martes, 26 de enero de 2010

POR UN EXCESO DE CELO




DE VUELTA AL DOLOR

Por un exceso de celo
no te volveré a ver.
A vosotras os gusta
jugar, mas yo me
enredo en vuestro juego.

Viniste, miraste, me
ganaste.
Te vi, miré, quise
columbrarte.

Con torpes palabras
te hablé por vez primera
en idioma que no es el mío
mas sin duda de que tú me
entendieras.

Te dije de conocernos,
y no dudaste.
Me miraste con ojos de cielo.
"I nice to meet you", dije,
palabras ajenas.

Y comienza de nuevo la rueda,
el miedo al dolor,
deseo de dolor.

Y mi mente se llena de imágenes
imposibles, contigo, siempre
contigo.
¿Cómo es posible, si apenas te
conozco, si sólo te vi una vez,
si sé que no te importo?

Es igual, no lo puedo evitar.
Pienso que quiero placer,
mas yo ya no sé.
No sé si es placer lo que busco,
o si es el dolor que,
tras el arbusto,
acecha a mi querer.

Ansias de placer, de un paseo,
de una cama al anochecer.
Me siento desbocado,
embriagado,
todo toma tu forma,
todo se ve a través de tu cristal.
Y no lo puedo evitar,
por más que me digo:
"es sólo una chica más".
¡No! Ya no hay vuelta atrás.

Marchaste a tu país,
y no te despediste.
Amargo quedó mi corazón,
pero tranquilo, lejos de estar triste.
Cuando volviste me llamaste,
y tu voz extraña, de timbres
extranjeros, que no comprendo,
me era tan clara como la
luz de tu recuerdo.

Durante una semana
me diste y me quitaste.
"Ya empieza el juego",
si sólo quiero verte, y
que me cuentes,
y contarte.
Empecé a vislumbrar el dolor,
tras una esquina
agazapado
señal de ruina.

Cediste a mis ruegos,
a mis ansias, eras la reina
del juego.
Juego que no comprendo,
que me confunde, que me
hiere, que me lacera el
corazón porque me pierde.
Al fin, sí, extranjera, nos
vimos. Era una noche de
sábado, una postrera noche
de fiesta cuyas últimas luces
amarillas, las de tus ojos
(¿cómo pueden ser amarillos
unos ojos?; ¡lo son, lo juro!)
eran el preludio de un
nuevo dolor,
de un temido dolor,
de un dolor necesario
como el indendiario
que quema rastrojos
para la purificación.

Las peores imaginaciones
se cumplieron, te cansaste,
te asustaste de mí.
No contestaste a un "te quiero"
que, aunque velado,
te hablaba a ti.

Y, de vuelta al dolor,
como tantas otras veces,
me doy cuenta de que
no eres más que otro
diente, pasado, inamovible,
de éste mi corazón que,
como una rueda, sigue
girando en torno al amor
que tú, extranjera, no quisiste.

Sebastian Melmoth
Mar de Ontígola (Aranjuez), 26 de enero de 2010, a las 14:12.

domingo, 24 de enero de 2010

NO DESESPERES


"La vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el intento de un camino, el esbozo de un sendero. Ningún hombre ha llegado a ser él mismo por completo; sin embargo, cada cual aspira a llegar, los unos a ciegas, los otros con más luz, cada cual como puede. Todos llevan consigo, hasta el fin, los restos de su nacimiento, viscosidades y cáscaras de un mundo primario. Unos no llegan nunca a ser hombres; se quedan en rana, lagarto u hormiga. Otros mitad hombre y mitad pez. Pero todos son una proyección de la naturaleza hacia el hombre. Todos tenemos en común nuestros orígenes, nuestras madres; todos procedemos del mismo abismo; pero cada uno tiene su propia meta, como un intento y una proyección desde la profundidades. Podemos entendernos los unos a los otros; pero interpretar es algo que sólo puede hacer cada uno consigo mismo."

Hermann Hesse (Demian)

martes, 19 de enero de 2010

Diario de sueños (IV). LA VECINA



Como casi todo en mi vida ha ido y va a impulsos, y muy pocas cosas son las que cultivo con perseverancia y largura en el tiempo, retomo más de un mes después mi diario de sueños, que tuvo su momento de apogeo durante varios días consecutivos pero que, tan rápido como vino, se fue.

