domingo, 8 de febrero de 2009

UN PASEO NOCTURNO


Durante este último año, y sobre todo desde hace unos tres meses, he cogido la costumbre un poco bohemia, si se me permite calificarla así, de recorrer algunas calles céntricas del viejo Madrid, ese Madrid de los Austrias varado en el tiempo que, afortunadamente, conserva un hálito de historia y de leyenda. Mucha gente, cuando piensa en Madrid, supongo que le viene a la mente la imagen de una ciudad hípertensa, de tráfago incesante tanto de coches como de personas, una ciudad efervescente de grandes avenidas, mostruosos centros comerciales, hora punta, metros y autobuses a reventar, brillantes rascacielos interminables, mala leche para dar y tomar, carreras, estrés, relojes que no dan más de sí porque no da tiempo a nada. Vamos, lo que es una clásica ciudad euro-americana de éste nuestro hemisferio occidental. Y claro, con estas referencias lo normal es que la gente odie Madrid y termine echando pestes de ella.

Me parece que lo que ocurre es que la gente sólo mira la superficie y no explora las profundidades. Se forma una imagen típica de un lugar y de ahí es difícil sacarla, ya sea por conformismo, pereza o falta de interés. Yo mismo reconozco que a veces aborrezco esta ciudad de día, pero la amo en su hora nocturna, la hora de los gatos, cuando los fantasmas nocherniegos salen de sus escondrijos y dan comienzo a sus extrañas ceremonias de sangre y sortilegios. Esa hora en la que la maquinaria infernal del progreso y el pragmatismo parece detenerse y dar paso a la leyenda y al romanticismo. Esa hora, en fin, en la que nada parece ser como era cuando el sol brillaba en lo alto de la bóveda como un gigante encendido...

Porque nada en Madrid es lo mismo cuando se pone el sol. La calle más animada y colorista a las doce de la mañana puede tornarse en una calleja miserable iluminada con una luz macilenta a las once de la noche, y del olor a pan caliente del mediodía podemos pasar a una horrible peste a orín. Mas no me refiero al fin de semana, porque la noche ociosa de esta ciudad no es más que una sucursal viciosa del caótico día. A mí me gusta, por ejemplo, pasear en una noche de domingo o de lunes, cuando los ojerosos fiesteros descansan en sus aposentos y el silencio se apodera, al fin, de las calles. No hay muchos placeres para mí semejantes al de caminar con el paso calmo por una de esas callejas oscuras, solitarias y, sobre todo, silenciosas. Y cada vez tengo más claro que este tipo de placeres, los gozos sencillos y profundos de la vida diaria, son los únicos que merecen la pena.

Con permiso del que esto leyere, y sin su permiso también, me gustaría describir, calle por calle, la ruta que, de forma diaria entre semana, recorro cuando un velo de sombra se ha cernido ya sobre Madrid. Y, si algún lector desocupado -mejor que sea lectora- quiere algún día acompañarme será perfectamente bien recibido, y si no conoce esos lugares quizás se soprenda, como yo, de encontrar en la Villa y Corte rincones insospechados.

El punto de partida es la plaza del Callao, donde el autobús me deja después de un trayecto de media hora desde mi barrio, y por la parte superior de la calle de Preciados llego a la plaza de Santo Domingo, dejando atrás el café Varela, del que ya escribí en otra ocasión. Enseguida giro a la izquierda por la costanilla de los Ángeles y la calle de los Caños del Peral que, como un río de fuerte pendiente, me hacen desembocar en la plaza de Ópera, actualmente totalmente levantada a causa de las obras.

