sábado, 28 de junio de 2025

COLIBRÍ

 -Parece mentira que a tu edad sigas poniéndote así con esa tontería.

Gastón, con la mirada fija en la pantalla, no hacía caso a Romi. Parecía perdido en pensamientos que iban mucho más allá del partido más importante que habia visto el mundo en décadas. La mujer pasaba una y otra vez delante de la televisión. Cargaba cestas de calcetines y montañas de ropa.

-¿Esto para lavar?- dijo, mostrando una chaqueta arrugada.

Gastón asintió con la cabeza. Y después rectificó:

-No, no. Echas a lavar lo que no es necesario y en cambio hay prendas que pueden estar meses oliendo a tabaco. Por no hablar de las que desaparecen.

-Pero esta huele a tabaco.

-Pero no quiero lavarla. La necesito. Aparta un poco, por favor.

En realidad Gastón no la necesitaba, pero sentía la obligación de llevar la contraria a Romi. Ella miró a la tele, suspiró y regresó al dormitorio, rezongando. Regresó sin la prenda y dulcificó el semblante.

-¿Cómo van?- dijo, mirando la televisión.

-Cero cero.

-¿Y cuánto queda?

-Media hora.

-¿Y si terminan así?

-Pues si terminan así van a la prórroga.

-¿Y si terminan así la prórroga?

Gastón no respondió. Sabía que Romi hacía estas preguntas, cuyas respuestas conocía de sobra, para entablar una conversación, para hacer esa casa algo más acogedora. Algo que pudiera calificarse de hogar. A Gastón este prurito integrador, practicado en aquel momento, le molestaba.

Romi, ante la falta de respuesta, se retiró. Desde la cocina, escuchaba a su esposo dirigiendo el juego de su equipo, quejándose ante cada error de uno de sus jugadores, alentando una jugada prometedora. Había expresiones que le parecían especialmente irritantes. De vez en cuando un insulto explotaba, y entonces a la mujer le subía un sofoco a la cara.

-Maldito hijo de la gran puta. Ojalá un día te mueras- se decía.

Para relajarse se puso a cortar verduras para la cena. Al lado tenía papel de cocina para secarse las lágrimas provocadas por los componentes azufrados de la cebolla. Cortaba maquinalmente y con gran precisión. El cuchillo, recién afilado aquella misma tarde, hundía sin esfuerzo su filo en la pulpa olorosa y blanca, formando media lunas perfectas que se desmoronaban al instante sobre la tabla.

Ojalá un día te mueras -se repetía, mientras se absorbía las lágrimas. Le gustaba cortar verdura, le gustaba cocinar, aunque fuera para Gastón.

De repente un ¡uy! atronador resonó en toda la casa. El jugador que había fallado la ocasión, al parecer muy clara, fue objeto de insultos intraducibles. El sobresalto había hecho a Romi fallar el corte y en pocos segundos la sangre había encharcado la encimera. Intentó chuparse la herida, pero aquello era como beberse un zumo de su propia sustancia. Le dio tanto asco que escupió en el fregadero. El suelo se llenó de gotas casi coaguladas que describían la trayectoria del brazo por el espacio. Al fin cogió un trozo de papel y presionó la herida.

-¡Romi! Una cerveza- la voz de Gastón, detrás de la puerta, le parecía a Romi más odiosa aún.

-No puedo, tendrás que venir tú a por ella. Además, creo que no hay.

Gastón no dijo nada. Si algo sabía Romi era que el silencio solía ser en aquella casa aún más inquietante que las discusiones.

-¡Romi! ¡Una cerveza! ¡Joder!

Romi entreabrió la puerta del salón y sacó la cabeza y la mano ensangrentada. Quería que Gastón la viera. «¿Por qué no la coges tú? ¿Es que no tienes dos patitas para moverte?», dijo. «Además, ya te he dicho que creo no hay. Tendrás que bajar tú a por ella». Él dirigió una mirada breve al dedo puesto sobre la herida. Se le pasó por la cabeza preguntarle qué le había ocurrido, si quería que la ayudara, pero deshechó la idea al instante. En su lugar negó con la cabeza y volvió a mirar la televisión.

-Tendrás que echarte agua oxigenada- dijo.

Romi dio un portazo y regresó a la cocina. Dejó de presionar la herida para comprobar si la hemorragia se detenía, pero un borbotón de sangre burbujeante casi le alcanza la cara. Se fijó en su propia sangre y le pareció que era demasiado espesa y oscura. ¿Sería así la sangre del resto de la gente?

-¡¡¡Gooooooooool!!! ¡¡¡Gooooooooooool!!! ¡Te quiero Colibrí! ¡¡Te amoooooo!!

Le apodaban Colibrí porque, cuando saltaba, se quedaba colgado en el aire. El remate de cabeza había sido magífico. Romi se alegró un momento. Sabía que las buenas noticias para el equipo de Gastón eran buenas noticias para ella. Gastón estaba entonces de mejor humor, hasta el punto de que el hecho de que el equipo ganara el título o no podía suponer unas vacaciones de ensueño o de pesadilla. Con este partido las consecuencias sin duda se verían exageradas; era la final del título más importante entre los dos clubes de rivalidad más enconada. De la misma ciudad, para más inri. Era un partido inédito cuyas consecuencias trascenderían los años, las décadas, los milenios.

Romi fue al salón y encontró a Gastón saltando y dando vueltas sobre sí mismo.

-¿Quién marcó?- dijo ella.

-¡Colibrí! ¡¡Colibríiiii!!

