Suena el móvil de Roberto. ¡Es Amaranta! Deja que suenen tres tonos mientras carraspea para aclararse la garganta. Aprieta el botón de "Responder" y se esfuerza en poner voz ronca y como de despreocupación.
Era una lánguida tarde de sábado del mes de noviembre, y por encima de la sierra de Guadarrama se divisaba un fuego color de azafrán desde la ventana del cuarto. Roberto estaba sentado indolentemente en una silla, delante de la televisión, sin hacerla caso, sólo mirándola, y con la expresión entre cansada y triste. Había llegado de trabajar en el restaurante en el turno de comidas y físicamente se encontraba fatigado. Su mochila y su ropa de trabajo aparecían tiradas de cualquier manera encima de su cama, y sobre su mesa de estudio, entre un montón de libros y papeles manuscritos, se intuía una bandeja con restos de comida. Al lado estaba su móvil, y Roberto lo miraba una y otra vez. No sabía qué hacer, si llamarla o no. Sabía que por la mañana ella había tenido un importante examen de francés que era necesario aprobar para poder irse a estudiar al extranjero, y Roberto pensaba que era el pretexto perfecto para llamarla. Mas no se decidía, y en apenas media hora tenía que volverse a ir a trabajar. Ya había oscurecido.
Roberto dio un respingo sobre su silla cuando sonó el teléfono.
-¿Sí?
-¡Hola Roberto! ¿Qué tal?
-Ah... hola Amaranta. Pues nada, aquí estaba medio sopa, que hace poco que he llegado de trabajar y dentro de nada me tengo que ir otra vez. Vaya coñazo.
-Jo, ya ves, eso de currar los fines de semana tiene que ser horrible.
-Sí, bueno, pero uno se acostumbra. Oye, ¿qué tal el examen de esta mañana?
-¡Anda! Jo, qué majo, te has acordado.
-Pues claro.
-Pues la verdad es que muy bien, yo creo que puedo sacar buena nota, sobre todo en el escrito, porque en el oral...
-Los orales suelen ser más complicados.
-Es que era todo muy raro, hablaban muy deprisa... Pero bueno, ahora lo que quiero es olvidarme y esta noche irme de fiesta, que celebro mi cumpleaños.
-¿Pero no era en agosto?
-Sí, pero lo celebro hoy con todos mis amigos.
-Ah... ¿y qué vais a hacer?
-Pues he cogido un reservado en New Garamond, ¿no lo conoces?
-Ni me suena.
-Es una discoteca muy famosa que está por plaza de Castilla.
-Pues yo trabajo cerca de allí, en la calle Infanta Mercedes.
-¿Ah sí?
-Sí, en El churrasco.
-Oye, pues mira... ¿a qué hora sales?
-Sobre la una o una y media, según el trabajo que haya. Cobro por horas.
-Se me ocurre que si quieres cuando salgas te pases por la discoteca.
Roberto miró al techo y cerró el puño como lo hacen algunos tenistas cuando celebran un punto importante. Sin embargo, optó por disimular su alegría.
-Puff... pues no sé... El caso es que voy a terminar muy cansado y al día siguiente tengo que volver... Bueno vale, cuando termine te llamo, ¿vale?
-Vale, perfecto. Va a venir también Elena. -Elena era compañera de clase de Roberto, por quien se conocieron en una fiesta universitaria unas semanas atrás. "A mí Elena me importa poco, la verdad", pensó.
-Pues eso, cuando salga yo te llamo.
-Muy bien, Roberto. Oye te voy a dejar que tengo que preparar un montón de cosas y no me da tiempo.
-Venga, venga, no te entretengo más.
-Venga Roberto, un beso.
-Adiós, un beso.
Cuando colgó, Roberto se levantó de la silla y no pudo evitar dar varios saltos con los que casi tocó el techo con la cabeza. Ni se le pasaba por la cabeza que podía pasarle algo así ese día. ¡Le había invitado a su cumpleaños! ¡Iba a verla esa misma noche! Rápidamente recogió un poco su cuarto y se metió en el baño. Se duchó, afeitó y acicaló lo mejor que pudo. Al salir de casa vestía una camiseta negra ajustada a su cuerpo musculoso y moldeado, una cazadora también negra y unas zapatillas Converse All-Star azules. Nunca le gustó ponerse zapatos. Tampoco arreglarse en exceso, y para lo que era él ciertamente esa noche iba muy empingorotado.
Acudió al trabajo con el ánimo completamente mudado respecto del resto del día. "Pero tampoco hay que cantar victoria", pensó. "Ciertamente el que me haya invitado es una buena señal, muy buena diría yo. Puede ser que lo haya hecho por simple compromiso, y puede ser también que la noche de la fiesta lo pasó muy bien conmigo y quiera repetir. Hombre, definitivamente la cosa está muy de cara, y muy mal se tendría que dar para no salir contento. Estoy ante una gran oportunidad, y no voy a dejarla escapar."