Entre las causas de tan dilatada ausencia habría que mencionar, y si no lo hiciese me engañaría a mí mismo y engañaría al lector, la pereza, la incorrompible, la latente, la constante pereza que, unos días más y otros menos, en unas épocas con mayor intensidad y frecuencia, en otras con menos, salpica todas las actividades de mi vida, de toda vida humana. Creo que son pocas las personas afortunadas que se libran de tan fastidiosa compañera de viaje, que cuanto toca afea con su sucia, huesuda, atrayente mano.

Pero no sólo la pereza (para escribir, en este caso) ha hecho que no escribiera ni un sueño más en todo este tiempo. Hay otra razón, poderosa razón, de la cual no me considero culpable y que también habría que explicar, en descargo de mi persona. La razón es que durante las vacaciones de Navidad apenas he soñado o, mejor dicho, apenas he soñado sueños de los que después me acordara. Acabadas las fiestas y de vuelta a la rutina, he vuelto a soñar.

¿Y por qué antes y después de las vacaciones de Navidad tenía sueños y durante ellas parece que ellos también se tomaron vacaciones?, se preguntará más de uno. La respuesta es bien sencilla y se comprenderá con facilidad: la alarma.

Mi momento habitual de sueños recordados era aquel que transcurría desde que sonaba por primera vez la alarma hasta que volvía a tronar y, al fin, me levantaba, lapso de unos quince o treinta minutos en el que transcurrieron todos los sueños aquí contados un tiempo atrás. Al llegar las vacaciones y poner punto y aparte a toda actividad obligada para la que fuera necesario el concurso de tan indeseable invento, la quité, me levantaba tarde y sin su amargo sonido, y hete aquí que dejé de recordar todo lo soñado durante la noche, si es que había soñado algo, que yo creo que sí.

Retomo este diario de sueños con la participación de una chica, mi vecina, la vecina, y antepongo el artículo la porque mi vecina no es sólo mi vecina, sino la vecina soñada por todos, es la vecina de todos los hombres del mundo, la muchacha veinteañera de larga melena castaña, ojos grandes, oceánicos por su color e inmensidad, cuerpo de modelo de revista o de actriz de teleserie, andares desdeñosos y gesto, mirada, masticación del chicle más desdeñosos aun. Es la mujer, sin riesgo a equivocarse, por quien un servidor no dudaría en renunciar a todo e incluso a él mismo; la mujer, y de esto he sido testigo con mis propios ojos, por quien una calle entera retuerce su cuello al unísono, en busca de una belleza fugaz que llena el ambiente de admiración, envidia y tristeza a partes iguales.

Es insaciable el deseo humano, y nunca se dará quien esté enteramente satisfecho de lo conseguido, aunque lo conseguido haya rebasado con mucho sus miras iniciales. Uno, hace un tiempo, hubiera dado cualquier cosa por ser blanco de sóla una mirada de la vecina, y en su fuero interno se decía que no podía haber dicha mayor que esa. Y no es que anduviera desencaminado, pues con el paso del tiempo va aprendiendo que es las cosas pequeñas, insignificantes en apariencia, son las que después permanecen y por las que se recuerda una época determinada. El valor está en la anécdota, en lo trivial, y nunca en lo importante. "Las cosas pequeñas son inconcediblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante", dijo Nietzsche. No estoy seguro de que las cosas pequeñas a las que se refiere Nietzsche sean las mismas a las que me refiero yo, pero en esto del pensamiento y los filósofos creo que cada uno debe extraer de ellos una conclusión propia, que le satisfaga a él, en relación con su vida personal, más que hacer caso de interpretaciones de otras personas que, a lo mejor, muy poco o nada han entendido de lo leído, o cuyo carácter o forma de pensar se halla a años-luz del nuestro.

