Anoche olvidé
escribir en el diario. Por la mañana, aquí en la biblioteca, estuve ocupado con
una entrada para el blog, que no es más que un refrito de una entrada de este
mismo diario. Literariamente, me es muy difícil salir de él. Llevo dos meses y
medio con esto y apenas he escrito nada más fuera de estas páginas –aparte de
las crónicas y artículos para Zona Dos Tres. Todo lo publicado recientemente en
el blog proviene de aquí. Me veo con una incapacidad notable para escribir una
novela o un relato. Un artículo lo veo más factible, pero conlleva un esfuerzo
que, no siendo pagado, sinceramente no merece la pena. Así, este diario se ha
convertido en el depósito casi exclusivo de mi producción. Vuelco aquí todo lo
que se me va ocurriendo, como si fuera un basurero literario. Todo lo que no
valdría para una novela, va aquí, todo lo que jamás podría convertirse en
artículo, va aquí, todo lo que de ninguna manera puede ser un cuento, va aquí.
Pero, ¿dónde están las novelas, los artículos y los cuentos? ¿Estarán aquí y no
me he dado cuenta?
Soy consciente
de la inutilidad de este documento, de su misérrimo valor. Sin embargo, creo
que he encontrado el tono, un tono con el que me encuentro cómodo y con el que
puedo empezar a escribir, sobre cualquier cosa –o sobre nada-, sin grandes
dificultades. No me cuesta empezar, las ideas suelen ir fluidas y, una vez
terminado el texto, apenas corrijo, apenas retoco. Y, por supuesto, puedo
asegurar que aquí no vienen sucesos imaginados. Todo lo que se cuenta es real.
Sé de muchos diaristas –entre ellos Vila-Matas, Trapiello y Pla, a quien estoy
leyendo estos días- que ficcionan sus diarios y se pintan a sí mismos haciendo
cosas que en la vida real no hicieron y encontrándose con gente que no existe o
que no se toparon. Esto, lejos de indignarme, me admira. Yo podría hacer
exactamente lo mismo, y quizá debería. Pero no en este diario. En otro, en ese
diario de otra persona que siempre he querido escribir, a lo mejor sí, pero si
lo hiciera en este me sentiría un estafador que se estafa a sí mismo.
Es evidente que
me gustaría que me pasaran muchas cosas que no me pasan, y que escribir aquí
esas cosas que no me pasan supondría un entretenimiento, además de un
saludabilísimo ejercicio de imaginación y escritura. Además, nada asegura que
eso que contara y que no ocurrió en realidad quedara menos verdadero que todos
los sucesos reales que sí transcribo. También podría escribir recuerdos
imaginarios, y no los reales que suelo contar. Así, estoy seguro que este
diario sería más rico e interesante, y se aproximaría a lo que es una obra de
arte, que un diario –al menos este diario- es muy difícil que llegue a serlo.
Siempre, desde
que descubrí que existían los blogs y que cualquiera podía ponerse a escribir y
publicar lo escrito sin un intermediario que se lo publicara, siempre, decía,
me ha seducido la idea de escribir un diario imaginario, a modo de novela, un
diario de una persona que no soy yo, un personaje seguramente gris, que lleva
una vida gris y al que le cuesta cada vez más soportar el peso de la vida sobre
los hombros. Me lo imagino como un personaje de Kafka, sin rostro, sin
identidad –sólo con una inicial, o sólo con apellido, o sólo con nombre-,
siempre ataviado con una gabardina color de ala de mosca. Supongo que es el
ideal de personaje literario que tengo en la cabeza desde la infancia. De
pequeño, cuando nos mandaban escribir una redacción, mi personaje siempre era
así: un trabajador gris que anda de acá para allá, siempre preso de su trabajo,
con traje y gabardina. Además, siempre era moreno, pálido de color, como si
estuviera crónicamente mal de salud. Hablaba poco, y más que nada lo que hacía
era pensar, pensar sobre su vida gris y aburrida, sin poder ver casi nunca a la
familia, a quien adoraba, pero hacia quien sentía a la vez un indefinible
resentimiento.
Quizá sea hora
de hacer inventario de mi producción literaria infantil, ya fuera para el
colegio o por iniciativa propia, que de ambas cosas hubo. El primer recuerdo de
producción literaria propia no es demasiado agradable. O sí lo es en cierto
sentido, pero no en cómo terminó la cosa. En cierta forma, quién sabe si
aquello prefiguró mi tendencia al fracaso. Fue en cuarto de EGB. La profesora
nos mandó a toda la clase escribir un relato, de temática libre. El mío versaba
sobre una nave espacial redonda que aterrizaba sobre la tierra. Unos niños la
encontraban en medio del bosque, entraban y jugueteaban con ella. El transcurso
no lo recuerdo bien, y el final, aunque tampoco lo recuerdo, sí sé que se me
atragantó. No supe ponerle el broche adecuado. Pero era un buen relato, quizá
el mejor de la clase. Mientras lo iba escribiendo, sin haberlo terminado, A.
