jueves, 5 de julio de 2012

UNA TEORÍA DEL AMOR EN EL QUIJOTE (y, a la sazón, un estado del alma)


—Tú me harás desesperar, Sancho —dijo Don Quijote—. Ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta? (II-IX)
Esta frase es acaso la más genial en lo que al amor se refiere que se ha dicho en toda la historia de la literatura. Estar enamorado de oídas. Se parece mucho a una burla de Cervantes del amor y a una renuncia del amor por parte de Don Quijote.
Burla porque el Quijote es en sí una burla de todo, de los libros de caballerías, de la nobleza, de la monarquía, de la pobreza, de la España de la época, del género humano, del amor mismo. Sin embargo, Cervantes, con esta burla, lo que hace es elevar el amor a cotas inimaginables, inéditas hasta entonces y nunca más tarde igualadas. Todos los grandes amoríos novelescos posteriores –Werther y Carlota, Anna Karenina y Vronski, Gabriel e Inés, Lucien y Coralie, Natasha Rostova y Pierre Bezujov, Fortunata y Santa Cruz, etc.-, con ser amores gigantescos, paradigmáticos, representativos del amor humano, tienen una carga demasiado grande de realidad. Cada personaje está bien delimitado, corporeizado, perfectamente descrito. El lector no tiene duda de que existen porque el escritor se ocupó de ponerlos delante de sus narices. Todos esos personajes interactúan entre ellos, se miran a hurtadillas, se hablan, se tocan, se besan, hacen el amor, pasean juntos, y, en ello, en ese contacto entre dos personas aparentemente indefectible para que exista amor, radica su encanto y su valor. ¿Qué ocurre con Don Quijote y Dulcinea? Simplemente que no ocurre nada de eso. Don Quijote es un supuesto loco y Dulcinea, de existir, podemos estar seguros de que es una mujer fea, grotesca y zafia, alejada de cualquier ideal de belleza y gracia. Don Quijote y Dulcinea jamás llegan a conocerse, jamás llegan a hablar entre ellos, es una pareja de enamorados que en realidad no existe o que, más exactamente, existe sólo en la cabeza de Don Quijote y, gracias a eso, en la cabeza de los millones de lectores que han leído la novela en estos cuatrocientos años.
Se diría que Don Quijote, con este enamoramiento de oídas, practica una definitiva renuncia del amor, enamorándose de alguien que no existe o que desde luego no es como él se figura en su inflamado cerebro, escaldado quizá por los amoríos de su vida, que terminaron todos en fracaso (Don Quijote es soltero). Don Quijote es un sentimental, un romántico, y, lacerado por la imposibilidad de obtener en la vida ese amor ideal que soñó –y apoyado siempre en sus lecturas de libros de caballerías-, reacciona creándose un ideal mucho más alejado, tan inalcanzable, tan inverosímil, tan fantasioso, que resulta imposible de obtener, haciéndolo infinitamente bello y, por ello, eterno.
Burla del amor, renuncia del amor, pero amor infinitamente bello y eterno. Eso es Don Quijote, esa es su enseñanza. Su capacidad amatoria es tan inmensa que tiene que renunciar al amor. ¿Y cómo renuncia? Enamorándose de una mujer ficticia que él sabe –seguimos sin creer en su locura- que jamás llegará a conocer y tratar. ¿Y cómo sabiéndolo puede estar tan enamorado? Porque cree en el amor, es en lo único que cree en el mundo, y por eso renuncia a él. Le duele tanto el amor, le fascina tanto ese sentimiento, que no lo puede soportar, y para calmar ese dolor se lanza en busca de un amor imaginario y, por tanto, imposible de culminar.
Es curioso que lo que Cervantes quiso que fuera una burla de los libros de caballerías, del mundo y la humanidad y, sobre todo, del amor, se le fuese de las manos y terminase siendo –seguramente para su sorpresa y fascinación- la más grande novela de amor de todos los tiempos, precisamente por lo que tiene de burla y porque su protagonista consiguió desgajarse de su autor, tomar vida propia y revelarse contra esa burla. “¿Tú te burlas del amor?”, parece decirle Don Quijote a Cervantes. “Pues te voy a demostrar que el amor, al ser burlado, es mucho más poderoso que cuando es glorificado, y te voy a dar las muestras de amor más fervientes que algún hombre sobre la tierra pudo ofrecer. Tu amor burlado se convertirá en amor puro y eterno”. Y así ha sido.
Amar quijotescamente. Todo el que ame demasiado –como amó Rousseau, según propia confesión-, acaso debería proponerse amar quijotescamente, esto es, renunciando al amor. La renuncia no implica negación de lo que se renuncia, sino más probablemente su exaltación.

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