Hubo una época de exámenes, en junio hará ya tres años, que para mí es recordada por los ojos paralizadores de la vecina, que perturbaron mis horas de estudio en la biblioteca de La Vaguada. Ya un tiempo antes había notado yo ciertos síntomas, ciertas miradas más enfocadas de lo que sería normal cuando me la cruzaba por la calle, y que nadie piense que digo esto por darme tono o recrearme en mí mismo, sino que, si ha de creerse la palabra de un hombre honesto y honrado, pido que se me crea a pies juntillas, pues es claro como la luz de una bombilla que cada vez que nos cruzábamos se producía un leve pero suficientemente significativo cruce de miradas que, si soy sincero, y cada vez que escribo me obligo a serlo, me envanecían y paralizaban a partes iguales. Nunca me he considerado digno de atraer la atención de una mujer bonita, y por ello cada vez que me ocurre (en rigor, no suele ocurrirme habitualmente, o mejor dicho, me ocurre con menos asiduidad de la deseable) no puedo dejar de asombrarme como si de un milagro se tratara. En esto, de todas formas, siempre he sido muy desconfiado, pues es muy delgada la línea que separa una mirada burlesca de otra animada por la curiosidad, y puestos a elegir, siempre es preferible quedarse con la peor opción, fiel esa escuela del pesimismo de la que he sido siempre habitual y rendido alumno.

En aquella época de exámenes, calurosa época de exámenes, decía, la vecina tuvo a bien regalarme miradas perturbadoras y envanecedoras como nunca me había regalado con anterioridad y, menos aun, posteriormente. La biblioteca era el mudo escenario de tan intensos y sabrosos momentos, en tanto que a mí verdaderamente la muchacha, aunque cinco o seis años menor que yo, me abría las carnes con su hermosura, que a mí me parecía (y me sigue pareciendo) sin parangón en mi ámbito cercano. Si tuviera que describir a la mujer ideal, físicamente hablando, me bastaría con traer a las mientes la figura de la vecina, por lo que se comprenderá, y si no se comprende me da absolutamente igual, que aquellos días hayan quedado en mi recuerdo como extraordinarios dentro de su aparente insignificancia.

Como ella solía colocarse en una misma silla y mesa todos los días, cada vez que yo acudía a cumplimentar mi enojosa sesión de estudio me las arreglaba de manera que pudiera mirarla y ser mirado sin demasiados obstáculos y con la máxima facilidad, y rezaba concienzudamente por que no llegara alguno que le quitara el lugar y desvaratara todos mis planes, que por otra parte, y creo que esto debe ser aclarado, de momento no iban más allá de intercambiar alguna mirada fogosa que me sirviera de recreo en mí propio. Puede que sea importante el decir que yo por entonces tenía novia, aunque, en honor a la verdad, y sé que esto no gustará a algunos púdicos oídos, no hubiera dudado en entregarme a las equívocas garras de la infidelidad si la vecina, con su magnificencia irrechazable, me hubiera puesto el caramelo en la boca.

A primeros de junio nuestros encuentros se hicieron habituales, y era extraña la sesión de estudio en que la vecina no me alegraba con su presencia, sabiendo además como sabía que en cuanto me viera me obsequiaría con sus deleitosas miradas. Miradas que no hacían otra cosa que acrecentar mi vanidad masculina y ponerme muy nervioso, tanto, que poco o nada de lo estudiado me aprovechaba. Pero, como suele decirse, "sarna con gusto no pica", y tanto que es verdad, pues lo de estudiar, el examen de dos días después o incluso del día siguiente, que podía ser incluso de gran importancia para mi devenir académico, era algo completamente secundario y prescindible, en tanto que la vecina se convirtió en el centro en torno al cual giraban todos mis pensamientos y ensoñaciones. En esto reconozco mi irresponsabilidad, mi terca irresponsabilidad, y me temo que es una característica de mi personalidad que difícilmente podré cambiar en lo que me queda de vida.

