domingo, 1 de febrero de 2009

EMILIO CARRERE. El último fantasma de la bohemia madrileña

En la calle de Preciados, esquina con la de Veneras, cerca de la plaza de Santo Domingo, se levanta el café Varela. Si el despistado caminante pasa por ahí y mira hacia el interior, confinada en una esquina sobre una mesita para dos personas, podrá ver una placa de mármol gris que reza lo siguiente:

EN ESTE LUGAR ESCRIBIÓ SUS MEJORES VERSOS EL GRAN POETA EMILIO CARRERE. 1881-1947. HOMENAJE DE LOS POETAS ESPAÑOLES. MADRID, MCMLII

Siempre que leo estas palabras, rotuladas bajo la efigie cobriza, de perfil, en bajorrelieve del último bohemio, en la que no faltan su sombrero, su cachimba y su capa, recuerdo una anécdota que leí en un libro de Umbral. Carrere frecuentaba menos el café Varela desde que habían colocado la inscripción, y cuando acudía al café Gijón o al de la Flor de la Puerta del Sol, algún tertuliano se levantaba y le decía:

-¿Cómo que no está usted en su sagrado Varela, maestro?
-Ya ve. Siempre es incómodo cenar bajo la propia lápida.

Último fantasma de la bohemia madrileña, noctámbulo empedernido, Carrere es un personaje que me fascina. No sólo por su obra, que también, sino sobre todo por sus costumbres vampirescas, y me gusta imaginármelo recorriendo las calles del viejo Madrid en la madrugada golfa, buscando quizá en esos oscuros rincones historias para plasmarlas en sus relatos. Muchas veces, tras una noche de caminar errabundo, amanecía en alguna vieja plazuela relatando alguna leyenda o alguna historia truculenta que había inventado o que le habían contado, o ambas cosas, porque su imaginación sabía dar nueva vida a las que ya conocía. Y en sus paseatas, en su deambular por los cafés, cafetines y tabernas de dispar pelaje, encontraba a los personajes de sus novelitas, en las que retrataba con mano maestra la atmósfera de poetas fracasados, reinas de la noche, teósofos, nigromantes, chiflados, pícaros y hampones.

Mi imaginación vuela como una paloma recién liberada cuando pienso en ese Madrid nocturno, en ese Madrid del café y la media tostada y de la Cofradía de la Pirueta, que Carrere lleva de la realidad a la novela como nadie, y eso es porque él mismo formó parte de ese ambiente decadente:

"El café de la Lucerna era el último café pintoresco. Por la tarde era lugar de cita de enamorados. En los rincones en penumbra se oían las palabras más románticas y más ardientes. Unos gatos negros se paseaban, solemnes, con su ritmo elástico. Haremos notar la abundancia de gatos en estos establecimientos, donde los sábados se sirven paellas a la valenciana. Se renuevan, se multiplican y en seguida desaparecen. Es un bonito experimento de ilusionismo y prestidigitación a cargo del cocinero de la casa.

Por las noches aquel café ofrecía todo su interés. Huían los enamorados, y los felinos se preparaban para morir dignamente. Acaso pertenecían a la sociendad del "bel morire" que fundó Ernesto Bark. Era la hora de los magos, de los alquimistas y de los astrólogos. Los músicos interpretaban a los grandes maestros. Chambergos, pipas, melenas. Rostros pálidos, perfiles pintorescos, indumentos atrabiliarios, se copiaban en los viejos espejos. Eran los poetas, los músicos, los pintores. Algunos tenían un nombre ilustre. Noel se enmarañaba sus melenas leonadas; el músico Tellería voltijeaba como un pájaro aturdido. El guitarrista Segovia, con su capa de estudiante alemán y sus enormes espejuelos, escuchaba místicamente la "Pastoral".

La escena es clásica. Carrere llega al café Varela a partir de las once de la noche y se dirige hacia su rincón favorito del local, en ocasiones acompañado de alguna bella moza que ha cazado en sus correrías de vampiro. Se sienta, pidé un café con leche, enciende su pipa y, al poco, una turba de admiradores le rodea y se comienza una tertulia de café sobre literatura y leyendas varias. La tertulia continuará después en las callejas del viejo Madrid, hasta el amanecer. A veces pienso que me gustaría tener imaginación y talento para permitirme llevar una vida así.