Gastón agarró la cabeza de Romi por la nuca y la besó en la boca. Pero la alegría se enfrió de súbito cuando el comentarista anunció que el gol había sido anulado por fuera de juego. Romi se apresuró a regresar a la cocina, todavía con la herida derramando sangre. Pocos segundos después se escuchó un racimo de golpes. Seguramente una silla había volado por los aires.

Faltaban quince minutos para que terminara el partido. La tensión en todo el país era insoportable. Las calles estaban vacías. Por mucho que Romi no lo entendiera, aquel evento era importante de verdad. No importaba que el fútbol fuese un juego estúpido. Cuántas estupideces son importantes en la sociedad de hoy en día, se decía. Nada es estúpido si la comunidad en su conjunto lo valora. Nada es estúpido si la mayoría se ponen de acuerdo en que no lo es. Pensó en el dinero. ¿No es acaso el dinero una ficción? Si de un día para otro todos concordaran que el dinero no vale nada, todos los ahorros de Romi podrían ir a la basura tranquilamente. Pensó en los billetes que tenía escondido en un lugar secreto, y que a menudo consideraba como su única tabla de salvación, la única manera de iniciar una nueva vida lejos de aquella casa, lejos de aquel hombre.

-¡Me cago en tu puta madre, bastardo cabrón!

Oyó el tintineo del fajo de llaves. Ese sonido solía suponer para Romi un alivio. Significaba que Gastón salía. «¿Adónde irá ahora este hombre?», se preguntó.

-Me voy, ¡no aguanto más!

-¿Adónde vas ahora? ¿Te vas a perder lo que queda del partido?

-Sí, me lo voy a perder, no lo soporto. No aguanto la tensión. ¿Bajarás a por cerveza?

Romi asintió tímidamente. Gastón cerró de un portazo y fue a tomar el ascensor.

Lo hacía habitualmente de chico, cuando la tensión por el resultado le desbordaba. Calculaba lo que quedaba de partido, tomaba el montacargas y subía y bajaba una y otra vez hasta que el tiempo calculado hubiera pasado. Allí dentro no se escuchaba nada, no tenía manera de enterarse. Entonces volvía a casa y se enteraba del resultado. Pensaba que así sufría menos, pero la realidad era la contraria. Aquel rato allí metido se hacía eterno. Procuraba pensar en otras cosas, convencerse incluso de que el partido no le importaba un ardite. Pero jamás lograba engañarse. Y cuanto más intentaba pensar en otros asuntos, cuanto más intentaba convencerse de que no le importaba, más se le venía a la mente una celebración o una catástrofe, y más la disfrutaba o sufría con la imaginación.

El ascensor tardó en llegar. Vivía en un último piso. Por un momento pensó en ir al colmado y comprar cerveza, para hacer tiempo. Pero enseguida desechó la idea. Por el camino se encontraría con la televisión de algún bar, escucharía algún grito, algún ¡uy!, o lo que era peor, algún ¡goooool!

Bajó hasta el piso bajo. Sin abrir la puerta -¿para qué?-, pulsó el botón del 15º y empezó a subir. Cerró los ojos. Se tranquilizó unos instantes, allí dentro no se escuchaba nada, estaba a salvo. Solamente el agradable arrullo de la maquinaria. Era como un búnker, el refugio de los cobardes, los paranoicos, los egoístas y los locos.

Pero no era un búnker. En realidad, cualquiera podría tomar el ascensor en cualquier momento. Era un ascensor con memoria que recogía, como un autobús, los pasajeros que bajaban, pero no los que subían. No habría problema, pensó. Saludaría, hablaría del tiempo con su compañero de viaje, cuando llegaran abajo se excusaría con que se había dejado algo en casa, y a seguir subiendo y bajando. Con los nervios, se había olvidado de dejar la bufanda de su equipo.

Pasaron cinco minutos. En el séptimo, recogió a una vecina. Una vecina con la que jamás había cruzado más que las palabras protocolarias, qué tal todo, ay qué ver cómo está el clima, ¿la familia todo bien? Llegaron al bajo y la mujer salió. Le sujetó la puerta a Gastón.

-Me quedo, olvidé la cartera- dijo Gastón, enarcando las cejas y sonriendo de esa manera estúpida cuando quería ser agradable.

Y se despidieron.

Subió y bajó un par de veces más y en el noveno recogió a otro vecino. «Vaya, parece que está concurrido hoy esto», pensó, irritado. Era Obdulia, la reciente viuda de Teodoro, una mujer excelente que jamás había dicho una palabra más alta que la otra. Y sin embargo Gastón la odiaba.

Repitió la misma conversación y la misma excusa con Obdulia, y se despidieron.

-Esto empieza a ser ridículo- se dijo Gastón en voz alta.

Pasaron cinco minutos más. El partido estaría a punto de terminar, pero era mejor pecar por exceso que por defecto. Además, había que contar con el tiempo añadido, por no hablar de la posibilidad de una prórroga y, Dios no lo quisera, una tanda de penaltis.

En el siguiente viaje recogió a otro viajero. Gastón empezaba a irritarse de veras. Sudaba, y se desabotonó los dos primeros botones de la camisa. Se subió un tipo que jamás había visto. No vivía en el edificio. Llevaba la bufanda del equipo rival. Ambos miraron la bufanda del otro y ambos pensaron en lo que el otro estaría pensando.

-Buenas noches.

-Buenas noches.

La temperatura subía por momentos, o eso al menos le parecía a Gastón. Notaba cómo el sudor le picaba en el bigote afeitado por la mañana. Miró de reojo la bufanda de su compañero y se dio cuenta de que éste hacía lo mismo. Gastón sonrió. Siempre sonreía cuando la compañía de alguien le desagradaba.

-Está bonito el partidito, eh- dijo.

-Sí. Demasiado bonito- respondió el otro.