Lo primero que hizo nada más llegar al trabajo fue contárselo a un compañero que ya estaba enterado de la historia de Roberto y la muchacha.
-¿A qué no sabes a quién voy a ver hoy? -preguntó Roberto.
-No me digas que a... -dijo el otro.
-Sí, a Amaranta.
-¿Y eso?
-Pues ya ves, que me ha invitado a su cumpleaños, en una discoteca de por aquí.
-Joder qué bien, ¿no?
-Sí, a ver que se puede hacer.
-Mírale cómo sonríe, con lo serio que estaba esta mañana...
-Anda, calla.
Durante ese turno de cenas Roberto trabajó a un ritmo delirante y de forma especialmente eficaz. No rehuyó las miradas de los clientes y atendió a cualquier petición de manera celérica, por fastidiosa o inoportuna que fuera. Cuando se cruzaba con su compañero, ambos sonreían. El fragor laboral contuvo un tanto el latir loco de su corazón, que por momentos parecía notarse debajo de su camiseta, palpitante.
-Roberto, te vas a la una y media -. le dijo el encargado.
-Vale.
-Ya son. Cámbiate.
Y Roberto se cambió rápida, torpemente. Cuando se miró en el espejo, lucía la ropa incluso mejor que por la tarde. "Será difícil que se me escape", pensó. "Diría que imposible". Sus compañeros le miraron, sorprendidos. En sus ojos parecía haber un brillo especial que no solía tener.
-Hey, hey, hey... ¿adónde vas tú hoy con esa carita y tan arreglado? -le dijo uno.
-Pues nada, que salgo.
-Bueno, pues pásalo bien, golfo.
-Gracias, venga, adiós.
Nada más salir por la puerta del restaurante cogió el móvil y llamó a Amaranta. Un tono, dos tonos... seis tonos, siete. No hubo respuesta. "Bueno, estará dentro de la discoteca y no lo oye. Pero cuando mire el móvil y vea que tiene una llamada perdida mía, supongo que me llamará", pensó. Entró en una tienda de alimentación, de esas regentadas por chinos que abren hasta muy tarde, y se compró un par de sándwiches de pollo. "Ahora que pienso, lo primero será buscar la discoteca, que no tengo ni idea de dónde está". Mientras se comía los sándwiches, preguntó a tres chicas que se cruzaron con él.
-Perdonad, ¿sabéis dónde está la discoteca New Garamond? Me han dicho que está por aquí, pero... -preguntó a las muchachas, las tres muy bonitas, pero que parecieron molestas ante aparición tan impertinente. ¿Qué hara este gusano dirigiéndose a nosotras de esta manera? Bueno, contestaremos aunque sea por educación.
-Nosotras también la estábamos buscando. Nos han dicho que es en esta calle, la primera a la izquierda.
-Pues si no os importa os sigo.
No dieron otra respuesta que encoger los hombros, y continuaron su camino. Roberto caminaba unos metros por detrás. La noche era serena y templada, y las calles de los alrededores de plaza de Castilla estaban bañadas por una luz anaranjada. Los numerosos restaurantes de la zona estaban cerrando o lo habían hecho ya. Los mozos de cocina y los camareros sacaban la basura y la depositaban con desprecio y cansancio dentro de los cubos, retumbando en la quietud de la noche. Se veía a muchos jóvenes en grupos, todos muy arreglados, vistiendo chaquetas, camisas y lustrosos zapatos. Algunos parecían profesionales de la fiesta, y reían jocundos con sus colegas de parranda. La mayoría parecía estar en su ambiente y se diría que fin de semana que tras fin de semana acudían a New Garamond, donde quizá fueran conocidos de alguien, del dueño de la discoteca, o de los gorilas de la entrada, o de un directivo del Real Madrid, o algo por el estilo. Al final de una larga calle que olía a la comida sobrante de un restaurante cercano se divisaba una aglomeración de distintos grupos de personas en un espacio abierto, cuadrado, rodeado por dos de sus lados de edificios de viviendas. En uno de los lados había un cartel grande donde con letras sicodélicas se leía, de forma confusa, NEW GARAMOND. A la izquierda había una larga fila que no parecía avanzar un ápice, que por minutos iba recibiendo nuevos inquilinos y que estaba delimitada por un cordón de terciopelo. Había gente que entraba sin hacer cola.
Roberto se plantó delante de todo aquel espectáculo nocturno, y miró el movil asiduamente. Amaranta no había llamado. "Pero mira el móvil de una vez", pensó. Dio vueltas sobre sí mismo y observó en derredor, intentando encontrar, si no a Amaranta, alguna cara conocida. La llamó una, dos, tres, cuatro veces, y nada. "Mira que es despistada esta chica".
Había transcurrido alrededor de media hora, y la inquietud de Roberto fue aumentando exponencialmente. De repente, alguien le dio unos toques en el hombro, y se dio la vuelta.
-¡Elena!
-¡Roberto! No sabía que venías.
-Ni yo tampoco. Me llamó por la tarde Amaranta y me preguntó si quería venir, y aquí estoy.
