domingo, 15 de febrero de 2009

CUENTO DE SAN VALENTÍN


Suena el móvil de Roberto. ¡Es Amaranta! Deja que suenen tres tonos mientras carraspea para aclararse la garganta. Aprieta el botón de "Responder" y se esfuerza en poner voz ronca y como de despreocupación.

Era una lánguida tarde de sábado del mes de noviembre, y por encima de la sierra de Guadarrama se divisaba un fuego color de azafrán desde la ventana del cuarto. Roberto estaba sentado indolentemente en una silla, delante de la televisión, sin hacerla caso, sólo mirándola, y con la expresión entre cansada y triste. Había llegado de trabajar en el restaurante en el turno de comidas y físicamente se encontraba fatigado. Su mochila y su ropa de trabajo aparecían tiradas de cualquier manera encima de su cama, y sobre su mesa de estudio, entre un montón de libros y papeles manuscritos, se intuía una bandeja con restos de comida. Al lado estaba su móvil, y Roberto lo miraba una y otra vez. No sabía qué hacer, si llamarla o no. Sabía que por la mañana ella había tenido un importante examen de francés que era necesario aprobar para poder irse a estudiar al extranjero, y Roberto pensaba que era el pretexto perfecto para llamarla. Mas no se decidía, y en apenas media hora tenía que volverse a ir a trabajar. Ya había oscurecido.

Roberto dio un respingo sobre su silla cuando sonó el teléfono.

-¿Sí?
-¡Hola Roberto! ¿Qué tal?
-Ah... hola Amaranta. Pues nada, aquí estaba medio sopa, que hace poco que he llegado de trabajar y dentro de nada me tengo que ir otra vez. Vaya coñazo.
-Jo, ya ves, eso de currar los fines de semana tiene que ser horrible.
-Sí, bueno, pero uno se acostumbra. Oye, ¿qué tal el examen de esta mañana?
-¡Anda! Jo, qué majo, te has acordado.
-Pues claro.
-Pues la verdad es que muy bien, yo creo que puedo sacar buena nota, sobre todo en el escrito, porque en el oral...
-Los orales suelen ser más complicados.
-Es que era todo muy raro, hablaban muy deprisa... Pero bueno, ahora lo que quiero es olvidarme y esta noche irme de fiesta, que celebro mi cumpleaños.
-¿Pero no era en agosto?
-Sí, pero lo celebro hoy con todos mis amigos.
-Ah... ¿y qué vais a hacer?
-Pues he cogido un reservado en New Garamond, ¿no lo conoces?
-Ni me suena.
-Es una discoteca muy famosa que está por plaza de Castilla.
-Pues yo trabajo cerca de allí, en la calle Infanta Mercedes.
-¿Ah sí?
-Sí, en El churrasco.
-Oye, pues mira... ¿a qué hora sales?
-Sobre la una o una y media, según el trabajo que haya. Cobro por horas.
-Se me ocurre que si quieres cuando salgas te pases por la discoteca.

Roberto miró al techo y cerró el puño como lo hacen algunos tenistas cuando celebran un punto importante. Sin embargo, optó por disimular su alegría.

-Puff... pues no sé... El caso es que voy a terminar muy cansado y al día siguiente tengo que volver... Bueno vale, cuando termine te llamo, ¿vale?
-Vale, perfecto. Va a venir también Elena. -Elena era compañera de clase de Roberto, por quien se conocieron en una fiesta universitaria unas semanas atrás. "A mí Elena me importa poco, la verdad", pensó.
-Pues eso, cuando salga yo te llamo.
-Muy bien, Roberto. Oye te voy a dejar que tengo que preparar un montón de cosas y no me da tiempo.
-Venga, venga, no te entretengo más.
-Venga Roberto, un beso.
-Adiós, un beso.

Cuando colgó, Roberto se levantó de la silla y no pudo evitar dar varios saltos con los que casi tocó el techo con la cabeza. Ni se le pasaba por la cabeza que podía pasarle algo así ese día. ¡Le había invitado a su cumpleaños! ¡Iba a verla esa misma noche! Rápidamente recogió un poco su cuarto y se metió en el baño. Se duchó, afeitó y acicaló lo mejor que pudo. Al salir de casa vestía una camiseta negra ajustada a su cuerpo musculoso y moldeado, una cazadora también negra y unas zapatillas Converse All-Star azules. Nunca le gustó ponerse zapatos. Tampoco arreglarse en exceso, y para lo que era él ciertamente esa noche iba muy empingorotado.

Acudió al trabajo con el ánimo completamente mudado respecto del resto del día. "Pero tampoco hay que cantar victoria", pensó. "Ciertamente el que me haya invitado es una buena señal, muy buena diría yo. Puede ser que lo haya hecho por simple compromiso, y puede ser también que la noche de la fiesta lo pasó muy bien conmigo y quiera repetir. Hombre, definitivamente la cosa está muy de cara, y muy mal se tendría que dar para no salir contento. Estoy ante una gran oportunidad, y no voy a dejarla escapar."

Lo primero que hizo nada más llegar al trabajo fue contárselo a un compañero que ya estaba enterado de la historia de Roberto y la muchacha.

-¿A qué no sabes a quién voy a ver hoy? -preguntó Roberto.
-No me digas que a... -dijo el otro.
-Sí, a Amaranta.
-¿Y eso?
-Pues ya ves, que me ha invitado a su cumpleaños, en una discoteca de por aquí.
-Joder qué bien, ¿no?
-Sí, a ver que se puede hacer.
-Mírale cómo sonríe, con lo serio que estaba esta mañana...
-Anda, calla.

Durante ese turno de cenas Roberto trabajó a un ritmo delirante y de forma especialmente eficaz. No rehuyó las miradas de los clientes y atendió a cualquier petición de manera celérica, por fastidiosa o inoportuna que fuera. Cuando se cruzaba con su compañero, ambos sonreían. El fragor laboral contuvo un tanto el latir loco de su corazón, que por momentos parecía notarse debajo de su camiseta, palpitante.

-Roberto, te vas a la una y media -. le dijo el encargado.
-Vale.
-Ya son. Cámbiate.

Y Roberto se cambió rápida, torpemente. Cuando se miró en el espejo, lucía la ropa incluso mejor que por la tarde. "Será difícil que se me escape", pensó. "Diría que imposible". Sus compañeros le miraron, sorprendidos. En sus ojos parecía haber un brillo especial que no solía tener.

-Hey, hey, hey... ¿adónde vas tú hoy con esa carita y tan arreglado? -le dijo uno.
-Pues nada, que salgo.
-Bueno, pues pásalo bien, golfo.
-Gracias, venga, adiós.

Nada más salir por la puerta del restaurante cogió el móvil y llamó a Amaranta. Un tono, dos tonos... seis tonos, siete. No hubo respuesta. "Bueno, estará dentro de la discoteca y no lo oye. Pero cuando mire el móvil y vea que tiene una llamada perdida mía, supongo que me llamará", pensó. Entró en una tienda de alimentación, de esas regentadas por chinos que abren hasta muy tarde, y se compró un par de sándwiches de pollo. "Ahora que pienso, lo primero será buscar la discoteca, que no tengo ni idea de dónde está". Mientras se comía los sándwiches, preguntó a tres chicas que se cruzaron con él.

-Perdonad, ¿sabéis dónde está la discoteca New Garamond? Me han dicho que está por aquí, pero... -preguntó a las muchachas, las tres muy bonitas, pero que parecieron molestas ante aparición tan impertinente. ¿Qué hara este gusano dirigiéndose a nosotras de esta manera? Bueno, contestaremos aunque sea por educación.

-Nosotras también la estábamos buscando. Nos han dicho que es en esta calle, la primera a la izquierda.
-Pues si no os importa os sigo.

No dieron otra respuesta que encoger los hombros, y continuaron su camino. Roberto caminaba unos metros por detrás. La noche era serena y templada, y las calles de los alrededores de plaza de Castilla estaban bañadas por una luz anaranjada. Los numerosos restaurantes de la zona estaban cerrando o lo habían hecho ya. Los mozos de cocina y los camareros sacaban la basura y la depositaban con desprecio y cansancio dentro de los cubos, retumbando en la quietud de la noche. Se veía a muchos jóvenes en grupos, todos muy arreglados, vistiendo chaquetas, camisas y lustrosos zapatos. Algunos parecían profesionales de la fiesta, y reían jocundos con sus colegas de parranda. La mayoría parecía estar en su ambiente y se diría que fin de semana que tras fin de semana acudían a New Garamond, donde quizá fueran conocidos de alguien, del dueño de la discoteca, o de los gorilas de la entrada, o de un directivo del Real Madrid, o algo por el estilo. Al final de una larga calle que olía a la comida sobrante de un restaurante cercano se divisaba una aglomeración de distintos grupos de personas en un espacio abierto, cuadrado, rodeado por dos de sus lados de edificios de viviendas. En uno de los lados había un cartel grande donde con letras sicodélicas se leía, de forma confusa, NEW GARAMOND. A la izquierda había una larga fila que no parecía avanzar un ápice, que por minutos iba recibiendo nuevos inquilinos y que estaba delimitada por un cordón de terciopelo. Había gente que entraba sin hacer cola.

