domingo, 5 de septiembre de 2010

CARTA A MIS QUERIDOS POLÍTICOS

No es mi intención el despreciar una profesión, la vuestra, a todas luces digna y necesaria y que si se ha ido envileciendo con el tiempo no es si no por la vileza —valga por esta vez la redundancia—, la villanía, la ineptitud o la cobardía de muchos de los que, por vocación o por afán de enriquecimiento, se han dedicado a su menester a lo largo de los siglos. Tampoco está dentro de mis inclinaciones el generalizar, y bien puede ocurrir, y de hecho me consta, que existen y han existido políticos inteligentes, cultos y sensibles a los que incluso el pueblo ha llegado a admirar y que han llevado a cabo su labor con la mayor honradez, eficacia y pulcritud. En todos lados cuecen habas, y no voy a caer en la estupidez, en el fundamentalismo, de decir que todos los políticos del PP —por poner un ejemplo— son unos chupatintas o personas despreciables, o que todos los del PSOE son hermanitas de la caridad que sólo buscan el bien del prójimo —el obrero— y nada quieren para sí. La izquierda y la derecha andan en parecidas cotas de podredumbre, cada una con sus defectos endémicos, cada una con sus —ya casi desaparecidas o, por lo menos, difuminadas por el turbio correr de los tiempos— bondades, aunque es preciso puntualizar que, a mi entender, es la primera —la aparentemente libertaria—la que en peor estado de revista se halla, la que peor ha ido digiriendo el general derrumbamiento de los valores.

Pero vayamos al grano. No me interesan las libertades abstractas que tanto propugnáis y que tanto habéis propugnado en los últimos ciento cincuenta años; tampoco todos esos derechos civiles que a veces, en vez de útiles, resultan enojosos; no me interesa la economía del país ni el precio de las hipotecas; no me interesa la Administración ni el tanto por ciento de paro, el Plan Bolonia, el PIB, el índice de bienestar, el Estatut ni el número de turistas que nos visitan cada año; no me interesa la Unión Europea, la crisis económica mundial ni los bancos. En realidad, queridos políticos, no me interesa nada de lo que más os interesa a vosotros, o, desde nuestro punto de vista, parece que os interesa.

Así las cosas, me he molestado en escribiros una lista —sin ánimo de ser exhaustivo— con las cosas que creo que deberíais favorecer y las que deberíais eliminar en vistas de lo que sería, a mi entender, un buen Gobierno. Me gustaría empezar por lo más urgente, por lo que sería menester atajar cuanto antes, por todo aquello de lo que quien esto escribe abomina, y cuya desaparición haría de este malhadado país un rincón arcádico en este inhóspito mundo en que vivimos. Soy consciente de que, de querer incluirlo todo, me llevaría días enteros, meses e incluso años terminar y entregarles esta carta, por lo que seré lacónico y me limitaré a enunciar las cosas que me parecen más graves y que deberían ir sacando de la circulación por las vías legales que a ustedes les parezca. Después, por aquello de terminar con un buen sabor de boca y un rayo de esperanza, procederé a enumerar todo aquello por lo que un servidor de ustedes cree que merece la pena vivir. Serán, quizá, muchas menos cosas en número que las desagradables, pero de todos es sabido —así al menos lo creo yo— que lo verdaderamente bueno, por poco que sea, siempre compensará todo lo malo que nos vayamos encontrando.

De modo que ahí va, como el caballo de copas que dijo el poeta, y sin ánimo de ofender.

O con él.