Es difícil imaginar que la actual plaza de Isabel II está construida sobre una plataforma que ha elevado el nivel del suelo muchos metros sobre su nivel primitivo. Sólo si uno se fija en la calle de la Escalinata, en el extremo sur de la plaza, se aprecia que, en efecto, en la Edad Media toda esta zona era una profunda depresión surcada por el arroyo del Arenal -que da nombre a la famosa calle- y en la que se construyeron varias tenerías, aprovechando las abundantes aguas del lugar. La famosa fuente de los Caños del Peral se encontró a la misma profundidad que el Metro, lo que da una idea de a qué nivel se encontraba entonces el suelo, circundado por empinados barrancos. Y, en lo que hoy es el fastuoso Teatro Real, se levantaba el teatro de los Caños del Peral, derruido por ruinoso en 1818.

El origen de ese vetusto teatro es muy curioso, y se remonta a 1704, fecha en la que una cerca contigua a los lavaderos de la zona cayó en manos de una compañía ambulante de comediantes y operistas italianos, que a partir de entonces empezaron a ofrecer sus representaciones al aire libre, con el único atrezzo de unos tablones para el escenario y un toldo para proteger del sol a sus espectadores. Unos años después, sobre ese corral cercado, se construyó un mezquino teatro que duró hasta 1737, año en que fue sustituido ya por el teatro de los Caños del Peral, predecesor del suntuoso Teatro Real que hoy conocemos. Fue inaugurado, cómo no, por una compañía italiana de calidad, y en 1814 sirvió de escenario para las Cortes del reino.

Tras cruzar la plaza me interno por la citada calle de la Escalinata, y es ahí donde comienza la oscuridad, la calle retorcida y en cuesta, el encanto medieval. Desde la plaza de Ópera se divisa el rojo cartel luminoso del Café Madrid, y en días de lluvia ese cartel se refleja en la empedrada calle como una lengua sanguinolenta. Nunca he entrado en ese café, pero desde fuera parece tener un encanto literario y nocturno. Hacia la mitad de la calle, a la derecha, hay un edificio que presenta un extraño saliente, a modo de pilar. Se trata de uno de los pocos restos de la antigua muralla cristiana, que corría en paralelo a esta calle, aprovechado para la construcción de esa casa.

La calle de la Escalinata se bifurca en dos: a la izquierda se llama calle del Bonetillo, y por donde yo continúo pasa a llamarse de Mesón de Paños. Tras una empinada cuesta llego a la calle de Santiago, y por ella prosigo hasta dar con la plaza del mismo nombre, presidida por la parroquia. Me interno por la calle de la Cruzada, oscurísima, y todas las noches miro hacia el interior de una ventana de un piso bajo, y veo a una anciana siempre en idéntica postura, cenando delante de la televisión, a oscuras. Noche tras noche se repite la escena, y a veces me entero del tiempo del día siguiente en esas ojeadas furtivas.

Giro a la izquierda y entro en la calle de San Nicolás, vuelvo a torcer a la izquierda para verme en la plaza del Biombo, y tras recorrer un pequeñísimo trecho de la calle de Calderón de la Barca enfilo la de Juan de Herrera, que a los pocos metros se ensancha, denominándose entonces plaza de San Nicolás. Aunque hay que tener mucha imaginación para ver ahí una plaza, la verdad.

Andando por esta zona el reloj de la iglesia de San Nicolás suele darme las diez. Me gusta escuchar el tañido monótono de sus diez campanadas, porque en un mundo tan tecnológico parece una reminiscencia de tiempos pasados, un último reducto del sonido de la Historia. Una noche sincronicé mi reloj con el de la iglesia, y desde entonces estoy atento para hacer la cuenta atrás -tres, dos, uno... dong, dong-, y con ello, mira tú qué tontería, disfruto. Espero que nunca se pierda la costumbre de tocar las campanadas, porque entonces nos habremos despojado definitivamente de nuestra identidad.

La iglesia de San Nicolás tiene el honor de ser la más antigua de todo Madrid, lo que a mis ojos le da un rango especial frente a las demás. Siempre que paso a su lado miro hacia arriba y me fijo en su modesta pero bella torre de estilo mudéjar, porque se dice que antes que iglesia cristiana fue una mezquita.