Roberto se plantó delante de todo aquel espectáculo nocturno, y miró el movil asiduamente. Amaranta no había llamado. "Pero mira el móvil de una vez", pensó. Dio vueltas sobre sí mismo y observó en derredor, intentando encontrar, si no a Amaranta, alguna cara conocida. La llamó una, dos, tres, cuatro veces, y nada. "Mira que es despistada esta chica".

Había transcurrido alrededor de media hora, y la inquietud de Roberto fue aumentando exponencialmente. De repente, alguien le dio unos toques en el hombro, y se dio la vuelta.

-¡Elena!
-¡Roberto! No sabía que venías.
-Ni yo tampoco. Me llamó por la tarde Amaranta y me preguntó si quería venir, y aquí estoy.
-Ah, qué bien. Pues llevo llamándola un buen rato y no me lo coge. Yo no sé qué está haciendo esta chica. Vaya lío ha montado -dijo Elena.
-Sí, yo también la he llamado y tampoco me lo coge...
-Voy a intentarlo otra vez -concluyó ella.

Milagrosamente, Amaranta respondió a la llamada de Elena. Qué haces tía que no coges el teléfono, que está aquí Roberto, que entréis, pero no hay que pagar, ¿verdad?, que no, que hay una lista, y no tenéis que hacer cola, decís que venís al reservado de Amaranta y ya está, pues dentro nos vemos, adiós.

Mientras avanzaban hacia la puerta de la discoteca, Roberto miró de soslayo y con una pizca de insolencia a las personas que hacían cola. La puerta estaba guarnecida por cuatro gorilas, dos rapados y muy grandes, otro con perilla, más enjuto, y otro con el pelo de punta y aspecto malhumorado.

-Adónde váis -dijo el de pelo de punta.
-Veníamos a un cumpleaños. Hay un reservado a nombre de Amaranta -, respondió Elena.
-¿Amaranta? No me suena. Mira a ver, Gio. -dijo, ceñudo, el de pelo de punta dirigiéndose al de la perilla.
-Amaranta... Sí, aquí está. -dijo mientras miraba unos papeles.
-Venga, pasad -. Y el de pelo de punta soltó el gancho del impenetrable cordón de terciopelo.
-Lo único... con ese calzado no se puede pasar -dijo el de pelo de punta, dirigiendo la vista hacia a las zapatillas de Roberto, que había intentado esconderse detrás de Elena, presintiendo tal eventualidad.
-No lo sabía -Acertó a decir, rubicundo, Roberto.
-Dejadle entrar, que venimos a un cumpleaños. -terció Elena.
-Bueno, entra. Pero lo llevábamos avisando un tiempo, que con ese calzado no vengáis...
-No se repetirá -masculló Roberto, y apresurademente, por si el puerta cambiaba de opinión, se introdujo en la discoteca, mirando por última vez hacia atrás, donde estaban los gorilas. El de pelo de punto seguía con los ojos fijos en Roberto.
-¡Espera, espera, chavalote! -gritó el de pelo de punta-. Lourdes, éste que pague -y agarranado por el brazo a Roberto, añadió: -pasa por aquí.

La tal Lourdes estaba sentada delante de una mesa que hacía las veces de mostrador. "Bueno -pensó Roberto- pensarán que ya que entra en zapatillas por lo menos pague. No me importa pagar lo que sea por ver hoy a Amaranta".

-Son 40 euros- dijo la mujer del mostrador.
-¿Cuánto?- preguntó, incrédulo, Roberto.
-40 euros.

Cuando se disponía a sacar los billetes de la cartera, hubo un momento de confusión. Algo pasaba en la puerta, y la atención de Lourdes y los gorilas dejó de centrarse en Roberto por completo. Éste no lo pensó dos veces y se dirigió a una especie de vestíbulo, donde esperaba Elena. Era un largo pasillo tapizado por una alfombra azul. A la derecha estaba el ropero, y multitud de personas se apelotonaban, sin hacer cola de ningún tipo, para dejar sus abrigos. Olía a una mezcla de perfumes de hombre y de mujer. Roberto y Elena continuaron hacia adentro y abrieron una pesada puerta metálica. Una vez traspasada esa última barrera, Roberto se encontraba, al fin, en el interior de la discoteca.

De la luz mortecina del vestíbulo pasaron a una oscuridad azulenca. La pista de baile, cuadrada, estaba en el centro. Sobre ella pendían complicados focos azules, rojos y amarillos, y sobre unas plataformas redondas bailaban unos go-gós con el torso desnudo y sudoroso. Los cambios de luz hacían resaltar los abdominales y los pectorales mojados por el sudor. La música tronaba ensordecedora. La gente se amontonaba en la pista, aunque bailar, lo que se dice bailar, lo hacían pocos. La mayoría se limitaba a mover rítmicamente el cuerpo de un lado a otro, mirando en derredor, con la copa en la mano. A izquierda y derecha de la pista estaban las barras. Las camareras trabajaban frenéticamente. Detrás de las barras, por encima del nivel de la pista, había unos anchos pasillos, adonde se accedía por unas escaleras laterales. Otras escaleras conducían a los reservados, cada uno clausurado por varios gorilas y un cordón de terciopelo. Era difícil avanzar entre la densa marea humana.

-Creo que los reservados son esos de ahí arriba -dijo Elena al oído de Roberto.
-Pues vamos.
-Sí, pero no sé cuál es de Amaranta.
-Vamos a probar en el de la izquierda.

Era fácil perderse entre tanta gente, y se cogieron de la mano. Subieron las escaleras que conducían al reservado y preguntaron a uno de los gorilas que guarnecían la entrada.

-No, este no es el de Amaranta. Probad en el otro reservado, allí enfrente. -dijo el gorila.

Para llegar al otro reservado había que atravesar la discoteca de punta a punta a través de la pista de baile. La gente se apretaba cada vez más, y a cada paso Roberto decía "perdón", aunque fuera a él a quien pisaran. Hacía mucho calor. Elena iba delante y detrás Roberto, cogidos de la mano. Roberto miraba a ambos lados. Lo normal es que hubiera grupos de chicas y grupos de chicos, y sólo en unos pocos estaban mezclados. Algunas parecían modelos, no sólo por el físico, sino también por la manera de andar y de expresarse con los gestos. La mayoría vestía de forma poco convencional, con vestidos que dejaban al aire toda la espalda blanca, o con pantalones tan cortos y ceñidos que marcaban cualquier detalle de las sinuosas caderas y del abdomen. Verdaderamente el novento por ciento de ellas eran auténticas preciosidades, con el pelo increíblemente limpio y liso, y que exhalaba un olor a bizcocho y a frutas. Otras lo llevaban recogido en complicados peinados, y no lucían tanto. El desfile de ojos negros, grises, verdes, claros, era embriagador, y la sonrisa era en esos rostros perfectos un aditamento perenne que llenaba la atmósfera azulenca de una voluptuosidad de jardín en flor. La mezcolanza de perfumes y feromonas impregnaba todo de un efluvio agradable y cuajado. Difícilmente Elena y Roberto llegaron a las escaleras que llevaban a los pasillos que precedían a los reservados. Roberto se quitó el abrigo, y los ojos de un grupo de muchachas que estaban a su derecha se clavaron en sus anchos brazos.

A los pocos segundos Amaranta hizo acto de presencia. Vestía una camiseta azul sin mangas muy ajustada y con generoso escote en forma de pico, y unos pequeños pantalones también azules y muy apretados a su voluptuosa y cobriza carne. Un grueso cinturón, que realmente no sujetaba nada, adornaba escultura tan magnífica. Calzaba tacones, y casi se ponía a la misma altura que Roberto. El negrísimo pelo caía ondulado a ambos lados de la cabeza, enmarcando un rostro arábigo, pasional, tostado, en el que destacaban unos ojos egipcíacos, grandes, negros y almendrados, contorneados por una línea negra que acentuaba su estética felina. Roberto barrió con la mirada visión tan sublime, mietras ella permanecía parada unos instantes ante él.

"Bueno -pensó Roberto- ahora viene un momento importante, el del reencuentro después de aquella noche en la fiesta. ¿Nos besaremos en la boca? ¿Cómo saludarnos? Sea lo que sea, actúa de forma natural. Allá va".

-Hola, Roberto.
-Hola, qué guapa estás.
-Gracias.

Las caras de ambos empezaron a acercarse, y los labios de él avanzaban directos a la boca de fresa de ella. Sin embargo, Amaranta hizo un movimiento extraño, que desconcertó a Roberto. Sin duda, ella se había apartado, y el esperado saludo se periclitó con dos castos y sonoros besos en las mejillas. Aquello quedó raro y un poco vergonzoso.

"Vaya, no empieza muy bien la cosa -pensó-. Esperaba que quizá me besara en la boca, pero pensándolo mejor, es normal este saludo. Sí, no creo que signifique nada."

-¿Habéis llegado hace mucho?- preguntó Amaranta.
-No, hace un rato. Nos ha encontrado un poco encontrar el reservado, no nos sabían decir dónde estaba el tuyo.- respondió Roberto.
-Ah...
-Te he estado llamando un buen rato, mira el móvil, que tendrás varias llamadas perdidas mías.
-¡Lo siento Roberto! Es que estaba aquí dentro liada, que tengo a un montón de gente.
-No pasa nada.