-Ah, qué bien. Pues llevo llamándola un buen rato y no me lo coge. Yo no sé qué está haciendo esta chica. Vaya lío ha montado -dijo Elena.
-Sí, yo también la he llamado y tampoco me lo coge...
-Voy a intentarlo otra vez -concluyó ella.
Milagrosamente, Amaranta respondió a la llamada de Elena. Qué haces tía que no coges el teléfono, que está aquí Roberto, que entréis, pero no hay que pagar, ¿verdad?, que no, que hay una lista, y no tenéis que hacer cola, decís que venís al reservado de Amaranta y ya está, pues dentro nos vemos, adiós.
Mientras avanzaban hacia la puerta de la discoteca, Roberto miró de soslayo y con una pizca de insolencia a las personas que hacían cola. La puerta estaba guarnecida por cuatro gorilas, dos rapados y muy grandes, otro con perilla, más enjuto, y otro con el pelo de punta y aspecto malhumorado.
-Adónde váis -dijo el de pelo de punta.
-Veníamos a un cumpleaños. Hay un reservado a nombre de Amaranta -, respondió Elena.
-¿Amaranta? No me suena. Mira a ver, Gio. -dijo, ceñudo, el de pelo de punta dirigiéndose al de la perilla.
-Amaranta... Sí, aquí está. -dijo mientras miraba unos papeles.
-Venga, pasad -. Y el de pelo de punta soltó el gancho del impenetrable cordón de terciopelo.
-Lo único... con ese calzado no se puede pasar -dijo el de pelo de punta, dirigiendo la vista hacia a las zapatillas de Roberto, que había intentado esconderse detrás de Elena, presintiendo tal eventualidad.
-No lo sabía -Acertó a decir, rubicundo, Roberto.
-Dejadle entrar, que venimos a un cumpleaños. -terció Elena.
-Bueno, entra. Pero lo llevábamos avisando un tiempo, que con ese calzado no vengáis...
-No se repetirá -masculló Roberto, y apresurademente, por si el puerta cambiaba de opinión, se introdujo en la discoteca, mirando por última vez hacia atrás, donde estaban los gorilas. El de pelo de punto seguía con los ojos fijos en Roberto.
-¡Espera, espera, chavalote! -gritó el de pelo de punta-. Lourdes, éste que pague -y agarranado por el brazo a Roberto, añadió: -pasa por aquí.
La tal Lourdes estaba sentada delante de una mesa que hacía las veces de mostrador. "Bueno -pensó Roberto- pensarán que ya que entra en zapatillas por lo menos pague. No me importa pagar lo que sea por ver hoy a Amaranta".
-Son 40 euros- dijo la mujer del mostrador.
-¿Cuánto?- preguntó, incrédulo, Roberto.
-40 euros.
Cuando se disponía a sacar los billetes de la cartera, hubo un momento de confusión. Algo pasaba en la puerta, y la atención de Lourdes y los gorilas dejó de centrarse en Roberto por completo. Éste no lo pensó dos veces y se dirigió a una especie de vestíbulo, donde esperaba Elena. Era un largo pasillo tapizado por una alfombra azul. A la derecha estaba el ropero, y multitud de personas se apelotonaban, sin hacer cola de ningún tipo, para dejar sus abrigos. Olía a una mezcla de perfumes de hombre y de mujer. Roberto y Elena continuaron hacia adentro y abrieron una pesada puerta metálica. Una vez traspasada esa última barrera, Roberto se encontraba, al fin, en el interior de la discoteca.
De la luz mortecina del vestíbulo pasaron a una oscuridad azulenca. La pista de baile, cuadrada, estaba en el centro. Sobre ella pendían complicados focos azules, rojos y amarillos, y sobre unas plataformas redondas bailaban unos go-gós con el torso desnudo y sudoroso. Los cambios de luz hacían resaltar los abdominales y los pectorales mojados por el sudor. La música tronaba ensordecedora. La gente se amontonaba en la pista, aunque bailar, lo que se dice bailar, lo hacían pocos. La mayoría se limitaba a mover rítmicamente el cuerpo de un lado a otro, mirando en derredor, con la copa en la mano. A izquierda y derecha de la pista estaban las barras. Las camareras trabajaban frenéticamente. Detrás de las barras, por encima del nivel de la pista, había unos anchos pasillos, adonde se accedía por unas escaleras laterales. Otras escaleras conducían a los reservados, cada uno clausurado por varios gorilas y un cordón de terciopelo. Era difícil avanzar entre la densa marea humana.
-Creo que los reservados son esos de ahí arriba -dijo Elena al oído de Roberto.
-Pues vamos.
-Sí, pero no sé cuál es de Amaranta.
-Vamos a probar en el de la izquierda.
Era fácil perderse entre tanta gente, y se cogieron de la mano. Subieron las escaleras que conducían al reservado y preguntaron a uno de los gorilas que guarnecían la entrada.
-No, este no es el de Amaranta. Probad en el otro reservado, allí enfrente. -dijo el gorila.
