Ayer por la tarde, cansado
de estar delante del ordenador y presa, como escribí por la mañana, de apetito
barojiano, salí de casa con ese entusiasmo por el mero hecho de salir de casa
en una tarde agradable, ni fría ni calurosa, y dejar atrás todos los bártulos
incómodos de la vida propia. El objetivo oficial era comprar dos novelas de
Baroja en Alcaná: Los amores tardíos y
Susana, aunque más o menos sabía que
después, al ser todavía temprano, zascandilearía un buen rato por las calles de
Madrid para llegar tarde a casa. Después de comprar los libros fui al parque
Rodríguez Sahagún, que no conocía, y que se construyó en el valle de un
arroyuelo sobre el que se trazó el paseo principal del parque. Se accede a él
por unas escaleras adosadas a un antiguo acueducto, ya abandonado. Había muchos
atletas populares, muchos perros juguetones, adolescentes charlando en los
bancos, palomas, mirlos, en fin, lo que hay en todos los parques urbanos en una
tarde de primavera. Atardecía con una dulzura propia de una novela de Baroja, y
mi situación, solo y a gusto de estar solo, era sin duda la de un personaje
eminentemente barojiano. Y, también como un personaje de Baroja, me puse a leer
La cartuja de Parma, porque los
personajes de Baroja, en caso de leer, leen los libros que leyó su autor, a
poder ser en un parque y atardeciendo.
Le procura a uno una sensación próxima a la fascinación el conocer
lugares nuevos en su ciudad y, más todavía, si esos lugares nuevos están cerca
de casa. El parque Rodríguez Sahagún es un parque más, pero, como todos los
parques, tiene su encanto propio. En este caso, quizá sea el estar encajonado
entre las dos laderas del viejo valle y el hecho de que, si se prolonga la
línea imaginaria del paseo principal hacia el noroeste, se encuentra uno con el
sol escondiéndose detrás de la sierra de Guadarrama. No es un parque grande,
sino más bien pequeño, pero su extensión basta para hacerlo delicioso. Es más,
si fuera más grande, perdería gracia, lo que tiene de reducto sentimental, de reminiscencia
de poema de J. R. J. o Antonio Machado.
Ese rato, esa hora escasa en que leí La
cartuja de Parma sentado en un banco mientras atardecía, es de los que
justifican un día entero. “¿Dónde mejor que aquí?”, pensaba, lo cual ya es muy
buena cosa. Como anochecía y empezaba a hacer fresco –son los últimos frescos
hasta octubre- me levanté del banco y eché a andar. Inspeccioné lo que me
quedaba de ver del parque y, una vez salí de él, subí por una de las calles que
lo rodean y que se dirigen hacia los calientes y populares barrios de
Valdezarza y Tetuán. Transité por calles ignotas, tropezándome con rincones
extrañamente sugerentes y, subiendo por Ofelia Nieto, llegué a Francos
Rodríguez. Atávico placer este de andar sin rumbo o, mejor, con un rumbo apenas
sospechado.
Seguí por la avenida Pablo Iglesias y giré a la derecha por la avenida
del Santo Ángel de la Guarda, por donde va el búho. Aún no había anochecido del
todo, y me senté en un banco de uno de los parques de la zona a hojear con
delectación los libros recién adquiridos. A mi espalda, un grupo de
adolescentes charlaban sobre las cosas de que suelen charlar los adolescentes:
amores tempranos, discusiones, malos rollos, peleas, críticas alevosas a amigos
o ex amigos, cosas que pasaron el otro día narradas siempre en estilo directo:
“y me dijo: tal, y yo le dije: esto otro, y él me contestó: tanto y tanto”. Y
así.
Era como escuchar una vieja canción, o el murmullo de una fuente, como en
los poemas, otra vez, de J. R. J. o Antonio Machado. Todas las conversaciones de
adolescentes son iguales, como son iguales los murmullos de todas las fuentes
y, también como estos, uno las siente un poco como propias, acaso porque no nos
resultan tan lejanas como pensamos o queremos pensar.
¿De qué hablaban? De entre las líneas de Baroja leídas a salto de mata
pude entresacar que una de las chicas presentes había resultado cruelmente
decepcionada por un quítame allá estas pajas con una amiga a causa de asuntos
amorosos. Ella estaba muy acalorada y, mientras hablaba, sus amigos del corrillo
le daban la razón, que si la otra es una sinvergüenza, que si se la veía venir
desde hace tiempo, etcétera. Pensándolo bien, poco importa de qué hablaran. En
este caso, como en algunas novelas, el argumento es lo de menos, e importa más
el ambiente, las sensaciones visuales, auditivas, táctiles, ese parque, ese
anochecer, ese fresco –quizá el último hasta dentro de tres o cuatro meses-,
ese murmullo de fuente primigenia.
Me levanté y seguí andando hasta dar con la calle Antonio Machado.
Descendí por ella y, antes de llegar a la rotonda de Tabarca, me senté de nuevo
en otro banco de otro parque cualquiera. No había nadie, y solo pasó un
matrimonio mayor con sus dos perros, uno juguetón y vivaracho, el otro,
caminando unos metros detrás, cansino, fatigado, de vuelta de todo, inmune a la
curiosidad. Como los dueños.
Ya era noche cerrada. Me di cuenta de que había sido un anochecer muy
largo, como es propio de la época. En ese rato sentado en ese nuevo banco tuve
pensamientos más lúgubres: Dorian, las nuevas fotos de X en Facebook, la
impotencia, la vida propia. Sin embargo, todo esto se hace más llevadero
sentado en un banco público que en casa. También en eso pensé, lo cual me
reconfortó. Delante de mí, en una larga tapia que había en la otra acera, había
un grafiti con cierta gracia y bien ejecutado. Representaba la vida de Isaac
Newton –la tapia era la del instituto del mismo nombre-, como un río, con sus
logros científicos escritos por orden cronológico y acompañado de bonitas ilustraciones
–un reloj, una manzana, unas fórmulas matemáticas-, casi artísticas.
Aún me quedaba el último tramo de mi largo paseo antes de llegar a casa.
No ocurrió nada más digno de reseñarse, a excepción, quizá, de los partidos de
fútbol amateur que se estaban jugando
en los campos de Isla de Tabarca. Mirar uno de estos partidos es como mirar
obras: son aburridos e insustanciales pero, sin saber por qué, es difícil dejar
de prestar atención a su pequeña historia. Ejercen una especie de efecto
hipnótico.
Llegué a casa a eso de
las once. En contra de mi costumbre, no encendí el ordenador nada más llegar, y
me puse a leer un rato La cartuja de
Parma. Lo sentí como un triunfo, como la guinda perfecta a una tarde casi
perfecta, con libros, parques, filosofía de banco público, lectura al aire
libre. ¿Qué faltó? Quizá, haber sido uno de esos adolescentes…