Como casi todo en mi vida ha ido y va a impulsos, y muy pocas cosas son las que cultivo con perseverancia y largura en el tiempo, retomo más de un mes después mi diario de sueños, que tuvo su momento de apogeo durante varios días consecutivos pero que, tan rápido como vino, se fue.
Entre las causas de tan dilatada ausencia habría que mencionar, y si no lo hiciese me engañaría a mí mismo y engañaría al lector, la pereza, la incorrompible, la latente, la constante pereza que, unos días más y otros menos, en unas épocas con mayor intensidad y frecuencia, en otras con menos, salpica todas las actividades de mi vida, de toda vida humana. Creo que son pocas las personas afortunadas que se libran de tan fastidiosa compañera de viaje, que cuanto toca afea con su sucia, huesuda, atrayente mano.
Pero no sólo la pereza (para escribir, en este caso) ha hecho que no escribiera ni un sueño más en todo este tiempo. Hay otra razón, poderosa razón, de la cual no me considero culpable y que también habría que explicar, en descargo de mi persona. La razón es que durante las vacaciones de Navidad apenas he soñado o, mejor dicho, apenas he soñado sueños de los que después me acordara. Acabadas las fiestas y de vuelta a la rutina, he vuelto a soñar.
¿Y por qué antes y después de las vacaciones de Navidad tenía sueños y durante ellas parece que ellos también se tomaron vacaciones?, se preguntará más de uno. La respuesta es bien sencilla y se comprenderá con facilidad: la alarma.
Mi momento habitual de sueños recordados era aquel que transcurría desde que sonaba por primera vez la alarma hasta que volvía a tronar y, al fin, me levantaba, lapso de unos quince o treinta minutos en el que transcurrieron todos los sueños aquí contados un tiempo atrás. Al llegar las vacaciones y poner punto y aparte a toda actividad obligada para la que fuera necesario el concurso de tan indeseable invento, la quité, me levantaba tarde y sin su amargo sonido, y hete aquí que dejé de recordar todo lo soñado durante la noche, si es que había soñado algo, que yo creo que sí.
Retomo este diario de sueños con la participación de una chica, mi vecina, la vecina, y antepongo el artículo la porque mi vecina no es sólo mi vecina, sino la vecina soñada por todos, es la vecina de todos los hombres del mundo, la muchacha veinteañera de larga melena castaña, ojos grandes, oceánicos por su color e inmensidad, cuerpo de modelo de revista o de actriz de teleserie, andares desdeñosos y gesto, mirada, masticación del chicle más desdeñosos aun. Es la mujer, sin riesgo a equivocarse, por quien un servidor no dudaría en renunciar a todo e incluso a él mismo; la mujer, y de esto he sido testigo con mis propios ojos, por quien una calle entera retuerce su cuello al unísono, en busca de una belleza fugaz que llena el ambiente de admiración, envidia y tristeza a partes iguales.
Es insaciable el deseo humano, y nunca se dará quien esté enteramente satisfecho de lo conseguido, aunque lo conseguido haya rebasado con mucho sus miras iniciales. Uno, hace un tiempo, hubiera dado cualquier cosa por ser blanco de sóla una mirada de la vecina, y en su fuero interno se decía que no podía haber dicha mayor que esa. Y no es que anduviera desencaminado, pues con el paso del tiempo va aprendiendo que es las cosas pequeñas, insignificantes en apariencia, son las que después permanecen y por las que se recuerda una época determinada. El valor está en la anécdota, en lo trivial, y nunca en lo importante. "Las cosas pequeñas son inconcediblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante", dijo Nietzsche. No estoy seguro de que las cosas pequeñas a las que se refiere Nietzsche sean las mismas a las que me refiero yo, pero en esto del pensamiento y los filósofos creo que cada uno debe extraer de ellos una conclusión propia, que le satisfaga a él, en relación con su vida personal, más que hacer caso de interpretaciones de otras personas que, a lo mejor, muy poco o nada han entendido de lo leído, o cuyo carácter o forma de pensar se halla a años-luz del nuestro.
