viernes, 24 de febrero de 2012

PUNTOS SUSPENSIVOS

¿Sería posible vivir toda una vida de una sola ilusión? ¿Sería posible retener fresca en la memoria una sola imagen, una sola mirada, y con ello confortarse hasta el final de nuestros días y utilizarlo como combustible para no claudicar? ¿Por qué ha de ser necesario renovar la yesca de las ilusiones, por qué dura tan poco el impulso de su acción? Adolescente, dieciséis o diecisiete años, cara golfa, ojos atlánticos, curvas blancas, cuerpo de mujer embutido en una conciencia de semi-mujer. Y ello hace de ese conglomerado de fuerzas algo devastador. ¡Si ella fuera consciente!... diría alguno. Claro que es consciente, por eso –entre otras cosas- lo hace, por eso está ahí, por eso vive, por su poder colosal. ¿Cómo si no iba a sobrevivir en este mundo tan peligroso y hostil una criatura de apariencia tan delicada, si no es por un inmenso y extraño poder que no sabemos de dónde viene, aunque sí cómo se manifiesta? Me miró, sí, con fijeza, con una fijeza sobrehumana, sólo al alcance de un muerto con los ojos abiertos, de un animal o de un ser superior. Desde mi puesto en la zona de prensa del Palacio de los Deportes, intenté aguantar aquel vendaval de urgencia erótica, pero no lo conseguí. Desde la altura de mi atalaya física y mi mayor edad creí conveniente apartar la mirada, intentando aparentar desdén. Si ella supiera… Si ella supiera que mi desdén no era tal, sino miedo, temblor ante lo demasiado conocido, acero que hiende las entrañas con sus ojos claros… Si ella supiera… ¡Claro que lo sabe! Por eso lo hace.
Y por eso vive. Aparté la mirada, creyéndome grande y feliz. Lo fui durante unos instantes, pero al cabo de pocos segundos, cuando ella hubo desaparecido por el vomitorio del Palacio, todo se derrumbó. Ya antes me había fijado en ella, por pura casualidad. Fue antes del partido, estaba de pie delante de su asiento, y hablaba con su padre, o con alguien que parecía ser su padre. Era guapa, pero tenía un rostro extraño, anguloso, ojos demasiado grandes, mejillas trufadas de pecas. Pelo de barniz, ondulado (“Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo…”). Y un cuerpo maravilloso, de escándalo, lo que los pudorosos llamarían de escándalo y uno, más modestamente (y también más estremecido) catalogaría con mil y un epítetos que no cabrían en este documento y que no harían justicia a la realidad. Me llamó la atención su juventud, en esa primera frontera –la adolescencia tiene muchas fronteras antes de salir de ella- con la incipiente adultez. No era una niña, no, pero tampoco podría decirse que fuera una mujer. Era… era eso, una fuerza.
No le di más importancia. Me fijé un momento, me admiré un segundo, revolví dentro de mi cerebro unas pocas nostalgias de lo insucedido y seguí con mi trabajo, sin acordarme más de ella. Hasta ese instante, dos horas después, ya terminado el partido, y cuando todos –ella incluida, acompañada por su padre-, menos los periodistas, desalojaban el Palacio. Yo hablaba con un compañero sobre el partido recién terminado, capté la señal de forma mágica, me callé, la miré lo más fijamente que pude… y no fui capaz, perdí, me ganó, me dejé ganar. Me aplastó, desde su juventud. Me laminó, desde la audacia de su belleza. Me sonreí efímeramente, pleno de autocomplacencia, me henchí de vanidad, como las estrellas que se mueren, y al poco tiempo, al poquísimo tiempo, al cabo de unos segundos, me colapsé, como un agujero negro, y ya no quedó nada…
Si pudiéramos vivir de una sola ilusión, si pudiéramos… Si ella supiera, si supiera… Claro que lo sabe, por eso lo hace, por eso vive…

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