Pero después pienso que ese Madrid bohemio retratado por Carrere ha desaparecido hace muchísimo tiempo, y que sólo queda un sucedáneo que, a falta de otra cosa, habrá que dar por bueno. Y me gusta imaginarme a mí mismo, en una noche cualquiera, en alguna burbujeante taberna del Madrid histórico, charlando animadamente con unos amigos cuando, de repente, unos ojos fugaces se posan en mí, y los míos en ella, durante unos segundos. Ya está. Para qué más. "No hay mejor recuerdo que de aquello que no se tuvo nunca".

En el Madrid actual sería difícil encontrar inspiración para crear personajes como don Uriarte de Pujana, el poeta del gabán color de ala de mosca, buscador infatigable de unos versos dedicados a su enamorada, una pobre muchacha enferma de tisis:

"A la mañana siguiente fueron a visitarle: que subiese sin perder tiempo. Llegó sollozando, con el alma estrangulada por el dolor. ¡Ya era tarde!... Le cerró los párpados y se estremeció hasta los huesos al sentir, bajo sus labios en fiebre, el frío lacerante de la carne muerta. Fue un beso de idealidad, todo perfume de alma: el primero y último beso, en el que el pobre lázaro del amor intensificó la emoción de toda una vida.

Cuando, después de mucho tiempo, alguien le preguntó si había, al fin, encontrado su poema, el intrépido poeta del gabán color de ala de mosca, solía replicar melancólicamente:

-Sí, lo hallé; mas no pienso versificarlo nunca. Un dolor verdadero no rima bien sino dentro del corazón."

Uno de mis rincones favoritos del centro es la plazuela del Alamillo (en la imagen que precede a esta entrada), en pleno Madrid de los Austrias, en lo que fue la antigua morería, ese estrecho dédalo de callejuelas y placitas donde es una delicia perderse. La gente no conoce estos románticos y acogedores lugares, trufados de pintorescos paisajes urbanos, sencillos y cálidos, y me parece casi un milagro que a apenas cinco minutos a pie uno se encuentre con la masificada Puerta del Sol y toda la hormigueante zona comercial de las calles adyacentes: Preciados, Montera, Carretas, Gran Vía. Para mí, es como un tesoro que me costó descubrir, y casi no hay día que no dé una vueltecita por las calles del Nuncio, de la Morería, del Almendro, de Angosta de los Mancebos, del Rollo, del Cordón o del Sacramento, y por las plazas de la Paja, de San Javier o de Puerta Cerrada.

Y cuando paso por la plazuela del Alamillo no puedo evitar recodar la escena de la deliciosa novela de misterio de Carrere La torre de los siete jorobados, en la que Basilio Beltrán, el protagonista, se cita con el misterioso señor Catafalco:

"Solemnemente dieron las nueve en la torre de la iglesia de San Andrés. La hora de la cita. Basilio miró en torno y lanzó un grito.

-¡Es extraordinario! Esta plaza es la de anoche...

A la luz del farol leyó un rótulo, Plaza del Alamillo, y sintió un latigazo de hielo en la espalda..."

No hay cosa más placentera para mí que evocar escenas literarias en los lugares donde ocurrieron. Cuando paso por uno de estos rincones me detengo, quedo en silencio (aunque normalmente voy solo) y miro en derredor como si de un lugar sagrado se tratase. A veces pienso que me gustaría compartir esos momentos con alguna chica de pelo negro y ojos de azabache, pero creo que nadie podría comprenderme. Las mujeres no quieren rarezas, quieren certezas.

Y me parece que yo soy un bicho raro. También lo fue Carrere, que llevó dentro del corazón a ese Madrid oscuro y lánguido, recorrido de cabo de rabo hasta su muerte. Aunque olvidado después y nada leído hoy en día, Carrere fue el escritor más popular de su tiempo, y no era raro que, al entrar en cualquier establecimiento de los que frecuentaba, o mientras paseaba distraídamente por la calle, alguna estentórea voz le gritase, espontánea: "¡Don Emilio!".

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