Hubo una época de exámenes, en junio hará ya tres años, que para mí es recordada por los ojos paralizadores de la vecina, que perturbaron mis horas de estudio en la biblioteca de La Vaguada. Ya un tiempo antes había notado yo ciertos síntomas, ciertas miradas más enfocadas de lo que sería normal cuando me la cruzaba por la calle, y que nadie piense que digo esto por darme tono o recrearme en mí mismo, sino que, si ha de creerse la palabra de un hombre honesto y honrado, pido que se me crea a pies juntillas, pues es claro como la luz de una bombilla que cada vez que nos cruzábamos se producía un leve pero suficientemente significativo cruce de miradas que, si soy sincero, y cada vez que escribo me obligo a serlo, me envanecían y paralizaban a partes iguales. Nunca me he considerado digno de atraer la atención de una mujer bonita, y por ello cada vez que me ocurre (en rigor, no suele ocurrirme habitualmente, o mejor dicho, me ocurre con menos asiduidad de la deseable) no puedo dejar de asombrarme como si de un milagro se tratara. En esto, de todas formas, siempre he sido muy desconfiado, pues es muy delgada la línea que separa una mirada burlesca de otra animada por la curiosidad, y puestos a elegir, siempre es preferible quedarse con la peor opción, fiel esa escuela del pesimismo de la que he sido siempre habitual y rendido alumno.
En aquella época de exámenes, calurosa época de exámenes, decía, la vecina tuvo a bien regalarme miradas perturbadoras y envanecedoras como nunca me había regalado con anterioridad y, menos aun, posteriormente. La biblioteca era el mudo escenario de tan intensos y sabrosos momentos, en tanto que a mí verdaderamente la muchacha, aunque cinco o seis años menor que yo, me abría las carnes con su hermosura, que a mí me parecía (y me sigue pareciendo) sin parangón en mi ámbito cercano. Si tuviera que describir a la mujer ideal, físicamente hablando, me bastaría con traer a las mientes la figura de la vecina, por lo que se comprenderá, y si no se comprende me da absolutamente igual, que aquellos días hayan quedado en mi recuerdo como extraordinarios dentro de su aparente insignificancia.
Como ella solía colocarse en una misma silla y mesa todos los días, cada vez que yo acudía a cumplimentar mi enojosa sesión de estudio me las arreglaba de manera que pudiera mirarla y ser mirado sin demasiados obstáculos y con la máxima facilidad, y rezaba concienzudamente por que no llegara alguno que le quitara el lugar y desvaratara todos mis planes, que por otra parte, y creo que esto debe ser aclarado, de momento no iban más allá de intercambiar alguna mirada fogosa que me sirviera de recreo en mí propio. Puede que sea importante el decir que yo por entonces tenía novia, aunque, en honor a la verdad, y sé que esto no gustará a algunos púdicos oídos, no hubiera dudado en entregarme a las equívocas garras de la infidelidad si la vecina, con su magnificencia irrechazable, me hubiera puesto el caramelo en la boca.
A primeros de junio nuestros encuentros se hicieron habituales, y era extraña la sesión de estudio en que la vecina no me alegraba con su presencia, sabiendo además como sabía que en cuanto me viera me obsequiaría con sus deleitosas miradas. Miradas que no hacían otra cosa que acrecentar mi vanidad masculina y ponerme muy nervioso, tanto, que poco o nada de lo estudiado me aprovechaba. Pero, como suele decirse, "sarna con gusto no pica", y tanto que es verdad, pues lo de estudiar, el examen de dos días después o incluso del día siguiente, que podía ser incluso de gran importancia para mi devenir académico, era algo completamente secundario y prescindible, en tanto que la vecina se convirtió en el centro en torno al cual giraban todos mis pensamientos y ensoñaciones. En esto reconozco mi irresponsabilidad, mi terca irresponsabilidad, y me temo que es una característica de mi personalidad que difícilmente podré cambiar en lo que me queda de vida.
Recuerdo que fue el miércoles 6 de junio de 2007, día de San Norberto, lo sé porque por la tarde vi por televisión la corrida de la Beneficiencia en Las Ventas, en la que toreó, entre otros, El Cid, el de la fina, suave y airosa muñeca. Durante todo aquel día, durante las dos sesiones de estudio correspondientes (la matinal y la vespertina), la vecina me ametralló con ojos tan fijos y habituales que por poco no se me salió el corazón del pecho. Me fui a casa confundido, azarado, casi acobardado, no dudando que si en aquel mismo momento me la encontraba por la calle, la asaltaría con todo mi denuedo y le prometería mi amor más entregado. Afortunadamente, o quizá lamentablemente, la vecina no apareció entonces ante mis ojos. Llegué a casa transido de una emoción tan viva, recorrido de arriba a abajo por ensoñaciones tan dulces, por ilusiones tan "ilusorias", por pensamientos tan presuntuosos, por la convicción de acometer pronto tan valientes acciones, que por unas horas me creí feliz. El Cid, con su arte, me parecía yo mismo, y el capote la vecina, burlando al toro de la vida, que aunque se propusiera malherirme con todo su brío, no iba a poder conseguirlo.