Hacía mucho calor, y parecía que de un momento a otro aquella perfumada escultura de bronce, Amaranta, iba a derretirse. Roberto empezó a sudar. La conversación se detuvo unos instantes, en los que ella miró varias veces en derredor. En ese momento, detrás de Amaranta, en un rincón oscuro al lado de una columna metálica, Roberto encontró clavados en él unos ojos que le eran familiares. Fue como un fogonazo, y cuando intentó buscarlos de nuevo en el rincón, habían desaparecido. Amaranta iba acompañada de una amiga, rubia, blanca, tímida, de ojos dulces y manos delgadas surcadas por venas azules.

-Roberto, te presento a Maribel- dijo Amaranta, para romper aquel angosto silencio.
-Hola, soy Roberto- y se dieron dos besos.
-Mi reservado es éste de la derecha, si quieres subimos ya.
-Me parece perfecto.

Cuando se dirigían a la entrada del reservado, Amaranta, Maribel y Elena delante y Roberto detrás, éste sintió que alguien le observaba. Volvió a toparse con esos ojos que le eran familiares, pero esta vez mantuvo la mirada. Apoyado en la barra de cinc, tras la que las camareras servían copas de forma frenética, se encontraba, con un cubata en la mano, el dueño de esos ojos azules. Roberto le conocía. Se trataba de un tipo del gimnasio, a quien Roberto no tenía en mucha estima. Le consideraba un engreído, el tipo de vanidad masculina, además de envidioso y fatuo hasta el exceso. Creía saberlo siempre todo, y en el gimnasio no hacía otra cosa que hablar de sus conquistas amorosas, jactándose siempre de dejar tirada a la muchacha de turno, de sus viajes tirados de precio, de sus increíbles aventuras y del coche que quería comprarse o se había comprado. Roberto no se creía ni la mitad de lo que decía, mas aunque todo fuera verdad, le ponía enfermo el énfasis con que lo relataba. Y lo decía todo en voz altísima, jocundo, para que todos los presentes le oyeran, sobre todo si había alguna mujer ejercitándose cerca. Sus amigotes del gimnasio, más o menos de la misma catadura que él, le llamaban Paul Newman, sin duda por su pelo rubio, saturado de gomina, sus ojos claros y su tez cobriza. Continuamente andaba mirándose en el espejo, de un lado, de frente, del otro lado, mas se ejercitaba poco, lo cual se notaba en su figura mal cincelada, a pesar de lo cual él seguramente creía estar en posesión del mejor cuerpo de todo Madrid. Roberto no le doraba la píldora como hacían sus acólitos gimnásticos, y aun le echaba alguna mirada de asco y desprecio que Paul Newman notaba, larvándose una hostilidad flotante, y la relación entre ambos se limitaba a un hola y un hasta luego y alguna conversación superflua sobre las últimas vacaciones o el fútbol.

Paul Newman siguió con sus ojos escrutadores y hoscos la figura de Roberto cuando éste se disponía a entrar en el reservado. "¿Por qué me mirará tanto este gilipollas?", pensaba Roberto cuando, de repente, un brazo a modo de barrera se interpuso entre él y la resplandeciente Amaranta, que era observada inquisitivamente por casi todos los hombres que había alrededor.

-Con ese calzado no se puede pasar, joven- le dijo el dueño del brazo con estentórea voz. Era un gorila engominado y con aire insolente.
-Pues ya me han dejado pasar a la discoteca- apuntó Roberto.
-Ya, pero aquí dentro no se puede.
-Pero tu compañero de la puerta me dicho que podía.
-A mí mi compañero de la puerta me da igual, a mí me han dicho que con ese calzado no se puede pasar y punto.
-Pero...
-Que no se puede y ya está. Haga el favor de apartarse de la entrada.

Amaranta y sus dos amigas se habían detenido al ver que a Roberto no le permitían entrar. La primera dijo algo al gorila y ambos miraron a Roberto. Elena se metió en el reservado y Amaranta y Maribel salieron con él. "Está bien que me acompañes, pero preferiría que vinieras tú sola", pensó.

-¿Qué pasa, Roberto?- preguntó.
-Que no me dejan pasar con las zapatillas.
-Es que te tenías que haber puesto zapatos, mira que te lo he dicho.
-No me lo has dicho -y era verdad, no se lo había dicho.
-Sí que te lo dije.
-Que no.
-Bueno, pues nos quedamos aquí un rato los tres hablando para entretenernos- dijo Amaranta.

"No tengo nada en contra de tu amiga -pensó-, pero ¿por qué no le dices que entre, que luego vas tú, y te quedas sola conmigo?".

-Vale- dijo, desganado, Roberto.

Los tres permanecieron unos segundos en silencio. Hacía cada vez más calor, y la gente hormigueaba alrededor, apretándose cada vez más. Más que de baile, donde se encontraban era un lugar de paso. Roberto se fijó en las personas que transitaban por allí dificultosamente. Todos los hombres iban muy empingorotados, algunos incluso de forma estrafalaria y hortera. Se veían cuerpos de gimnasio hinchados por los esteroides, debajo de camisetas ajustadas o de camisas desabrochadas. Muchos sacaban pecho. Los había con gafas de sol, en aquella oscuridad cárdena, y bastantes lucían un moreno artificial y repugnante. Miraban al frente y a los lados con insolencia, como perdonando la vida a todo habitante del orbe. Realmente flotaba en el ambiente una competitividad masculina sorda, pero permanente, un polvo de testosterona tóxico y contagioso. La música sonaba cada más alto, y en la pista de baile se adivinaban movimientos confusos y caóticos entre los cambios de luz, ahora plateada, ahora de oro, ahora de rubí. En una de esas ojeadas rápidas, Roberto soprendió a Paul Newman clavando lasciva e insidiosamente su mirada en el cuerpo de Amaranta, mientras intercambiaba unas palabras con su amiga.

-Bueno, ¿y qué tal el trabajo?- preguntó Amaranta.
-Bastante curro, la gente no sabe estarse quieta en su casa. Aquí mucha crisis, pero los restaurantes siguen llenos. -respondió Roberto.
-Sí, es verdad... Oye, me voy a meter dentro que tengo a mucha gente esperando...
-¿Y yo qué hago?- quiso saber Roberto.
-Pues... no sé... si quieres le digo a Elena que salga y te haga compañía.

Roberto puso cara de sorpresa, formando una "o" con la boca. A continuación ladeó la cabeza y miró a Amaranta como lo hacen los perros cuando son reprendidos por su dueño.

-No me mires así, Roberto, que me haces sentir mal.
-Pero es que yo sólo venía a verte a tí.
-Ya lo sé, pero comprende que tengo muchos compromisos y...
-Quédate quince minutos más. -cortó él.

Amaranta pareció convencerse por un momento, pero daba la sensación de que la imagen del interior del lujoso y confortable reservado tiraba más de ella que la de la deprimente desesperación de Roberto. Éste la cogió del brazo y la llevó aparte; apoyó la espalda contra la grada del reservado y se cruzó de brazos, mirando fijamente los increíbles, centelleantes ojos egipcíacos.

-Jo, Roberto, no me hagas esto. Vete a casa y ya nos vemos otro día, anda. Mira, cuando llegues a casa dame un toque, ¿vale? -dijo, y regaló un beso húmedo, denso, como de abuela, cerca del cuello de Roberto, que unos momentos después vio alejarse su objeto de deseo por las escaleras de acceso al reservado. Ella le echó una postrera mirada justo antes de entrar en aquel lugar prohibido, impenetrable, decorado con sillones blancos y cuajado con una luz levemente amarilla. Roberto frunció el ceño cuando vio que en el interior también estaba Paul Newman. "¿Cómo habrá entrado ese capullo?", pensó.

Roberto se quedó solo, apoyado en la grada del reservado, junto a la entrada, mirando al vacío. El gorila, en ocasiones, le miraba de reojo. La noche ardía en todo su fragor, y en su entorno no se escuchaban más que risas, palabras dichas en voz alta y un sordo murmullo de conversación con un fondo de música monótona, binaria. Algunos miraban a Roberto, que permanecía de brazos cruzados. Apareció Elena.

-Roberto, vamos a intentar entrar otra vez.
-Venga.

Subieron distraídamente las escaleras y entraron. Un momento después una mano poderosa agarró a Roberto del brazo.

-¿Adónde vas?- preguntó el gorila.
-Adentro.
-Te dije antes que no podías pasar.
-Ya, pero te rogaría que me dejaras, es que he venido acompañando a una chica, ella está dentro, y...
-Si yo por mí te dejaría, pero resulta que el dueño está ahí, apoyado en la barra, ¿lo ves, el de la chaqueta verde?, y me ha dicho que expresamente no puedes entrar. Lo siento, macho.

Roberto no podía creer lo que estaba escuchando. Le prohibían expresamente a él entrar en el reservado. Se fijó en los pies de algunos que por allí pasaban y comprobó que muchos calzaban zapatillas idénticas a las suyas.

