viernes, 20 de enero de 2012

AMORES DE INVIERNO

Miro la fecha del calendario y casi me espanto: el dos ya ha subido al marcador de enero y este año me ocurre lo contrario que me ha ocurrido siempre. Cuando lo normal en mí y en la mayoría de la gente es alegrarse por el avance progresivo de la luz en los días y la consiguiente cercanía de la primavera, el verano, el sol y demás mitos mediterráneos, yo hallo una extraña angustia en que los días vayan siendo más largos y en que poco a poco el invierno se vaya escapando de los dedos como arena fina. No sé a que responderá esto, pero es así: ahora mismo querría que el invierno, los días cortos y las noches largas, frías y finas se alargaran al menos dos o tres meses más, y mientras normalmente el tiempo transcurrido entre noviembre y marzo –el de frío oficial- se me hacía demasiado largo, este año lo estoy viendo pasar en un suspiro. Y no me gusta.
Es posible que con el paso de los años tienda a sentir con más intensidad las voluptuosidades del invierno que las del verano y que las incomodidades de éste preponderen sobre las de aquél, las considere más difíciles de superar y desde luego mucho más lejanas a mi sensibilidad y a la comodidad de mi fisiología. Y luego está la luz. Frente al encanto del temprano anochecer, la sola imaginación de que a las nueve de la noche sea de día me parece una solemne pérdida tiempo. Tantas horas saqueadas a la lectura, al recogimiento, a la escritura placentera.
Quiero hacer muchas cosas en lo que queda de invierno, cosas que ahora mismo sólo tienen sentido de hacerse en invierno y que fuera de él adquieren una dimensión extraña, casi desagradable. Me gustaría ir a Aranjuez a pasar el día, disfrutar de más paseos nocturnos por el centro de Madrid –que sólo en invierno está tranquilo- y, por encima de todo, no me imagino visitando París en otra estación que no sea el invierno. Con ser la primavera una época aparentemente sugestiva para todas estas actividades, con toda el renacer de la vida, con toda la luz nueva consecuencia de los días más largos, con toda esa parafernalia oficial de la primavera que sólo parece entender de alegría espontánea, a mí todo eso me echa para atrás. No quiero más parques y jardines que los invernales, más árboles que los que no tienen hojas y son sólo esqueleto, más ropa que un buen abrigo y una bufanda de lana y más bebida que un té caliente disfrutado en la calidez de un café de medianoche.
Es posible que esto no sólo se deba a un prurito estético y sentimental, sino también a la inaudita benignidad de este invierno sin lluvias, sin nieves, sin vientos y casi sin frío, por lo que de ser así estaría incurriendo en una evidente contradicción conmigo mismo: deseo que se alargue un invierno que no parece tal, que más parece una primavera temprana y tímida. Yo creo, sin embargo, que esto no es así. Añoro algo más de frío, algo más de lluvia, ese poco de nieve y una pizca de viento que barra las hojas muertas del suelo. Y a falta de todo eso, me contento con este sucedáneo de invierno que estamos teniendo, y que siempre será mejor que estar a veinticinco grados por la noche sin parar de sudar.
Lo que sí está teniendo este mes de enero –porque en ello no influye otro factor más que la oblicuidad de los rayos solares sobre la Tierra, y eso es igual todos los eneros- es ese color de cielo al anochecer y esa luz característica de la primera hora de la tarde que llega a nosotros ya cansada, con un punto de desmayo, y que lo tiñe todo de un tono algo así como púrpura-anaranjado que se mezcla con esa fina gasa difícil de percibir y que no se sabe muy bien de dónde proviene: del agua fría de los ríos, de las nubes del cielo, de la efusión de nuestros sueños. Así es más fácil hacerse la ilusión de que estamos en invierno en este invierno tan poco invernal, tan inusualmente cálido, pero que mantiene algunos de sus imponderables encantos.
Creo que el invierno es injustamente tratado y que se sobrevalora el verano, quizá por un descontento de fondo, con un hastío de nuestra propia vida, de nuestra rutina, que se suele desarrollar en los meses fríos. Frente a los amores de verano, con esa pauta más o menos conocida de brevedad, atropellada nostalgia y falsas catástrofes del alma, uno va prefiriendo cada vez más los amores de invierno, menos pasionales quizá, pero más auténticos y serenos, mejor conservados y hasta parece que más sinceros. Uno tiene la sensación de que le pueden engañar menos en invierno y que tiene menos tentación de mentir en enero que en agosto. No sé por qué ocurre esto, pero es así. El verano siempre tiene algo de pérfido, de engañador, de falso. En invierno es más difícil ser desleal y, en el amor y en todas las cosas, nos vuelve más sensatos, más equilibrados, menos propensos al engaño y la simulación.
Se va escapando el invierno, y sólo llevamos un mes. De nada me vale decirme que quedan dos meses, dos terceras partes por delante para deleitarme en todos sus detalles. En esto ocurre exactamente lo mismo que en verano, que cuando llega el primero de agosto todo adquiere un irremediable tono de final, de muerte de ilusiones, de melancolías sobre algo que ni siquiera ha tenido tiempo de empezar. ¿Nostalgia del futuro? ¿Ilusión por el pasado? ¿Prolegómenos de lo que ya pasó? ¿Resaca de lo que está por ocurrir?

