Desde
que las últimas lluvias han pasado hacia el sur, y sólo ha quedado el viento
que las barrió, ha regresado a las aglomeraciones de la ciudad la alegría del
sol seguro y ha aparecido mucha ropa blanca colgada saltando en las cuerdas
estiradas por los palos en las ventanas altas de las casas de todos los
colores.
También
me he puesto yo contento, porque existo. He salido de casa con un gran
objetivo, que era, al final, llegar a tiempo a la oficina. Pero, este día, la
propia compulsión de la vida participaba de aquella otra buena compulsión que
hace que el sol venga a las horas del almanaque, conforme a la latitud y a la
longitud de los lugares de la tierra. Me he sentido feliz porque no podía
sentirme desgraciado. He bajado la calle reposadamente, lleno de seguridad,
porque, en fin, la oficina conocida, la gente conocida que hay en ella, eran
seguridades. No es de admirar que me sintiese libre, sin saber de qué. En los
cestos puestos en los bordes de las aceras de la Calle de la Plata, los
plátanos en venta, bajo el sol, eran de un amarillo grande.
Me
contento, después de todo, con muy poco: el que haya cesado la lluvia, el que
haya un sol bueno en este Sur feliz, plátanos más amarillos porque tienen
manchas negras, la gente que los vende porque habla, las aceras de la Calle de
la Plata, el Tajo al fondo, azul verdoso tirando a oro, todo este rincón doméstico
del sistema del Universo.
Llegará
el día en que ya no vea esto, en que sobrevivirán los plátanos del borde de la
acera, y las voces de las vendedoras sagaces, y los periódicos del día que el
pequeño ha desplegado de un lado a otro de la esquina en la otra acera de la
calle. Bien sé que los plátanos serán otros y que las vendedoras serán otras, y
que los periódicos tendrán, para quien se incline a verlos, una fecha que no es
la de hoy. Pero ellos, porque no viven, duran aunque sean otros; yo, porque vivo,
paso aunque sea el mismo.
Este
momento, podría solemnizarlo comprando plátanos, pues me parece que en éstos se
ha proyectado todo el sol del día como una linterna sin máquina. Pero me da
vergüenza de los rituales, de los símbolos, de comprar cosas en la calle.
Podrían no envolver bien los plátanos, no vendérmelos como deben ser vendidos
por no saber yo comprarlos como deben ser comprados. Podrían extrañar mi voz al
preguntar el precio. Más vale escribir que atreverse a vivir, aunque vivir no
fuese más que comprar plátanos al sol, mientras hay sol y hay plátanos en
venta.
Más
tarde, quizá... Sí, más tarde... Otro, quizá... No sé...
Fernando Pessoa (Libro del desasosiego)
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