-Pero si la gente también va con zapatillas- dijo.
-¿Te repito otra vez? Que-tú-no-pue-des-en-trar. Sal, por favor.

Se dio por vencido y salió. Elena le siguió. Una especie de capricho por parte del dueño, o una manía, le dejaban fuera del Jardín del Edén, de aquel cielo al que Amaranta, en su deslumbrante belleza, había subido ya, mientras Roberto efectuaba su particular Descensus ad ínferos. Pero, como el divino Odiseo, aún podía resultar victorioso pese a la retahíla de dificultades sufridas esa noche. Todavía se sentía un guerrero, y podía ganar.

Antes de salir echó una última ojeada hacia donde estaba el dueño, que mientras bebía parloteaba animadamente con un rubio engominado. Era Paul Newman, y ambos parecían muy alegres, y se reían de algo que, sin duda, les había hecho mucha gracia. Roberto se sorprendió. "¿Tendrá algo que ver Paul Newman en que no me dejen entrar?", se preguntó. "No lo creo. Ciertamente no nos soportamos, pero tampoco hemos tenido nunca ningún roce fuerte. Es absurdo pensar eso".

Volvió a apoyarse al lado de la entrada, ahora acompañado de Elena, que le dijo:

-Joder, es que también Amaranta tendría que insistir un poco más para que entraras, que el reservado está a su nombre.
-Puede ser. -soltó lacónicamente Roberto.
-Ahora vuelvo, Roberto, que voy a buscar a una amiga. No te muevas.
-Vale.

Otra vez solo en aquel mar infecto. Empezó a elucubrar meterse en el reservado burlando a los centinelas. "Por ahí parece que hay un hueco... no, está demasiado a la vista, y además, si lograrar entrar, luego me verían dentro y podría tener problemas. Pero el que no arriesga no gana... Mira, ahora parece despistado", pensaba. Mas él sabía que no se le daban bien esa clase de ardides, y que jamás lo intentaría. Al rato apareció Amaranta, que se soprendió al verle en el mismo sitio donde le había dejado, solo.

-Pero qué haces ahí todavía, creía que te habías ido.
-Ya ves que no.
-Estás solo...
-Parece claro que sí.
-¿Y Elena?
-No lo sé, hace un rato que me dijo que iba a buscar a una amiga.
-Jo, Roberto, vete a casa, que me haces sentir mal.
-Pues quédate conmigo e igual te sientes mejor.
-No puedo, ya te lo he dicho, que tengo a mucha gente.
-Pero yo he venido a verte a tí, Amaranta.
-¿Es que por qué no te has traído zapatos, tonto?
-Ya no se puede hacer nada. Quédate un rato y ya me voy.

Roberto aún confiaba en que quizás podrían besarse, como en la noche de la fiesta universitaria. Es sorprendente qué ingenuo puede llegar a ser un corazón apasionado. La tomó del brazo e intentó acercarla a su cuerpo palpitante, pero ella no parecía muy por la labor. Disimuladamente se alejó unos centímetros.
-Oye, Roberto, ahora vuelvo.

Ese "ahora vuelvo" sonó como el eco de un murmullo lejano que se va apagando poco a poco hasta quedar completamente silenciado en la inmensidad del universo. Solo entre la muchedumbre, zarandeado de un lado a otro por una repugnante marea humana contra la que Roberto luchaba, cual naúfrago, mas era tan poderosa que a duras penas lograba mantenerse a flote. Sufría y aguantaba en silencio pisotones, codazos y empujones, y parecía un estorbo, un objeto que no debería estar allí, que lo estaba contra natura, y al que tarde o temprano habría que expulsar, por que este no es tu reino, chaval, y aquí o comes, o te comen. Completamente aturdido, no despegaba la vista, sin embargo, del interior del burbujeante reservado, endonde había visto por última vez subir a Amaranta una hora antes. Aquel "ahora vengo" aún resonaba en su cabeza como una vana y lejana esperanza.

Roberto se sentía un enano, un mediocre, entre todos esos galanes perfumados y todas aquellas preciosas muchachas que a él le parecían sapos. Alguno le miraba y parecía reírse de su soledad lamentable, y otros intentaban pasar a través de él empujándole, como si realmente ese cuerpo vigoroso no se viese, no fuera nada. A la derecha, en la pista de baile, los go-gós bailaban desenfrenados una danza sexual, contorneándose sobre la plataforma, mientras abajo la gente se apiñaba en una frenética estampa de cabezas oscilantes, coronadas por una luz ora roja, ora amarilla, ora azul. Hacía un calor insoportable, y la música retumbaba dentro del pecho de Roberto. En una de sus despesperadas ojeadas al interior del reservado, que bullía de actividad nocturna, distinguió, en un rincón apartado, la figura voluptuosa de Amaranta, visiblemente sonriente y jocunda. Tardó unos instantes en darse cuenta de que se hallaba enredada en los brazos de un tipo, al que no se le veía la cara, pues la tenía sumida en el delicioso cuello de fruta carnosa de Amaranta. Sí se adivinaba un cabello rubio y asquerosamente engominado y una barbilla morena, interrumpida por una camisa azul celeste con el cuello puerilmente subido. El tipo despegó su boca de reptil del cuello de la diosa y la fue a posar dulcemente sobre sus labios en flor, rojos y jugosos como una fresa madura. Y ambos se ahogaron en un doloroso beso apasionado que repercutió como un latigazo en el corazón de Roberto.

Quedó como en letargo mirando fijamente, sin pestañear, la nefanda escena. Las manos de Paul Newman trepaban como una serpiente por las piernas de Amaranta, que permanecía lujuriosamente apoyada en la pared. Pasando por la curvilínea cadera continuaron por el abdomen, hasta alojarse, disimuladamente, en los pechos carnosos y turgentes. Así estuvo Roberto alrededor de quince minutos, obnubilado y con los ojos húmedos. En un momento, quizá sintiéndose observada, Amaranta se dio cuenta de que Roberto la miraba, y clavó en él sus ojos felinos. Después dijo algo al oído de Paul Newman, éste giró su cabeza y empezó a buscar algo en la lejanía. Al fin encontró la figura inamovible de Roberto, como una estatua de mármol negro, y una sonrisa burlona se dibujó en su rostro. Amaranta volvió a decirle algo al oído, cogió su bolso, que había dejado en una mesa cercana, y ambos se pedieron por una retorcida y oscura escalera que conducía no se sabía dónde, seguramente a una sala igualmente oscura y retorcidamente lujuriosa.

Roberto quedó mirando la tenebrosa escalera durante unos minutos. Después bajó la cabeza y una lágrima de diamante corrió por su mejilla. Ya no había nada que hacer allí, así que dio la vuelta y mecánicamente se dirigió hacia la salida. Atravesó la atestada pista de baile. Tardó muchos minutos en llegar al otro extremo, luchando por avanzar centímetro a centímetro. Un mar de sonrisas, de alcohol, de desenfreno, de hormonas, inundaba el lugar, y los focos cegaban los turbios ojos de Roberto. Alguién le gritó "ten cuidado gilipollas", mas no hizo caso y, ofuscado, continuó su camino de espinas hasta dar con la pesada puerta metálica que llevaba al vestíbulo. Recorrió el pasillo, se puso el abrigo y salió a la calle. Reinaba un agradable silencio, aunque la música aún retumbaba, lejana, a su espalda. El fresco y el silencio de la noche le proprorcionaron una refrescante sensación, pero la imagen de Amaranta enredado con ese indeseable le sepultó al instante. Pensó en coger el autobús, y anduvo durante un rato por las calles aledañas a la plaza de Castilla buscando una parada. La noche era fría, pero serena, la ciudad dormía, excepto aquel infierno llamado New Garamond, que ardería sin salvación todavía unas horas más. Roberto vagaba sin rumbo, porque en realidad no tenía noción exacta de dónde se encontraba, y de haber visto un autobús, cualquiera, a él se hubiera subido. Se cruzó con un grupo de chicas que venían de parranda, y se le quedaron mirando extrañadas, y se rieron. Una luz anaranjada y leve iluminaba las calles, y en la lejanía se escuchaban sirenas de ambulancias. En un cartel leyó: RESTAURANTE LARRA. HORNO DE ASAR. "Mira, un suicida por amor -pensó-. También Lucien de Rubempré se suicidó, y Ana Karenina, y Hemingway. Bueno, éste no sé si se suicidó por amor, creo que no, pero no importa, se suicidó al fin y al cabo. Muchos personajes importantes o literarios se han suicidado a lo largo de la historia. Quizá sea un signo de grandeza. No me parece una decisión tan mala, y puede que incluso sea una manera elegante de morir".

En un momento dado pareció recobrar algo de lucidez, y al ver un taxi con una lucecita verde encendida no lo dudó, y levantó el brazo. El coche paró a su lado y se metió dentro.

-Buenas noches. Al Barrio del Pilar, a la avenida de Betanzos, por favor. -dijo.