Continúo por la calle del Biombo, apenas iluminada por una luz anaranjada y leve, y giro a la izquierda para descender por la calle del Factor y desembocar en la calle Mayor. Cruzo un paso de peatones, dejando a mi derecha el antiguo palacio de Uceda -hoy Capitanía General- y ante mí se abre majestuosa dentro de su aparente simplicidad la encantadora calle del Sacramento, que, según dice Mesonero Romanos, era la única en todo el recinto antiguo completamente llana. Antes llamada calle Real, está jalonada de espléndidos palacios cargados de historia y de leyenda, pero lo que la hace tan atractiva a mis ojos es su silencio, su sosiego, su empedrado blanco y virgen, que la hace tan tranquila. Realmente parece que nos hallamos en una ciudad de provincias o en un túnel del tiempo, pues nada o casi nada de lo moderno ha salpicado su recorrido. Ni un bar, ni una tienda, ni un ruido más alto que otro. Casas marrones de piedra, palacios suntuosos, faroles que apenas iluminan y algún transeúnte despistado. Nada más.

Paso por delante de la magnífica casa de Cisneros, una de las más bonitas de todo Madrid. Allí estuvo preso Antonio Pérez, secretario de Felipe II, hasta que con ayuda de su esposa logró escaparse la noche del 18 de marzo de 1590. Hoy esta casa aloja a la Jefatura Municipal de Policía. Un poco más adelante se halla la iglesia de San Justo, y sólo hay que andar un poco para dar con la plaza de Puerta Cerrada, límite del Madrid bajomedieval por el este, y llamada así porque, según Mesonero, ...permanecía cerrada largo tiempo para evitar las fechorias de la gente facinerosa, que escondiase alli y robaban y capeaban a los que entraban y salian de ella.

Y así me adentro en la calle de la Cava Baja, acaso una de las más animadas de Madrid, merced a su sucesión de restaurantes, algunos antiquísimos y otros celebérrimos, como Casa Lucio. Las cavas eran los fosos defensivos que corrían paralelos a la muralla, y se aprecia la curvatura de la calle, calcando el recorrido de las murallas, que discurrían en la acera de la derecha en dirección a Puerta de Moros. La Cava Baja es una de mis calles favoritas, y presenta una luz amarilla que pincela con pan de oro las fachadas de sus solemnes casas. Pero al pasear por ella uno no puede menos que dejarse llevar por una fragancia de carnes, humo, leña y exquisitos estofados. Sin duda, es la calle con mejor olor de la ciudad, porque además esos efluvios gastronómicos se entreveran con el olor del perfume de las guapísimas mujeres que por allí se encuentran, formando una voluptuosa mezcolanda que, por muy místico que esté uno, le devuelve de un tortazo al mundo real. "¿Por qué no habré quedado yo hoy con una chica para cenar por aquí?", suelo preguntarme.

Así llego al puzle de plazas que es el entorno de la iglesia de San Andrés: del Humilladero, de Puerta de Moros, de los Carros y de San Andrés. Cuatro plazas en una. ¿Habrá algún caso semejante en el mundo? Bordeo la iglesia parroquial, donde estuvo enterrado durante setecientos años el cuerpo de San Isidro Labrador, patrón de la Villa -¡algún día escribiré algo sobre su vida!-, y tuerzo por la calle de los Mancebos, introduciéndome en lo que antaño fue la Morería, un dédalo de callejuelas empinadas y retorcidas, no pudiéndose negar su origen musulmán.

En la calle de los Mancebos, detrás de una cerca metálica, se puede ver un trozo de la muralla cristiana bien conservado. Continúo por su oscuro empedrado, y más adelante giro por la calle del Granado hasta llegar, descendiendo por una fuerte pendiente, a la plaza de la Morería, otra plaza que no parece plaza, irregular y como hecha por casualidad. En realidad toda esta zona parece construida de forma caprichosa, y es que seguramente la planificación fue nula, como en todas las ciudades de origen musulmán. Mejor así.