martes, 17 de enero de 2012

PROFESOR DE ENERGÍA



Dijo Larra que el aniversario es un error de fechas, pero uno más modestamente cree que es el pretexto perfecto para recordar y hablar de ciertas cosas cuando ese recuerdo y esa conversación no acuden a nosotros de forma natural.
Y es así como, casi de forma mágica y como si mi cerebro hubiera guardado durante años a modo de alarma esta efeméride, me he acordado de que hoy, día de San Antón, se cumplen diez años de la muerte de Camilo José Cela, acaecida la fría mañana del 17 de enero de 2002, a los ochenta y cinco años. Y es esta una ocasión propicia y única –sólo una vez se cumple el décimo aniversario de algo- para siquiera dar en este blog una cuantas notas desordenadas y desvaídas sobre la figura de uno de los grandes prosistas españoles del siglo XX.
Debo decir que la muerte de Cela ha sido la única muerte de un escritor que me ha impresionado. Las muertes de Larra y Balzac también, y aún más -leídas a posteriori lógicamente-, pero la de Cela tuvo el calor del directo, tuvo el calor de la noticia. Cela era una celebridad, y a mis diecinueve años recién cumplidos, a pesar de no haberle leído prácticamente nada, lo sabía y le admiraba secretamente, mucho por la poderosa imagen pública que daba, próxima a ese tremendismo atribuido a su obra y que él tanto se preocupó de desmentir, con razón más que sobrada.
Aquel año cursaba yo segundo de Bachillerato. En clase de Lengua y Literatura Cela era un tema recurrente en las pequeñas tertulias que, de cuando en cuando y sin saber muy bien cómo, prendían en medio de los bostezos y los análisis sintácticos. Más o menos todo el mundo tenía una idea de Cela, que por otra parte no tenía nada que ver con su obra y que se refería más a sus sonadas apariciones televisivas, a sus cabreos en público y a sus regañinas a los periodistas que se le acercaban a preguntarle. Cela era una estrella, cosa extraña si es de un escritor de lo que hablamos. Y entre palanganas, grillos y señoras tiradas a la piscina de su mansión alcarreña, era difícil que nadie fuera consciente de la importancia de la obra de ese señor malcarado, con vientre blanco de ballena, además casado sospechosamente –para goce de la prensa del corazón y la telebasura- con una mujer mucho más joven que él.
Para los que hemos leído y releído a Cela casi hasta la extenuación, molesta un poco el que el gran público lo identifique con esa imagen un poco grotesca y circense, que por otro lado él se buscó con admirable aplicación a lo largo de décadas. Igual que Umbral es asociado al momento con aquello de “he venido a hablar de mi libro” o a Fernán Gómez con lo de “váyase usted a la mierda. ¡A la mierda!” repetidos hasta la náusea en televisión, de Cela es difícil separar, de un primer golpe de vista, su cara mediática y terrible. Ellos tres, Paco, Fernando y Camilo, son los tres grandes cabreados de la cultura española, y a ninguno de los tres, como es de ley que ocurra en un país donde se lee poco, se les reconoce lo más mínimo por su trabajo, por lo que nos legaron. Ocurre con ellos un poco lo que a esos personajes deleznables del famoseo, que se quejan amargamente por no ser reconocidos por “su trabajo”. La diferencia más que fundamental es que estos escritores jamás se quejaron públicamente de que no se viera en ellos lo que verdaderamente eran y, sobre todo, que ellos verdaderamente eran merecedores de que se les reconociese por su labor.
Los días anteriores a aquel 17 de enero habíamos tertuliado sobre Cela en la clase de Lengua y Literatura de segundo de Bachillerato, al hilo de la lectura obligatoria de La colmena. Recuerdo que mi profesora decía que le entusiasmaba el Pascual Duarte, pero abominaba de muchas de sus obras, supongo que las más experimentales y “extrañas”, como Oficio de tinieblas 5, Mazurca para dos muertos o Madera de boj, libros todos poco permeables al lector, digamos, más tradicional.
Cela murió muy de mañana, y yo me enteré por el telediario matinal. Aquel día yo tenía un examen de Geografía (ríos de España), y no había estudiado absolutamente nada, así que decidí quedarme en casa y alegar enfermedad por ver si el profesor me condecía otra fecha para el examen. Entre las clases sacrificadas aquel día había una de Literatura, y me dio una rabia tremenda no acudir, porque imaginaba que se estaría hablando sobre la noticia, sobre la figura del escritor, sobre mil cosas de las que a mí me habría encantado formar parte. Me figuraba que la profesora dedicaría la hora completa a conferenciar, en un tono lúgubre y melancólico, sobre el recién fallecido, que a quien más quien menos llamaba la atención y para el que todos tenían una opinión. Cela, sin duda, no dejaba ni deja indiferente a nadie.
Los telediarios guardaron largos minutos de su caro tiempo a la noticia. Si de escritores hablamos, sólo la muerte de Delibes hace dos años ha tenido alcance similar en cuanto a lo mediático. Por la tarde llamé a un compañero de clase para que me contara cómo había ido el día y me enterara de los deberes para el día siguiente. “¿Te has enterado?”, le pregunté. “Sí, tío, qué fuerte”. Y hablamos un rato sobre Cela. Que dos post adolescentes dedicaran unos minutos de su corta conversación a la figura de un escritor da idea del alcance de su figura, que trascendía el estrecho cauce de lo cultural para extenderse por la amplia llanada de lo popular. Cela, aunque no reconocido, sí era conocido. Y lo sigue siendo, diez años después de su muerte. Cela es un clásico.