Recuerdo que fue el miércoles 6 de junio de 2007, día de San Norberto, lo sé porque por la tarde vi por televisión la corrida de la Beneficiencia en Las Ventas, en la que toreó, entre otros, El Cid, el de la fina, suave y airosa muñeca. Durante todo aquel día, durante las dos sesiones de estudio correspondientes (la matinal y la vespertina), la vecina me ametralló con ojos tan fijos y habituales que por poco no se me salió el corazón del pecho. Me fui a casa confundido, azarado, casi acobardado, no dudando que si en aquel mismo momento me la encontraba por la calle, la asaltaría con todo mi denuedo y le prometería mi amor más entregado. Afortunadamente, o quizá lamentablemente, la vecina no apareció entonces ante mis ojos. Llegué a casa transido de una emoción tan viva, recorrido de arriba a abajo por ensoñaciones tan dulces, por ilusiones tan "ilusorias", por pensamientos tan presuntuosos, por la convicción de acometer pronto tan valientes acciones, que por unas horas me creí feliz. El Cid, con su arte, me parecía yo mismo, y el capote la vecina, burlando al toro de la vida, que aunque se propusiera malherirme con todo su brío, no iba a poder conseguirlo.

De aquella tarde casi de verano tengo la imagen de mí mismo sentado frente al televisor, pensando en la vecina, viendo la corrida y con el primer tomo de los Episodios Nacionales abierto encima de mi escritorio, por la página que sigue:

"Ambas —refiriéndose a Lesbia y Amaranta— tenían gusto muy refinado para las artes: protegían a los pintores y a los cómicos; ponían bajo su patrocinio las primeras representaciones de la obra de algún poeta desvalido; coleccionaban tapices, vasos y cajas de tabaco; introducían y propagaban las más vistosas modas de la despótica París; se hacían llevar en litera a la Florida; merendaban con Goya en el Canal, y recordaban con tristeza la trágica muerte de Pepe-Hillo, acontecida en 1803".

Nada aporta a la historia de la vecina copiar este fragmento, pero como en la cabeza las asociaciones funcionan a su aire, y yo asocio ese párrafo a la imagen de la vecina, tampoco creo que esté de más el haberlo transcrito. El funcionamiento de la cabeza es divagatorio en vez de sistemático, por lo que pienso que en la literatura, como en la vida, siempre tendrá mucho más valor y autenticidad lo azaroso, lo anecdótico, lo fragmentario, que lo sometido a regla o exhaustiva cronología.

Dos días después, viernes 8 de junio, San Merardo, tuvo lugar el culmen de la historia de la vecina. Eran las doce de la mañana, yo había acudido a mi cita puntual con la mesa de estudio y los apuntes, y por lo avanzado de la hora ya había perdido la esperanza de verla. La biblioteca estaba de bote en bote, y sólo quedaban libres dos o tres asientos, de los cuales uno, situado enfrente de mí, un poco escorado a mi derecha, una mesa más allá, hubiera servido como hecho de encargo para mi propósito. Y en ello estaba pensando cuando, de improviso, la vecina colocó sus bártulos y se sentó en tan propicio lugar. No tardó más de medio minuto en apercibirse de mi presencia, y desde ese momento, en las dos horas siguientes, siguió la retahíla de miradas más descarada y dulce de cuantas he sido testigo en mis propias carnes. Excusado es el decir que poco de lo que leí agarró en mi cerebro, tan turbado como estaba, aunque sí que hubo unas pocas frases que se me grabaron a fuego, sin duda porque todo lo relacionado con lo que nos es agradable tiende a quedarse con mayor facilidad en nuestra memoria. Es una ley inexorable de nuestro entendimiento, y considerada, no está mal que así sea, en lo que es otra muestra más de la infinita sabiduría con que la Naturaleza nos ha construido.

Fueron dos horas tan placenteras que aun hoy las recuerdo con verdadera nostalgia. Se me reprochará que otorgue tanta importancia a tan nimio y superficial acontecimiento, quizá indigno de tenerse en cuenta en otras biografías más sustanciosas que la mía, pero uno es como es y no quiere, ni debe, cambiar. Tampoco estaría bien que ello sucediera, y si uno dejara de dar importancia a estas cosas, dejaría automáticamente en ser uno mismo para convertirse en otra persona, no sé si peor o mejor, seguramente más eficiente en la vida práctica, pero otra persona al fin y al cabo, y eso sería imperdonable.