Uno detesta, en general, a los puertas de discoteca, Sálvame y los autobuses turísticos que surcan el centro de las ciudades; detesta uno también y sobre todo la famosa Noche en Blanco que, a modo de escarnio, lleva repitiéndose varios años por estas fechas; detesta a los rebaños de turistas con cara de despistados y cámara en mano y las manifestaciones del color, olor, dirección y proposición que tengan (exceptuando las que se hacen contra el terrorismo); detesta también guardar cola hasta para comprar el pan y cualquier tipo de papeleo; detesta las aglomeraciones, la Universidad y a los guardias de seguridad del Metro; detesta que le digan si está más gordo o más delgado y le pregunten "¿qué tal?"; detesta, otrosí, levantarse tarde y dormir más de lo necesario; detesta, por lo general, las conversaciones sobre dinero, coches, motos, fútbol y música; detesta ir al gimnasio por la tarde, el móvil y el Facebook; detesta no hacer nada; detesta los centros comerciales y las tiendas de ropa masculina, así como los tatuajes, piercing y pendientes del tipo que sean; detesta a los que llevan abrigo con más de veinte grados; detesta las corbatas y a LeBron James; detesta la paella, las alcachofas y a los gritones; detesta el bufido del Metro del andén de enfrente cuando se para en una estación y acostarse, al llegar de una noche de juerga, cuando ya ha amanecido; detesta no estar cansado; detesta España Directo y los monólogos acerca del tiempo que hacen los dicharacheros reporteros en los cuatro puntos cardinales de la península, así como Madrileños por el mundo y todos los programas derivados; detesta que le digan que se saque el carnet de conducir y tener pelo en las piernas; detesta el arte contemporáneo y la sección de novedades de las librerías; detesta los mosquitos nocturnos y el olor del interior de los coches; detesta las risas demasiado estridentes y no terminar los libros; detesta las modas; detesta a los gilipollas con pibón y que alguien entre en su habitación sin permiso; detesta que lean algo suyo delante de él; detesta llegar pronto a casa; detesta las fiestas del Orgullo Gay y las de su urbanización y a los racistas; detesta, por supuesto, el heavy metal, los naipes y cualquier tipo de juego de mesa, sin excepción; detesta que invadan sus lugares de paz y tener que dar explicaciones a nadie que no sean sus progenitores; detesta los conciertos; detesta que le digan "pues yo..." sin antes haber preguntado; detesta que se le acerque un dependiente y tener que decir "estoy mirando"; detesta no poder ir a jugar al baloncesto porque esté lloviendo; detesta que alguien cuente en un sitio público sus peripecias y gustos sexuales; detesta las portadas de las novelas históricas; detesta las sesiones maratonianas de tenis en Teledeporte; detesta el tunning y al cantante Luis Miguel; detesta los sudokus y cualquier tipo de pasatiempo; detesta "pasar el tiempo"; detesta los cabellos excesivamente engominados e ir a bodas de parientes de su novia; detesta no tener novia; detesta, en definitiva, tener que detestar.

Le gustan a uno los jardines románticos, los amigos y pasear, a poder ser sólo y por la noche para después, claro es, cenar en casa; le gusta leer, a poder ser al aire libre o en el tren; le gusta ver y jugar baloncesto y le gustan Michael Jordan, Scottie Pippen, Julius Earving, Larry Bird, Paul Pierce y Kevin Durant; le gustan las viejas ciudades castellanas y, ante todo, perderse por sus calles; le gustan las casas pequeñas y las plazuelas; le gustan los cerros coronados por una ruina medieval; le gusta estar solo; le gusta (aunque casi nunca lo hace) emborracharse levemente antes de acostarse; le gustan Camilo José Cela, Paco Umbral, Galdós, Tolstói, Baroja y Hesse; le gusta Goya; le gustan Drazen Petrovic, Arvydas Sabonis, Nikos Gallis y Pau Gasol; le gustan los viejos cafés y trasnochar; le gusta madrugar; le gusta dormir lo justo, ni una hora más; le gusta trabajar y llegar cansado a casa; le gusta, de vez en cuando, coger el petate y recorrerse la Alcarria en bici; le gustan las visitas cortas a un buen amigo; le gusta recitar de memoria sus pasajes literarios favoritos; le gusta ir al gimnasio y, sobre todo, volver del gimnasio; le gusta hablar de literatura, mujeres y baloncesto, si por él fuera no abriría la boca más que para hablar de alguna de esas tres cosas; le gusta cenar fuera de casa y la camiseta de los Boston Celtics; le gustan los Episodios Nacionales, Gabriel e Inés; le gustan los gatos y cualquier tipo de félido; le gusta Aranjuez; le gusta pasarse tardes enteras buscando un libro; le gusta el chocolate, cuanto más empalagoso, mejor; le gustan las extranjeras, sobre todo las rusas; le gusta el año 1808; le gustan los paisajes invernales y los días de niebla; le gustan los rincones misteriosos y sombríos; le gusta que le miren; le gusta el canto de los pájaros y los atardeceres sonrosados; le gustan los anuncios de perfumes que echan cada año en Navidades; le gusta, sobre todo, que le gusten cosas.

Hasta aquí mis peticiones. Todo lo que, desde el Gobierno, fuese favorecer lo que acabo de decir, me parecerían excelentes medidas. Por mi parte, si así fuera, se lo agredecería de la única manera que puedo, de la única manera que, por otro lado, sé que es la que me agradecerían ustedes a mí: con mi voto.

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