Por la calle de la Morería arribo a la plaza del Alamillo -¿dónde estás, señor Catafalco?- circundado por casa amarillas y presidida desde hace mucho tiempo por un álamo, que pudo dar nombre a la plaza, aunque algunos dicen que se llama así porque allí estuvo el Alamin o tribunal del alcaide moro. Prosigo mi paseata escalando la costanilla de San Andrés, adjunta a la deliciosa plaza de la Paja, principal espacio abierto del Madrid medieval y en el que se celebraba entonces el mercado. La plaza de la Paja está rodeada de antiguos y suntuosos palacios, entre los que destaca la casa del noble madrileño Ruy González Clavijo, famoso por su viaje a la lejana Samarkanda en 1403. Se dice que fue el primer europeo que viajó a tan lejanos lugares, y a su vuelta a Madrid tres años después escribió una crónica de tan extravagante aventura.

Lentamente abandono la plaza de la Paja, continúo por la calle del Príncipe Anglona hasta dar con la iglesia de San Pedro -bellísima en su sencillez, con su torre cuadrada como las que dibujan los niños- y prosigo por la amarillenta calle del Nuncio, fantasmal y silenciosa. Subo por la Travesía del Almendro, recorro un breve espacio de la calle del mismo nombre y, desandando un tramo de la Cava Baja, pongo otra vez el pie en la plaza de Puerta Cerrada, desde donde desciendo un trozo de la calle de Segovia.

No creo que mucha gente sepa que la calle de Segovia, quizás una de las más famosas del Madrid antiguo, fue en tiempos un arroyo afluente del Manzanares, llamado de San Pedro, cuya vaguada dividía en dos la entonces pequeña ciudad, dando origen a los Madriles. Si uno hace el esfuerzo de fijarse un poco cuando pasea por allí, podrá ver perfectamente, a izquierda y derecha, las empinadas laderas de los dos cerros en los que nació nuestra Villa y Corte. Si Roma fue fundada sobre siete colinas, nosotros los madrileños sólo necesitamos dos, y aún nos sobró. Y hasta hace relativamente poco tiempo estos dos barrios estuvieron mal comunicados por tan escarpada orografía, hasta que se construyó el viaducto de la calle Bailén, destino final de muchos Werthers madrileños.

No recorro mucho de esta calle-arroyo, porque al ver la placa de la calle del Cordón me adentro en los rincones más deliciosos y evocadores de todo mi paseo. El laberinto de las calles del Cordón, plazuela de San Javier, travesía del Conde y calle del Rollo concentran el mayor encanto de mi paseata, gracias a su trazado sinuoso, a su empedrado calcáreo, a sus escaleras, a sus casas asalmonadas, decimonónicas y burguesas, a su oscuridad anaranjada y, sobre todo, a su silencio. "Parece mentira que esté ahora mismo en Madrid", pienso siempre que paso por aquí.
Me veo por segunda vez en la calle del Sacramento, que dejo pronto para subir, a la izquierda, por la estrecha calle de Puñonrostro, toledana y como hecha de encargo para un asalto, y que se va estrechando como un embudo antes de llegar a la plaza del Conde de Miranda. Sigo recto por la calle del Codo, que como indica su nombre hace ángulo recto, y por ella salgo a la plaza de la Villa, junto a la torre de los Lujanes, el edificio más antiguo de todo Madrid, construido a finales del siglo XV. En su interior estuvo encerrado nada menos que el rey de Francia Francisco I, hecho prisionero en la batalla de Pavía por un soldado español.