F. lo leyó. Debió de gustarle, porque copió mi idea y escribió un relato
muy parecido. De todos los relatos de la clase, se elegiría a uno, por votación
popular. Habría dos finalistas, que casualmente fuimos yo y… A. F., con su
relato semi-plagiado. Quiso mi mala suerte que yo estuviera enfermo el día de la
votación, así que no pude presenciar mi derrota, que se produjo por estrecho
margen. Siempre he sentido aquello como una traición. Traición de A. F., que
me copió, y traición porque la votación se hizo a mis espaldas. ¿Hubiera
cambiado el resultado de haber estado yo presente? Al día siguiente, cuando me
enteré, tuve la sensación de que la votación no fue limpia, de que habían
aprovechado mi ausencia para descartar mi relato. Ya no se podía hacer nada, y
felicité a A. F., que por aquel entonces era mi mejor amigo.
Un poco más
arriba he escrito que, a pesar de cómo terminó el asunto, es un recuerdo
agradable en cierto sentido. Lo es, en efecto, por el hecho de que ganó el
concurso un relato basado en el que yo había escrito, y que por lo tanto mucha
de esa victoria me pertenece. Que lo imiten a uno quiere decir que, si no todo,
sí algo de lo que uno hace no es del todo malo. De aquel episodio me viene a la
mente cuando, al día siguiente de la votación, vi en el encerado escritos los
dos nombres en mayúscula y, al lado, esos palitos que se usan para contar. Me
ganó por muy poco.
El segundo
recuerdo es de aquella novela, escrita a mano e ilustrada con dibujos propios,
sobre las andanzas de nuestra pandilla en el pueblo. Una suerte de novela de
aventuras, al estilo de la saga PAKTO, que por aquel entonces devorábamos.
A. P., mi hermano y yo escribimos cada uno nuestra novela. El único que
llegó a terminarla y encuadernarla –era lo que más ilusión nos hacía, ver
nuestro trabajo encuadernado- fue A. P. Mi hermano, el que antes la
abandonó, y en cuanto a mí, por aquel entonces me interesaban más los dibujos,
a los que dedicaba horas, que la prosa. Sin embargo, son algunos detalles de
ésta, de la historia que inventé, lo que ha perdurado en mi memoria. De los
dibujos no recuerdo absolutamente nada.
De esa novelita
inacabada, escrita a lápiz en folios Din-A4 partidos por la mitad, dándole a la
obra un precioso parecido con un libro, recuerdo vivamente el principio y
algunos capítulos posteriores. La historia comienza en Madrigalejo, una mañana
de invierno gris y paralizada. Me despierto, voy al baño, y advierto que no hay
nadie en la casa. El silencio es absoluto, ese silencio que sólo puede darse en
los pueblos. No están mis padres, sólo mi hermano, que en ese momento duerme. Doy
vueltas por la casa y me fijo en que en la puerta de la calle hay un papel,
clavado con un cuchillo –detalle levemente macabro- y firmado por mi padre,
donde pone que se ha vuelto a Madrid con mi madre y que me reúna con cierto
señor a cierta hora en la plaza de las cinco farolas, la del Mercado. Se lo
cuento a mi hermano y a A., y en los tres se despierta el estímulo de la
aventura, de lo desconocido. Entre temerosos y excitados, vamos allá. Después
de unos minutos de nerviosa espera, ese señor llega. Es un hombre mayor, de
cara arrugada, tocado con un sombrero gastado y vestido con ropas raídas. Trae
una caja. No recuerdo nada más.
Hay un par de
capítulos más de los que guardo memoria. Uno de ellos se titulaba “El estofado
envenenado”. La acción transcurre en un albergue de la sierra del Guadarrama,
adonde había acudido yo en la realidad, el verano anterior, con compañeros del
colegio. Era uno de esos albergues veraniegos inventados para que los niños no
pierdan contacto con lo académico –para que, en cierta forma, no olviden que
van al colegio y que en septiembre tienen que volver- y para que los padres los
pierdan unos días de vista y puedan dedicarse un poco a sí mismos. En la
novela, buena parte de los niños enferman súbitamente. Algunos están muy mal, y
quién sabe si alguien llega a morir. Milagrosamente, A., mi hermano y yo
estamos sanos, con lo cual podemos dedicarnos a investigar qué ocurre. Se nos
ocurre que la enfermedad tiene que ver con la comida y, cargados de valentía,
intentamos penetrar en la cocina. A gatas, logramos tener acceso, y descubrimos
que los cocineros –que son feos, sucios y malcarados- están echando veneno en
el estofado, quién sabe con qué avieso fin. Ríen malévolamente a carcajadas,
unas carcajadas que ahora, veinte años después, me producen escalofríos al
recordarlas.