Con ansiedad e ilusión esperé al lunes siguiente, 10 de junio, San Juan Dominici, por ver si se repetían iguales o superiores acontecimientos a los del viernes, y con esa expectativa acudí a la biblioteca, con el corazón dándome tumbos, las piernas fallándome en su labor sostenedora y las sienes en frenética palpitación. No es para pintada mi decepción al comprobar que aquel mismo día comenzaba la selectividad y que, por tanto, la vecina, que en el estudio de tales pruebas se había afanado las semanas anteriores, no iba a hacer acto de presencia. No volvió en todo aquel mes de junio, pues ya no tenía motivo para poner sus pies en la biblioteca, de no ser burlarse de los esforzados que aun nos veíamos obligados a recluirnos entre sus cuatro constreñidoras paredes, y de los cuales al menos uno, o sea yo, había perdido la máxima ilusión por acudir cada día.

Fueron muy pocas las ocasiones en que la Fortuna tuvo a bien ponerme en el camino de la vecina durante los meses siguientes, y siempre que me puso lo hizo de soslayo. Hasta que llegó una fría y gris tarde de invierno. Otra vez la biblioteca de La Vaguada. Era el 10 de enero de 2008, San Gonzalo de Amarante. Yo, en mi sitio habitual, más o menos concentrado en el árido temario de estudio que tocara. De repente alzo la vista y me doy cuenta de que, una mesa más allá, justo enfrente de mí, la vecina estudia aparentemente ajena a mi presencia. "Ahora sólo queda esperar a que se dé cuenta de que estoy aquí, y que empiece el juego", me digo. Hago un poco de ruido con los papeles, estiro los brazos como desesperezándome, toso en alta voz, la miro con fruición e impaciencia y, al fin, me dirige sus ojos como lanzas. Empero, y en contra de lo que siempre había ocurrido en anteriores lances, baja rápidamente la vista y sigue a lo suyo, como si yo no estuviera, o como si el que la mirara no fuera yo, dejando en el recuerdo lejano, como si jamás hubieran acaecido, los tan regalados momentos del mes de junio anterior.

Al día siguiente ocurrió lo mismo, y al siguiente, y al siguiente.

Transcurrieron varios meses, y el 9 de junio de 2009, San Efrén, un año y un día después de "su" día, regresaba yo a casa por la noche, y me disponía a entrar en mi portal cuando un coche aparcó enfrente del portal de la vecina, que es el contiguo al mío. Del coche salió ella, y antes de despedirse del conductor, se acercó a la ventana y le besó en la boca, en lo que era una clara despedida de pareja, y quizá, a lo que me pareció, de pareja bien avenida. Me quedé mirando la escena petrificado, como un estúpido, y ella, en cuanto me vio, hizo un mohín de disgusto, o a mí me dio esa sensación; mohín de disgusto que sigue teniendo cada vez que nos vemos, que es de pascuas a ramos. Cuando nos encontramos yo la miro, buscando reverdecer antiguos laureles, ella también me mira, pero en seguida aparta la cara, desdeñosa y con la nariz en alto, como arrepentida de algo. Y entonces, vecina, a mí me gustaría decirte que un día, aunque ahora quieras negarlo, me miraste y me miraste bien, que eso se nota en seguida, y que aunque aquello ya no se repita, al menos ahí quedó, que no es poca cosa, y como aquí está escrito y contado por pluma verosímil y, a lo que creo, honrada, queda para siempre, sin que tú ni nadie pueda negarlo por mucho que lo intente.

Y ahora, hecha esta necesaria introducción, que quizá ha quedado más larga de lo que su propio autor había planificado, vayamos con el sueño que, en comparación con lo que se ha contado hasta ahora, parecerá pequeño e insustancial; pero, como ya dije en otra ocasión, esto de los sueños es una excelente excusa para hablar, si quiera superficialmente, sobre algunos episodios personales de mi azarosa existencia:

Es de noche, una noche parece que de verano, agradable y sosegada. Estoy delante de mi portal, conversando en corro con varias personas, entre ellos mi padre y mi hermano. De repente, se me acerca la vecina, que va con su novio, que la sigue, y aunque, como siempre que nos cruzamos, está distante conmigo, me pregunta si el jueves voy a ir a ver un partido de fútbol del Madrid al bar o al estadio, no sé exactamente. Se me llena la cara de ilusión ante acontecimiento tan inesperado, y le digo que sí, que por supuesto. Antes de despedirse, ya con un gesto más amable, me pide que la llame para verlo juntos, y se despide con un "hasta luego guapo", sonriéndome y tocándome en la cintura. Este toque en la cintura parece que todavía lo siento. La encuentro más fea de lo que en realidad es, pero yo estoy exultante. Tanto, que cuando se va, novio en mano, me abrazo a mi padre y mi hermano, como celebrando un gran éxito, como haber aprobado unas oposiciones o algo así.

jueves, 14 de enero de 2010

O SEA, QUE FUE ASÍ SIEMPRE...


