lisa como un espejo, rodeada de vastas extensiones de césped. Es una piscina que no conozco, una piscina creada por mi cerebro quizá a partir de algunas piscinas en las que he estado en la realidad. En el bordillo, de pie junto a la lámina de agua, hay una mujer que, al parecer, es mi madre. Pero no es mi madre verdadera, es mucho más joven, de unos cuarenta años, y está de buen ver. Pensándolo ahora, se parece a una señora que se sentó frente a mí en el autobús días atrás. Mi supuesta madre, que viste un ligero vestido de gasa color rosa, se acerca a mí y me pide que le preste el ordenador portátil, que quiere hacer no sé qué cosa. Yo, claro es, accedo, y ella se tumba cómodamente con el portátil sobre los muslos, sonriendo, en otro sofá que hay a mi espalda, contiguo al sofá en el que yo sigo sentado. De repente recuerdo que tengo que escribir, no sé el qué, seguramente mi diario como hago cada noche, y me doy cuenta de que no puedo hacerlo. Me arrepiento de haberle prestado el ordenador a mi madre, y me siento muy desdichado.

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