El taxi arrancó en la calle de la Infanta Mercedes, giró a la derecha por Sor Ángela de la Cruz y subió por Bravo Murillo hasta la plaza de Castilla. Hizo la rotonda de la plaza y se internó por la avenida de Asturias. Roberto, recostado en el asiento trasero del taxi, mirando por la ventanilla las luces amarillas como luciérnagas que pasaban rápidamente ante sus ojos, parecía revolver pensamientos o no pensar en nada. El coche arribó a los arcos de la avenida de la Ilustración y torció a la izquierda. La voz del taxista le sacó de su ensimismamiento.

-Estamos en la avenida de Betanzos. ¿Te dejo aquí?
-¿Eh? Ah sí. Aquí mismo.
-Son 9 euros con cincuenta.
-Toma. Quédate con la vuelta.

"Bueno, al menos ahora podré dormir un rato y olvidar esta horrible noche, que todavía no ha terminado. El cielo sigue estando negro. ¿Ha ocurrido de verdad o es imaginación mía? Quizás dentro de un rato despierte y todo haya sido una pesadilla", pensaba mientras subía en el ascensor.

Entró en su casa, se desvistió, dejando su ropa tirada en el suelo, y tal cual, desnudo, se metió en la cama. Un resplandor cárdeno asomaba por el cielo de oriente. Al intentar dormir los ojos egipcíacos de Amaranta, que son el todo, se entreveraban con el cabello engominado y pringoso de Paul Newman y su sonrisa burlona, con la atmósfera oscura y azulenca de la discoteca, con los focos crepitantes de la pista de baile, con el bruto del gorila, con las zapatillas, con la ondulante marea inmisericorde que parecía querer tragarle, y los ojos, los ojos felinos de ella, que por mucho que intentara dormir siempre estaban ahí, no se sabe si mirándole, pero ahí estaban, indelebles en la oscuridad, esos ojos negros, grandes y ovalados, como los de las figuras del Antiguo Egipto, perfilados con una línea negra, maravillosos, apabullantes, esos ojos. Imposible dormir. Ni siquiera era capaz de llorar, de soltar una lágrima que sirviera de catarsis a su atribulado espíritu.

A las doce y media de la mañana un rayo de luz penetró por la ventana del cuarto, iluminando el sombrío rostro de Roberto. Había logrado dormir un par de horas y, al despertar, las imágenes de la noche anterior sacudieron su cerebro. Esas instantáneas no se mostraban sucesivamente, sino que todas a la vez eran parte de un todo, y durante unos minutos permaneció en esa nebulosa postsueño en las que las cosas se nos presentan, muchas veces, con singular claridad. "Hoy es domingo -pensó-, y tengo que ir a trabajar, pero no tengo fuerzas, y mi compañero me preguntará sonriente qué tal la noche y todo eso. Llamaré y diré que estoy enfermo. Más me valdría seguir durmiendo y no pensar en nada. El mundo, este sol radiante y este cielo azul se me hacen insoportables. Soy absolutamente incapaz de ir". Mas unos instantes después se levantó de la cama lentamente, tembloroso, desayunó algo y se vistió.

Y se fue a trabajar.

lunes, 9 de febrero de 2009

LITERATURIZANDO


Siempre intento literaturizar todo lo que ocurre a mi alrededor. Y creo que es así desde hace bastantes años. Desde que era adolescente me gustó plasmar por escrito mis sentimientos, vivencias y pensamientos, y no tengo reparos en admitir que, con mayor o menor regularidad, un diario íntimo ha sido mi compañero casi inseparable. Incluso en épocas en las que por cualquier motivo no lo escribía, construía frases en mi cerebro como si al llegar a casa fuera a sentarme delante del ordenador a plasmarlas en la pantalla. Pero, al no hacerlo, se perdían para siempre en el sumidero de las palabras olvidadas.

Es posible que todo aquel que escribe un diario o sobre sí mismo en cierta medida está creando un personaje. Porque llega un momento en que uno ya no sabe si escribe lo que le ocurre o si busca que le ocurran cosas para después escribirlas. Me parece que es un poco de las dos cosas. Yo lo único que tengo claro es que escribir me reconforta y ayuda a conformar mi propio "yo". "Yo" soy, ni más ni menos, todo lo que aparece plasmado en mis escritos. La escritura no consiste en otra cosa que en hacer una inmersión en nosotros mismos y sacar todo lo que llevamos dentro. En rebuscar en los confines del alma y hacerse transparente. Tan fácil y tan difícil. Porque tengo el convencimiento de que hay que escribir siempre con el "yo" por delante, y cada vez me es más evidente que los libros más interesantes son aquellos en los que el autor nos muestra su ser en toda su crudeza, sin censuras ni cortes. Por eso me gustan las memorias, los diarios íntimos y las novelas autobiográficas. Y, consecuentemente con esta idea, intento barnizar de "yo" todo lo que escribo, porque sé que de otro modo no tendrá interés alguno, ni siquiera para mí mismo.

No todo el mundo puede enfrentarse a un papel en blanco y ponerse a contar lo que le ha pasado, o lo que piensa, o lo que siente, o simplemente lo que le salga de dentro. A unos simplemente no les sale nada, a otros les sale pero no aciertan a expresarse, otros se expresan maravillosamente pero no quieren ofrecer nada de sí y otros, simplemente, ven eso de escribir como un acto adolescente y poco menos que estúpido e ingenuo. Es cierto que el papel en blanco tiene cierto poder paralizante, pero cuando uno se pone a ello puede incluso sorprenderse de lo que puede salir de su pluma. Lo principal es no tener miedo a esa hoja inmaculada y ponerse a ello, que ya llegarán las frases y las ideas. Pensar en una frase que suene bien, y empezar por ahí. Umbral decía que poeta es aquel que escribe cuando se le ha ocurrido una cosa, y prosista aquel a quien se le ocurren las cosas escribiendo.

Hace unos años por nada del mundo habría revelado a nadie sobre la faz de la tierra que escribo un diario íntimo. Ahora me la sopla bastante, e incluso hasta diría que me causa cierto placer que la gente lo sepa, porque es una parte más de mi personalidad. Mi "yo" está plasmado en ese diario y el hecho de escribirlo a su vez refleja mi "yo". Naturalmente, y aunque el carácter básico de cada uno no cambia a lo largo de la vida, sí sufre pequeños retoques, que se derivan en ese diario. Y, cuando pienso en el diario que escribía hace cinco, seis, siete años, no puedo evitar sonreír al recordar los titulares de cada día y el estilo periodístico con que lo redactaba, como si ese diario fuera una crónica sobre un mundo único, el mío.

Lamentablemente, aquellos documentos se perdieron para siempre. Hoy tendrían un valor enorme para mí, y no digamos dentro de unos años. Del estilo periodístico de entonces he evolucionado a uno más literario, más elaborado, pero intentando no caer en la presunción vana y en la palabrería hueca. Eso no vale para nada. No tiene sentido prescindir del "yo" habitual y verdadero por un "yo" cultural y falso. Eso no quita que intente escribir lo mejor que pueda, naturalmente, pero siempre desde dentro. Y, eso parece claro, mis mejores páginas nacieron de un estado interior de tristeza y abatimiento. No sé quién dijo que es imposible hacer buena literatura desde los buenos sentimientos, pero creo que se aproxima mucho a la verdad.

Al principio de esta entrada he escrito que siempre intento literaturizar todo lo que ocurre a mi alrededor, de verlo todo en clave literaria, hasta los detalles más ínfimos. Si, por ejemplo, entro con un amigo en una cafetería que no conozco en seguida describo mentalmente su aspecto y las gentes que la pueblan, intentando buscar las palabras más adecuadas para ésto y aquello. Qué le vamos a hacer, soy así. Y creo que es una forma de ver la vida como otra cualquiera, que en muchas ocasiones me fortalece interiormente ante situaciones nuevas o adversas. Recuerdo, por ejemplo, los días previos a empezar a trabajar, en los que cuando aparecían los típicos nervios e inseguridades el mero hecho de pensar en Gabriel Araceli (protagonista de la primera serie de los Episodios Nacionales) y su duro y sacrificado trabajo en la imprenta me infundía valor y seguridad. Más recientemente, verlo todo en clave literaria me ha ayudado a hacer menos amarga una ruptura de una relación que duraba siete años, y hace bien poco dos desengaños amorosos me han permitido expresar por escrito cosas que difícilmente en otra situación hubieran sido posibles.

Vivimos en un mundo en el que se niega toda clase de sufrimiento y en el que todo el mundo parece vivir feliz de la vida. La literatura te enseña que eso es una mera fachada, y que toda vida humana es una montaña rusa. Y, a veces, doy hasta las gracias de las adversidades que encuentro en mi camino porque, sin ellas, creo que sería menos persona. Todo es literario: el júbilo, la desazón, las dudas, la incertidumbre, la muerte, las ilusiones, los proyectos, la enfermedad, las frustraciones, el amor, el sexo, el desamor. Y, estoy seguro de ello, lo más literario de todo son las pequeñas cosas de la existencia, las pequeñas verdades de cada uno. Las grandes cuestiones, si es que existen, carecen de importancia en lo que a escritura se refiere.