"En la vida sucede lo mismo que en la literatura: en todas partes se encuentra a la plebe incorregible, que llena todo por legiones, ensuciándolo todo como las moscas en verano. De aquí el sinnúmero de libros malos, esta mala hierba de la literatura que quita la savia al trigo, ahogándolo. Absorben el tiempo, el dinero y la atención del público, que pertenece por entero a los libros buenos y sus nobles fines, mientras que los otros están escritos con la única intención de producir dinero y procurar empleos. No son sólamente inútiles, sino positivamente perniciosos. Nueve décimas partes de toda nuestra literatura contemporánea no tiene otro fin que sacar de los bolsillos del público algunos táleros; para esto se han conjurado autores, editores y críticos.

Es un golpe impertinente de literatos, escritores y polígrafos contra el buen gusto y la verdadera ilustración de los contemporáneos el que hacen engañando al mundo elegante, haciéndole leer a tempo siempre lo mismo, lo último, para tener un asunto de conversación en sus círculos; para esto sirven las malas novelas y producciones parecidas de plumas una vez renombradas, como antes las de Spindler, Bulwer, Eugenio Sué, etc. Este afán de leer lo modernísimo de cabezas vulgares, que sólo escriben por el dinero, haciendo que no lean los amplios y grandes espíritus de todos tiempos y países, que sólo conocen de nombre, es un medio astuto de robar al público estético el tiempo que necesitaría en bien de su cultura.

Por esto es muy importante conocer el arte de no leer. Consiste en no leer lo que preocupa momentáneamente al gran público, como libelos políticos y eclesiásticos, novelas, poesías, etc., algunos de los cuales alcanzan varias ediciones; hay que estar seguro que siempre encuentra un gran público quien escribe para necios, consagrando exclusivamente el tiempo a las obras de los grandes espíritus de todos los tiempos y pueblos que se elevan por encima de la humanidad y que la fama indica. Únicamente éstos instruyen y educan.

Nunca se puede leer a menudo lo bueno: los libros malos son veneno intelectual, corrompen el espíritu.

Para leer lo bueno es necesario no leer lo malo, porque la vida es corta y el tiempo y las fuerzas, limitadas.

Se escriben libros sobre los grandes espíritus del pasado, y el público los lee, pero no a aquellos, porque quiere siempre ver impresos y frescos y como similis simili gaudet, y con el vulgo está más en armonía la charla de los cretinos contemporáneos que los pensamientos de los grandes espíritus. Doy las gracias al destino que me hizo leer un hermoso epigrama de A. W. Schlegel, que ha llegado a ser mío:

Leed con calor a los verdaderos antiguos: lo que de ellos dicen los modernos no significa mucho.

¡Cómo se parecen los hombres vulgares! ¡Todos parecen hechos con el mismo molde! ¡Les ocurre siempre los mismo en las mismas ocasiones!

Y sus bajas intenciones personales, y la charla despreciable de tales sujetos lee un público estúpido con tal que estén impresas hoy mismo, dejando en los estantes a los grandes espíritus.

Increíble es la necedad del público por las últimas producciones, que debieran ser despreciadas desde el primer día de su publicación, como lo serán dentro de pocos años y para siempre, una mera materia para reír sobre los caprichos de los tiempos pasados. En lugar de leer lo mejor de todos los tiempos, se lee lo más moderno, y los escritores quedan metidos en el pantano, siempre más denso, de su propio estiércol recucidos en el círculo estrecho de las ideas de moda.

(...)

No hay mayor goce espiritual que la lectura de los antiguos clásicos: su lectura, aunque de una media hora, nos purifica, recrea, refresca, eleva y fortalece, como si se hubiese bebido en una fresca fuente que mana entre rocas".

