domingo, 3 de enero de 2010

CUMPLEAÑOS

Hoy es el día de mi aniversario, de mi vigesimoséptimo cumpleaños. El caso es que llevo todo el día con la quemazón de querer escribir algo sobre ello, de no tener nada que decir y, no obstante, de seguir deseando plasmar en negro sobre blanco en este blog una entrada en este 3 de enero gris, lluvioso y lento, resignado y amargo como un domingo plomizo, que es lo que es hoy, o como el rostro del que lleva el estigma de perdedor.
Llevamos, llevo, dos semanas sin ver el sol. Dos semanas menos un día. Lo sé de forma tan exacta porque lo tengo consignado en mi diario. El 20 de diciembre, domingo, fue el último día con sol. Creo que nunca en mi vida había estado tanto tiempo sin ver brillar a nuestra estrella. Nunca en mi vida había pasado dos semanas bajo un manto de nubes. Y las previsiones anuncian más días de sombra. Miro por la ventana, y el horizonte se espesa en niebla y en gris, el cristal se trufa de líneas oblicuas e intranquilizadoras, la luz pugna por brillar, y, aunque intento ponerme melancólico, creo que no lo consigo.
Lo consigo por momentos, dentro de esa pugna que en muchos días de mi vida se desata dentro de mí, esa pugna que consiste en dejarse llevar por lo pasado, por los recuerdos, con la esperanza de que ese pasado y esos recuerdos se repitan en un futuro no demasiado lejano, sin caer en la cuenta de que posiblemente pudieran repetirse en este presente del que me empeño en escapar. Mas sospecho que hay algo dentro de mí, dentro de todos, algo como un mecanismo de autodefensa frente a ese terrible fallo del cerebro que es la nostalgia, que se resiste a que mis pensamientos cabalguen por esos derroteros tan dudosos, tan llenos de trampas a pesar de su apariencia amable, tranquila y, por momentos, con visos de paraíso. Derroteros a los que regreso de vez en vez, de hora en hora, quizá deliberadamente, quizá por una tendencia a la autoflagelación.
Repito que, a pesar de mis esfuerzos, no lo consigo del todo. Será que aún soy joven, muy joven, 27, veintisiete años hago hoy, lo escribo con letras y con números para que no haya dudas. Los números tienen un gran poder visual, más que las palabras, pero yo amo a las palabras mucho más que a los números. Alguien por ahí me ha felicitado mi 28º cumpleaños. Yo me he enfadado, naturalmente. La década de la veintena avanza, fatal, incansable, pero no lenta, o al menos no tan lenta como me gustaría. Soy joven, sigo siendo muy joven, pero dentro de mí me siento mucho más joven de lo que en realidad soy. No creo tener más de veintitrés o veinticuatro años.
Una niñería, dirán algunos. Yo creo que no. A veces somos tan injustos con los niños que terminamos por atribuirles faltas que nunca serían capaces de cometer. A un niño jamás se le ocurriría quitarse edad o sentirse con menos años de los que en realidad tiene. Sólo los adultos, sobre todo a partir de cierta edad, una edad que no se sabe y que varía según los individuos, pueden cometer la "niñería", la estupidez, la inmadurez psicológica de asustarse ante el paso del tiempo, ante el paso del propio tiempo, del tiempo de cada uno de nosotros, que en realidad es el único que importa.
Será que físicamente me echan menos años de los que tengo. Y tienen razón. Me miro al espejo y, a pesar de esta barba de tres días que me empeño en mantener y que creo que me da un punto de sofisticación (suponiendo que esta palabra signifique algo concreto en lo que a estética se refiere), creo que tengo el mismo aspecto, el mismo peso, la misma cantidad de pelo, los mismos músculos, la misma falta de arrugas, que hace cuatro, cinco, seis, siete años. Lo único que ha cambiado —¡ay!— es la mirada.
Vuelvo a mirarme al espejo, a este espejo constante, eterno, que es la memoria de nosotros mismos, y noto a mi mirada más reconcentrada, más reflexiva, quizá más inteligente, o tal vez más resignada, menos segura de sí. El brillo avasallador de antaño se va opacando y se va trocando en breves destellos, en momentáneos latigazos de ilusión. Pero es una ilusión tamizada por la experiencia, por los años y, sobre todo, por el futuro. No es tanto melancolía por lo pasado como por lo por venir. Melancolía por un futuro, tanto próximo como lejano, con horizontes borrosos, como el que sigo mirando de vez en vez desde mi escritorio en esta tarde que, inevitablemente ya, se va oscureciendo como la vida de un octogenario.