Para llegar al otro reservado había que atravesar la discoteca de punta a punta a través de la pista de baile. La gente se apretaba cada vez más, y a cada paso Roberto decía "perdón", aunque fuera a él a quien pisaran. Hacía mucho calor. Elena iba delante y detrás Roberto, cogidos de la mano. Roberto miraba a ambos lados. Lo normal es que hubiera grupos de chicas y grupos de chicos, y sólo en unos pocos estaban mezclados. Algunas parecían modelos, no sólo por el físico, sino también por la manera de andar y de expresarse con los gestos. La mayoría vestía de forma poco convencional, con vestidos que dejaban al aire toda la espalda blanca, o con pantalones tan cortos y ceñidos que marcaban cualquier detalle de las sinuosas caderas y del abdomen. Verdaderamente el novento por ciento de ellas eran auténticas preciosidades, con el pelo increíblemente limpio y liso, y que exhalaba un olor a bizcocho y a frutas. Otras lo llevaban recogido en complicados peinados, y no lucían tanto. El desfile de ojos negros, grises, verdes, claros, era embriagador, y la sonrisa era en esos rostros perfectos un aditamento perenne que llenaba la atmósfera azulenca de una voluptuosidad de jardín en flor. La mezcolanza de perfumes y feromonas impregnaba todo de un efluvio agradable y cuajado. Difícilmente Elena y Roberto llegaron a las escaleras que llevaban a los pasillos que precedían a los reservados. Roberto se quitó el abrigo, y los ojos de un grupo de muchachas que estaban a su derecha se clavaron en sus anchos brazos.
A los pocos segundos Amaranta hizo acto de presencia. Vestía una camiseta azul sin mangas muy ajustada y con generoso escote en forma de pico, y unos pequeños pantalones también azules y muy apretados a su voluptuosa y cobriza carne. Un grueso cinturón, que realmente no sujetaba nada, adornaba escultura tan magnífica. Calzaba tacones, y casi se ponía a la misma altura que Roberto. El negrísimo pelo caía ondulado a ambos lados de la cabeza, enmarcando un rostro arábigo, pasional, tostado, en el que destacaban unos ojos egipcíacos, grandes, negros y almendrados, contorneados por una línea negra que acentuaba su estética felina. Roberto barrió con la mirada visión tan sublime, mietras ella permanecía parada unos instantes ante él.
"Bueno -pensó Roberto- ahora viene un momento importante, el del reencuentro después de aquella noche en la fiesta. ¿Nos besaremos en la boca? ¿Cómo saludarnos? Sea lo que sea, actúa de forma natural. Allá va".
-Hola, Roberto.
-Hola, qué guapa estás.
-Gracias.
Las caras de ambos empezaron a acercarse, y los labios de él avanzaban directos a la boca de fresa de ella. Sin embargo, Amaranta hizo un movimiento extraño, que desconcertó a Roberto. Sin duda, ella se había apartado, y el esperado saludo se periclitó con dos castos y sonoros besos en las mejillas. Aquello quedó raro y un poco vergonzoso.
"Vaya, no empieza muy bien la cosa -pensó-. Esperaba que quizá me besara en la boca, pero pensándolo mejor, es normal este saludo. Sí, no creo que signifique nada."
-¿Habéis llegado hace mucho?- preguntó Amaranta.
-No, hace un rato. Nos ha encontrado un poco encontrar el reservado, no nos sabían decir dónde estaba el tuyo.- respondió Roberto.
-Ah...
-Te he estado llamando un buen rato, mira el móvil, que tendrás varias llamadas perdidas mías.
-¡Lo siento Roberto! Es que estaba aquí dentro liada, que tengo a un montón de gente.
-No pasa nada.
Hacía mucho calor, y parecía que de un momento a otro aquella perfumada escultura de bronce, Amaranta, iba a derretirse. Roberto empezó a sudar. La conversación se detuvo unos instantes, en los que ella miró varias veces en derredor. En ese momento, detrás de Amaranta, en un rincón oscuro al lado de una columna metálica, Roberto encontró clavados en él unos ojos que le eran familiares. Fue como un fogonazo, y cuando intentó buscarlos de nuevo en el rincón, habían desaparecido. Amaranta iba acompañada de una amiga, rubia, blanca, tímida, de ojos dulces y manos delgadas surcadas por venas azules.
-Roberto, te presento a Maribel- dijo Amaranta, para romper aquel angosto silencio.
-Hola, soy Roberto- y se dieron dos besos.
-Mi reservado es éste de la derecha, si quieres subimos ya.
-Me parece perfecto.