-A mí no es que me importe mucho esto del fútbol, ¿sabes? -dijo Gastón, y al punto se le subió una llama de vergüenza a la cara, mientras se miraba su propia bufanda. «Pensará que soy un idiota», se dijo. «Pero a mí qué me importa lo que piense este gilipollas. A ver si llegamos al bajo y nos despedimos. ¿Cómo irán?», y miró el reloj.

El otro encogió los hombros, como diciendo, esto del fútbol es una tontería, tiene usted razón. Era corpulento, rubio y llevaba camisa de cuadros metida por dentro de unos vaqueros muy apretados. Entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Reloj de imitación, muy aparatoso. Barba de tres días y aliento a ensalada fermentada.

El ascensor estaba entre el cuarto y el tercero cuando sintieron una sacudida. Los neones del ascensor parpadearon y se apagaron. El ascensor se había detenido. Gastón apretó indiscriminadamente todos los botones y por último el de la alarma. Enseguida se encendió la luz de servicio. Era una luz tenue pero suficiente para ver la cara de su compañero.

-Pues aquí estamos- dijo Gastón, de nuevo con el enarcamiento de cejas y la sonrisa.

-Sí, eso parece- respondió el otro.

-Hay que joderse, en pleno siglo XXI, que sigan pasando estas cosas.

-Bah.

Gastón agitó la cabina.

-Qué hace, qué hace. ¿Quiere que nos matemos?- dijo el otro.

Gastón no dijo nada. Apretó de nuevo el botón de la alarma. Comprendió que lo único que podía hacer era esperar a que vinieran a rescatarlos. Pero el tipo le parecía extremadamente antipático. Estaba de peor humor aún que en casa con Romi, viendo el partido. La luz de servicio, de un blanco crudo, parpadeaba de vez en cuando, y le daba a la escena una textura de película en blanco y negro.

El tiempo reglamentario estaría a punto de terminar, si es que no lo había hecho ya. El otro miró su reloj de imitación e hizo un comentario al respecto.

-Apuesto a que habéis ganado- dijo Gastón-. Con vosotros no se puede, siempre tenéis un ángel de la guarda, no sé si me explico.

El otro emitió una carcajada sardónica.

-Habló un inocente- dijo.

-¿A qué te refieres? Sabéis perfectamente que contáis con el apoyo de todo un colectivo arbitral y, si éste falla, de todo un gobierno. Tenéis las vitrinas llenas, pero no habéis ganado nada por méritos propios.

Al otro le molestaba especialmente ese tipo de comentarios. Los escuchaba cada día. Los tomaba como un ataque personal.

-A vosotros lo que os pasa es que sois unos acomplejados -dijo-. Siempre segundones. Pero de buen rollo lo digo, eh. Se trata de un dato, no es una opinión. Al fin y al cabo es sólo fútbol, es imposible tomárselo en serio.

-Tiene usted razón- respondió Gastón. Pero volvió a la carga: lo que pasa es que ya cansa, sentirse siempre engañado, ¿no le parece? Parece usted buena persona, no entiendo cómo puede ser del equipo que es.

El otro miró la bufanda de Gastón. Después le miró a los ojos. Era la primera vez que lo hacían. La mirada duró varios segundos, en los que se coagularon todas las tensiones de más de cien años de rivalidad, de dos formas de comprender el deporte, la sociedad y, más generalmente, dos formas de comprender la vida.

-Psché, vamos a dejarlo -dijo el otro.

-No hombre, no, di lo que tengas que decir. No te cortes.

-No, no, hazme caso, es mejor que me calle.

-Fascista y encima cobarde- dijo Gastón.

El otro, que estaba mirando al techo, volvió rápidamente la cabeza hacia Gastón. Trazó una sonrisa despreciativa, negó con la cabeza y volvió a mirar al techo. Cerró los ojos y suspiró. Pareció tranquilizarse, pero de repente explotó.

-Como no me saquen de aquí hago alguna locura. ¡Alguna locura hago! -dijo, golpeando la puerta automática con los dos puños. La luz parpadeó y la cabina se agitó hasta el punto de chocar con las paredes del hueco. Gastón se sujetó a la esquina y, en menos de un segundo, tuvo la cara del tipo a medio palmo de su nariz. Tenía los globos oculares surcados por venitas color escarlata que semejaban la red hidrográfica en los mapas mudos del colegio. Sintió una opresión en la garganta y como si el esófago fuera a salírsele por la boca, o por la nariz, o por cualquier orificio de su cuerpo.

-¡Hijo de la gran puta! ¡Hijo de la gran puta! ¡Repite eso! ¡Repite eso, cabrón!- gritaba el otro. Gastón sujetó los fornidos brazos de su contrincante y trató de zafarse. Era verdadermente fuerte. Pensó en limar asperezas, en detener aquello. Pero la realidad es que no quería. Quería pelear allí dentro, hasta la muerte si era preciso, para acabar con aquel tipo. Mucha rabia acumulada, mucho asco por la sociedad, mucha frustración. Pensó en Romi, en la herida del dedo, y ello pareció dotarle de fuerzas renovadas. Empujó al otro hacia la otra esquina y le cogió del cuello. Recibió un puñetazo en el estómago y lo devolvió. Por la potencia de aquel tipo le dio la sensación de que, por cada golpe que le propinara, él debía dar diez para igualar las cosas.