Arthur Schopenhauer (Sobre la lectura y los libros)

domingo, 3 de enero de 2010

CUMPLEAÑOS

Hoy es el día de mi aniversario, de mi vigesimoséptimo cumpleaños. El caso es que llevo todo el día con la quemazón de querer escribir algo sobre ello, de no tener nada que decir y, no obstante, de seguir deseando plasmar en negro sobre blanco en este blog una entrada en este 3 de enero gris, lluvioso y lento, resignado y amargo como un domingo plomizo, que es lo que es hoy, o como el rostro del que lleva el estigma de perdedor.
Llevamos, llevo, dos semanas sin ver el sol. Dos semanas menos un día. Lo sé de forma tan exacta porque lo tengo consignado en mi diario. El 20 de diciembre, domingo, fue el último día con sol. Creo que nunca en mi vida había estado tanto tiempo sin ver brillar a nuestra estrella. Nunca en mi vida había pasado dos semanas bajo un manto de nubes. Y las previsiones anuncian más días de sombra. Miro por la ventana, y el horizonte se espesa en niebla y en gris, el cristal se trufa de líneas oblicuas e intranquilizadoras, la luz pugna por brillar, y, aunque intento ponerme melancólico, creo que no lo consigo.
Lo consigo por momentos, dentro de esa pugna que en muchos días de mi vida se desata dentro de mí, esa pugna que consiste en dejarse llevar por lo pasado, por los recuerdos, con la esperanza de que ese pasado y esos recuerdos se repitan en un futuro no demasiado lejano, sin caer en la cuenta de que posiblemente pudieran repetirse en este presente del que me empeño en escapar. Mas sospecho que hay algo dentro de mí, dentro de todos, algo como un mecanismo de autodefensa frente a ese terrible fallo del cerebro que es la nostalgia, que se resiste a que mis pensamientos cabalguen por esos derroteros tan dudosos, tan llenos de trampas a pesar de su apariencia amable, tranquila y, por momentos, con visos de paraíso. Derroteros a los que regreso de vez en vez, de hora en hora, quizá deliberadamente, quizá por una tendencia a la autoflagelación.
Repito que, a pesar de mis esfuerzos, no lo consigo del todo. Será que aún soy joven, muy joven, 27, veintisiete años hago hoy, lo escribo con letras y con números para que no haya dudas. Los números tienen un gran poder visual, más que las palabras, pero yo amo a las palabras mucho más que a los números. Alguien por ahí me ha felicitado mi 28º cumpleaños. Yo me he enfadado, naturalmente. La década de la veintena avanza, fatal, incansable, pero no lenta, o al menos no tan lenta como me gustaría. Soy joven, sigo siendo muy joven, pero dentro de mí me siento mucho más joven de lo que en realidad soy. No creo tener más de veintitrés o veinticuatro años.
Una niñería, dirán algunos. Yo creo que no. A veces somos tan injustos con los niños que terminamos por atribuirles faltas que nunca serían capaces de cometer. A un niño jamás se le ocurriría quitarse edad o sentirse con menos años de los que en realidad tiene. Sólo los adultos, sobre todo a partir de cierta edad, una edad que no se sabe y que varía según los individuos, pueden cometer la "niñería", la estupidez, la inmadurez psicológica de asustarse ante el paso del tiempo, ante el paso del propio tiempo, del tiempo de cada uno de nosotros, que en realidad es el único que importa.
Será que físicamente me echan menos años de los que tengo. Y tienen razón. Me miro al espejo y, a pesar de esta barba de tres días que me empeño en mantener y que creo que me da un punto de sofisticación (suponiendo que esta palabra signifique algo concreto en lo que a estética se refiere), creo que tengo el mismo aspecto, el mismo peso, la misma cantidad de pelo, los mismos músculos, la misma falta de arrugas, que hace cuatro, cinco, seis, siete años. Lo único que ha cambiado —¡ay!— es la mirada.