Cuando se dirigían a la entrada del reservado, Amaranta, Maribel y Elena delante y Roberto detrás, éste sintió que alguien le observaba. Volvió a toparse con esos ojos que le eran familiares, pero esta vez mantuvo la mirada. Apoyado en la barra de cinc, tras la que las camareras servían copas de forma frenética, se encontraba, con un cubata en la mano, el dueño de esos ojos azules. Roberto le conocía. Se trataba de un tipo del gimnasio, a quien Roberto no tenía en mucha estima. Le consideraba un engreído, el tipo de vanidad masculina, además de envidioso y fatuo hasta el exceso. Creía saberlo siempre todo, y en el gimnasio no hacía otra cosa que hablar de sus conquistas amorosas, jactándose siempre de dejar tirada a la muchacha de turno, de sus viajes tirados de precio, de sus increíbles aventuras y del coche que quería comprarse o se había comprado. Roberto no se creía ni la mitad de lo que decía, mas aunque todo fuera verdad, le ponía enfermo el énfasis con que lo relataba. Y lo decía todo en voz altísima, jocundo, para que todos los presentes le oyeran, sobre todo si había alguna mujer ejercitándose cerca. Sus amigotes del gimnasio, más o menos de la misma catadura que él, le llamaban Paul Newman, sin duda por su pelo rubio, saturado de gomina, sus ojos claros y su tez cobriza. Continuamente andaba mirándose en el espejo, de un lado, de frente, del otro lado, mas se ejercitaba poco, lo cual se notaba en su figura mal cincelada, a pesar de lo cual él seguramente creía estar en posesión del mejor cuerpo de todo Madrid. Roberto no le doraba la píldora como hacían sus acólitos gimnásticos, y aun le echaba alguna mirada de asco y desprecio que Paul Newman notaba, larvándose una hostilidad flotante, y la relación entre ambos se limitaba a un hola y un hasta luego y alguna conversación superflua sobre las últimas vacaciones o el fútbol.
Paul Newman siguió con sus ojos escrutadores y hoscos la figura de Roberto cuando éste se disponía a entrar en el reservado. "¿Por qué me mirará tanto este gilipollas?", pensaba Roberto cuando, de repente, un brazo a modo de barrera se interpuso entre él y la resplandeciente Amaranta, que era observada inquisitivamente por casi todos los hombres que había alrededor.
-Con ese calzado no se puede pasar, joven- le dijo el dueño del brazo con estentórea voz. Era un gorila engominado y con aire insolente.
-Pues ya me han dejado pasar a la discoteca- apuntó Roberto.
-Ya, pero aquí dentro no se puede.
-Pero tu compañero de la puerta me dicho que podía.
-A mí mi compañero de la puerta me da igual, a mí me han dicho que con ese calzado no se puede pasar y punto.
-Pero...
-Que no se puede y ya está. Haga el favor de apartarse de la entrada.
Amaranta y sus dos amigas se habían detenido al ver que a Roberto no le permitían entrar. La primera dijo algo al gorila y ambos miraron a Roberto. Elena se metió en el reservado y Amaranta y Maribel salieron con él. "Está bien que me acompañes, pero preferiría que vinieras tú sola", pensó.
-¿Qué pasa, Roberto?- preguntó.
-Que no me dejan pasar con las zapatillas.
-Es que te tenías que haber puesto zapatos, mira que te lo he dicho.
-No me lo has dicho -y era verdad, no se lo había dicho.
-Sí que te lo dije.
-Que no.
-Bueno, pues nos quedamos aquí un rato los tres hablando para entretenernos- dijo Amaranta.
"No tengo nada en contra de tu amiga -pensó-, pero ¿por qué no le dices que entre, que luego vas tú, y te quedas sola conmigo?".
-Vale- dijo, desganado, Roberto.
Los tres permanecieron unos segundos en silencio. Hacía cada vez más calor, y la gente hormigueaba alrededor, apretándose cada vez más. Más que de baile, donde se encontraban era un lugar de paso. Roberto se fijó en las personas que transitaban por allí dificultosamente. Todos los hombres iban muy empingorotados, algunos incluso de forma estrafalaria y hortera. Se veían cuerpos de gimnasio hinchados por los esteroides, debajo de camisetas ajustadas o de camisas desabrochadas. Muchos sacaban pecho. Los había con gafas de sol, en aquella oscuridad cárdena, y bastantes lucían un moreno artificial y repugnante. Miraban al frente y a los lados con insolencia, como perdonando la vida a todo habitante del orbe. Realmente flotaba en el ambiente una competitividad masculina sorda, pero permanente, un polvo de testosterona tóxico y contagioso. La música sonaba cada más alto, y en la pista de baile se adivinaban movimientos confusos y caóticos entre los cambios de luz, ahora plateada, ahora de oro, ahora de rubí. En una de esas ojeadas rápidas, Roberto soprendió a Paul Newman clavando lasciva e insidiosamente su mirada en el cuerpo de Amaranta, mientras intercambiaba unas palabras con su amiga.
-Bueno, ¿y qué tal el trabajo?- preguntó Amaranta.
-Bastante curro, la gente no sabe estarse quieta en su casa. Aquí mucha crisis, pero los restaurantes siguen llenos. -respondió Roberto.
-Sí, es verdad... Oye, me voy a meter dentro que tengo a mucha gente esperando...
-¿Y yo qué hago?- quiso saber Roberto.
-Pues... no sé... si quieres le digo a Elena que salga y te haga compañía.