Contar una vida humana desde un punto de vista personal. De eso se trata escribir, ni más ni menos. Por eso me gusta leer algunos blogs de personas anónimas y considero el diario íntimo de la vecina del cuarto una pequeña joya literaria por descubrir. Si está bien escrito, mejor, pero eso no es lo más importante. Yo por mi parte seguiré escribiendo todo lo que pueda. Y, si en algún momento logro captar la atención o la simpatía de alguien en la lejanía, me daré por enteramente satisfecho. Y si no, escribiré para mí mismo, como siempre lo he hecho.

domingo, 8 de febrero de 2009

UN PASEO NOCTURNO


Durante este último año, y sobre todo desde hace unos tres meses, he cogido la costumbre un poco bohemia, si se me permite calificarla así, de recorrer algunas calles céntricas del viejo Madrid, ese Madrid de los Austrias varado en el tiempo que, afortunadamente, conserva un hálito de historia y de leyenda. Mucha gente, cuando piensa en Madrid, supongo que le viene a la mente la imagen de una ciudad hípertensa, de tráfago incesante tanto de coches como de personas, una ciudad efervescente de grandes avenidas, mostruosos centros comerciales, hora punta, metros y autobuses a reventar, brillantes rascacielos interminables, mala leche para dar y tomar, carreras, estrés, relojes que no dan más de sí porque no da tiempo a nada. Vamos, lo que es una clásica ciudad euro-americana de éste nuestro hemisferio occidental. Y claro, con estas referencias lo normal es que la gente odie Madrid y termine echando pestes de ella.

Me parece que lo que ocurre es que la gente sólo mira la superficie y no explora las profundidades. Se forma una imagen típica de un lugar y de ahí es difícil sacarla, ya sea por conformismo, pereza o falta de interés. Yo mismo reconozco que a veces aborrezco esta ciudad de día, pero la amo en su hora nocturna, la hora de los gatos, cuando los fantasmas nocherniegos salen de sus escondrijos y dan comienzo a sus extrañas ceremonias de sangre y sortilegios. Esa hora en la que la maquinaria infernal del progreso y el pragmatismo parece detenerse y dar paso a la leyenda y al romanticismo. Esa hora, en fin, en la que nada parece ser como era cuando el sol brillaba en lo alto de la bóveda como un gigante encendido...

Porque nada en Madrid es lo mismo cuando se pone el sol. La calle más animada y colorista a las doce de la mañana puede tornarse en una calleja miserable iluminada con una luz macilenta a las once de la noche, y del olor a pan caliente del mediodía podemos pasar a una horrible peste a orín. Mas no me refiero al fin de semana, porque la noche ociosa de esta ciudad no es más que una sucursal viciosa del caótico día. A mí me gusta, por ejemplo, pasear en una noche de domingo o de lunes, cuando los ojerosos fiesteros descansan en sus aposentos y el silencio se apodera, al fin, de las calles. No hay muchos placeres para mí semejantes al de caminar con el paso calmo por una de esas callejas oscuras, solitarias y, sobre todo, silenciosas. Y cada vez tengo más claro que este tipo de placeres, los gozos sencillos y profundos de la vida diaria, son los únicos que merecen la pena.

Con permiso del que esto leyere, y sin su permiso también, me gustaría describir, calle por calle, la ruta que, de forma diaria entre semana, recorro cuando un velo de sombra se ha cernido ya sobre Madrid. Y, si algún lector desocupado -mejor que sea lectora- quiere algún día acompañarme será perfectamente bien recibido, y si no conoce esos lugares quizás se soprenda, como yo, de encontrar en la Villa y Corte rincones insospechados.

El punto de partida es la plaza del Callao, donde el autobús me deja después de un trayecto de media hora desde mi barrio, y por la parte superior de la calle de Preciados llego a la plaza de Santo Domingo, dejando atrás el café Varela, del que ya escribí en otra ocasión. Enseguida giro a la izquierda por la costanilla de los Ángeles y la calle de los Caños del Peral que, como un río de fuerte pendiente, me hacen desembocar en la plaza de Ópera, actualmente totalmente levantada a causa de las obras.

Es difícil imaginar que la actual plaza de Isabel II está construida sobre una plataforma que ha elevado el nivel del suelo muchos metros sobre su nivel primitivo. Sólo si uno se fija en la calle de la Escalinata, en el extremo sur de la plaza, se aprecia que, en efecto, en la Edad Media toda esta zona era una profunda depresión surcada por el arroyo del Arenal -que da nombre a la famosa calle- y en la que se construyeron varias tenerías, aprovechando las abundantes aguas del lugar. La famosa fuente de los Caños del Peral se encontró a la misma profundidad que el Metro, lo que da una idea de a qué nivel se encontraba entonces el suelo, circundado por empinados barrancos. Y, en lo que hoy es el fastuoso Teatro Real, se levantaba el teatro de los Caños del Peral, derruido por ruinoso en 1818.

El origen de ese vetusto teatro es muy curioso, y se remonta a 1704, fecha en la que una cerca contigua a los lavaderos de la zona cayó en manos de una compañía ambulante de comediantes y operistas italianos, que a partir de entonces empezaron a ofrecer sus representaciones al aire libre, con el único atrezzo de unos tablones para el escenario y un toldo para proteger del sol a sus espectadores. Unos años después, sobre ese corral cercado, se construyó un mezquino teatro que duró hasta 1737, año en que fue sustituido ya por el teatro de los Caños del Peral, predecesor del suntuoso Teatro Real que hoy conocemos. Fue inaugurado, cómo no, por una compañía italiana de calidad, y en 1814 sirvió de escenario para las Cortes del reino.

Tras cruzar la plaza me interno por la citada calle de la Escalinata, y es ahí donde comienza la oscuridad, la calle retorcida y en cuesta, el encanto medieval. Desde la plaza de Ópera se divisa el rojo cartel luminoso del Café Madrid, y en días de lluvia ese cartel se refleja en la empedrada calle como una lengua sanguinolenta. Nunca he entrado en ese café, pero desde fuera parece tener un encanto literario y nocturno. Hacia la mitad de la calle, a la derecha, hay un edificio que presenta un extraño saliente, a modo de pilar. Se trata de uno de los pocos restos de la antigua muralla cristiana, que corría en paralelo a esta calle, aprovechado para la construcción de esa casa.

La calle de la Escalinata se bifurca en dos: a la izquierda se llama calle del Bonetillo, y por donde yo continúo pasa a llamarse de Mesón de Paños. Tras una empinada cuesta llego a la calle de Santiago, y por ella prosigo hasta dar con la plaza del mismo nombre, presidida por la parroquia. Me interno por la calle de la Cruzada, oscurísima, y todas las noches miro hacia el interior de una ventana de un piso bajo, y veo a una anciana siempre en idéntica postura, cenando delante de la televisión, a oscuras. Noche tras noche se repite la escena, y a veces me entero del tiempo del día siguiente en esas ojeadas furtivas.

Giro a la izquierda y entro en la calle de San Nicolás, vuelvo a torcer a la izquierda para verme en la plaza del Biombo, y tras recorrer un pequeñísimo trecho de la calle de Calderón de la Barca enfilo la de Juan de Herrera, que a los pocos metros se ensancha, denominándose entonces plaza de San Nicolás. Aunque hay que tener mucha imaginación para ver ahí una plaza, la verdad.

Andando por esta zona el reloj de la iglesia de San Nicolás suele darme las diez. Me gusta escuchar el tañido monótono de sus diez campanadas, porque en un mundo tan tecnológico parece una reminiscencia de tiempos pasados, un último reducto del sonido de la Historia. Una noche sincronicé mi reloj con el de la iglesia, y desde entonces estoy atento para hacer la cuenta atrás -tres, dos, uno... dong, dong-, y con ello, mira tú qué tontería, disfruto. Espero que nunca se pierda la costumbre de tocar las campanadas, porque entonces nos habremos despojado definitivamente de nuestra identidad.

La iglesia de San Nicolás tiene el honor de ser la más antigua de todo Madrid, lo que a mis ojos le da un rango especial frente a las demás. Siempre que paso a su lado miro hacia arriba y me fijo en su modesta pero bella torre de estilo mudéjar, porque se dice que antes que iglesia cristiana fue una mezquita.

Continúo por la calle del Biombo, apenas iluminada por una luz anaranjada y leve, y giro a la izquierda para descender por la calle del Factor y desembocar en la calle Mayor. Cruzo un paso de peatones, dejando a mi derecha el antiguo palacio de Uceda -hoy Capitanía General- y ante mí se abre majestuosa dentro de su aparente simplicidad la encantadora calle del Sacramento, que, según dice Mesonero Romanos, era la única en todo el recinto antiguo completamente llana. Antes llamada calle Real, está jalonada de espléndidos palacios cargados de historia y de leyenda, pero lo que la hace tan atractiva a mis ojos es su silencio, su sosiego, su empedrado blanco y virgen, que la hace tan tranquila. Realmente parece que nos hallamos en una ciudad de provincias o en un túnel del tiempo, pues nada o casi nada de lo moderno ha salpicado su recorrido. Ni un bar, ni una tienda, ni un ruido más alto que otro. Casas marrones de piedra, palacios suntuosos, faroles que apenas iluminan y algún transeúnte despistado. Nada más.