Decía que creo tener menos años de los que tengo. Y que no es niñería. Creo, más bien, que es consecuencia del devenir de mis días, del curso mi biografía, unas veces pareja con mis deseos, otras, no sé si las más o las menos, alejada de lo que me hubiera gustado, de lo que había imaginado. En el hombre no hay más que realidad e imaginación, y ambas, aunque no siempre, suelen correr por senderos separados. Podría decirse, para simplificar, que mi empeño en reducirme la edad no es otra cosa que la búsqueda, la mansa y desesperada búsqueda del tiempo perdido.
Desde mi escritorio oigo el lento transcurrir de la ciudad, el ruido de fondo que son sus coches rodando sobre una fina película de agua. Ese es el ruido de la ciudad, el único ruido de la ciudad: el de los coches, el del tráfico motorizado. Las voces humanas llegan quebradas y como a regañadientes. De vez en cuanto despunta el escándalo de una sirena de ambulancia. Pero pronto pasa, y vuelve la radiación de fondo de los motores lejanos.
El tiempo, mi tiempo, como esos motores, nunca deja de transcurrir. A veces nos gustaría que no transcurriera, y nos esforzamos con todas nuestras fuerzas porque no sea así. Escuchamos una canción, olemos un perfume, leemos un párrafo, y por instantes parece que lo conseguimos, pero no. Todo sigue. Seguimos. Vienen las desilusiones, los malos momentos que, como las sirenas de las ambulancias, rasgan nuestra quietud. Pero "las tempestades pasan, y lo normal, en la vida histórica como en la naturaleza, es la calma", en frase de Galdós que no olvido nunca.
Y entonces yo cumplo veintisiete años. Es tan diferente la imagen de mis veintisiete años imaginados con los reales que me dan ganas de llorar, no sé si de tristeza o de alegría. Quizá sólo con hacerme esta pregunta esté dicha la respuesta. El lector podrá juzgarlo a partir de mis palabras. Pero advierto que quizá se equivoque en su diagnóstico.
Son varias las personas que me han felicitado, ni muchas ni pocas, o quizá más bien pocas. Casi todos lo han hecho a través del móvil y, más concretamente, del SMS. Puedo hacer todas las cábalas que quiera respecto a esto de las felicitaciones, que si son enojosas, que si cansan, que si mejor sería apagar el teléfono. Es un tema que los escritores han tratado profusamente a lo largo de la historia. El caso es que no he recibido ni una felicitación no deseada aunque sí, para qué vamos a negarlo, he dejado de recibir algunas que me hubieran agradado. En el fondo el gusto en esto de las felicitaciones depende de la gente que nos felicite y, más aún, de los que dejan de hacerlo, porque es de éstos últimos de los que más nos acordamos, en lo que no deja de ser una injusticia manifiesta.
Hay más vanidad que tristeza en ello. Vanidad por la duda de nuestra presencia. No de nuestra presencia física, naturalmente, sino de nuestra presencia en otras personas, que es lo mismo que decir nuestra presencia en el mundo. Lo que ocurre es muchas veces, cada vez más, uno prefiere perder presencia, disgregarse en el aire, volverse transparente. Y la consecución de ese deseo, contra lo que se piensa, depende única y exclusivamente de uno mismo.
Y yo, digo, cumplo veintisiete años, piso la dudosa luz del día como dijo el poeta, rodeado de un mar de dudas y pocas certezas que, para colmo, son certezas mudables. Todas los son, por otra parte. Pero quizá no esté todo perdido. Dentro de un rato me ducharé, me arreglaré y saldré con un amigo, con un viejo amigo, a ver el partido del Real Madrid contra el Osasuna y, después, a cenar y dar una vuelta por el centro de Madrid. A lo mejor, en el fondo, no está tan mal cumplir años de vez en cuando. Pero sólo de vez en cuando.

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