Umbral, en su libro Cela: un cadáver exquisito, le considera su “profesor de energía”. En efecto, nadie como él supo coger el volante de la cultura durante el franquismo y hacerse un nombre gigantesco entre tantos exiliados y escritores oficiales del régimen. La publicación de La familia de Pascual Duarte, en diciembre de 1942, le sirvió de reconocimiento casi instantáneo como gran novelista, condición que refrendó espléndidamente con la inolvidable La colmena y, en menor medida –aunque son excelentes novelas- con Pabellón de reposo y Nuevas andanzas y desventuras del Lazarillo de Tormes. Pero Cela no se quedó en novelista, sino que cultivó todos los géneros –poesía, artículo, ensayo, memorias-, inventó otro –el apunte carpetovetónico- e hizo de uno de ellos –el libro de viajes- su gran caballo de batalla literario. Porque es en esos bellísimos retratos de la España que conoció recorriéndola a pie donde está la mejor prosa de Cela, la más transversal, la más cruda y a la vez la más tierna, la más clásica y al mismo tiempo la más moderna, la más jugosa sin dejar por ello de ser ligera y siempre gratísima de leer.
Uno, que se ha recorrido varias veces la Alcarria siguiendo los pasos de su obra maestra Viaje a la Alcarria, da testimonio de que Cela sigue presente en aquellas anchas tierras, de las más hermosas de la hermosa Castilla y a donde “a la gente no le da la gana ir”, como escribió en su dedicatoria a Gregorio Marañón de ese mismo libro. A lo largo del camino son abundantes las placas de cerámica entrecomillando algunos fragmentos del libro y en Guadalajara, Brihuega y Cuéllar hay una calle con su nombre. Sin embargo, no es solamente en esta oficialidad –siempre un poco mezquina- donde se aprecia todavía el sedimento de Cela, sino en el hostelero, el tendero o el kiosquero, que cuando les cuentas que estás siguiendo su ruta, asienten con la cabeza y entornan los ojos, como diciendo: “me lo dicen todos los días”.
Sí, Cela sigue vivo, y la editorial Espasa-Calpe está reditando en la colección Austral, con loable criterio, algunas de sus obras menos conocidas, tales como El gallego y su cuadrilla –colección de apuntes carpetovetónicos-, Judíos, moros y cristianos y Viaje al Pirineo de Lérida –dos obras maestras del libro de viajes, o del libro de “andar y ver”, como los definió Ortega- y La rosa, primer volumen de sus memorias, libro leve y bellísimo, de una ternura que parece difícil encajar en un personaje tan volcánico. El segundo tranco de sus memorias lo conforma su Memorias, entendimientos y voluntades, que abarcan solamente hasta la publicación del Pascual Duarte, es decir, hasta los veintiséis años de nuestro protagonista.
Libro menos tierno pero igualmente interesante, dedicado casi por entero a la guerra -que Cela vivió muy por la tangente-, nos deja con las ganas de que su autor no escribiera al menos otro más en el que nos relatara sus recuerdos de su viaje a la Alcarria, la espinosa publicación de La colmena por mor de la censura o, más generalmente, su subida hasta el más alto escalafón de la literatura española. Cela se dejó sin escribir cincuenta y cuatro años de su vida, aunque hay que decir que algo de esa vida asoma en sus libros, ya sean de viajes y apuntes carpetovetónicos o novelas.
Mas no es la vida de Cela lo más importante. Tampoco el premio Nobel, concedido en 1989, ni su ceño fruncido, ni sus palanganas ni sus choferesas ni su voz estentórea e intimidante. Con ser todo eso Cela, nos interesa más el ávido lector que, según nos cuenta en La rosa, durante su forzosa convalecencia a causa de la tuberculosis lee los setenta tomos de la biblioteca de clásicos españoles de Rivadeneyra y la obra completa de Ortega y Gasset. Conocida su herramienta, el escritor está en condiciones de emprender su obra, que como no podía ser menos está toda ella cuajada por una prosa que suena a castellano del Siglo de Oro. Cela llegará a ser un escritor clásico que ha leído a los clásicos. Durante aquellos años de formación apenas lee a escritores contemporáneos –sólo a Ortega- y entre sus influencias más poderosas están Baroja, Dostoievski, Dickens, Valle-Inclán, Balzac y Stendhal.
De todo ese caudal de la más alta literatura de siempre Cela supo crearse una prosa propia en la que disuelven todas estas influencias para lograr un sabroso y alimenticio preparado, que no es otro que el de su obra, a veces olvidada tras su cara más festiva y obscena. Diez años después de su muerte, parece obligado colocar a Cela en el escalafón de los escritores clásicos españoles y a algunos de sus libros como obras pilares de la literatura española de todos los tiempos.
“La vida se inventó para vivir y para dejar vivir, para caminar, para amar a las mujeres que cruzan por el camino, para comer el pan honesto y el jamón curado, para beber el agua de la fuente y el vino de los lagares, para ver mundo y hablar de las cosechas y las navegaciones, para bañarse en el restaño del río que cae del monte y secarse después al sol, sobre la yerba”. Sirvan estas líneas sacadas de su Viaje al Pirineo de Lérida como aprendizaje de un modo de vida extinto y de recuerdo de una sensibilidad de otro tiempo, de otra España, y que no por sencilla parece peor.
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sábado, 14 de enero de 2012