Vuelvo a mirarme al espejo, a este espejo constante, eterno, que es la memoria de nosotros mismos, y noto a mi mirada más reconcentrada, más reflexiva, quizá más inteligente, o tal vez más resignada, menos segura de sí. El brillo avasallador de antaño se va opacando y se va trocando en breves destellos, en momentáneos latigazos de ilusión. Pero es una ilusión tamizada por la experiencia, por los años y, sobre todo, por el futuro. No es tanto melancolía por lo pasado como por lo por venir. Melancolía por un futuro, tanto próximo como lejano, con horizontes borrosos, como el que sigo mirando de vez en vez desde mi escritorio en esta tarde que, inevitablemente ya, se va oscureciendo como la vida de un octogenario.
Decía que creo tener menos años de los que tengo. Y que no es niñería. Creo, más bien, que es consecuencia del devenir de mis días, del curso mi biografía, unas veces pareja con mis deseos, otras, no sé si las más o las menos, alejada de lo que me hubiera gustado, de lo que había imaginado. En el hombre no hay más que realidad e imaginación, y ambas, aunque no siempre, suelen correr por senderos separados. Podría decirse, para simplificar, que mi empeño en reducirme la edad no es otra cosa que la búsqueda, la mansa y desesperada búsqueda del tiempo perdido.
Desde mi escritorio oigo el lento transcurrir de la ciudad, el ruido de fondo que son sus coches rodando sobre una fina película de agua. Ese es el ruido de la ciudad, el único ruido de la ciudad: el de los coches, el del tráfico motorizado. Las voces humanas llegan quebradas y como a regañadientes. De vez en cuanto despunta el escándalo de una sirena de ambulancia. Pero pronto pasa, y vuelve la radiación de fondo de los motores lejanos.
El tiempo, mi tiempo, como esos motores, nunca deja de transcurrir. A veces nos gustaría que no transcurriera, y nos esforzamos con todas nuestras fuerzas porque no sea así. Escuchamos una canción, olemos un perfume, leemos un párrafo, y por instantes parece que lo conseguimos, pero no. Todo sigue. Seguimos. Vienen las desilusiones, los malos momentos que, como las sirenas de las ambulancias, rasgan nuestra quietud. Pero "las tempestades pasan, y lo normal, en la vida histórica como en la naturaleza, es la calma", en frase de Galdós que no olvido nunca.
Y entonces yo cumplo veintisiete años. Es tan diferente la imagen de mis veintisiete años imaginados con los reales que me dan ganas de llorar, no sé si de tristeza o de alegría. Quizá sólo con hacerme esta pregunta esté dicha la respuesta. El lector podrá juzgarlo a partir de mis palabras. Pero advierto que quizá se equivoque en su diagnóstico.
Son varias las personas que me han felicitado, ni muchas ni pocas, o quizá más bien pocas. Casi todos lo han hecho a través del móvil y, más concretamente, del SMS. Puedo hacer todas las cábalas que quiera respecto a esto de las felicitaciones, que si son enojosas, que si cansan, que si mejor sería apagar el teléfono. Es un tema que los escritores han tratado profusamente a lo largo de la historia. El caso es que no he recibido ni una felicitación no deseada aunque sí, para qué vamos a negarlo, he dejado de recibir algunas que me hubieran agradado. En el fondo el gusto en esto de las felicitaciones depende de la gente que nos felicite y, más aún, de los que dejan de hacerlo, porque es de éstos últimos de los que más nos acordamos, en lo que no deja de ser una injusticia manifiesta.
Hay más vanidad que tristeza en ello. Vanidad por la duda de nuestra presencia. No de nuestra presencia física, naturalmente, sino de nuestra presencia en otras personas, que es lo mismo que decir nuestra presencia en el mundo. Lo que ocurre es muchas veces, cada vez más, uno prefiere perder presencia, disgregarse en el aire, volverse transparente. Y la consecución de ese deseo, contra lo que se piensa, depende única y exclusivamente de uno mismo.
Y yo, digo, cumplo veintisiete años, piso la dudosa luz del día como dijo el poeta, rodeado de un mar de dudas y pocas certezas que, para colmo, son certezas mudables. Todas los son, por otra parte. Pero quizá no esté todo perdido. Dentro de un rato me ducharé, me arreglaré y saldré con un amigo, con un viejo amigo, a ver el partido del Real Madrid contra el Osasuna y, después, a cenar y dar una vuelta por el centro de Madrid. A lo mejor, en el fondo, no está tan mal cumplir años de vez en cuando. Pero sólo de vez en cuando.