—Tú me harás desesperar, Sancho —dijo Don Quijote—.
Ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no
he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y
que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y
discreta? (II-IX)
Esta frase es acaso
la más genial en lo que al amor se refiere que se ha dicho en toda la historia
de la literatura. Estar enamorado de oídas. Se parece mucho a una burla de
Cervantes del amor y a una renuncia del amor por parte de Don Quijote.
Burla porque el
Quijote es en sí una burla de todo, de los libros de caballerías, de la
nobleza, de la monarquía, de la pobreza, de la España de la época, del género
humano, del amor mismo. Sin embargo, Cervantes, con esta burla, lo que hace es
elevar el amor a cotas inimaginables, inéditas hasta entonces y nunca más tarde
igualadas. Todos los grandes amoríos novelescos posteriores –Werther y Carlota,
Anna Karenina y Vronski, Gabriel e Inés, Lucien y Coralie, Natasha Rostova y
Pierre Bezujov, Fortunata y Santa Cruz, etc.-, con ser amores gigantescos,
paradigmáticos, representativos del amor humano, tienen una carga demasiado
grande de realidad. Cada personaje está bien delimitado, corporeizado,
perfectamente descrito. El lector no tiene duda de que existen porque el
escritor se ocupó de ponerlos delante de sus narices. Todos esos personajes
interactúan entre ellos, se miran a hurtadillas, se hablan, se tocan, se besan,
hacen el amor, pasean juntos, y, en ello, en ese contacto entre dos personas
aparentemente indefectible para que exista amor, radica su encanto y su valor.
¿Qué ocurre con Don Quijote y Dulcinea? Simplemente que no ocurre nada de eso.
Don Quijote es un supuesto loco y Dulcinea, de existir, podemos estar seguros
de que es una mujer fea, grotesca y zafia, alejada de cualquier ideal de
belleza y gracia. Don Quijote y Dulcinea jamás llegan a conocerse, jamás llegan
a hablar entre ellos, es una pareja de enamorados que en realidad no existe o
que, más exactamente, existe sólo en la cabeza de Don Quijote y, gracias a eso,
en la cabeza de los millones de lectores que han leído la novela en estos
cuatrocientos años.
Se diría que Don
Quijote, con este enamoramiento de oídas, practica una definitiva renuncia del
amor, enamorándose de alguien que no existe o que desde luego no es como él se
figura en su inflamado cerebro, escaldado quizá por los amoríos de su vida, que
terminaron todos en fracaso (Don Quijote es soltero). Don Quijote es un
sentimental, un romántico, y, lacerado por la imposibilidad de obtener en la
vida ese amor ideal que soñó –y apoyado siempre en sus lecturas de libros de
caballerías-, reacciona creándose un ideal mucho más alejado, tan inalcanzable,
tan inverosímil, tan fantasioso, que resulta imposible de obtener, haciéndolo
infinitamente bello y, por ello, eterno.
Burla del amor,
renuncia del amor, pero amor infinitamente bello y eterno. Eso es Don Quijote,
esa es su enseñanza. Su capacidad amatoria es tan inmensa que tiene que
renunciar al amor. ¿Y cómo renuncia? Enamorándose de una mujer ficticia que él
sabe –seguimos sin creer en su locura- que jamás llegará a conocer y tratar. ¿Y
cómo sabiéndolo puede estar tan enamorado? Porque cree en el amor, es en lo
único que cree en el mundo, y por eso renuncia a él. Le duele tanto el amor, le
fascina tanto ese sentimiento, que no lo puede soportar, y para calmar ese
dolor se lanza en busca de un amor imaginario y, por tanto, imposible de
culminar.
Es curioso que
lo que Cervantes quiso que fuera una burla de los libros de caballerías, del
mundo y la humanidad y, sobre todo, del amor, se le fuese de las manos y
terminase siendo –seguramente para su sorpresa y fascinación- la más grande
novela de amor de todos los tiempos, precisamente por lo que tiene de burla y porque
su protagonista consiguió desgajarse de su autor, tomar vida propia y revelarse
contra esa burla. “¿Tú te burlas del amor?”, parece decirle Don Quijote a
Cervantes. “Pues te voy a demostrar que el amor, al ser burlado, es mucho más
poderoso que cuando es glorificado, y te voy a dar las muestras de amor más
fervientes que algún hombre sobre la tierra pudo ofrecer. Tu amor burlado se
convertirá en amor puro y eterno”. Y así ha sido.
Amar
quijotescamente. Todo el que ame demasiado –como amó Rousseau, según propia
confesión-, acaso debería proponerse amar quijotescamente, esto es, renunciando
al amor. La renuncia no implica negación de lo que se renuncia, sino más
probablemente su exaltación.
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