SABER SENTIR

Ayer me tropecé en la televisión con un interesante reportaje que repasaba la vida de cuatro grandes físicos, seguramente los cuatro grandes físicos de la historia: Galileo, Newton, Einstein y Hawking. Cada uno tenía una biografía distina, en parte de acuerdo con la época en que les tocó vivir, y desde luego cada uno tenía su temperamento: Galileo era un tipo rebelde y malcarado que despreciaba al resto de la comunidad científica, Newton, un hombre huraño y retraído que se cree que murió virgen y que no tuvo jamás contacto alguno con los demás ni se le conocen amigos íntimos, Einstein, según propia confesión, era un “completo desastre en el ámbito emocional” y Hawking pasó su años de universidad y postgrado entre francachelas y campeonatos de remo. No fue hasta que le detectaron el ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) cuando, atosigado por la falta de tiempo que le quedaba por delante, se puso a trabajar en serio. Y, para su sorpresa, descubrió que le gustaba.
Cada uno, en efecto, era un ser distinto, con sus apetitos, gustos y demás perfiles humanos. Ahora bien, había en común en todos ellos -aparte de sus respectivas intuiciones geniales- una característica: todos consagraron su vida al estudio de la ciencia y, más concretamente, de la Física. De Newton, quizá el ejemplo paradigmático de todos los tiempos de obsesión por el trabajo, se sabe que pasaba en su dormitorio estudiando dieciocho o veinte horas al día, que se olvidaba de comer y que el único ejercicio que hacía era pasear de un lado a otro de la habitación, reflexionando sobre aquel bendito problema matemático por el que llevaba desvelado dos años. Galileo, Einstein y Hawking, en cuanto supieron enfocar sus esfuerzos y talento a una rama específica del conocimiento, se subieron al mismo tren del trabajo y la obsesión.
Este hecho asombroso de que alguien pueda sacrificar su vida al estudio y cultivo de cualquier materia responde a una característica humana que diferencia a los grandes hombres del resto: saber sentir. Estos cuatro gigantes de la ciencia sabían sentir con inusitada fuerza lo que estudiaban. Esto de saber sentir no es tan normal ni natural como parece. Saber sentir es una capacidad reservada a muy pocas personas, y desde luego todos los grandes hombres de la historia supieron sentir con indesmayable constancia, incluso los que no sentían sabían sentir muy bien que no sentían.
Hay en otras materias ejemplos portentosos de trabajadores infatigables que no sólo se hicieron grandes a sí mismos y dejaron su nombre para la posteridad, sino que engrandecieron con su dedicación, no siempre consciente, la rama a la que se aplicaron. Uno de ellos, hablando de literatura como parece obligado hacerlo aquí, fue Balzac, que a fuerza de escribir dieciséis horas al día se olvidó de llevar una vida al margen de sus fantasías que pudiera llamarse de verdad “vida”, con todas las circunstancias exteriores aparejadas que conlleva esa palabra. Y hace poco, leía uno en la Automoribundia de Ramón Gómez de la Serna que el escritor madrileño escribía por la noche durante ocho o nueve horas seguidas, y que se acostaba al alba para despertarse a las tres de la tarde, hubiera dormido poco o menos. Son ejemplos que al común de los mortales le admiran e incluso le hacen sentir una secreta angustia y congoja. Es como si al escuchar estos casos uno se sintiera obligado a dejar tirados en un rincón todos los bártulos de su existencia y consagrarse a la grandeza de algo, sin caer en la cuenta, al menos en un primer momento, que consagrar la vida a la vida también tiene mucho, quizá todo, de grandeza.