Todo ocurrió en un segundo. Después de un largo forcejeo se encontraron abrazados. El sudor les resbalaba por la nuca y los alientos se confundían. Jadeaban. Estaban agotados. Se fijó en los ojos del tipo, eran del mismo color que el césped del terreno de juego. Gastón se acordó del partido, pero le dio igual. Agarró la cabeza del tipo con las dos manos y le besó en la boca. Después, con la mano derecha, le agarró el paquete. Era compacto y de importante calibre. El otro le tomó la mano y la metió por dentro del pantalón mientras seguían besándose. La cabina empezó a agitarse de nuevo, pero en esta ocasión con oscilaciones cortas y repetidas, en vez de espaciadas y amplias, como con los golpes. Gastón rompió los botones de la camisa y se la quitó. El otro se desabrochó el cinturón y sacó el pene erecto. Gastón se agachó y empezó a lamerlo. El otro eyaculó enseguida. Fue entonces cuando el ascensor empezó a moverse. Había vuelto la luz.

El ascensor bajaba muy rápido, iba ya por el segundo y no había mucho tiempo para abrocharse camisa y pantalón, para recuperar la serenidad y, sobre todo, para limpiarse aquella afrentosa mancha de la mejilla. Enjugó el semen con la lengua y se lo tragó.

Llegaron al bajo. La puerta se abrió y encontraron al portero del edificio en pijama, tres o cuatro vecinos y dos mozos que debían de ser empleados de ThyssenKrupp. Todos se quedaron mirando de arribabajo a la pareja, como extrañados.

-¿Todo bien?- dijo el portero.

-Todo bien, todo bien. Un pequeño susto, y ya está- dijo Gastón, con su sonrisa y sus cejas arqueadas. Todavía jadeaba y no le había dado tiempo a peinarse. Una de las vecinas entornó la vista y le dio con el codo a la que tenía al lado.

-Estos dos han acabado mal- le dijo al oído, y la otra asintió.

-Un apagón en la manzana, pero ya está todo arreglado -dijo el portero-. Ha llegado en el momento más oportuno, eso sí. Justo cuando Colibrí...

Gastón alargó un brazo, indicando que se callara.

-¡No diga nada! ¡No diga nada!- y se tapó los oídos. Subió corriendo hasta casa y encontró a Romi de pie, delante de la tele, con el rostro compungido, blanqueado por la luz de la pantalla. En sus pupilas brillaba el reflejo del confeti del equipo campeón. En cuanto vio a Gastón escondió las manos detrás de la espalda.

-Qué, ¿cómo van? ¿Cómo van, Dios mío, cómo van?

-Lo siento mucho, cariño- dijo Romi. Había escondido el cuchillo de la cebolla, para defenderse. Lo agarró con fuerza, esperando el ataque. Pero en lugar de ello Gastón se sentó delante de la tele, con la cabeza gacha, los codos apoyados en los muslos, la mirada entre cansada y perdida. Observaba la celebración del archienemigo. En otra ocasión habría apagado la tele y se hubiera ido a la cama. Pero ahora necesitaba mirar aquello, necesitaba recrearse en la derrota. Necesitaba castigarse.

-Malditos maricones- dijo, y ordenó a Romi que bajara a por cerveza.

martes, 23 de julio de 2013

SÓLO LO FUGITIVO PERMANECE

J. M. William Turner. Dido contruyendo Cartago. 1815. Óleo sobre lienzo.
Estoy en El Pardo, mirando hacia el norte. De repente se abre ante mí un paisaje mágico, de luz de atardecer, como los de las acuarelas de Turner. Precisamente es eso lo que pienso durante el sueño, y lo recuerdo ahora con toda nitidez: “es un paisaje como los que pintaba Turner”. Una luz dorada y dulce baña todo el escenario, que, como suele ocurrir en los sueños, es El Pardo pero no es El Pardo. Es El Pardo porque sé que estoy en El Pardo, pero los elementos poco tienen que ver con El Pardo. Hay siluetas azules de barcas sobre un lago que yo veo desde una carretera. En el cielo, unas nubes pequeñas también azules se recortan sobre el fondo amarillo de la luz atardecida. Trato de captar ese momento haciendo una foto con el móvil porque sé que es un instante perecedero que se irá pronto y que jamás volverá, pero mis nervios ante lo mágico e irrepetible me hacen torpe. Por más que lo intento, no logro sacar la foto: el botón no funciona, el móvil se me resbala de las manos como si tuviera vida propia… Mientras, el atardecer se va cayendo, hasta que llega la noche. Me desespero. La estampa se me va de las manos. Al cabo de varios intentos todo se oscurece y el polvo de hadas se evapora. Ya no hay opción, ni nunca más la habrá. Fue imposible atrapar el instante mágico, y una fuerte tristeza me invade. Es como si aquello contemplado nunca hubiera sido real por no haberse podido fijar, como si nunca hubiera ocurrido. Pero, ¿acaso no ha sido siempre así, que los instantes y las palabras vienen y pasan, que son irrepetibles y que es vano tratar de eternizarlos, por más cámaras fotográficas, ordenadores, móviles, procesadores de textos y redes sociales que tengamos? En el sueño, mi decepción vino, fundamentalmente, de no haber podido compartir ese paisaje que creía extraordinario. ¿Dónde está, dónde quedó? Y se me hace difícil convencerme de que queda en mi memoria, de donde acaso no debe salir.
Hoy, una de las primeras cosas que he hecho ha sido fotografiar una ilustración de un libro de un cuadro de Turner, bastante parecido al paisaje de mi sueño. Se trata de Dido construyendo Cartago. Lo tengo ya como fondo de pantalla en el móvil e imagen de portada en Facebook. Y ahora mismo, en esta mañana vacacional de verano, a falta de estímulos exteriores, de cosas importantes que hacer, este sueño es mi más rabiosa actualidad, la razón más poderosa que tengo para estar despierto.