Paso por delante de la magnífica casa de Cisneros, una de las más bonitas de todo Madrid. Allí estuvo preso Antonio Pérez, secretario de Felipe II, hasta que con ayuda de su esposa logró escaparse la noche del 18 de marzo de 1590. Hoy esta casa aloja a la Jefatura Municipal de Policía. Un poco más adelante se halla la iglesia de San Justo, y sólo hay que andar un poco para dar con la plaza de Puerta Cerrada, límite del Madrid bajomedieval por el este, y llamada así porque, según Mesonero, ...permanecía cerrada largo tiempo para evitar las fechorias de la gente facinerosa, que escondiase alli y robaban y capeaban a los que entraban y salian de ella.

Y así me adentro en la calle de la Cava Baja, acaso una de las más animadas de Madrid, merced a su sucesión de restaurantes, algunos antiquísimos y otros celebérrimos, como Casa Lucio. Las cavas eran los fosos defensivos que corrían paralelos a la muralla, y se aprecia la curvatura de la calle, calcando el recorrido de las murallas, que discurrían en la acera de la derecha en dirección a Puerta de Moros. La Cava Baja es una de mis calles favoritas, y presenta una luz amarilla que pincela con pan de oro las fachadas de sus solemnes casas. Pero al pasear por ella uno no puede menos que dejarse llevar por una fragancia de carnes, humo, leña y exquisitos estofados. Sin duda, es la calle con mejor olor de la ciudad, porque además esos efluvios gastronómicos se entreveran con el olor del perfume de las guapísimas mujeres que por allí se encuentran, formando una voluptuosa mezcolanda que, por muy místico que esté uno, le devuelve de un tortazo al mundo real. "¿Por qué no habré quedado yo hoy con una chica para cenar por aquí?", suelo preguntarme.

Así llego al puzle de plazas que es el entorno de la iglesia de San Andrés: del Humilladero, de Puerta de Moros, de los Carros y de San Andrés. Cuatro plazas en una. ¿Habrá algún caso semejante en el mundo? Bordeo la iglesia parroquial, donde estuvo enterrado durante setecientos años el cuerpo de San Isidro Labrador, patrón de la Villa -¡algún día escribiré algo sobre su vida!-, y tuerzo por la calle de los Mancebos, introduciéndome en lo que antaño fue la Morería, un dédalo de callejuelas empinadas y retorcidas, no pudiéndose negar su origen musulmán.

En la calle de los Mancebos, detrás de una cerca metálica, se puede ver un trozo de la muralla cristiana bien conservado. Continúo por su oscuro empedrado, y más adelante giro por la calle del Granado hasta llegar, descendiendo por una fuerte pendiente, a la plaza de la Morería, otra plaza que no parece plaza, irregular y como hecha por casualidad. En realidad toda esta zona parece construida de forma caprichosa, y es que seguramente la planificación fue nula, como en todas las ciudades de origen musulmán. Mejor así.

Por la calle de la Morería arribo a la plaza del Alamillo -¿dónde estás, señor Catafalco?- circundado por casa amarillas y presidida desde hace mucho tiempo por un álamo, que pudo dar nombre a la plaza, aunque algunos dicen que se llama así porque allí estuvo el Alamin o tribunal del alcaide moro. Prosigo mi paseata escalando la costanilla de San Andrés, adjunta a la deliciosa plaza de la Paja, principal espacio abierto del Madrid medieval y en el que se celebraba entonces el mercado. La plaza de la Paja está rodeada de antiguos y suntuosos palacios, entre los que destaca la casa del noble madrileño Ruy González Clavijo, famoso por su viaje a la lejana Samarkanda en 1403. Se dice que fue el primer europeo que viajó a tan lejanos lugares, y a su vuelta a Madrid tres años después escribió una crónica de tan extravagante aventura.

Lentamente abandono la plaza de la Paja, continúo por la calle del Príncipe Anglona hasta dar con la iglesia de San Pedro -bellísima en su sencillez, con su torre cuadrada como las que dibujan los niños- y prosigo por la amarillenta calle del Nuncio, fantasmal y silenciosa. Subo por la Travesía del Almendro, recorro un breve espacio de la calle del mismo nombre y, desandando un tramo de la Cava Baja, pongo otra vez el pie en la plaza de Puerta Cerrada, desde donde desciendo un trozo de la calle de Segovia.

No creo que mucha gente sepa que la calle de Segovia, quizás una de las más famosas del Madrid antiguo, fue en tiempos un arroyo afluente del Manzanares, llamado de San Pedro, cuya vaguada dividía en dos la entonces pequeña ciudad, dando origen a los Madriles. Si uno hace el esfuerzo de fijarse un poco cuando pasea por allí, podrá ver perfectamente, a izquierda y derecha, las empinadas laderas de los dos cerros en los que nació nuestra Villa y Corte. Si Roma fue fundada sobre siete colinas, nosotros los madrileños sólo necesitamos dos, y aún nos sobró. Y hasta hace relativamente poco tiempo estos dos barrios estuvieron mal comunicados por tan escarpada orografía, hasta que se construyó el viaducto de la calle Bailén, destino final de muchos Werthers madrileños.

No recorro mucho de esta calle-arroyo, porque al ver la placa de la calle del Cordón me adentro en los rincones más deliciosos y evocadores de todo mi paseo. El laberinto de las calles del Cordón, plazuela de San Javier, travesía del Conde y calle del Rollo concentran el mayor encanto de mi paseata, gracias a su trazado sinuoso, a su empedrado calcáreo, a sus escaleras, a sus casas asalmonadas, decimonónicas y burguesas, a su oscuridad anaranjada y, sobre todo, a su silencio. "Parece mentira que esté ahora mismo en Madrid", pienso siempre que paso por aquí.
Me veo por segunda vez en la calle del Sacramento, que dejo pronto para subir, a la izquierda, por la estrecha calle de Puñonrostro, toledana y como hecha de encargo para un asalto, y que se va estrechando como un embudo antes de llegar a la plaza del Conde de Miranda. Sigo recto por la calle del Codo, que como indica su nombre hace ángulo recto, y por ella salgo a la plaza de la Villa, junto a la torre de los Lujanes, el edificio más antiguo de todo Madrid, construido a finales del siglo XV. En su interior estuvo encerrado nada menos que el rey de Francia Francisco I, hecho prisionero en la batalla de Pavía por un soldado español.

Tan sólo toco tangencialmente la espléndida plaza de la Villa, pues prosigo mi camino subiendo la calle Mayor. Antes de la plaza Mayor giro a la derecha y por la travesía de Bringas enfilo la Cava de San Miguel que, aunque no he hecho ningún estudio al respecto, estoy seguro de que es la calle con más restaurantes de todo el mundo. Y hete aquí que nos encontramos otra vez con el olor a leña, a churrasco, a guiso castellano, a tortilla de patata, a jamón recién cortado. En el número 17 de la calle de Cuchilleros -continuación de la Cava de San Miguel- se halla el restaurante Sobrino de Botín, el más antiguo del mundo y seguramente uno de los más literarios. Francisco de Goya trabajó en Botín de lavaplatos en 1765, y era el restaurante preferido de Hemingway. El escritor americano amaba Madrid, y la última escena de su gran novela Fiesta tiene lugar en este restaurante.

La Cava de San Miguel es para mí una de las más pintorescas del centro, con sus altas casas de paredes oblicuas en su parte más baja, supongo que para dar más solidez, sus ventanas diminutas y sus colores que van del ocre al salmón. Y, por supuesto, con su lindo Arco de Cuchilleros, que dejo a mi espalda porque yo sigo en dirección hacia Puerta Cerrada.

Lleno de luces y de olores giro a la izquierda por la calle de Latoneros, cruzo la calle de Toledo y bordeo la plaza Mayor por la calle Imperial, hasta dar con la plaza de la Provincia y la de Santa Cruz, que son dos plazas en una sola. Aquí se levanta el actual Ministerio de Asuntos Exteriores, que fue la cárcel de Corte, y que se trata de uno de los mejores edificios de todo Madrid para mi gusto. El 2 de mayo de 1808 los presos de esta cárcel, viendo la catadura que tomaba la insurrección popular, pidieron al director de la misma que les dejara salir a luchar con el pueblo "para la defensa de la Patria y el Rey", con el juramento de que, una vez concluido todo, los que se mantuvieran con vida regresarían. Sorprendentemente el director accedió a la petición, pero lo más increíble de todo es que de los 56 que salieron regresaron 51, se sabe que uno murió, otro resultó herido, a dos se los dio por desaparecidos y sólo uno escapó. El último que cumplió su palabra llegó al mediodía del día siguiente, peinado, lavado y afeitado después de pasar tranquilamente el día con su familia en su casa del Rastro.

Recordando estas historias continúo por la calle de San Cristóbal, tuerzo a la izquierda por la calle del Marqués Viudo de Pontejos y por la calle de la Sal entro en la plaza Mayor, de la que salgo por el arco de la calle de Ciudad Rodrigo. Sigo por la calle Mayor, en franco descenso, doblo la esquina con la calle de San Nicolás, visito de nuevo la calle del Biombo y prosigo por la del Factor, desde cuya altura se ve una bonita perspectiva de la catedral de la Almudena. En la calle de Noblejas suelo escuchar once campanadas provenientes de la torre de San Nicolás.