En la costumbre misma de escribir artículos también funciona aquello de “saber sentir”. Si uno sabe sentir mucho y tiene voluntad de escribir, acabará escribiendo mucho. Ahora, si uno tiene un cauce de sentimiento estrecho, el torrente se le irá secando y acabará por no escribir. No creo que nadie escriba con gusto sobre cosas que no siente, se trate de la vida de un escritor, el invierno ampurdanés o un tratado de física cuántica. Y desde luego no parece posible trabajar en serio y sin desmayo en algo que no sólo no se sienta, sino que directamente repugne.
Saber sentir, qué difícil y qué necesario para el progreso material y moral de la Humanidad. ¿No se deberá la crisis extenuante de valores –y que lleva a la descomposición estética y moral que todos observamos- consecuencia de que la gente ya no sabe sentir? ¿Dónde quedaron, en medio de tanta fascinación tecnológica y material, los seres humanos que sabían sentir las más pequeñas cosas y que desde luego no tenían que ver con lo tecnológico y lo material? ¿O es que el signo de la erudición del sentimiento ha cambiado y simplemete ahora se saben sentir otros asuntos, tales como la economía, los mercados y el márketing? ¿Por qué da la sensación de que lo que se sabe sentir ahora no se sabe sentir tanto como se sabían sentir otras cosas –desde luego parece que mucho más “sentibles”- en el pasado?
Tampoco querría uno hacer apología de los tiempos pasados, que sin duda por pasados nos parecen mejores, pero sí querría hacer constar que, posiblemente, el sentimiento universal, la capacidad de sentir general, se esté atrofiando, y ello tiene difícil remedio.

miércoles, 11 de enero de 2012

EXPLICACIÓN

Creo que debo una explicación. He mirado la última fecha de publicación en este blog, y me he espantado: 27 de diciembre. Dos semanas sin publicar cuando tenía la costumbre de hacerlo al menos tres veces a la semana. Eso no es lo peor, pues aquella entrada fue escrita mucho antes de ese día. Por lo tanto, es perfectamente posible que lleve un mes sin escribir para el blog. ¿He dejado de escribir? No, no he dejado de escribir. He seguido escribiendo todos los días, fines de semana y festivos incluidos, por la mañana, como hago ahora, y por la noche, para cerrar el día.

Me apetecía darme el gusto de escribir sin intención de publicar, como hacía antes, sentir un pequeño pudor sólo de pensar que alguien puede leer lo que escribo. Así es que he empezado a escribir un diario íntimo, alejado de literaturas forzadas y pretenciosidades, como me parece que alguna vez he hecho aquí. De momento me siento cómodo, siento que es mi diario, el verdadero, igual que para Tolstói era el verdadero el que llevaba siempre consigo guardado en la caña de la bota, y no los otros dos que escribía: uno, que estaba pensado para que lo leyera su mujer y otro supuestamente confidencial que sabía que también leía su mujer. El tercero, el de la bota, era el auténtico diario, el reducto del alma del escritor ruso.

Dice Sánchez-Dragó que es conveniente que todos nos reservemos un espacio íntimo en el que nadie, absolutamente nadie, pueda entrar. No sé si se refiere a un diario, pero me parece un consejo para el que un diario encaja a la perfección.