martes, 21 de mayo de 2013

RINCONES DE PRIMAVERA



Ayer por la tarde, cansado de estar delante del ordenador y presa, como escribí por la mañana, de apetito barojiano, salí de casa con ese entusiasmo por el mero hecho de salir de casa en una tarde agradable, ni fría ni calurosa, y dejar atrás todos los bártulos incómodos de la vida propia. El objetivo oficial era comprar dos novelas de Baroja en Alcaná: Los amores tardíos y Susana, aunque más o menos sabía que después, al ser todavía temprano, zascandilearía un buen rato por las calles de Madrid para llegar tarde a casa. Después de comprar los libros fui al parque Rodríguez Sahagún, que no conocía, y que se construyó en el valle de un arroyuelo sobre el que se trazó el paseo principal del parque. Se accede a él por unas escaleras adosadas a un antiguo acueducto, ya abandonado. Había muchos atletas populares, muchos perros juguetones, adolescentes charlando en los bancos, palomas, mirlos, en fin, lo que hay en todos los parques urbanos en una tarde de primavera. Atardecía con una dulzura propia de una novela de Baroja, y mi situación, solo y a gusto de estar solo, era sin duda la de un personaje eminentemente barojiano. Y, también como un personaje de Baroja, me puse a leer La cartuja de Parma, porque los personajes de Baroja, en caso de leer, leen los libros que leyó su autor, a poder ser en un parque y atardeciendo.
Le procura a uno una sensación próxima a la fascinación el conocer lugares nuevos en su ciudad y, más todavía, si esos lugares nuevos están cerca de casa. El parque Rodríguez Sahagún es un parque más, pero, como todos los parques, tiene su encanto propio. En este caso, quizá sea el estar encajonado entre las dos laderas del viejo valle y el hecho de que, si se prolonga la línea imaginaria del paseo principal hacia el noroeste, se encuentra uno con el sol escondiéndose detrás de la sierra de Guadarrama. No es un parque grande, sino más bien pequeño, pero su extensión basta para hacerlo delicioso. Es más, si fuera más grande, perdería gracia, lo que tiene de reducto sentimental, de reminiscencia de poema de J. R. J. o Antonio Machado.
Ese rato, esa hora escasa en que leí La cartuja de Parma sentado en un banco mientras atardecía, es de los que justifican un día entero. “¿Dónde mejor que aquí?”, pensaba, lo cual ya es muy buena cosa. Como anochecía y empezaba a hacer fresco –son los últimos frescos hasta octubre- me levanté del banco y eché a andar. Inspeccioné lo que me quedaba de ver del parque y, una vez salí de él, subí por una de las calles que lo rodean y que se dirigen hacia los calientes y populares barrios de Valdezarza y Tetuán. Transité por calles ignotas, tropezándome con rincones extrañamente sugerentes y, subiendo por Ofelia Nieto, llegué a Francos Rodríguez. Atávico placer este de andar sin rumbo o, mejor, con un rumbo apenas sospechado.
Seguí por la avenida Pablo Iglesias y giré a la derecha por la avenida del Santo Ángel de la Guarda, por donde va el búho. Aún no había anochecido del todo, y me senté en un banco de uno de los parques de la zona a hojear con delectación los libros recién adquiridos. A mi espalda, un grupo de adolescentes charlaban sobre las cosas de que suelen charlar los adolescentes: amores tempranos, discusiones, malos rollos, peleas, críticas alevosas a amigos o ex amigos, cosas que pasaron el otro día narradas siempre en estilo directo: “y me dijo: tal, y yo le dije: esto otro, y él me contestó: tanto y tanto”. Y así.
Era como escuchar una vieja canción, o el murmullo de una fuente, como en los poemas, otra vez, de J. R. J. o Antonio Machado. Todas las conversaciones de adolescentes son iguales, como son iguales los murmullos de todas las fuentes y, también como estos, uno las siente un poco como propias, acaso porque no nos resultan tan lejanas como pensamos o queremos pensar.
¿De qué hablaban? De entre las líneas de Baroja leídas a salto de mata pude entresacar que una de las chicas presentes había resultado cruelmente decepcionada por un quítame allá estas pajas con una amiga a causa de asuntos amorosos. Ella estaba muy acalorada y, mientras hablaba, sus amigos del corrillo le daban la razón, que si la otra es una sinvergüenza, que si se la veía venir desde hace tiempo, etcétera. Pensándolo bien, poco importa de qué hablaran. En este caso, como en algunas novelas, el argumento es lo de menos, e importa más el ambiente, las sensaciones visuales, auditivas, táctiles, ese parque, ese anochecer, ese fresco –quizá el último hasta dentro de tres o cuatro meses-, ese murmullo de fuente primigenia.
Me levanté y seguí andando hasta dar con la calle Antonio Machado. Descendí por ella y, antes de llegar a la rotonda de Tabarca, me senté de nuevo en otro banco de otro parque cualquiera. No había nadie, y solo pasó un matrimonio mayor con sus dos perros, uno juguetón y vivaracho, el otro, caminando unos metros detrás, cansino, fatigado, de vuelta de todo, inmune a la curiosidad. Como los dueños.
Ya era noche cerrada. Me di cuenta de que había sido un anochecer muy largo, como es propio de la época. En ese rato sentado en ese nuevo banco tuve pensamientos más lúgubres: Dorian, las nuevas fotos de X en Facebook, la impotencia, la vida propia. Sin embargo, todo esto se hace más llevadero sentado en un banco público que en casa. También en eso pensé, lo cual me reconfortó. Delante de mí, en una larga tapia que había en la otra acera, había un grafiti con cierta gracia y bien ejecutado. Representaba la vida de Isaac Newton –la tapia era la del instituto del mismo nombre-, como un río, con sus logros científicos escritos por orden cronológico y acompañado de bonitas ilustraciones –un reloj, una manzana, unas fórmulas matemáticas-, casi artísticas.
Aún me quedaba el último tramo de mi largo paseo antes de llegar a casa. No ocurrió nada más digno de reseñarse, a excepción, quizá, de los partidos de fútbol amateur que se estaban jugando en los campos de Isla de Tabarca. Mirar uno de estos partidos es como mirar obras: son aburridos e insustanciales pero, sin saber por qué, es difícil dejar de prestar atención a su pequeña historia. Ejercen una especie de efecto hipnótico. 
Llegué a casa a eso de las once. En contra de mi costumbre, no encendí el ordenador nada más llegar, y me puse a leer un rato La cartuja de Parma. Lo sentí como un triunfo, como la guinda perfecta a una tarde casi perfecta, con libros, parques, filosofía de banco público, lectura al aire libre. ¿Qué faltó? Quizá, haber sido uno de esos adolescentes…