Tan sólo toco tangencialmente la espléndida plaza de la Villa, pues prosigo mi camino subiendo la calle Mayor. Antes de la plaza Mayor giro a la derecha y por la travesía de Bringas enfilo la Cava de San Miguel que, aunque no he hecho ningún estudio al respecto, estoy seguro de que es la calle con más restaurantes de todo el mundo. Y hete aquí que nos encontramos otra vez con el olor a leña, a churrasco, a guiso castellano, a tortilla de patata, a jamón recién cortado. En el número 17 de la calle de Cuchilleros -continuación de la Cava de San Miguel- se halla el restaurante Sobrino de Botín, el más antiguo del mundo y seguramente uno de los más literarios. Francisco de Goya trabajó en Botín de lavaplatos en 1765, y era el restaurante preferido de Hemingway. El escritor americano amaba Madrid, y la última escena de su gran novela Fiesta tiene lugar en este restaurante.

La Cava de San Miguel es para mí una de las más pintorescas del centro, con sus altas casas de paredes oblicuas en su parte más baja, supongo que para dar más solidez, sus ventanas diminutas y sus colores que van del ocre al salmón. Y, por supuesto, con su lindo Arco de Cuchilleros, que dejo a mi espalda porque yo sigo en dirección hacia Puerta Cerrada.

Lleno de luces y de olores giro a la izquierda por la calle de Latoneros, cruzo la calle de Toledo y bordeo la plaza Mayor por la calle Imperial, hasta dar con la plaza de la Provincia y la de Santa Cruz, que son dos plazas en una sola. Aquí se levanta el actual Ministerio de Asuntos Exteriores, que fue la cárcel de Corte, y que se trata de uno de los mejores edificios de todo Madrid para mi gusto. El 2 de mayo de 1808 los presos de esta cárcel, viendo la catadura que tomaba la insurrección popular, pidieron al director de la misma que les dejara salir a luchar con el pueblo "para la defensa de la Patria y el Rey", con el juramento de que, una vez concluido todo, los que se mantuvieran con vida regresarían. Sorprendentemente el director accedió a la petición, pero lo más increíble de todo es que de los 56 que salieron regresaron 51, se sabe que uno murió, otro resultó herido, a dos se los dio por desaparecidos y sólo uno escapó. El último que cumplió su palabra llegó al mediodía del día siguiente, peinado, lavado y afeitado después de pasar tranquilamente el día con su familia en su casa del Rastro.

Recordando estas historias continúo por la calle de San Cristóbal, tuerzo a la izquierda por la calle del Marqués Viudo de Pontejos y por la calle de la Sal entro en la plaza Mayor, de la que salgo por el arco de la calle de Ciudad Rodrigo. Sigo por la calle Mayor, en franco descenso, doblo la esquina con la calle de San Nicolás, visito de nuevo la calle del Biombo y prosigo por la del Factor, desde cuya altura se ve una bonita perspectiva de la catedral de la Almudena. En la calle de Noblejas suelo escuchar once campanadas provenientes de la torre de San Nicolás.

Dejando a mi izquierda la limpia, blanca y coqueta plaza de Ramales -un bonito lugar, Eva Chardon de R.- recorro de nuevo la calle de la Cruzada -la anciana continúa a oscuras, sentada y viendo la televisión como una estatua de mármol-, y antes de salir del Madrid de los Austrias paseo por las calles de Conde de Lemos, de la Unión, del Lazo y de la Independencia, arribando a la plaza de Ópera, que después del tránsito por aquellas callejas tan oscuras, sinuosas y solitarias me ofrece su mediano jaleo nocturno. Ya sólo queda atravesar la plaza, subir por la calle de los Caños del Peral y la costanilla de los Ángeles y terminar la caminata en la misma parada de autobús donde me bajé, en Callao.

Ha pasado una hora y dieciséis minutos.

1 comentario:

  1. soy un lector anònimo y quería comentarte que yo también por un día hice parte de ese recorrido,con lo que ahora al leerlo ha sido como por un momento volver allí.me alegro de haber tenido el placer de pisar esas calles,te seguiré leyendo,saludos,

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