Pero que nadie se llame a engaño: el lector es la parte esencial de todo lo que se escribe, y nadie escribe nada sin la secreta esperanza de que alguien lo lea alguna vez, aunque solamente sea uno mismo proyectado en el futuro, y en el futuro, como sabemos, seremos personas muy distintas a la que somos ahora. Yo no quiero publicar lo que con tozuda aplicación voy escribiendo, pero soy consciente de que en un futuro más o menos lejano algo de lo que deje en esas páginas saldrá a la luz de muy diversas maneras: mediante la transcripción en este mismo blog, la síntesis, exégesis o ampliación de ideas bajo otro formato -artículos, relatos, diarios transformados o relaborados- o la confesión personal. Lo que se escribe en los diarios nunca es secreto, y desde luego nunca es íntimo. ¿Qué es lo íntimo en realidad? ¿No serán intimidad y literatura -o, más exactamente, escritura- términos completamente opuestos y excluyentes el uno del otro?

“Acaso si uno no fuese una persona insatisfecha e insegura, si viajase a menudo, si en las estaciones de tren estuviese esperándonos alguien, no sé, si el camarero del bar le llamara a uno por su nombre, si supiéramos contestar las preguntas que nos formulan los hijos o si nos telefonease de vez en cuando la autoridad competente, entonces es probable que uno no llevase un diario”. Ayer estuve buena parte del día buscando esta cita de Trapiello, de su libro El escritor de diarios, que saqué prestado de la biblioteca. Es un fragmento que me reconforta, más aún ahora, que he empezado hace poco un diario. Es de lo poco que me reconforta de ese libro, pues aunque es excelente, me infunde un desasosiego y una gran lástima por mí mismo. Ya me ocurrió la primera vez que lo leí, hace dos años -entonces fue la causa principal de que dejase de escribir el diario que llevaba en aquel tiempo- y me volvió a ocurrir ayer releyendo algunas páginas. Leyéndolo, parece que todos los escritores de diarios de la historia -y, por lo tanto, yo mismo- son gentes execrables, ególatras, vanidosas, literariamente incompetentes e incapaces para la vida. Sé que no fue la intención de Trapiello -un diarista, por otro lado-, a quien admiro profundamente, pero es la sensación que me deja. Quizá sea porque en efecto escribir un diario, como ahora mismo estoy haciendo, es un signo de descontento de fondo, que va más allá de tristezas pasajeras o malas rachas.

Leo esa cita y, a pesar de que no ansío casi nada de lo que ahí se dice -a excepción de lo de las estaciones de tren- por el simple hecho de que nada de ello entra dentro de mi círculo vital o de que a día de hoy me conformo con muchísimo menos, me siento reflejado. Y me conmuevo. Pensándolo un poco, lo que dice ahí Trapiello da lo mismo. Escribió eso como pudo haber escrito otras circunstancias agradables. Lo que importa es resaltar que el escritor de diarios querría llevar otra vida que la que lleva, o que la vida fuese de otra forma y así su vida misma sería también de otra forma.

La relectura del libro me ha hecho reflexionar de nuevo sobre lo que quiero que sea mi diario, la dirección que debe tomar y los errores en que de ningún modo debo caer. No ha sido una tarde agradable, más bien ha estado presidida por la tristeza, no sé tampoco muy bien por qué. El libro ha influido, pero también estaba el recuerdo de L. y, sobre todo, lo de siempre: la conciencia de mis veintinueve años y el estado en que se encuentra mi vida. Una vida que debería estar ya hecha o en trance de hacerse, con las calderas a máximo rendimiento, pero de la que ni siquiera se ha encendido el fuego ni se ha cazado el animal del que va a ser la carne.

Pensaba que el fin de las Navidades iba a traer días de sosiego, y resulta que las echo un poco de menos por lo que tenían de rutina disfrazada. En ciertas fechas festivas es divertido hacer lo de siempre, mientras que ahora, al hacer lo de siempre de forma obligatoria, se siente uno perezoso para la alegría.

Claro, si a uno le editasen libros como a Trapiello, si tuviera hijos que le formularan preguntas, si tuviera una casa en Las Viñas a la que ir en verano y Navidades con la familia, si tuviera una esposa a quien querer, si pisase más estaciones de tren aunque nadie estuviera para recibirnos y si uno no fuese una persona insatisfecha e insegura, entonces es probable que uno no llevase un diario.

Pero no sé a qué viene esto, es injusto, Trapiello no lo merece. He leído muchos libros suyos y puedo decir que es un alma parecida a la mía, así que no sé por qué este ataque. Es más, mi cabeza está conformada en una fracción importante por ideas y estéticas suyas, siendo como es uno de mis escritores favoritos. Todo es culpa mía, escribo ese diario por mi culpa y sólo por mi culpa. Comparto al pie de la letra lo que dice, incluido lo del camarero del bar y las llamadas telefónicas de las autoridades. No imagino a Cristiano Ronaldo escribiendo un diario, ni a Cela, ni a Shakira, ni siquiera a la inmensa mayoría de las personas que conozco y que no son ni famosos, ni millonarios ni escritores.