jueves, 9 de mayo de 2013

LA PÁGINA PERFECTA: PESSOA Y LOS PLÁTANOS



Desde que las últimas lluvias han pasado hacia el sur, y sólo ha quedado el viento que las barrió, ha regresado a las aglomeraciones de la ciudad la alegría del sol seguro y ha aparecido mucha ropa blanca colgada saltando en las cuerdas estiradas por los palos en las ventanas altas de las casas de todos los colores.
También me he puesto yo contento, porque existo. He salido de casa con un gran objetivo, que era, al final, llegar a tiempo a la oficina. Pero, este día, la propia compulsión de la vida participaba de aquella otra buena compulsión que hace que el sol venga a las horas del almanaque, conforme a la latitud y a la longitud de los lugares de la tierra. Me he sentido feliz porque no podía sentirme desgraciado. He bajado la calle reposadamente, lleno de seguridad, porque, en fin, la oficina conocida, la gente conocida que hay en ella, eran seguridades. No es de admirar que me sintiese libre, sin saber de qué. En los cestos puestos en los bordes de las aceras de la Calle de la Plata, los plátanos en venta, bajo el sol, eran de un amarillo grande.
Me contento, después de todo, con muy poco: el que haya cesado la lluvia, el que haya un sol bueno en este Sur feliz, plátanos más amarillos porque tienen manchas negras, la gente que los vende porque habla, las aceras de la Calle de la Plata, el Tajo al fondo, azul verdoso tirando a oro, todo este rincón doméstico del sistema del Universo.
Llegará el día en que ya no vea esto, en que sobrevivirán los plátanos del borde de la acera, y las voces de las vendedoras sagaces, y los periódicos del día que el pequeño ha desplegado de un lado a otro de la esquina en la otra acera de la calle. Bien sé que los plátanos serán otros y que las vendedoras serán otras, y que los periódicos tendrán, para quien se incline a verlos, una fecha que no es la de hoy. Pero ellos, porque no viven, duran aunque sean otros; yo, porque vivo, paso aunque sea el mismo.
Este momento, podría solemnizarlo comprando plátanos, pues me parece que en éstos se ha proyectado todo el sol del día como una linterna sin máquina. Pero me da vergüenza de los rituales, de los símbolos, de comprar cosas en la calle. Podrían no envolver bien los plátanos, no vendérmelos como deben ser vendidos por no saber yo comprarlos como deben ser comprados. Podrían extrañar mi voz al preguntar el precio. Más vale escribir que atreverse a vivir, aunque vivir no fuese más que comprar plátanos al sol, mientras hay sol y hay plátanos en venta.
Más tarde, quizá... Sí, más tarde... Otro, quizá... No sé...
Fernando Pessoa (Libro del desasosiego)