Roberto puso cara de sorpresa, formando una "o" con la boca. A continuación ladeó la cabeza y miró a Amaranta como lo hacen los perros cuando son reprendidos por su dueño.
-No me mires así, Roberto, que me haces sentir mal.
-Pero es que yo sólo venía a verte a tí.
-Ya lo sé, pero comprende que tengo muchos compromisos y...
-Quédate quince minutos más. -cortó él.
Amaranta pareció convencerse por un momento, pero daba la sensación de que la imagen del interior del lujoso y confortable reservado tiraba más de ella que la de la deprimente desesperación de Roberto. Éste la cogió del brazo y la llevó aparte; apoyó la espalda contra la grada del reservado y se cruzó de brazos, mirando fijamente los increíbles, centelleantes ojos egipcíacos.
-Jo, Roberto, no me hagas esto. Vete a casa y ya nos vemos otro día, anda. Mira, cuando llegues a casa dame un toque, ¿vale? -dijo, y regaló un beso húmedo, denso, como de abuela, cerca del cuello de Roberto, que unos momentos después vio alejarse su objeto de deseo por las escaleras de acceso al reservado. Ella le echó una postrera mirada justo antes de entrar en aquel lugar prohibido, impenetrable, decorado con sillones blancos y cuajado con una luz levemente amarilla. Roberto frunció el ceño cuando vio que en el interior también estaba Paul Newman. "¿Cómo habrá entrado ese capullo?", pensó.
Roberto se quedó solo, apoyado en la grada del reservado, junto a la entrada, mirando al vacío. El gorila, en ocasiones, le miraba de reojo. La noche ardía en todo su fragor, y en su entorno no se escuchaban más que risas, palabras dichas en voz alta y un sordo murmullo de conversación con un fondo de música monótona, binaria. Algunos miraban a Roberto, que permanecía de brazos cruzados. Apareció Elena.
-Roberto, vamos a intentar entrar otra vez.
-Venga.
Subieron distraídamente las escaleras y entraron. Un momento después una mano poderosa agarró a Roberto del brazo.
-¿Adónde vas?- preguntó el gorila.
-Adentro.
-Te dije antes que no podías pasar.
-Ya, pero te rogaría que me dejaras, es que he venido acompañando a una chica, ella está dentro, y...
-Si yo por mí te dejaría, pero resulta que el dueño está ahí, apoyado en la barra, ¿lo ves, el de la chaqueta verde?, y me ha dicho que tú expresamente no puedes entrar. Lo siento, macho.
Roberto no podía creer lo que estaba escuchando. Le prohibían expresamente a él entrar en el reservado. Se fijó en los pies de algunos que por allí pasaban y comprobó que muchos calzaban zapatillas idénticas a las suyas.
-Pero si la gente también va con zapatillas- dijo.
-¿Te repito otra vez? Que-tú-no-pue-des-en-trar. Sal, por favor.
Se dio por vencido y salió. Elena le siguió. Una especie de capricho por parte del dueño, o una manía, le dejaban fuera del Jardín del Edén, de aquel cielo al que Amaranta, en su deslumbrante belleza, había subido ya, mientras Roberto efectuaba su particular Descensus ad ínferos. Pero, como el divino Odiseo, aún podía resultar victorioso pese a la retahíla de dificultades sufridas esa noche. Todavía se sentía un guerrero, y podía ganar.
Antes de salir echó una última ojeada hacia donde estaba el dueño, que mientras bebía parloteaba animadamente con un rubio engominado. Era Paul Newman, y ambos parecían muy alegres, y se reían de algo que, sin duda, les había hecho mucha gracia. Roberto se sorprendió. "¿Tendrá algo que ver Paul Newman en que no me dejen entrar?", se preguntó. "No lo creo. Ciertamente no nos soportamos, pero tampoco hemos tenido nunca ningún roce fuerte. Es absurdo pensar eso".
Volvió a apoyarse al lado de la entrada, ahora acompañado de Elena, que le dijo:
-Joder, es que también Amaranta tendría que insistir un poco más para que entraras, que el reservado está a su nombre.
-Puede ser. -soltó lacónicamente Roberto.
-Ahora vuelvo, Roberto, que voy a buscar a una amiga. No te muevas.
-Vale.
Otra vez solo en aquel mar infecto. Empezó a elucubrar meterse en el reservado burlando a los centinelas. "Por ahí parece que hay un hueco... no, está demasiado a la vista, y además, si lograrar entrar, luego me verían dentro y podría tener problemas. Pero el que no arriesga no gana... Mira, ahora parece despistado", pensaba. Mas él sabía que no se le daban bien esa clase de ardides, y que jamás lo intentaría. Al rato apareció Amaranta, que se soprendió al verle en el mismo sitio donde le había dejado, solo.
-Pero qué haces ahí todavía, creía que te habías ido.
-Ya ves que no.
-Estás solo...
-Parece claro que sí.
-¿Y Elena?
-No lo sé, hace un rato que me dijo que iba a buscar a una amiga.