Ayer intenté escribir algo para El pan y la leña, que tengo abandonado, precisamente otra explicación de por qué llevo dos semanas sin publicar y casi un mes sin escribir para él. No lo he terminado, y no sé si lo terminaré. Tampoco debe uno ir dando explicaciones de por qué no escribe, aunque la tentación es grande, sólo sea para decir que aunque no publique sigue uno escribiendo. Sigue uno escribiendo su diario, otro diario distinto a El pan y la leña.

Se trata también de desaperecer, como intentó aquel fascinante doctor Pasavento de Vila-Matas, que llega a decir que “nada envanece tanto como sentirse completamente olvidado”. Sí, produce cierta envidia todo aquel que logra desaparecer de repente, que de un día a otro se convierte en un copo de humo dejándonos no más que su recuerdo desvaído, unas cuantas frases, una manera de andar, la forma de su nariz. Aunque pasáramos mucho tiempo juntos, después, al día siguiente de no volver a verle, no quedan en nuestra memoria más que esos parcos atributos. ¿Dónde estará? ¿Qué será de él? ¿Por qué nos dejó, si nosotros pensábamos que nos apreciaba igual que nosotros le apreciábamos? ¿Llevará una vida mejor o será un perfecto desgraciado? Y así, infinitas preguntas, que en su lejanía y densa ausencia hacen al desaparecido más presente que cuando estaba a nuestro lado.

Pero esto no es más que un espejismo, una farsa. El olvido tiene los pies rápidos y cuando menos nos damos cuenta, ya está sobre nosotros. No me apetece escribir para publicar, al menos no para publicar inmediatamente como solía hacer en este blog. No me apetece escribir nada más que estas líneas desmayadas que en el fondo -y quizá también en la forma- son absurdas, pues no tiene uno por qué ir dando explicaciones de por qué no escribe, aunque la tentación es grande, sólo sea para decir que aunque no publique sigue uno escribiendo. Sigue uno escribiendo su diario.

¿Por qué, para qué escribir un diario? Uno cree sinceramente que escribir un diario es perseguir un fantasma. ¿Qué buscamos? ¿Por qué lo hacemos? ¿Qué esperamos encontrar? ¿Hay realmente algo verdadero en esas páginas o todo es una pura farsa?

Antes de empezar su redacción, escribí unas líneas a modo de prólogo que intentan explicar las razones y sitúan al diario en un ecosistema emocional. Son las siguientes:

«Ha sido así, de repente, mientras venía a la biblioteca. Iba a cruzar el paso de cebra de Betanzos y me he dicho: “hoy voy a empezar un nuevo diario”. Una tentativa más de las muchas que he llevado a cabo a lo largo de mi vida. Pero, supongo que como las otras veces, quiero que esta vez sea la definitiva, quiero conseguir el diario auténtico, despojado de literaturas, insinceridades e ínfulas de escritor, aun siendo el diario de un pretenso escritor. Creo que sería interesante apuntar a modo de prólogo las razones que me llevan a empezar un nuevo diario. Me gustaría pensar que lo escribiré sin la intención de publicarlo en el blog, pero me temo que ya sólo sé escribir para los demás. Me gustaría regresar a los tiempos de los primeros diarios, cuando sólo de pensar que alguien pudiera leerlos me daban ganas de desaparecer. El mejor diario que he escrito nunca ha sido el de 1999-2001, es decir, un diario sin pretensiones literarias, del que no conoce nadie una sola línea y nada más que destinado a dejar mínima constancia de los días que van pasando para, un día lejano, releerlo. Nada más. Un diario es una inversión a largo plazo. Pero iba por las razones. Las enumeraré según me vayan viniendo a la mente, sin atenerme al orden de importancia.

