Muchas y sabrosas lecciones han dejado los últimos tiempos. Es usual oír a la gente decir que los malos tiempos son los que curten, que es en las dificultades donde se forja nuestra personalidad, que son los obstáculos y no el amable sol del amanecer de los que se extraen enseñanzas que han de servirnos —siempre para bien, ha de suponerse— para lo que nos reste de vida, sea mucha o poca, sea intensa o leve, sea feliz —pensando siempre que esa palabra tenga algún valor— o desdichada.
Naturalmente, no voy a ser yo el que contradiga esta afirmación con tintes de verdad más o menos asentada. A fe que me gusta destrozar tópicos, discutir frases hechas, llevar la contraria, remover conciencias. Pero no en esta ocasión. No me parece que haya que insistir en que la vida es un aprendizaje para el que de poco vale querer saltarse plazos. “Nunca hubiera podido escribir mis libros sin haber escrito el anterior”, dijo George Sand. “Nunca hubiera podido haber vivido tal circunstancia sin anter haber vivido todo lo que viví”, añadiría yo.
Esto que digo puede parecer una verdad de perogrullo, pero me parece que conlleva profundas consecuencias para la vida del que en ello reflexione un poco. Al igual que desde los buenos sentimientos es imposible hacer buena literatura, desde algo que no sea parecido a la lucha, a la agonía, al sufrimiento, al dolor, es imposible redondear una existencia completa. Para el escritor todo es aprovechable, más aún todo lo malo —o todo lo aparentemente malo— que pueda sucedernos a nosotros mismos o a los que nos rodean.
Podría incluso discutirse, cierto es, porque todo en el fondo es susceptible de discusión, pero pensándolo bien de poco nos valdría. Yo creo que la resignación es actitud sabia y tranquilizadora, y el que procura aplicársela mucho lleva ganado. Lo que ocurre es que es una actitud que conlleva, sobre todo, tiempo para aprenderla —las actitudes también se aprenden—, y las más de las veces, cuando la hemos asimiliado a nuestro ser, no hay tiempo —¡ay!— para aplicarla.
Ver la muerte de un ser querido de cerca, tan de cerca que llega a peinarnos con su aliento, es otra cosa más que tarde o temprano nos llega a todos —a todos los que vivan el tiempo necesario para poder verlo—, que tarde o temprano tendremos que acercarnos a olerlo sin taparnos la nariz, porque sin respirar no podremos aguantar.
Ahora bien, no me parece menos cierto que, si bien ciertos acontecimientos de nuestra vida han de servirnos para fortalecernos, hay que decir que no siempre ocurre así y que, vistas las orejas al lobo, tal miedo nos puebla y tal frío se nos mete en los huesos que de ello jamás nos recuperamos, y algunos acaban siendo corderitos asustados por el resto de sus días. Es famosa la frase “en la batalla del Ebro se acabaron los cojones”: el ancestral valor que solía asignarse a los españoles desapareció tras la más cruenta batalla de la Guerra Civil.
Esto que vale para los pueblos vale para las personas, y de cada uno de nosotros depende beber a morro del chorro de lo que nos venga. De nada vale lamentarse en la desgracia, de nada vale quejarse, porque el que se lamenta y se queja pierde un tiempo y unas fuerzas preciosas para iniciar la remontada. La vida no espera.
Han sido tiempos difíciles para escribir, con lo que corro el riesgo de que el contador en el blog de este mes de agosto que hoy expira se quede a cero. Por ello escribo esta somera explicación que supongo no importará a nadie pero que me creía en la obligación de dar. Por ello también publico el primer capítulo de un relato que comencé hace unas semanas y que se quedó varado, esperando a alguien que lo devuelva al agua. Ese alguien sólo puede ser uno mismo, y quizá publicándolo ahora me obligue a seguir escribiéndolo.
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