De aquella tarde casi de verano tengo la imagen de mí mismo sentado frente al televisor, pensando en la vecina, viendo la corrida y con el primer tomo de los Episodios Nacionales abierto encima de mi escritorio, por la página que sigue:
"Ambas —refiriéndose a Lesbia y Amaranta— tenían gusto muy refinado para las artes: protegían a los pintores y a los cómicos; ponían bajo su patrocinio las primeras representaciones de la obra de algún poeta desvalido; coleccionaban tapices, vasos y cajas de tabaco; introducían y propagaban las más vistosas modas de la despótica París; se hacían llevar en litera a la Florida; merendaban con Goya en el Canal, y recordaban con tristeza la trágica muerte de Pepe-Hillo, acontecida en 1803".
Nada aporta a la historia de la vecina copiar este fragmento, pero como en la cabeza las asociaciones funcionan a su aire, y yo asocio ese párrafo a la imagen de la vecina, tampoco creo que esté de más el haberlo transcrito. El funcionamiento de la cabeza es divagatorio en vez de sistemático, por lo que pienso que en la literatura, como en la vida, siempre tendrá mucho más valor y autenticidad lo azaroso, lo anecdótico, lo fragmentario, que lo sometido a regla o exhaustiva cronología.
Dos días después, viernes 8 de junio, San Merardo, tuvo lugar el culmen de la historia de la vecina. Eran las doce de la mañana, yo había acudido a mi cita puntual con la mesa de estudio y los apuntes, y por lo avanzado de la hora ya había perdido la esperanza de verla. La biblioteca estaba de bote en bote, y sólo quedaban libres dos o tres asientos, de los cuales uno, situado enfrente de mí, un poco escorado a mi derecha, una mesa más allá, hubiera servido como hecho de encargo para mi propósito. Y en ello estaba pensando cuando, de improviso, la vecina colocó sus bártulos y se sentó en tan propicio lugar. No tardó más de medio minuto en apercibirse de mi presencia, y desde ese momento, en las dos horas siguientes, siguió la retahíla de miradas más descarada y dulce de cuantas he sido testigo en mis propias carnes. Excusado es el decir que poco de lo que leí agarró en mi cerebro, tan turbado como estaba, aunque sí que hubo unas pocas frases que se me grabaron a fuego, sin duda porque todo lo relacionado con lo que nos es agradable tiende a quedarse con mayor facilidad en nuestra memoria. Es una ley inexorable de nuestro entendimiento, y considerada, no está mal que así sea, en lo que es otra muestra más de la infinita sabiduría con que la Naturaleza nos ha construido.
Fueron dos horas tan placenteras que aun hoy las recuerdo con verdadera nostalgia. Se me reprochará que otorgue tanta importancia a tan nimio y superficial acontecimiento, quizá indigno de tenerse en cuenta en otras biografías más sustanciosas que la mía, pero uno es como es y no quiere, ni debe, cambiar. Tampoco estaría bien que ello sucediera, y si uno dejara de dar importancia a estas cosas, dejaría automáticamente en ser uno mismo para convertirse en otra persona, no sé si peor o mejor, seguramente más eficiente en la vida práctica, pero otra persona al fin y al cabo, y eso sería imperdonable.
Con ansiedad e ilusión esperé al lunes siguiente, 10 de junio, San Juan Dominici, por ver si se repetían iguales o superiores acontecimientos a los del viernes, y con esa expectativa acudí a la biblioteca, con el corazón dándome tumbos, las piernas fallándome en su labor sostenedora y las sienes en frenética palpitación. No es para pintada mi decepción al comprobar que aquel mismo día comenzaba la selectividad y que, por tanto, la vecina, que en el estudio de tales pruebas se había afanado las semanas anteriores, no iba a hacer acto de presencia. No volvió en todo aquel mes de junio, pues ya no tenía motivo para poner sus pies en la biblioteca, de no ser burlarse de los esforzados que aun nos veíamos obligados a recluirnos entre sus cuatro constreñidoras paredes, y de los cuales al menos uno, o sea yo, había perdido la máxima ilusión por acudir cada día.