miércoles, 13 de marzo de 2013

HISTORIA PORTÁTIL DE MI LITERATURA

Anoche olvidé escribir en el diario. Por la mañana, aquí en la biblioteca, estuve ocupado con una entrada para el blog, que no es más que un refrito de una entrada de este mismo diario. Literariamente, me es muy difícil salir de él. Llevo dos meses y medio con esto y apenas he escrito nada más fuera de estas páginas –aparte de las crónicas y artículos para Zona Dos Tres. Todo lo publicado recientemente en el blog proviene de aquí. Me veo con una incapacidad notable para escribir una novela o un relato. Un artículo lo veo más factible, pero conlleva un esfuerzo que, no siendo pagado, sinceramente no merece la pena. Así, este diario se ha convertido en el depósito casi exclusivo de mi producción. Vuelco aquí todo lo que se me va ocurriendo, como si fuera un basurero literario. Todo lo que no valdría para una novela, va aquí, todo lo que jamás podría convertirse en artículo, va aquí, todo lo que de ninguna manera puede ser un cuento, va aquí. Pero, ¿dónde están las novelas, los artículos y los cuentos? ¿Estarán aquí y no me he dado cuenta?
Soy consciente de la inutilidad de este documento, de su misérrimo valor. Sin embargo, creo que he encontrado el tono, un tono con el que me encuentro cómodo y con el que puedo empezar a escribir, sobre cualquier cosa –o sobre nada-, sin grandes dificultades. No me cuesta empezar, las ideas suelen ir fluidas y, una vez terminado el texto, apenas corrijo, apenas retoco. Y, por supuesto, puedo asegurar que aquí no vienen sucesos imaginados. Todo lo que se cuenta es real. Sé de muchos diaristas –entre ellos Vila-Matas, Trapiello y Pla, a quien estoy leyendo estos días- que ficcionan sus diarios y se pintan a sí mismos haciendo cosas que en la vida real no hicieron y encontrándose con gente que no existe o que no se toparon. Esto, lejos de indignarme, me admira. Yo podría hacer exactamente lo mismo, y quizá debería. Pero no en este diario. En otro, en ese diario de otra persona que siempre he querido escribir, a lo mejor sí, pero si lo hiciera en este me sentiría un estafador que se estafa a sí mismo.
Es evidente que me gustaría que me pasaran muchas cosas que no me pasan, y que escribir aquí esas cosas que no me pasan supondría un entretenimiento, además de un saludabilísimo ejercicio de imaginación y escritura. Además, nada asegura que eso que contara y que no ocurrió en realidad quedara menos verdadero que todos los sucesos reales que sí transcribo. También podría escribir recuerdos imaginarios, y no los reales que suelo contar. Así, estoy seguro que este diario sería más rico e interesante, y se aproximaría a lo que es una obra de arte, que un diario –al menos este diario- es muy difícil que llegue a serlo.
Siempre, desde que descubrí que existían los blogs y que cualquiera podía ponerse a escribir y publicar lo escrito sin un intermediario que se lo publicara, siempre, decía, me ha seducido la idea de escribir un diario imaginario, a modo de novela, un diario de una persona que no soy yo, un personaje seguramente gris, que lleva una vida gris y al que le cuesta cada vez más soportar el peso de la vida sobre los hombros. Me lo imagino como un personaje de Kafka, sin rostro, sin identidad –sólo con una inicial, o sólo con apellido, o sólo con nombre-, siempre ataviado con una gabardina color de ala de mosca. Supongo que es el ideal de personaje literario que tengo en la cabeza desde la infancia. De pequeño, cuando nos mandaban escribir una redacción, mi personaje siempre era así: un trabajador gris que anda de acá para allá, siempre preso de su trabajo, con traje y gabardina. Además, siempre era moreno, pálido de color, como si estuviera crónicamente mal de salud. Hablaba poco, y más que nada lo que hacía era pensar, pensar sobre su vida gris y aburrida, sin poder ver casi nunca a la familia, a quien adoraba, pero hacia quien sentía a la vez un indefinible resentimiento.
Quizá sea hora de hacer inventario de mi producción literaria infantil, ya fuera para el colegio o por iniciativa propia, que de ambas cosas hubo. El primer recuerdo de producción literaria propia no es demasiado agradable. O sí lo es en cierto sentido, pero no en cómo terminó la cosa. En cierta forma, quién sabe si aquello prefiguró mi tendencia al fracaso. Fue en cuarto de EGB. La profesora nos mandó a toda la clase escribir un relato, de temática libre. El mío versaba sobre una nave espacial redonda que aterrizaba sobre la tierra. Unos niños la encontraban en medio del bosque, entraban y jugueteaban con ella. El transcurso no lo recuerdo bien, y el final, aunque tampoco lo recuerdo, sí sé que se me atragantó. No supe ponerle el broche adecuado. Pero era un buen relato, quizá el mejor de la clase. Mientras lo iba escribiendo, sin haberlo terminado, A. F. lo leyó. Debió de gustarle, porque copió mi idea y escribió un relato muy parecido. De todos los relatos de la clase, se elegiría a uno, por votación popular. Habría dos finalistas, que casualmente fuimos yo y… A. F., con su relato semi-plagiado. Quiso mi mala suerte que yo estuviera enfermo el día de la votación, así que no pude presenciar mi derrota, que se produjo por estrecho margen. Siempre he sentido aquello como una traición. Traición de A. F., que me copió, y traición porque la votación se hizo a mis espaldas. ¿Hubiera cambiado el resultado de haber estado yo presente? Al día siguiente, cuando me enteré, tuve la sensación de que la votación no fue limpia, de que habían aprovechado mi ausencia para descartar mi relato. Ya no se podía hacer nada, y felicité a A. F., que por aquel entonces era mi mejor amigo.
Un poco más arriba he escrito que, a pesar de cómo terminó el asunto, es un recuerdo agradable en cierto sentido. Lo es, en efecto, por el hecho de que ganó el concurso un relato basado en el que yo había escrito, y que por lo tanto mucha de esa victoria me pertenece. Que lo imiten a uno quiere decir que, si no todo, sí algo de lo que uno hace no es del todo malo. De aquel episodio me viene a la mente cuando, al día siguiente de la votación, vi en el encerado escritos los dos nombres en mayúscula y, al lado, esos palitos que se usan para contar. Me ganó por muy poco.
El segundo recuerdo es de aquella novela, escrita a mano e ilustrada con dibujos propios, sobre las andanzas de nuestra pandilla en el pueblo. Una suerte de novela de aventuras, al estilo de la saga PAKTO, que por aquel entonces devorábamos. A. P., mi hermano y yo escribimos cada uno nuestra novela. El único que llegó a terminarla y encuadernarla –era lo que más ilusión nos hacía, ver nuestro trabajo encuadernado- fue A. P. Mi hermano, el que antes la abandonó, y en cuanto a mí, por aquel entonces me interesaban más los dibujos, a los que dedicaba horas, que la prosa. Sin embargo, son algunos detalles de ésta, de la historia que inventé, lo que ha perdurado en mi memoria. De los dibujos no recuerdo absolutamente nada.
De esa novelita inacabada, escrita a lápiz en folios Din-A4 partidos por la mitad, dándole a la obra un precioso parecido con un libro, recuerdo vivamente el principio y algunos capítulos posteriores. La historia comienza en Madrigalejo, una mañana de invierno gris y paralizada. Me despierto, voy al baño, y advierto que no hay nadie en la casa. El silencio es absoluto, ese silencio que sólo puede darse en los pueblos. No están mis padres, sólo mi hermano, que en ese momento duerme. Doy vueltas por la casa y me fijo en que en la puerta de la calle hay un papel, clavado con un cuchillo –detalle levemente macabro- y firmado por mi padre, donde pone que se ha vuelto a Madrid con mi madre y que me reúna con cierto señor a cierta hora en la plaza de las cinco farolas, la del Mercado. Se lo cuento a mi hermano y a A., y en los tres se despierta el estímulo de la aventura, de lo desconocido. Entre temerosos y excitados, vamos allá. Después de unos minutos de nerviosa espera, ese señor llega. Es un hombre mayor, de cara arrugada, tocado con un sombrero gastado y vestido con ropas raídas. Trae una caja. No recuerdo nada más.
Hay un par de capítulos más de los que guardo memoria. Uno de ellos se titulaba “El estofado envenenado”. La acción transcurre en un albergue de la sierra del Guadarrama, adonde había acudido yo en la realidad, el verano anterior, con compañeros del colegio. Era uno de esos albergues veraniegos inventados para que los niños no pierdan contacto con lo académico –para que, en cierta forma, no olviden que van al colegio y que en septiembre tienen que volver- y para que los padres los pierdan unos días de vista y puedan dedicarse un poco a sí mismos. En la novela, buena parte de los niños enferman súbitamente. Algunos están muy mal, y quién sabe si alguien llega a morir. Milagrosamente, A., mi hermano y yo estamos sanos, con lo cual podemos dedicarnos a investigar qué ocurre. Se nos ocurre que la enfermedad tiene que ver con la comida y, cargados de valentía, intentamos penetrar en la cocina. A gatas, logramos tener acceso, y descubrimos que los cocineros –que son feos, sucios y malcarados- están echando veneno en el estofado, quién sabe con qué avieso fin. Ríen malévolamente a carcajadas, unas carcajadas que ahora, veinte años después, me producen escalofríos al recordarlas.
Otro capítulo se titulaba “La tía Asun”. En él, A., mi hermano y yo nos quedamos en mi casa a cargo de una tía mía imaginaria que tiene evidentes concordancias con la señorita Rottenmeier. La señora nos hace sufrir lo indecible con sus asquerosas comidas y su autoritarismo y, aún diría más, crueldad. Después de muchos padecimientos, conseguimos escaparnos por la ventana –un decimocuarto piso-, con ayuda de una cuerda. Creo que fue el último capítulo que escribí de aquella novela, novela que lamentablemente se ha perdido. Daría mucho dinero por recuperarla, como lo daría también por recuperar otros escritos –diarios, relatos- perdidos para siempre.
No puedo negar que siempre, a la hora de escribir, he tendido a abordar los temas de forma pesimista, cuando no ciertamente dramática. Recuerdo un relato que escribí para el colegio, creo que en quinto de EGB, en el que un hombre de negocios –parecido a ese personaje gris que antes he descrito- tiene que tomar urgentemente un avión para abordar un asunto de trabajo en una ciudad lejana. Lo describí alto, moreno, macilento de color y perennemente triste, vestido con traje impecable, gabardina –que no lleva puesta, sino colgada del brazo- y portando un maletín. El hombre está muy triste por haber dejado a su familia, a quien no volverá a ver nunca, porque el avión explota en pleno vuelo. Recuerdo perfectamente que, refiriéndome a este suceso, lo definí con la palabra luctuoso, y estoy por asegurar que escribí aquel relato, inventé aquel personaje y urdí aquella pequeña historia, con el único fin de incluir esa palabra, que a mí por entonces me fascinaba.
En fin, después, ya de adolescente, vinieron otros relatos, como aquel titulado El monte en la penumbra, de influencia becqueriana, que contaba una visita a Madrigalejo. En él había acción, pero por primera vez incluí la meditación y la temática amorosa convenientemente envueltos en la noche, aspectos sintetizados en esa escena en que, tras haber asaltado como criminales la fábrica de electricidad, A. y yo nos tumbamos en lo alto del cerro de la Pizarra, a contemplar el paisaje, la luna y las estrellas. Todavía hay vivos en la memoria muchos detalles de ese relato: la contemplación de cielo nocturno mientras pienso en X –una chica del instituto de quien estaba enamorado-, el paisaje anochecido, con la sierra de las Villuercas al fondo, iluminado por el resplandor de la luna llena, una de las lunas más gordas y hermosas que recuerdo.
Este es un ejemplo claro de un momento de mi vida que probablemente se hubiera perdido de no haberlo escrito.