Dejando a mi izquierda la limpia, blanca y coqueta plaza de Ramales -un bonito lugar, Eva Chardon de R.- recorro de nuevo la calle de la Cruzada -la anciana continúa a oscuras, sentada y viendo la televisión como una estatua de mármol-, y antes de salir del Madrid de los Austrias paseo por las calles de Conde de Lemos, de la Unión, del Lazo y de la Independencia, arribando a la plaza de Ópera, que después del tránsito por aquellas callejas tan oscuras, sinuosas y solitarias me ofrece su mediano jaleo nocturno. Ya sólo queda atravesar la plaza, subir por la calle de los Caños del Peral y la costanilla de los Ángeles y terminar la caminata en la misma parada de autobús donde me bajé, en Callao.

Ha pasado una hora y dieciséis minutos.

domingo, 1 de febrero de 2009

EMILIO CARRERE. El último fantasma de la bohemia madrileña

En la calle de Preciados, esquina con la de Veneras, cerca de la plaza de Santo Domingo, se levanta el café Varela. Si el despistado caminante pasa por ahí y mira hacia el interior, confinada en una esquina sobre una mesita para dos personas, podrá ver una placa de mármol gris que reza lo siguiente:

EN ESTE LUGAR ESCRIBIÓ SUS MEJORES VERSOS EL GRAN POETA EMILIO CARRERE. 1881-1947. HOMENAJE DE LOS POETAS ESPAÑOLES. MADRID, MCMLII

Siempre que leo estas palabras, rotuladas bajo la efigie cobriza, de perfil, en bajorrelieve del último bohemio, en la que no faltan su sombrero, su cachimba y su capa, recuerdo una anécdota que leí en un libro de Umbral. Carrere frecuentaba menos el café Varela desde que habían colocado la inscripción, y cuando acudía al café Gijón o al de la Flor de la Puerta del Sol, algún tertuliano se levantaba y le decía:

-¿Cómo que no está usted en su sagrado Varela, maestro?
-Ya ve. Siempre es incómodo cenar bajo la propia lápida.

Último fantasma de la bohemia madrileña, noctámbulo empedernido, Carrere es un personaje que me fascina. No sólo por su obra, que también, sino sobre todo por sus costumbres vampirescas, y me gusta imaginármelo recorriendo las calles del viejo Madrid en la madrugada golfa, buscando quizá en esos oscuros rincones historias para plasmarlas en sus relatos. Muchas veces, tras una noche de caminar errabundo, amanecía en alguna vieja plazuela relatando alguna leyenda o alguna historia truculenta que había inventado o que le habían contado, o ambas cosas, porque su imaginación sabía dar nueva vida a las que ya conocía. Y en sus paseatas, en su deambular por los cafés, cafetines y tabernas de dispar pelaje, encontraba a los personajes de sus novelitas, en las que retrataba con mano maestra la atmósfera de poetas fracasados, reinas de la noche, teósofos, nigromantes, chiflados, pícaros y hampones.

Mi imaginación vuela como una paloma recién liberada cuando pienso en ese Madrid nocturno, en ese Madrid del café y la media tostada y de la Cofradía de la Pirueta, que Carrere lleva de la realidad a la novela como nadie, y eso es porque él mismo formó parte de ese ambiente decadente:

"El café de la Lucerna era el último café pintoresco. Por la tarde era lugar de cita de enamorados. En los rincones en penumbra se oían las palabras más románticas y más ardientes. Unos gatos negros se paseaban, solemnes, con su ritmo elástico. Haremos notar la abundancia de gatos en estos establecimientos, donde los sábados se sirven paellas a la valenciana. Se renuevan, se multiplican y en seguida desaparecen. Es un bonito experimento de ilusionismo y prestidigitación a cargo del cocinero de la casa.

Por las noches aquel café ofrecía todo su interés. Huían los enamorados, y los felinos se preparaban para morir dignamente. Acaso pertenecían a la sociendad del "bel morire" que fundó Ernesto Bark. Era la hora de los magos, de los alquimistas y de los astrólogos. Los músicos interpretaban a los grandes maestros. Chambergos, pipas, melenas. Rostros pálidos, perfiles pintorescos, indumentos atrabiliarios, se copiaban en los viejos espejos. Eran los poetas, los músicos, los pintores. Algunos tenían un nombre ilustre. Noel se enmarañaba sus melenas leonadas; el músico Tellería voltijeaba como un pájaro aturdido. El guitarrista Segovia, con su capa de estudiante alemán y sus enormes espejuelos, escuchaba místicamente la "Pastoral".

La escena es clásica. Carrere llega al café Varela a partir de las once de la noche y se dirige hacia su rincón favorito del local, en ocasiones acompañado de alguna bella moza que ha cazado en sus correrías de vampiro. Se sienta, pidé un café con leche, enciende su pipa y, al poco, una turba de admiradores le rodea y se comienza una tertulia de café sobre literatura y leyendas varias. La tertulia continuará después en las callejas del viejo Madrid, hasta el amanecer. A veces pienso que me gustaría tener imaginación y talento para permitirme llevar una vida así.

Pero después pienso que ese Madrid bohemio retratado por Carrere ha desaparecido hace muchísimo tiempo, y que sólo queda un sucedáneo que, a falta de otra cosa, habrá que dar por bueno. Y me gusta imaginarme a mí mismo, en una noche cualquiera, en alguna burbujeante taberna del Madrid histórico, charlando animadamente con unos amigos cuando, de repente, unos ojos fugaces se posan en mí, y los míos en ella, durante unos segundos. Ya está. Para qué más. "No hay mejor recuerdo que de aquello que no se tuvo nunca".

En el Madrid actual sería difícil encontrar inspiración para crear personajes como don Uriarte de Pujana, el poeta del gabán color de ala de mosca, buscador infatigable de unos versos dedicados a su enamorada, una pobre muchacha enferma de tisis:

"A la mañana siguiente fueron a visitarle: que subiese sin perder tiempo. Llegó sollozando, con el alma estrangulada por el dolor. ¡Ya era tarde!... Le cerró los párpados y se estremeció hasta los huesos al sentir, bajo sus labios en fiebre, el frío lacerante de la carne muerta. Fue un beso de idealidad, todo perfume de alma: el primero y último beso, en el que el pobre lázaro del amor intensificó la emoción de toda una vida.

Cuando, después de mucho tiempo, alguien le preguntó si había, al fin, encontrado su poema, el intrépido poeta del gabán color de ala de mosca, solía replicar melancólicamente:

-Sí, lo hallé; mas no pienso versificarlo nunca. Un dolor verdadero no rima bien sino dentro del corazón."

Uno de mis rincones favoritos del centro es la plazuela del Alamillo (en la imagen que precede a esta entrada), en pleno Madrid de los Austrias, en lo que fue la antigua morería, ese estrecho dédalo de callejuelas y placitas donde es una delicia perderse. La gente no conoce estos románticos y acogedores lugares, trufados de pintorescos paisajes urbanos, sencillos y cálidos, y me parece casi un milagro que a apenas cinco minutos a pie uno se encuentre con la masificada Puerta del Sol y toda la hormigueante zona comercial de las calles adyacentes: Preciados, Montera, Carretas, Gran Vía. Para mí, es como un tesoro que me costó descubrir, y casi no hay día que no dé una vueltecita por las calles del Nuncio, de la Morería, del Almendro, de Angosta de los Mancebos, del Rollo, del Cordón o del Sacramento, y por las plazas de la Paja, de San Javier o de Puerta Cerrada.

Y cuando paso por la plazuela del Alamillo no puedo evitar recodar la escena de la deliciosa novela de misterio de Carrere La torre de los siete jorobados, en la que Basilio Beltrán, el protagonista, se cita con el misterioso señor Catafalco:

"Solemnemente dieron las nueve en la torre de la iglesia de San Andrés. La hora de la cita. Basilio miró en torno y lanzó un grito.

-¡Es extraordinario! Esta plaza es la de anoche...

A la luz del farol leyó un rótulo, Plaza del Alamillo, y sintió un latigazo de hielo en la espalda..."

No hay cosa más placentera para mí que evocar escenas literarias en los lugares donde ocurrieron. Cuando paso por uno de estos rincones me detengo, quedo en silencio (aunque normalmente voy solo) y miro en derredor como si de un lugar sagrado se tratase. A veces pienso que me gustaría compartir esos momentos con alguna chica de pelo negro y ojos de azabache, pero creo que nadie podría comprenderme. Las mujeres no quieren rarezas, quieren certezas.

Y me parece que yo soy un bicho raro. También lo fue Carrere, que llevó dentro del corazón a ese Madrid oscuro y lánguido, recorrido de cabo de rabo hasta su muerte. Aunque olvidado después y nada leído hoy en día, Carrere fue el escritor más popular de su tiempo, y no era raro que, al entrar en cualquier establecimiento de los que frecuentaba, o mientras paseaba distraídamente por la calle, alguna estentórea voz le gritase, espontánea: "¡Don Emilio!".