Otro capítulo se
titulaba “La tía Asun”. En él, A., mi hermano y yo nos quedamos en mi casa
a cargo de una tía mía imaginaria que tiene evidentes concordancias con la
señorita Rottenmeier. La señora nos hace sufrir lo indecible con sus asquerosas
comidas y su autoritarismo y, aún diría más, crueldad. Después de muchos
padecimientos, conseguimos escaparnos por la ventana –un decimocuarto piso-,
con ayuda de una cuerda. Creo que fue el último capítulo que escribí de aquella
novela, novela que lamentablemente se ha perdido. Daría mucho dinero por
recuperarla, como lo daría también por recuperar otros escritos –diarios,
relatos- perdidos para siempre.
No puedo negar
que siempre, a la hora de escribir, he tendido a abordar los temas de forma
pesimista, cuando no ciertamente dramática. Recuerdo un relato que escribí para
el colegio, creo que en quinto de EGB, en el que un hombre de negocios
–parecido a ese personaje gris que antes he descrito- tiene que tomar
urgentemente un avión para abordar un asunto de trabajo en una ciudad lejana.
Lo describí alto, moreno, macilento de color y perennemente triste, vestido con
traje impecable, gabardina –que no lleva puesta, sino colgada del brazo- y
portando un maletín. El hombre está muy triste por haber dejado a su familia, a
quien no volverá a ver nunca, porque el avión explota en pleno vuelo. Recuerdo
perfectamente que, refiriéndome a este suceso, lo definí con la palabra luctuoso, y estoy por asegurar que
escribí aquel relato, inventé aquel personaje y urdí aquella pequeña historia,
con el único fin de incluir esa palabra, que a mí por entonces me fascinaba.
En fin, después,
ya de adolescente, vinieron otros relatos, como aquel titulado El monte en la penumbra, de influencia
becqueriana, que contaba una visita a Madrigalejo. En él había acción, pero por
primera vez incluí la meditación y la temática amorosa convenientemente
envueltos en la noche, aspectos sintetizados en esa escena en que, tras haber
asaltado como criminales la fábrica de electricidad, A. y yo nos tumbamos
en lo alto del cerro de la Pizarra, a contemplar el paisaje, la luna y las
estrellas. Todavía hay vivos en la memoria muchos detalles de ese relato: la
contemplación de cielo nocturno mientras pienso en X –una chica del
instituto de quien estaba enamorado-, el paisaje anochecido, con la sierra de
las Villuercas al fondo, iluminado por el resplandor de la luna llena, una de
las lunas más gordas y hermosas que recuerdo.
Este
es un ejemplo claro de un momento de mi vida que probablemente se hubiera
perdido de no haberlo escrito.
Ha
sido una bonita mañana rememorando mi producción literaria infantil y
adolescente. Como casi siempre, he escrito sobre algo de lo que no sabía que
iba a escribir antes de ponerme a ello. Mientras venía a la biblioteca, por el
camino de todos los días, pensaba que iba a escribir sobre el tema del Leroy
Merlin, y que ayer le envié el currículum a J., y que dentro de poco me
llamarán para hacer una entrevista, y que seguramente mis días de escritura
matinal hayan terminado. También sobre que ayer, 15 de marzo –ya se me había
olvidado que hoy estamos a 16 y ayer fue 15-, volvió a hacer calor, y que como
cada jueves fui al parque Norte a practicar baloncesto, y que pasé la tarde
leyendo El cuaderno gris, y que a las
diez salí a dar mi paseo por el barrio, que fue muy tranquilo, y que esa chica
con quien he hablado un par de días me envió un mensaje en el que mostraba su
indignación por haberla ignorado después de haber recibido sus fotos de cuerpo
entero, y que no me gustaron. Pensaba que iba a contar algo de todo esto, pero…
¿qué importa ahora todo esto? Ahora, un día después y tras haber escrito acerca
de mis primeros relatos, dudo incluso de que todo eso sucediera. Pienso en ello
y me parece más irreal y desde luego mucho más prosaico que todas esas ficciones
de un niño de nueve o diez años.
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