1) La actual lectura del Diario íntimo de X. Estoy en gran parte de acuerdo con lo que él considera que debe ser un diario, aunque luego ello no quita para que me gusten los diarios de Y, que son radicalmente diferentes. ¿Cómo se come eso? Lo que llevo unos meses haciendo en el blog no es más que un diario, pero siento que no es un verdadero diario o, al menos, mi verdadero diario. Hay demasiada literatura o intención de hacer literatura. Seguiré con él, pero el diario propiamente dicho quiero que sea este que empiezo. Sin embargo, no quiero que X me influya a la hora de escribirlo. Esa era otra cosa buena del diario de 1999-2001: al haber leído poco en mi vida, y desde luego ningún diario de escritor, escribía nada más que por mí. Bueno, rectifico: el Marca me influía. Pero ese estilo periodístico creo que beneficiaba al diario y, aunque caía en los tremendismos y las exageraciones propias de los diarios deportivos en particular y el periodismo en general, tenía también un cierto aire neutro, de crónica de agencia, de teletipo. Es decir, de cualquier cosa menos de literatura.
2) Insatisfacción personal. Es así, aunque, afortunadamente, hay algo dentro de mí que se rebela y se resiste a claudicar. La vida tiende a la vida, eso está claro, y más en la juventud, y estos malos tiempos tienen también algo de pose. Algo de pose y bastante de realidad íntima. Dice Trapiello que la primera causa de redacción de un diario es algún tipo de insatisfacción. Estoy de acuerdo. No sólo los diarios, sino también la literatura en general. La literatura nace de la insatisfacción con lo que nos rodea. No puede ser de otra forma. Si todos fuéramos infinitamente felices, si la misma palabra felicidad desapareciera porque no tendría que contraponerse a sus antónimos, nadie escribiría. ¿Para qué, si la vida es tan genial? ¿Por qué y para qué escribir un diario si todo viene rodado? Las muertes de los anteriores diarios se dieron por tres causas: un estado de felicidad casi increíble (2001), aburrimiento (2003) y conciencia de no estar haciendo lo correcto (2010). De los tres diarios, creo que el último era el peor, aun siendo el mejor escrito. Era el más falso, y eso en un diario es imperdonable. Y era también el más aburrido para mí mismo, y eso también, en un diario, es imperdonable.
3) Bloqueo creativo. Lo leí ayer mismo en El mal de Montano, de Vila-Matas, a quien la redacción de su diario había ayudado a superar una crisis literaria. Pues es algo parecido. Escribir. Escribir por escribir, mejor dicho, porque hay algo dentro de mí que me impulsa a escribir. Casi toda mi vida he escrito, más o menos intensamente según las épocas. Ya lo he dicho antes: últimamente escribo poco, quizá -y aquí puede haber un problema- porque los libros que he estado leyendo no me han inspirado para escribir, como sí me inspiró Trapiello y su Salón de pasos perdidos los meses anteriores. Podría ser también que me hallo en la época de inicio de independización de las fortísimas influencias de mis escritores favoritos. No sé. El caso es que echo de menos la rutina de sentarme cada noche delante del ordenador y anotar algo del día. Espero hacerlo a partir de ahora. Sé que debería escribir una novela e intentar publicarla, sé que debería trabajar en serio, pero ahora mismo no me siento con fuerzas. Así que mejor esto que nada.
4) Esperanza. Sí, tampoco se escribiría si todavía no quedaran esperanzas de encontrar algo mejor en el futuro. O, mejor dicho, de ir encontrando algo mejor en el camino hacia ese futuro que, por lo demás, no existe.
5) Ilusión ante la posible recuperación del diario de 1999-2000. El otro día encontré un disquete que guarda aquel diario. Llamé a A. y le pregunté si tiene un ordenador antiguo que pudiera leer el disquete. Me dijo que sí, así que un día de estos iré a su casa e intentaré abrirlo y guardarlo en otro formato. Y lo leeré, claro, desde el principio, como si se tratase de una novela. Es uno de los libros que más ilusión me hacer leer de los últimos tiempos, aunque tampoco sé si juega en la misma liga que los libros publicados, de los libros que compro y leo normalmente. Más bien creo que no, que es algo distinto. Estaría bueno que, a estas alturas, encontrara inspiración y el estilo y tono adecuados en ese diario de adolescente y de amores platónicos. Pero… podría ser.

Creo que esto es todo. Si hay alguna razón más, la he olvidado en el transcurso de la redacción de las que he escrito. Y, si realmente hay alguna razón más que se me ha escapado, la recordaré pronto, y la anotaré a continuación de las otras. Si no, esto es lo que hay, aunque en cualquier caso no creo que sea poco. Me gustaría insistir en el carácter extraliterario de este diario. No tengo intención de publicarlo en el blog, quiero que sea de consumo mío exclusivo. Intentaré no explayarme, por ejemplo, anotando todas las calles de un paseo por el centro, como he hecho otras veces. Ello no quita que deba escribir todos los días, aunque sólo sea para decir que no hay novedades reseñables. Esto es falso, de todas maneras, porque cada día es único, y de los días de transición también está hecha la vida, y no soy quién para amputarle nada a la vida, ni siquiera el aburrimiento o la falta de noticias.»

Nada más. No sé cuándo volveré a escribir para el blog. Ahora mismo pienso que pasará bastante tiempo, pero no es descartable que pasado mañana mismo regresen las ilusiones y vuelva a publicar. Lo más triste de todo es que todo lo escrito anteriormente es inútil, porque, ¿a quién puede importarle que uno deje de escribir en un blog que no lee nadie? ¿Nos importa a alguno que un eremita de la montaña deje de gritar, si ninguno podemos escucharle?

Sí, a veces conviene hacerse la ilusión de que alguien nos escucha.