Ha sido una bonita mañana rememorando mi producción literaria infantil y adolescente. Como casi siempre, he escrito sobre algo de lo que no sabía que iba a escribir antes de ponerme a ello. Mientras venía a la biblioteca, por el camino de todos los días, pensaba que iba a escribir sobre el tema del Leroy Merlin, y que ayer le envié el currículum a J., y que dentro de poco me llamarán para hacer una entrevista, y que seguramente mis días de escritura matinal hayan terminado. También sobre que ayer, 15 de marzo –ya se me había olvidado que hoy estamos a 16 y ayer fue 15-, volvió a hacer calor, y que como cada jueves fui al parque Norte a practicar baloncesto, y que pasé la tarde leyendo El cuaderno gris, y que a las diez salí a dar mi paseo por el barrio, que fue muy tranquilo, y que esa chica con quien he hablado un par de días me envió un mensaje en el que mostraba su indignación por haberla ignorado después de haber recibido sus fotos de cuerpo entero, y que no me gustaron. Pensaba que iba a contar algo de todo esto, pero… ¿qué importa ahora todo esto? Ahora, un día después y tras haber escrito acerca de mis primeros relatos, dudo incluso de que todo eso sucediera. Pienso en ello y me parece más irreal y desde luego mucho más prosaico que todas esas ficciones de un niño de nueve o diez años.