-No lo sé, hace un rato que me dijo que iba a buscar a una amiga.
-Jo, Roberto, vete a casa, que me haces sentir mal.
-Pues quédate conmigo e igual te sientes mejor.
-No puedo, ya te lo he dicho, que tengo a mucha gente.
-Pero yo he venido a verte a tí, Amaranta.
-¿Es que por qué no te has traído zapatos, tonto?
-Ya no se puede hacer nada. Quédate un rato y ya me voy.
Roberto aún confiaba en que quizás podrían besarse, como en la noche de la fiesta universitaria. Es sorprendente qué ingenuo puede llegar a ser un corazón apasionado. La tomó del brazo e intentó acercarla a su cuerpo palpitante, pero ella no parecía muy por la labor. Disimuladamente se alejó unos centímetros.
-Oye, Roberto, ahora vuelvo.
Ese "ahora vuelvo" sonó como el eco de un murmullo lejano que se va apagando poco a poco hasta quedar completamente silenciado en la inmensidad del universo. Solo entre la muchedumbre, zarandeado de un lado a otro por una repugnante marea humana contra la que Roberto luchaba, cual naúfrago, mas era tan poderosa que a duras penas lograba mantenerse a flote. Sufría y aguantaba en silencio pisotones, codazos y empujones, y parecía un estorbo, un objeto que no debería estar allí, que lo estaba contra natura, y al que tarde o temprano habría que expulsar, por que este no es tu reino, chaval, y aquí o comes, o te comen. Completamente aturdido, no despegaba la vista, sin embargo, del interior del burbujeante reservado, endonde había visto por última vez subir a Amaranta una hora antes. Aquel "ahora vengo" aún resonaba en su cabeza como una vana y lejana esperanza.
Roberto se sentía un enano, un mediocre, entre todos esos galanes perfumados y todas aquellas preciosas muchachas que a él le parecían sapos. Alguno le miraba y parecía reírse de su soledad lamentable, y otros intentaban pasar a través de él empujándole, como si realmente ese cuerpo vigoroso no se viese, no fuera nada. A la derecha, en la pista de baile, los go-gós bailaban desenfrenados una danza sexual, contorneándose sobre la plataforma, mientras abajo la gente se apiñaba en una frenética estampa de cabezas oscilantes, coronadas por una luz ora roja, ora amarilla, ora azul. Hacía un calor insoportable, y la música retumbaba dentro del pecho de Roberto. En una de sus despesperadas ojeadas al interior del reservado, que bullía de actividad nocturna, distinguió, en un rincón apartado, la figura voluptuosa de Amaranta, visiblemente sonriente y jocunda. Tardó unos instantes en darse cuenta de que se hallaba enredada en los brazos de un tipo, al que no se le veía la cara, pues la tenía sumida en el delicioso cuello de fruta carnosa de Amaranta. Sí se adivinaba un cabello rubio y asquerosamente engominado y una barbilla morena, interrumpida por una camisa azul celeste con el cuello puerilmente subido. El tipo despegó su boca de reptil del cuello de la diosa y la fue a posar dulcemente sobre sus labios en flor, rojos y jugosos como una fresa madura. Y ambos se ahogaron en un doloroso beso apasionado que repercutió como un latigazo en el corazón de Roberto.
Quedó como en letargo mirando fijamente, sin pestañear, la nefanda escena. Las manos de Paul Newman trepaban como una serpiente por las piernas de Amaranta, que permanecía lujuriosamente apoyada en la pared. Pasando por la curvilínea cadera continuaron por el abdomen, hasta alojarse, disimuladamente, en los pechos carnosos y turgentes. Así estuvo Roberto alrededor de quince minutos, obnubilado y con los ojos húmedos. En un momento, quizá sintiéndose observada, Amaranta se dio cuenta de que Roberto la miraba, y clavó en él sus ojos felinos. Después dijo algo al oído de Paul Newman, éste giró su cabeza y empezó a buscar algo en la lejanía. Al fin encontró la figura inamovible de Roberto, como una estatua de mármol negro, y una sonrisa burlona se dibujó en su rostro. Amaranta volvió a decirle algo al oído, cogió su bolso, que había dejado en una mesa cercana, y ambos se pedieron por una retorcida y oscura escalera que conducía no se sabía dónde, seguramente a una sala igualmente oscura y retorcidamente lujuriosa.