Fueron muy pocas las ocasiones en que la Fortuna tuvo a bien ponerme en el camino de la vecina durante los meses siguientes, y siempre que me puso lo hizo de soslayo. Hasta que llegó una fría y gris tarde de invierno. Otra vez la biblioteca de La Vaguada. Era el 10 de enero de 2008, San Gonzalo de Amarante. Yo, en mi sitio habitual, más o menos concentrado en el árido temario de estudio que tocara. De repente alzo la vista y me doy cuenta de que, una mesa más allá, justo enfrente de mí, la vecina estudia aparentemente ajena a mi presencia. "Ahora sólo queda esperar a que se dé cuenta de que estoy aquí, y que empiece el juego", me digo. Hago un poco de ruido con los papeles, estiro los brazos como desesperezándome, toso en alta voz, la miro con fruición e impaciencia y, al fin, me dirige sus ojos como lanzas. Empero, y en contra de lo que siempre había ocurrido en anteriores lances, baja rápidamente la vista y sigue a lo suyo, como si yo no estuviera, o como si el que la mirara no fuera yo, dejando en el recuerdo lejano, como si jamás hubieran acaecido, los tan regalados momentos del mes de junio anterior.
Al día siguiente ocurrió lo mismo, y al siguiente, y al siguiente.
Transcurrieron varios meses, y el 9 de junio de 2009, San Efrén, un año y un día después de "su" día, regresaba yo a casa por la noche, y me disponía a entrar en mi portal cuando un coche aparcó enfrente del portal de la vecina, que es el contiguo al mío. Del coche salió ella, y antes de despedirse del conductor, se acercó a la ventana y le besó en la boca, en lo que era una clara despedida de pareja, y quizá, a lo que me pareció, de pareja bien avenida. Me quedé mirando la escena petrificado, como un estúpido, y ella, en cuanto me vio, hizo un mohín de disgusto, o a mí me dio esa sensación; mohín de disgusto que sigue teniendo cada vez que nos vemos, que es de pascuas a ramos. Cuando nos encontramos yo la miro, buscando reverdecer antiguos laureles, ella también me mira, pero en seguida aparta la cara, desdeñosa y con la nariz en alto, como arrepentida de algo. Y entonces, vecina, a mí me gustaría decirte que un día, aunque ahora quieras negarlo, me miraste y me miraste bien, que eso se nota en seguida, y que aunque aquello ya no se repita, al menos ahí quedó, que no es poca cosa, y como aquí está escrito y contado por pluma verosímil y, a lo que creo, honrada, queda para siempre, sin que tú ni nadie pueda negarlo por mucho que lo intente.
Y ahora, hecha esta necesaria introducción, que quizá ha quedado más larga de lo que su propio autor había planificado, vayamos con el sueño que, en comparación con lo que se ha contado hasta ahora, parecerá pequeño e insustancial; pero, como ya dije en otra ocasión, esto de los sueños es una excelente excusa para hablar, si quiera superficialmente, sobre algunos episodios personales de mi azarosa existencia:
Es de noche, una noche parece que de verano, agradable y sosegada. Estoy delante de mi portal, conversando en corro con varias personas, entre ellos mi padre y mi hermano. De repente, se me acerca la vecina, que va con su novio, que la sigue, y aunque, como siempre que nos cruzamos, está distante conmigo, me pregunta si el jueves voy a ir a ver un partido de fútbol del Madrid al bar o al estadio, no sé exactamente. Se me llena la cara de ilusión ante acontecimiento tan inesperado, y le digo que sí, que por supuesto. Antes de despedirse, ya con un gesto más amable, me pide que la llame para verlo juntos, y se despide con un "hasta luego guapo", sonriéndome y tocándome en la cintura. Este toque en la cintura parece que todavía lo siento. La encuentro más fea de lo que en realidad es, pero yo estoy exultante. Tanto, que cuando se va, novio en mano, me abrazo a mi padre y mi hermano, como celebrando un gran éxito, como haber aprobado unas oposiciones o algo así.