Roberto quedó mirando la tenebrosa escalera durante unos minutos. Después bajó la cabeza y una lágrima de diamante corrió por su mejilla. Ya no había nada que hacer allí, así que dio la vuelta y mecánicamente se dirigió hacia la salida. Atravesó la atestada pista de baile. Tardó muchos minutos en llegar al otro extremo, luchando por avanzar centímetro a centímetro. Un mar de sonrisas, de alcohol, de desenfreno, de hormonas, inundaba el lugar, y los focos cegaban los turbios ojos de Roberto. Alguién le gritó "ten cuidado gilipollas", mas no hizo caso y, ofuscado, continuó su camino de espinas hasta dar con la pesada puerta metálica que llevaba al vestíbulo. Recorrió el pasillo, se puso el abrigo y salió a la calle. Reinaba un agradable silencio, aunque la música aún retumbaba, lejana, a su espalda. El fresco y el silencio de la noche le proprorcionaron una refrescante sensación, pero la imagen de Amaranta enredado con ese indeseable le sepultó al instante. Pensó en coger el autobús, y anduvo durante un rato por las calles aledañas a la plaza de Castilla buscando una parada. La noche era fría, pero serena, la ciudad dormía, excepto aquel infierno llamado New Garamond, que ardería sin salvación todavía unas horas más. Roberto vagaba sin rumbo, porque en realidad no tenía noción exacta de dónde se encontraba, y de haber visto un autobús, cualquiera, a él se hubiera subido. Se cruzó con un grupo de chicas que venían de parranda, y se le quedaron mirando extrañadas, y se rieron. Una luz anaranjada y leve iluminaba las calles, y en la lejanía se escuchaban sirenas de ambulancias. En un cartel leyó: RESTAURANTE LARRA. HORNO DE ASAR. "Mira, un suicida por amor -pensó-. También Lucien de Rubempré se suicidó, y Ana Karenina, y Hemingway. Bueno, éste no sé si se suicidó por amor, creo que no, pero no importa, se suicidó al fin y al cabo. Muchos personajes importantes o literarios se han suicidado a lo largo de la historia. Quizá sea un signo de grandeza. No me parece una decisión tan mala, y puede que incluso sea una manera elegante de morir".
En un momento dado pareció recobrar algo de lucidez, y al ver un taxi con una lucecita verde encendida no lo dudó, y levantó el brazo. El coche paró a su lado y se metió dentro.
-Buenas noches. Al Barrio del Pilar, a la avenida de Betanzos, por favor. -dijo.
El taxi arrancó en la calle de la Infanta Mercedes, giró a la derecha por Sor Ángela de la Cruz y subió por Bravo Murillo hasta la plaza de Castilla. Hizo la rotonda de la plaza y se internó por la avenida de Asturias. Roberto, recostado en el asiento trasero del taxi, mirando por la ventanilla las luces amarillas como luciérnagas que pasaban rápidamente ante sus ojos, parecía revolver pensamientos o no pensar en nada. El coche arribó a los arcos de la avenida de la Ilustración y torció a la izquierda. La voz del taxista le sacó de su ensimismamiento.
-Estamos en la avenida de Betanzos. ¿Te dejo aquí?
-¿Eh? Ah sí. Aquí mismo.
-Son 9 euros con cincuenta.
-Toma. Quédate con la vuelta.
"Bueno, al menos ahora podré dormir un rato y olvidar esta horrible noche, que todavía no ha terminado. El cielo sigue estando negro. ¿Ha ocurrido de verdad o es imaginación mía? Quizás dentro de un rato despierte y todo haya sido una pesadilla", pensaba mientras subía en el ascensor.
Entró en su casa, se desvistió, dejando su ropa tirada en el suelo, y tal cual, desnudo, se metió en la cama. Un resplandor cárdeno asomaba por el cielo de oriente. Al intentar dormir los ojos egipcíacos de Amaranta, que son el todo, se entreveraban con el cabello engominado y pringoso de Paul Newman y su sonrisa burlona, con la atmósfera oscura y azulenca de la discoteca, con los focos crepitantes de la pista de baile, con el bruto del gorila, con las zapatillas, con la ondulante marea inmisericorde que parecía querer tragarle, y los ojos, los ojos felinos de ella, que por mucho que intentara dormir siempre estaban ahí, no se sabe si mirándole, pero ahí estaban, indelebles en la oscuridad, esos ojos negros, grandes y ovalados, como los de las figuras del Antiguo Egipto, perfilados con una línea negra, maravillosos, apabullantes, esos ojos. Imposible dormir. Ni siquiera era capaz de llorar, de soltar una lágrima que sirviera de catarsis a su atribulado espíritu.
A las doce y media de la mañana un rayo de luz penetró por la ventana del cuarto, iluminando el sombrío rostro de Roberto. Había logrado dormir un par de horas y, al despertar, las imágenes de la noche anterior sacudieron su cerebro. Esas instantáneas no se mostraban sucesivamente, sino que todas a la vez eran parte de un todo, y durante unos minutos permaneció en esa nebulosa postsueño en las que las cosas se nos presentan, muchas veces, con singular claridad. "Hoy es domingo -pensó-, y tengo que ir a trabajar, pero no tengo fuerzas, y mi compañero me preguntará sonriente qué tal la noche y todo eso. Llamaré y diré que estoy enfermo. Más me valdría seguir durmiendo y no pensar en nada. El mundo, este sol radiante y este cielo azul se me hacen insoportables. Soy absolutamente incapaz de ir". Mas unos instantes después se levantó de la cama lentamente, tembloroso, desayunó algo y se vistió.
Y se fue a trabajar.